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Shelgá yacía sobre un colchón extendido en el suelo de piedra. Un quinqué iluminaba el techo de la bodega, unos barriles vacíos y una selva de telarañas. Garin tardó unos instantes en descubrir a Shelgá. De pie ante el prisionero, se mordió los labios y, luego, dijo:

—Me he dejado llevar de mi genio; no se enfade Shelgá. Creo que, en fin de cuentas, sabremos entendernos. Pongámonos de acuerdo. ¿Quiere?

—Pruebe.

Garin hablaba con voz insinuante, de modo muy distinto a como lo hiciera diez minutos antes. Shelgá se puso en guardia. Sin embargo, las emociones de aquella noche, los restos del gas narcótico —parecía que le zumbaba todo el cuerpo— y el dolor que sentía en el brazo, debilitaban su vigilancia. Garin se sentó en el colchón. Encendió un cigarrillo y quedó pensativo…

“¿Qué querrá el canalla? ¿Qué querrá?” se dijo Shelgá, el rostro crispado por el insoportable dolor de cabeza.

Garin se abrazó una rodilla, echó una bocanada de humo, levantó los ojos al abovedado techo y empezó:

—Mire, Shelgá, ante todo debe usted saber que yo no miento nunca… Puede que sea porque desprecio a la gente, pero eso no tiene importancia. Bien, he de decirle que a Rolling, con sus miles de millones, no lo voy a necesitar siempre, sólo hasta que… Lo mismo que él no me va a necesitar siempre a mí… Creo que, pese a su idiotez, ya lo ha comprendido… Rolling ha venido aquí para colonizar Europa. Si no lo logra, reventará en América con sus miles de millones. Rolling es un animal, y no ve otro objetivo que embestir, cornear, pisotear. No tiene ni un ápice de fantasía… La única pared contra la que se puede partir la crisma es la Rusia soviética. El lo comprende, y toda su furia la orienta hacia su amada patria, amigo… Yo no me considero ruso, (añadió esto precipitadamente), yo soy internacionalista…

—Está claro —dijo Shelgá, sonriendo despectivo.

—Nuestras relaciones son las siguientes: hasta llegado cierto tiempo, trabajaremos juntos…

—Hasta el veintiocho…

Garin, rápidamente, brillantes los ojos, miró irónico a Shelgá.

—¿Lo ha averiguado usted por los periódicos?

—Es posible…

—Bueno…, supongamos que sea hasta el veintiocho. Después debemos inevitablemente roernos el gañote el uno al otro… Si vence Rolling, la Rusia soviética se verá en una situación dos veces más terrible: el aparato quedará en sus manos y a ustedes les será extraordinariamente difícil luchar contra él… Pues bien, camarada Shelgá, pasando aquí una semanita, en compañía de las arañas, aumenta usted terriblemente, inconmensurablemente, mis probabilidades de victoria.

Shelgá cerró los ojos. Garin, sentado a sus pies, fumaba nervioso. Shelgá dijo:

—¿Para qué diablos necesita usted mi consentimiento, cuando sin él me tendrá aquí todo el tiempo que desee? Dígame, sin rodeos, qué es lo que quiere…

—Ya era hora, hombre… Eso es mejor que lo de “palabra de comunista” Le juro que eso me ha dolido mucho, me ha disgustado mucho… Ahora me parece que empieza usted a comprender las cosas. Somos enemigos, es cierto… Pero debemos trabajar juntos… Desde su punto de vista, yo soy un engendro, un individualista espantoso… Yo, Piotr Petróvich Garin, por la gracia de las fuerzas que me han creado con mi genial cerebro, no se ría, Shelgá, sí, sí, con mi genial cerebro y mis pasiones atávicas, que a veces me llenan de angustia y espanto, con mi codicia y mi falta de principios, me opongo, literalmente, a toda la humanidad.

—¡Menudo canalla! —exclamó Shelgá.

