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Mientras tanto, el individuo que dijera apellidarse Piankov-Pitkiévich llegó en un coche de alquiler, con la capota subida, a un descampado de la barriada Petrográdskaia, pagó al cochero y echó a andar por la acera. Abrió una cancela en una valla de tablas, cruzó un patio y subió por una angosta escalera de servicio al quinto piso. Abrió con dos llavines la puerta, colgó el abrigo y el sombrero en el único clavo que había en el vacío recibimiento, entró en una habitación cuyas cuatro ventanas estaban hasta la mitad untadas de alabastro, se sentó en un desgarrado diván y se tapó la cara con las manos.

Sólo allí, en la solitaria habitación con estanterías llenas de libros y aparatos de física, se dejó dominar por la terrible inquietud, rayana en la desesperación, que venía acometiéndole desde la víspera.

Se apretó el rostro con manos trémulas. Comprendía que el peligro mortal no había pasado aún. Estaba copado.

Sólo tenía a su favor una probabilidad de cada cien. “¡Qué imprudente he sido, qué imprudente he sido!”, balbuceó. Haciendo un esfuerzo, logró serenarse, hundió el puño en una sucia almohada, se tendió de bruces y cerró los ojos.

Su cerebro descansaba después de una insoportable tensión. Unos minutos de inmovilidad completa lo refrescaron. Se levantó, llenó un vaso de vino de madeira y lo apuro de un golpe. Una oleada de calor invadió su cuerpo, y se puso a recorrer de un ángulo a otro la habitación, con metódico andar, buscando las contadas posibilidades de salvación.

Luego apartó cuidadosamente el viejo empapelado junto a un plinto, sacó de debajo unos diseños e hizo con ellos un rollo. Luego tomó de los estantes varios libros y, con los diseños y algunas piezas de aparatos de física, los metió en un maletín. Aguzando el oído a cada instante, llevó el maletín abajo, a una oscura leñera, y lo ocultó bajo un montón de basura. Volvió a la habitación, sacó de la escribanía un revólver y, después de examinarlo, se lo guardó en el bolsillo trasero del pantalón.

Eran las cinco menos cuarto. El hombre se tendió de nuevo en el diván. Fumaba un cigarrillo tras otro, echando las colillas a un rincón. “Está claro que no lo han encontrado”, casi gritó y, levantándose del diván, se puso de nuevo a recorrer diagonalmente la habitación.

Al anochecer, se puso unas feas botas y un abrigo de verano y abandonó la casa.

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