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Aquella tarde, como todos los domingos, el profesor Reicher jugaba al ajedrez en la pequeña terraza de su apartamento, que se encontraba en el tercer piso de la casa. Contendía con él Henrich Wolf, su discípulo predilecto. Los contrincantes fumaban, toda su atención puesta en el tablero. Hacía ya largo rato que en el extremo de la larga calle se apagaba el ocaso. El negro aire era sofocante. La enredadera que adornaba la terraza aparecía inmóvil. Abajo, frente al cielo tachonado de estrellas, yacía la desierta plaza asfaltada.

Carraspeando y dando resoplidos, el profesor, anciano de blanca y tupida cabellera, meditaba su jugada. Levantó su gruesa mano de amarillas uñas, pero no llegó a tocar la figura. Sacándose de la boca el cigarro puro, a medio fumar, dijo:

—Sí, hay que pensarlo.

—Como usted guste —respondió Henrich.

Su bello rostro, de ancha frente, mentón de trazo firmo y corta y recta nariz, reflejaba el reposo de una poderosa máquina. El profesor tenía más temperamento (la vieja generación), su barba gris acero estaba toda espeluznada, y en su frente, cubierta de arrugas, destacaban unan manchas rojas.

Una alta lámpara con pantalla de color iluminaba sus rostros, unas anémicas criaturillas verdes revoloteaban junto a la bombilla y se posaban en el planchado tapete, erizando sus bigotitos y mirando con los puntitos de sus ojos, sin comprender, por lo visto, que les cabía el honor de presenciar cómo unos dioses se entretenían con un juego celestial. El reloj de la habitación anunció que eran las diez en punto.

Frau Reicher, la madre del profesor, anciana muy pulcra, permanecía inmóvil en su sillón. Ya no podía leer ni hacer punto con luz artificial. A lo lejos, donde en la negra noche ardían las luces de una alta casa, se adivinaban los enormes espacios del pétreo Berlín. De no ser porque su hijo estaba jugando al ajedrez, de no ser por la blanda luz de la lámpara y por los pequeños seres verdes posados en el tapete, el espanto que desde hacía mucho se agazapaba en su alma levantaría de nuevo la cabeza, como tantas veces en aquellos años, y secaría todavía más el lívido rostro de frau Reicher. Era el espanto ante los millones de seres que avanzaban hacia la ciudad, hacia su balcón. Aquellos millones de seres no se llamaban ni Fritz, ni Johan, ni Henrich, ni Otto, sino la masa. Todos ellos iguales, mal afeitados, con caminas de algodón, cubiertos de polvo de hierro y de plomo, llenaban a veces las calles. Pedían muchas cosas, sacando sus pesadas mandíbulas.

Frau Reicher recordaba los benditos tiempos en que su novio, Otto Reicher, volviera vencedor de Sedán, después de haber derrotado al emperador de los franceses. Todo él, barbudo, ruidoso, olía a las correas del uniforme. Ella salió a recibirlo a las afueras de la ciudad. Llevaba un vestido azul, con cintas y flores. Alemania volaba hacia nuevas victorias, hacia la felicidad, junto con la graciosa barba de Otto, junto con el orgullo y las esperanzas. Pronto conquistarían todo el mundo…

La vida de frau Reicher había pasado. Llegó y terminó la segunda guerra. A duras penas lograron salir del pantano en el que se pudrían millones de cadáveres humanos. Y entonces aparecieron las masas. Bastaba con mirar los ojos de aquellos hombres con gorra, para ver que no eran ojos alemanes. Su expresión era terca, triste, incomprensible. Eran unos ojos impenetrables. Frau Reicher se horrorizaba.

Apareció en la terraza Alexéi Semiónovich Jlínov, vistiendo su aseado traje gris de los domingos.

Jlínov saludó a frau Reicher con una reverencia, le deseó buenas noches y se sentó al lado del profesor, que frunció bonachón la nariz e hizo un malicioso guiño, mirando al tablero, sobre la mesa había revistas y periódicos extranjeros. Como todos los intelectuales alemanes, el profesor era pobre. Su hospitalidad quedaba limitada a la blanda luz de la lámpara sobre el tapete recién planchado, a un cigarro puro de veinte pfenings y a su conversación, que quizás valiera más que una cena con champagne y otros lujos.

En los días de trabajo, el profesor se mostraba diligente y adusto desde las siete de la mañana hasta las siete de la tarde. Los domingos “iba gustoso con los amigos al país de la fantasía”. Le gustaba hablar “de punta a punta del cigarro puro”.

—Sí, hay que pensarlo —dijo de nuevo el profesor, envolviéndose en humo.

—Como usted guste —respondió Wolf, cortés y frío.

Jlínov desplegó L'Intransigeant y en la primera página, bajo el titular Misterioso crimen en Ville d'Avray, vio una foto con siete hombres despedazados. “Sí, los han hecho cachitos”, se dijo Jlínov. Pero lo que leyó a continuación lo dejó pensativo.


“…Es de suponer que el crimen fue perpetrado con un arma desconocida, con un alambre al rojo o con un rayo térmico de enorme potencia. Hemos conseguido establecer la nacionalidad y el aspecto del criminal: se trata, como era de esperar, de un ruso (seguían las señas del asesino, dadas por la dueña del hotel). La noche del crimen se encontraba con él una mujer. Lo demás sigue envuelto en el misterio. Quizás levante un poco el velo el sangriento hallazgo del bosque de Fontainebleau. Allí se ha encontrado inconsciente, a unos treinta metros de la carretera, a un desconocido. Su cuerpo presenta cuatro heridas de arma de fuego. No se le han ocupado encima documentos u objetos que permitan identificarlo. Por lo visto, fue arrojado allí desde un automóvil. Hasta ahora no se ha logrado hacerle volver en sí…”

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