Unos minutos después, su limousine se detenía en una estrecha calle de Montmartre iluminada por los diez ventanales del cabaret “La Cena del Rej”. En el bajo salón tapizado de seda roja, con espejos en el techo y en las paredes, hacía un calor espantoso y apenas si se podía respirar por el humo del tabaco. Entre las volantes cintas de serpentina, las pelotitas de celuloide y el confeti se mecían, hallando con cintas de papel enroscadas a sus cuerpos, unas mujeres desnudas de la cintura para arriba, a cuyas mejillas, cubiertas de afeites, se apretaban rostros masculinos purpúreos y pálidos, beodos, demacrados, llenos de excitación. El piano martilleaba en los oídos. Aullaban y gritaban los violines, y tres negros, sudando a mares, batían el gong, hacían sonar bocinas de automóvil y carracas, estremecían el aire con el estrépito de los platillos y aporreaban el bombo. Un sudoroso rostro se acercó a Zoya, llegando casi a rozarla. Una mujer anudó sus brazos al cuello de Rolling.
—Paso, hijos míos, paso al rey de la industria química —gritaba, desgañitándose, el maître, a quien costó lo suyo encontrar una estrecha mesa, pegada a la pared.
Rolling y Zoya se sentaron, y al instante llovieron sobre ellos bolitas, confeti y serpentinas.
—La gente nos mira —dijo Rolling.
Zoya entornó los párpados y se puso a beber champagne. Bajo la fina seda que apenas si ocultaba sus turgentes senos sentía un calor húmedo. Una bolita de celuloide le golpeó en la mejilla.
Zoya volvió la cabeza lentamente: los ojos de un hombre, tan oscuro como si hubiesen sido sombreados con carbón, la contemplaban con sombrío embeleso. Zoya se inclinó hacia adelante, descansó los desnudos brazos en la mesa y absorbió, como si fuera vino, aquella mirada: puesta a emborracharse, ¿podía importarle con qué?
El rostro del hombre aquel pareció enflaquecer en unos segundos. Apoyando la barbilla en sus dedos, entrelazados, Zoya captó con el rabillo del ojo su mirada… ¡Dónde había visto al hombre aquel! ¿Quién sería? No parecía ni francés ni inglés. Unos confetis salpicaban su oscura barbita. Sus labios eran atractivos. “Es curioso, será Rolling capaz de sentir celos”, se preguntó Zoya.
Abriéndose paso por entre las parejas que bailaban, un camarero se acercó a Zoya para entregarle una esquela.
Asombrada, se recostó contra el respaldo del sofá. Mirando de reojo a Rolling, que chupaba su cigarro puro, leyó:
“Zoya, el hombre a quien usted mira ton tanta ternura es Garin… Beso su mano. Semiónov”.
Zoya debió de palidecer terriblemente, pues una voz dijo muy cerca, entre el ruido del cabaret: “Mirad, esa dama se siente mal”. Al oírlo, Zoya levantó su vacía copa y el camarero se la llenó de champagne.
Rolling preguntó:
—Qué le escribe Semiónov.
—Luego se lo diré.
—¿Dice algo de ese caballero que la mira con tanta impertinencia? Es el hombre que estuvo ayer a verme. Lo despedí con cajas destempladas.
—¿Es que no lo conoce usted, Rolling…? Acuérdese, fue en la plaza de la Estrella… Ese hombre es Garin.
Rolling resopló por la nariz, a guisa de respuesta. Luego he quitó de la boca el cigarro: “¡Ah!”, y su rostro tomó de pronto la expresión que adoptara cuando el rey de la industria química se puso a recorrer, por la plateada alfombra, su despacho, ponderando las posibles eventualidades de la lucha. Aquella vez chasqueó alegre los dedos. Ahora se volvió hacia Zoya, crispado el rostro.
—Vamos, necesito hablar con usted de algo muy serio.
Al llegar a la puerta, Zoya volvió la cabeza. Entre el humo y la red de las serpentinas vio de nuevo los brillantes ojos de Garin. Después, de un modo incomprensible, mareante, aquel rostro se desdobló: alguien, sentado ante él, de espaldas a las parejas, se le había acercado, y ambos miraban a Zoya. ¿No sería aquello una ilusión óptica creada por los espejos?