—Exactamente: “menudo canalla”, me ha comprendido usted. Soy un sibarita y quiero entregar al placer cada segundo de mi vida. Tengo una prisa loca por acabar con Rolling para no perder esos preciosos segundos. Allí, en Rusia, son ustedes una idea militante, materializada. Yo no tengo ninguna idea: de modo consciente, con fervor religioso, odio todas las ideas. Me he propuesto un fin: crear un ambiente tal (no voy a describirlo, para no fatigarle), rodearme de tal lujo que los jardines de Babilonia y demás chiquillerías orientales sean una indigente fantasía ante mi paraíso. Haré que toda la ciencia, toda la industria y todo el arte estén a mi servicio. Usted, Shelgá, comprenderá que yo soy para ustedes un peligro lejano y muy fantástico. Rolling es un peligro concreto, cercano, terrible. Por eso, hasta cierto punto, debemos ir juntos hasta que Rolling no sea barrido. No le pido nada más.

—¿Y en qué debe expresarse mi ayuda? —preguntó Shelgá entre dientes.

—Necesito que dé usted un pequeño paseo por mar.

—En otras palabras: ¿quiere usted alargar mi cautiverio?

—Sí.

—¿Y que me dará para que no grite pidiendo socorro al primer policía con que nos encontremos cuando me lleve usted al mar?

—Cualquier suma.

—Yo no quiero ninguna suma.

—¡No está mal! —dijo Garin, rebullendo nervioso sobre el colchón—. ¿Y por el modelo de mi aparato, aceptaría? (Shelgá resopló) ¿No me cree? ¿Supone que lo engañaré? ¿Qué no le daré el modelo? Ea, adivínelo: ¿le engañaré o no? (Shelgá se encogió de hombros.) ¡Ah…! La idea del aparato es sencilla hasta la necedad… Por mucho que haga, no podré mantenerla en secreto largo tiempo. Tal es la suerte de los inventos geniales. Después del 28, todos los periódicos describirán la acción de los rayos infrarrojos, y los alemanes, precisamente los alemanes, construirán dentro de seis meses una máquina idéntica a la mía. Yo no arriesgo nada. Coja el modelo y lléveselo a Rusia. Por cierto, tengo sus pasaportes y papeles… Ya no los necesito para nada… Perdone que los haya escudriñado. Soy terriblemente curioso… ¿Qué foto es ésa en la que hay un chiquillo con un tatuaje?

—Es un niño vagabundo —respondió Shelgá sin titubear comprendiendo, pese al dolor de cabeza, que Garin iba a tratar de lo principal para él, de lo que lo había llevado a la bodega.

—La fotografía está fechada en el dorso el doce del mes pasado, ¿fotografió usted al chico la víspera de su partida…? ¿Trajo la foto para mostrármela a mí? ¿No la enseñó a nadie en Leningrado?

—No —dijo entre dientes Shelgá.

—¿Qué han hecho del chico? Vaya, vaya, no me había dado cuenta, incluso apuntó usted su nombre: Iván Gúsiev. ¿Lo fotografió en la terraza del club náutico? Conozco el sitio… ¿Y qué le contó el chico? ¿Mántsev está vivo?

—Sí, está vivo.

—¿Ha encontrado lo que buscaban?

—Parece que sí.

—¿Ve usted? Yo siempre tuve fe en Mántsev. Garin no se equivocó.

Shelgá tenía estructurada la cabeza de tal modo, que no podía mentir, primero porque le repugnaba, y segundo porque en el juego y en la lucha consideraba indigna la mentira. Unos instantes después, Garin conocía la historia de la aparición de Iván y todo lo que el chico dijo de los trabajos de Mántsev.

—Así. pues, —concluyó Garin, y se levantó, frotándose satisfecho las manos— si salimos de aquí en automóvil el 29 por la noche, nos llevaremos el modelo del aparato y lo ocultaremos donde usted diga… En fin, ¿le basta con esa garantía? ¿Está de acuerdo?

—De acuerdo.

—¿No intentará matarme?

—Por el momento, no.

—Voy a ordenar que lo pasen a usted arriba, aquí hay demasiada humedad. Repóngase, coma y beba cuanto le plazca.

Garin, campechano, elegante, hizo un guiño y salió de la bodega.

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