Wolf no estaba del todo equivocado cuando dijo haber visto que del cráneo de Garin saltaron unas esquirlas. Cuando Garin dejó por unos segundos de hablar ante el micrófono y extendió la mano para coger el cigarro, que humeaba en el borde de la mesa, el auricular de ebonita que apretaba al oído para controlar su voz durante la emisión saltó repentinamente hecho añicos. Al mismo tiempo, oyó un seco disparo y sintió un agudo dolor en la parte izquierda del cráneo. Inmediatamente cayó al suelo sobre un costado, se tendió de bruces y quedó inmóvil. Luego percibió los chillidos de Stufer y unas pisadas que se alejaban corriendo.
Unas dos horas más tarde, cuando se precipitaba en el coche a Colonia, se preguntó: “¿Quién habrá sido, Rolling o Shelgá?” La conversación de aquellos dos hombres al borde del barranco le descubrió el acertijo. Shelgá era un águila. Pero ¡caramba!, no estaba bien recurrir a golpes prohibidos…
Garin apartó el cascote de columna, que tapaba la herrumbrosa plancha, se metió bajo tierra y, alumbrándose con una linterna de bolsillo, llegó por unos destruidos peldaños al “saco de piedra”, a la celda abierta en el muro de la torre levantada por los normandos. Era una sorda mazmorra de dos pasos y medio de largo y otro tanto de ancho. En la pared se conservaban unas argollas de bronce y cadenas. Junto al muro opuesto veíase la máquina, descansando en burdos caballetes de madera. Al pie había cuatro botes de hojalata con dinamita. Ante el cañón de la máquina, el muro mostraba un orificio que el “Esqueleto encadenado” tapaba por afuera.
Garin apagó la linterna, apartó a un lado el cañón y, metiendo la mano en el orificio, derribó el esqueleto. La calavera rodó por el suelo. El orificio dejaba ver las luces de las fábricas. Garin tenía buena vista. Distinguió hasta las diminutas figuras humanas que se movían entre los pabellones. Todo su cuerpo temblaba. Apretaba con fuerza los dientes. No suponía que pudiera serle tan difícil afrontar el instante aquel. De nuevo enfiló hacia el orificio el cañón de la máquina. Quitó la tapa trasera y examinó las bujías de carbón. Todo aquello lo tenía preparado desde hacía una semana. La segunda máquina y el viejo modelo estaban abajo, en el bosque, donde había ocultado el automóvil.
Garin cerró la tapa y descansó la mano en la manivela de la magneto que encendía automáticamente las bujías de carbón. Temblaba de pies a cabeza. No era remordimiento de conciencia (¡de qué conciencia podía hablarse después de la guerra mundial!), ni miedo (no podía tenerlo un hombre tan frívolo), ni compasión hacia la gente condenada a morir (estaba demasiado lejos), lo que la hacía sentir ya frío, ya calor. Comprendía con una nitidez horripilante que bastaba con que diese una vuelta a aquella manivela para convertirse en un enemigo de la humanidad. Lo que experimentaba era la sensación, puramente estética, de la importancia del momento.
Quitó la mano de la máquina y la hundió en el bolsillo, buscando un cigarro. Su excitado cerebro apreció aquel movimiento de la mano: “Das largas, te deleitas, estás loco…”
Garin hizo funcionar la magneto. En la máquina crepitó la llama. El ingeniero hizo girar lentamente el tornillo micrométrico.