Zoya cerró los ojos un instante y luego corrió por la raída alfombra del cabaret hacia el automóvil. Rolling la estaba esperando. Después de cerrar la portezuela, rozó su brazo y le dijo:
—No le conté todo lo ocurrido en mi entrevista con ese falso Piankov-Pitkiévich… Hay algo que no puedo comprender: ¿para qué fingió aquel ataque de nervios? No creo que esperase compasión alguna por mi parte… Toda su conducta es sospechosa. Pero ¿por qué vino a verme…? ¿Por qué se dejó caer sobre la mesa…?
—Eso no me lo había contado usted, Rolling…
—Sí, sí… Volcó el reloj… Arrugó mis papeles…
—¿Intentó robarle sus papeles?
—¿Qué? ¿Robar mis papeles? —Rolling enmudeció por unos instantes y prosiguió luego—. No, nada de eso. Perdió el equilibrio y se golpeó una mano en la escribanía… Había allí unos cuantos papeles…
—¿Está seguro de que no ha desaparecido nada?
—Eran apuntes sin importancia. Los arrugó y yo los eché después al cesto.
—Le ruego que me repita toda la conversación con el mayor detalle…
El coche se detuvo en la calle del Sena. Rolling y Zoya entraron en su dormitorio. Ella se desnudó rápidamente y se metió en la ancha cama tallada, con patas de águila y dosel de raso, en aquella cama que había pertenecido a Napoleón I. Rolling se despojó de su atuendo lentamente, yendo y viniendo por encima de la alfombra y dejando prendas en las sillas doradas, en las mesitas de noche, en la repisa de la chimenea, mientras relataba a Zoya, con los más ínfimos detalles, la visita que Garin le había hecho la víspera.
Zoya escuchaba, apoyada en un codo. Rolling saltó sobre un pie al quitarse los pantalones. En aquellos instantes no se parecía en nada a un rey. Después se acostó y, diciendo: “Eso es todo”, se tapó, con el edredón de raso, hasta la nariz. Una lámpara de noche de pantalla azul iluminaba el lujoso dormitorio, la ropa esparcida en él, los cupidos de oro en los pilares de la cama y la carnosa nariz de Rolling, hincada en el edredón. El rey de la industria química tenía la cabeza hundida en la almohada y la boca muy abierta: se había dormido.
Aquella nariz que resoplaba sin cesar estorbaba a Zoya en sus meditaciones, trayendo a su mente recuerdos innecesarios. Zoya sacudió la cabeza para espantarlos, y en lugar de la de Rolling vio otra cabeza en la blanca almohada. Cansada de luchar, cerró los ojos y se sonrió. Ante ella apareció el rostro de Garin, lívido por la emoción…” ¿Y si le telefoneo a Gastón Nariz de Pato que espere un poco?” Y de pronto hirió su cerebro, como si fuera una aguja, la punzante idea: “Con él estaba su doble… Lo mismo que en Leningrado…”
Zoya bajó los pies de la cama y se calzó presurosa las medias. Rolling balbuceó en sueños, volviéndose del otro costado.
Zoya se dirigió rápida a su guardarropa. Una vez allí se puso unas faldas y un impermeable, que se ciñó apretadamente con el cinturón. Luego regresó al dormitorio en busca del bolso donde guardaba el dinero…
—Rolling —llamó muy quedo Zoya—, Rolling…, estamos perdidos…
El rey emitió de nuevo un sonido inarticulado. Zoya bajó al vestíbulo y abrió con gran esfuerzo la alta puerta principal. La calle del Sena aparecía desierta. En un estrecho claro entre los tejados de las guardillas asomaba una luna macilenta. Zoya sintió una angustia terrible. Miró el disco de la luna, que pendía sobre la dormida ciudad… “¡Dios mío, Dios mío, qué terrible, qué sombrío es todo…!” Luego se encasquetó con ambas manos su gorrito y corrió hacia el malecón.