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En la blanca casita en la orilla del pequeño y solitario puerto de la Isla de Oro estuvieron discutiendo acaloradamente toda la noche. Shelgá leyó un llamamiento que había escrito a vuela pluma. Decía así:

“Trabajadores de todo el mundo: Conocéis la magnitud y las consecuencias del pánico que cundió en los Estados Unidos cuando arribaron al puerto de San Francisco los barcos de Garin cargados de oro.

El capitalismo se tambalea: el oro pierde su valor, todas las monedas bajan, los capitalistas no tienen con qué pagar a sus mercenarios: la policía, las tropas de castigo, los provocadores, los tribunos populares a sueldo. Se ha alzado en toda su talla el fantasma de la revolución proletaria.

Pero el ingeniero Garin, que ha asestado ese golpe al capitalismo, lo que menos desea es que su aventura desemboque en la revolución.

Garin va al poder. Garin barre la resistencia de los capitalistas, que no han comprendido todavía con la suficiente claridad que Garin es una nueva arma de lucha contra la revolución proletaria.

Garin se pondrá muy pronto de acuerdo con los más grandes capitalistas.

Ellos lo proclamarán dictador y jefe. Garin se apropiará de la mitad del oro del mundo y entonces mandará cegar la mina en la Isla de Oro para que la cantidad de oro en el mundo sea limitada.

De consuno con una pandilla de grandes capitalistas, saqueará toda la humanidad y convertirá a los hombres en esclavos.

Trabajadores de todo el mundo, ha llegado la lucha decisiva. Así lo afirma el Comité revolucionario de la Isla de Oro. El Comité declara que la Isla de Oro, con la mina y con todos los hiperboloides, pasa a manos de los insurrectos del mundo entero. A partir de hoy, los trabajadores tienen en sus manos inagotables reservas de oro.

Garin y su camarilla se defenderán encarnizadamente. Cuanto antes pasemos a la ofensiva, tanto más segura será nuestra victoria”.

No todos los miembros del Comité revolucionario aprobaron el llamamiento. Algunos vacilaban, asustados por su audacia: ¿Lograrían levantar tan rápidamente a los obreros? ¿Conseguirían armas? Los capitalistas disponían de las marinas de guerra, de poderosos ejércitos, de policía, armada con gases y ametralladoras… ¿No sería mejor esperar y, en caso extremo, declarar la huelga general…?

Shelgá, haciendo esfuerzos por reprimir su cólera, decía a los vacilantes:

—La revolución es la estrategia superior. La estrategia es la ciencia de la victoria. Vence quien toma la iniciativa en sus manos, quien es audaz. Sopesar tranquilamente las cosas podréis después, cuando, una vez obtenida la victoria, se os ocurra escribir, para las generaciones venideras, la historia de nuestra victoriosa lucha. Si ponemos en tensión todas nuestras energías, lograremos levantar la insurrección. Las armas las conseguiremos en el combate. La victoria está asegurada porque quiere vencer toda la humanidad trabajadora, y nosotros somos su destacamento de vanguardia. Eso dicen los bolcheviques. Y los bolcheviques no conocen la derrota.

Al oír estas palabras, el mocetón de los ojos azules, que todo el tiempo había callado, se sacó la pipa de la boca y dijo con su densa voz:

—¡Basta! ¡Ya hemos perorado bastante! ¡Manos a la obra, muchachos!

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