—Capitán Jansen, quisiera bajar a tierra.
—A sus órdenes.
—Quisiera que me acompañase usted.
Jansen se sonrojó de placer. Al minuto, una lancha de seis remos se descolgaba del “Arizona”, posándose en la transparente agua. Tres marinos de bronceada piel se deslizaron por las maromas a los bancos de la lancha. Levantaron los remos y quedaron inmóviles.
Jansen esperaba junto a la pasarela. Zoya remoloneaba, mirando distraída los contornos, oscilantes en el caldeado aire, de Nápoles, que ascendía formando tenazas: miraba los rojos muros y torres de la antigua fortaleza y la cima del Vesubio, que despedía perezosamente su humo. No hacía ni un pelillo de viento, y el mar parecía un espejo.
Multitud de barcas surcaban perezosas la bahía. Una de ellas la impulsaba, con un remo en popa, un viejo muy alto que parecía un dibujo de Miguel Ángel. Su blanca barba caía sobre una oscura capa toda desgarrada y llena de remiendos; sus grises rizos, alborotados, semejaban una corona. El anciano llevaba terciado un zurrón.
Era Peppo, un pordiosero a quien todo el mundo conocía.
Peppo salía a pedir limosna en una barca de su propiedad. La víspera, Zoya le había arrojado desde el “Arizona” un billete de cien dólares. El mendigo de nuevo se dirigía al yate. Peppo era el último romántico de la vieja Italia, amado por los dioses y las musas. Todo aquello se había marchado para no volver. Nadie lloraba ya contemplando con feliz mirada las viejas piedras. Habían perecido en los campos de batalla los pintores que daban a Peppo una sonora moneda de oro para que posase, en Pompeya, entre las ruinas de la casa de Cecilio Jucundus. El mundo era muy aburrido.
Moviendo lentamente el remo, Peppo deslizó la barca a lo largo del casco del “Arizona”, verdoso por los reflejos del mar, levantó su cara arrugada y de tupidas cejas, bella como una medalla, y tendió la mano, pidiendo una ofrenda. Zoya, doblándose sobre la borda, le preguntó en italiano:
—Adivina, Peppo, ¿pares o nones?
—Pares, signora.
Zoya echó a la barca del viejo un fajo de flamantes billetes.
—Muchas gracias, bella signora —pronunció Peppo con el empaque de un rey.
No había por qué demorar más. Zoya se había dicho que si el viejo mendigo llegaba en su barca y respondía “pares”, todo marcharía bien.
Sin embargo, la acometían angustiosos presentimientos: ¿y si en el hotel “Splendid” la estaba esperando la policía? Pero una voz imperiosa sonaba en sus oídos: “…Si precia la vida de su amigo…” No había otra alternativa.
Zoya bajó a la lancha. Jansen se sentó al timón, los remos hendieron el agua, y el muelle de Santa Lucía voló al encuentro: casas con escaleras exteriores, ropa y trapos tendidos en cuerdas, estrechas callejas que subían, escalonándose, hacia la montaña, niños medio desnudos, mujeres a la puerta de sus casas, cabras de rojizo pelo, puestos de venta de ostras junto al agua misma y redes de pescar extendidas sobre el granito.
En cuanto la lancha rozó el verdoso zampeado del atracadero, de arriba, por los peldaños, se precipitó un tropel de golfillos, de vendedores de corales y broches y de mozos de hotel. Haciendo restallar sus látigos gritaban aurigas entronizados en los pescantes de coches de dos caballos; unos niños medio desnudos daban volatines y pedían con voz chillona unas monedas de cobre a la bella forastera.
—Al “Splendid” —dijo Zoya, montando con Jansen en un coche de alquiler.