29

El lapicero de oro rozó el bloc.

—¿Cuál es su apellido, caballero?

—Piankov-Pitkiévich.

—¿Cuál es el fin de su visita?

—Dígale a mister Rolling —respondió Garin— que estoy facultado para entablar con él negociaciones acerca del aparato, que él conoce, inventado por el ingeniero Garin.

El secretario desapareció instantáneamente. Un minuto después, Garin entraba en el despacho del rey de la industria química. Rolling estaba escribiendo. Sin levantar la cabeza, ofreció asiento al visitante.

—De las pequeñas operaciones monetarias está encargado mi secretario —Rolling levantó con mano débil el secante y lo aplicó a lo escrito—, sin embargo, estoy dispuesto a escucharle. Le doy dos minutos. ¿Qué hay de nuevo acerca del ingeniero Garin?

Cruzando las piernas y abrazándose las rodillas, muy estirados los brazos, Garin dijo:

—El ingeniero Garin quiere saber si usted conoce con exactitud para qué sirve su invento.

—Sí —respondió Rolling—. Si no me equivoco, encierra cierto interés para la industria. He hablado con algunos miembros del Consejo de dirección de nuestro consorcio. Están de acuerdo en adquirir la patente.

—El aparato no está destinado a la industria —respondió seco Garin—. Es una máquina de destrucción. Podría ser utilizado con buen éxito en la metalurgia, en la minería. Pero, en el presente, Garin tiene otros planes.

—¿Políticos?

—Hem… La política interesa poco al ingeniero Garin. El desea establecer un régimen social de su gusto. La política es una nimiedad, una simple función.

—¿Dónde quiere establecer ese régimen?

—Por doquier, en las cinco partes del mundo.

—¡Caramba! —dijo Rolling.

—El ingeniero Garin no es comunista, tranquilícese. Sin embargo, debo decirle que tampoco comparte plenamente sus ideas. Repito: tiene grandes planes. Su invento le permite realizar las fantasías más calenturientas. El aparato existe ya y puede ser probado hoy mismo.

—¡Hem! —emitió Rolling.

—Garin ha estudiado su actividad, mister Rolling, y le parece que es usted un hombre de bastantes vuelos, aunque le falta una gran idea. La constitución de un consorcio químico. La guerra aeroquímica. La conversión de Europa en un mercado de América… Todo eso es mezquino, carente de una idea medular. El ingeniero Garin le propone que coopere usted con él.

—¿Quién de los dos está loco, él o usted? —preguntó Rolling.

Garin soltó una carcajada, frotándose la nariz fuertemente, con un dedo.

—¿Sabe?, usted lleva escuchándome nueve minutos y medio, en lugar de dos ¡Buena señal!

—Estoy dispuesto a ofrecer a Garin cincuenta mil francos por la patente de su invento —dijo Rolling, poniéndose de nuevo a escribir.

—¿Hay que entender esa propuesta en el sentido de que tratará usted de apropiarse del aparato por la fuerza o mediante argucias y hará con Garin lo que ya hizo con su ayudante en la isla Krestovski?

Rolling dejó rápidamente la pluma sobre la mesa; sólo dos manchas rojas en los pómulos denotaban su turbación. Luego tomó del cenicero su humeante cigarro puro, se recostó contra el respaldo del sillón y clavó en Garin sus ojos turbios e inexpresivos.

—¿Y qué diría usted si admitimos que pienso obrar así con Garin?

—Pues diría que Garin se ha equivocado.

—¿En qué?

—En suponer que era usted un canalla de más categoría.

Garin dijo estas palabras muy claramente, casi sílaba por sílaba, mirando, alegre y atrevido, a Rolling, que se limitó a lanzar una bocanada de azuloso humo y a agitar ligeramente el cigarro ante su propia nariz.

—Sería estúpido —dijo el rey de la industria—, dividir con Garin las ganancias cuando puedo embolsarme el cien por ciento. Para terminar de una vez, le ofrezco cien mil francos, y ni un céntimo más.

