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El “Arizona” acababa de regresar a la bahía de la Isla de Oro. Jansen informaba a madame Lamolle del estado de cosas en el continente. Zoya estaba todavía en la cama, entre almohadas con fundas de encaje (era aquélla la pequeña recepción matutina). La habitación, sumida en la penumbra, la llenaba un penetrante aroma de flores, procedente del jardín. Una manicura estaba ocupada con la mano derecha de Zoya. Con la izquierda sostenía ésta un espejo y, mientras hablaba, se miraba en él con aire de disgusto.

—¡Pero, querido amigo —dijo a Jansen—, Garin se está volviendo loco, deprecia el oro…! ¡Quiere ser dictador de un mundo de pordioseros!

Jansen examinaba de reojo el lujoso dormitorio, recién terminado. Respondió, la gorra sobre las rodillas:

—Al despedirnos, Garin me dijo que no se preocupara usted, madame Lamolle. No se aparta ni un paso de su plan. Echando el oro por los suelos, ha ganado la batalla. La semana que viene, el Senado lo proclamará dictador. Entonces elevará el precio del oro.

—¿De qué modo? No comprendo eso.

—Editará una ley prohibiendo la importación y la venta del oro. Dentro de un mes. el metal recobrará su antiguo precio. No hemos vendido tanto como parece. Más ha sido el ruido que las nueces.

—¿Y la mina?

—La mina será destruida.

Madame Lamolle frunció el ceño. Encendió un cigarrillo y dijo:

—No comprendo nada.

—La cantidad de oro debe ser limitada, pues de otro modo perderá el tufo del sudor humano. Como es natural, antes de destruir la mina, se extraerá lo necesario para que Garin posea más del cincuenta por ciento de todo el oro del mundo. Así, si baja su precio, lo hará tan sólo en unos cuantos centavos por dólar.

—Perfecto… Pero ¿cuánto asignan para mi palacio, para mis caprichos? Yo necesito mucho, muchísimo.

—Garin le ruega que haga usted el presupuesto. Se promulgará una ley concediéndole todo lo que pida…

—¿Acaso sé yo cuánto necesito…? ¡Qué estúpido resulta todo…! En primer lugar, donde hoy se encuentran las colonias obreras, los talleres y los almacenes se construirán teatros, hoteles y circos. Será la ciudad de las maravillas… Puentes como los que se ven en los antiguos dibujos chinos unirán la isla con los bancos y los escollos. Allí edificaré casetas de baños, pabellones para juegos, puertos para los balandros y los hidroplanos. En el sur de la isla alzaremos un enorme edificio que se vea en muchas millas a la redonda: “La casa donde reposan los genios”. Saquearé todos los museos de Europa. Reuniré todo lo que ha creado la humanidad. La cabeza, querido, me da vueltas de tantos planes. Hasta en sueños veo escalinatas de mármol que se pierden en las nubes, fiestas, bailes de máscaras…

Jansen se irguió, sin levantarse, en la elegante silla con adornos de oro:

—Madame Lamolle…

—Espere —cortó impaciente Zoya—, dentro de tres semanas llegará aquí mi corte. A toda esa jauría hay que alimentarla, vestirla y distraerla. Quiero hacer venir de Europa a dos o tres reyes auténticos y a una docena de príncipes de sangre. Traeremos en dirigible al Papa de Roma. Quiero ser ungida y coronada con todas las de la ley, para que dejen de componer vulgares foxtrots acerca de mi persona…

—Madame Lamolle —dijo implorante Jansen—, no la he visto a usted en todo un mes. Aprovechemos la ocasión y, ahora que usted puede, hagámonos a la mar. El “Arizona” acaba de ser retocado. Quisiera verme de nuevo con usted en el puente de mando, bajo las estrellas.

Zoya lo miró con expresión tierna. Sonriendo apenas, tendió la mano. Jansen aplicó a ella los labios y permaneció inclinado largo rato.

—No sé, Jansen, no sé —dijo Zoya, pasando la otra mano por la nuca del marino—, a veces me parece que la felicidad se encierra únicamente en su busca… y en los recuerdos… Pero eso es en los momentos de cansancio… Alguna vez volveré a usted, Jansen… Sé que me esperará con paciencia… Recuerde… Recuerde el Mediterráneo, el día azul en que lo nombré comendador de la orden de la “Divina Zoya…” (Zoya rió y oprimió la nuca del capitán.) Y si no vuelvo, Jansen, ¿acaso soñar en mí, echarme de menos, no es una dicha? ¡Ay, amigo mío, nadie sabe que la Isla de Oro es un sueño que tuve un día en el Mediterráneo: me dormí en cubierta y vi unas escalinatas que salían del mar, y palacios, palacios, uno sobre otro, formando terrazas, a cual más precioso… Y multitud de personas bellas, de súbditos míos, míos, ¿comprende? No, no conoceré la quietud mientras no acabe de construir la ciudad con que soñé aquel día. Sé, fiel amigo, que usted me ofrece su persona, el puente de mando y el desierto del mar a cambio de mi loco delirio. Usted no conoce a las mujeres, Jansen… Somos frívolas, derrochadoras… Eché como si fueran guantes sucios los miles de millones de Rolling porque, de todos modos, no me hubieran salvado de la vejez, del agostamiento… Corrí en pos de un mendigo, de Garin… La cabeza me dio vueltas al oír sus locos sueños. Pero no lo amé más que una noche… Desde entonces no puedo volver a amar como usted desea… Jansen, querido Jansen ¿qué debo hacer…? Debo volar en alas de mi vertiginosa quimera hasta que mi corazón deje de latir… (Jansen se levantó de la silla, y Zoya tomó de pronto su mano.) Sé que sólo una persona en el mundo me quiere. Esa persona es usted, Jansen. ¿Acaso puedo garantizar que un buen día no acudiré a usted para decirle: “Jansen, sálveme de mí misma…”?

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