—Le juro, mister Rolling, que todo el tiempo da usted pasos en falso. No arriesga nada. Sus agentes Semiónov y Tyklinski han averiguado en dónde vive Garin. Avise a la policía y lo detendrán como espía bolchevique. El aparato y los diseños los robarán Tyklinski y Semiónov. Todo eso no le costará a usted más allá de cinco mil francos. A Garin, para que luego no intente hacer de nuevo los diseños, pueden enviarlo por etapas a Rusia, a través de Polonia, donde, en la frontera, lo acogotarán. Sencillo y barato ¿Qué necesidad tiene usted de dar cien mil francos?

Rolling se levantó, miró de soslayo a Garin y se puso a recorrer de un ángulo a otro el despacho, sus zapatos de charol hundiéndose en la mullida y argentada alfombra. De pronto, sacó la mano del bolsillo y chasqueó los dedos.

—Su juego es burdo —dijo Rolling—, está usted mintiendo. He pensado bien, con todas sus consecuencias, cualquier combinación imaginable. No hay el menor peligro. Usted es, sencillamente, un desventurado charlatán. A Garin le hemos dado ya jaque mate. Él lo sabe, y lo ha enviado a usted aquí para que regatee. No doy por la patente ni dos luises. Hemos encontrado a Garin, y está perdido. (Rolling miró rápido el reloj y lo volvió a guardar, también rápido, en el bolsillo del chaleco.) ¡Fuera de aquí! ¡Al diablo!

Garin también se había levantado y se bailaba de pie junto a la mesa, la cabeza gacha. Cuando Rolling lo envió al diablo, se pasó la mano por el pelo y dijo con la voz desmayada de quien ha caído inopinadamente en una trampa:

—Está bien, mister Rolling, acepto todas sus condiciones. Habla usted de cien mil francos…

—¡Ni un céntimo! —vociferó Rolling—. ¡Largo de aquí, sino quiere que lo echen a patadas!

Garin tiró del cuello de su camisa y, los ojos en blanco, se tambaleó. Rolling emitió un rugido.

—¡Sin trucos! ¡Fuera de aquí!

Garin dejó escapar un estertor y cayó de lado sobre la mesa. Su mano derecha golpeó las hojas que había escrito Rolling y, convulsa, las estrujó con fuerza. El magnate se acercó rápido al timbre eléctrico. El secretario apareció al instante…

—¡Eche de aquí a este sujeto!

El secretario se agachó como un leopardo dispuesto a saltar, erizado su elegante bigotito, y bajo la fina chaqueta se abultaron, poniéndose en tensión, unos músculos de acero. Pero Garin se apartaba ya de la mesa, de lado, siempre de lado, haciendo reverencias a Rolling. Luego bajó en un vuelo la escalinata de mármol, salió al bulevar Malesherbes, montó de un salto en un taxi con la capota levantada, gritó la dirección al chofer, subió los cristales, bajó las verdes cortinillas y lanzó una breve y seca risotada.

Del bolsillo de la chaqueta extrajo un arrugado papel que alisó, cuidadosamente, sobre sus rodillas. En la susurrante hoja, arrancada de un gran bloc, Rolling, con su letra descomunal, había tomado algunos apuntes relativos a los negocios del día. Por lo visto, cuando Garin entró en el despacho, Rolling, todo él alertado, no advirtió que su mano se ponía a escribir maquinalmente, descubriendo sus pensamientos más secretos. Tres veces, una debajo de otra, había puesto: “Calle de los Gobelinos, 63, ingeniero Garin”. (Aquella era la nueva dirección de Víctor Lenoire, que Semiónov acababa de comunicarle por teléfono.) Luego seguía: “A Semiónov, cinco mil francos…”

—¡Qué suerte, diablos! ¡Pero qué suerte! —musitó Garin, alisando meticulosamente sobre sus rodillas las hojas de papel.

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