Hacia las veintitrés horas, el buque insignia de la escuadra de la flota americana advirtió un cuerpo extraño sobre la constelación de la Cruz de! Sur.
Los rayos de los reflectores, azulencos como la cola de un cometa, se deslizaron por la bóveda celeste y se detuvieron en aquel cuerpo extraño. Este se iluminó. Centenares de catalejos enfocaron la barquilla metálica, los transparentes círculos de las hélices y, en el casco del dirigible, las letras P. y H.
Parpadearon las señales luminosas en los navíos. Del buque insignia despegaron cuatro hidroplanos y, rugiendo, cobraron altura hacía las estrellas. La escuadra, aumentando su velocidad, navegaba en columna.
El zumbido de los aviones se iba haciendo cada vez menos denso, más débil. De pronto, la nave aérea hacia la que se elevaban desapareció del campo visual. Sin dar crédito a sus ojos, muchos oficiales pasaron sus pañuelos por los cristales de los catalejos. El dirigible se desvaneció en el oscuro cielo, sin que los reflectores pudieran encontrarlo.
Por fin se oyó, débil, el tableteo de una ametralladora: lo habían encontrado. El tableteo se interrumpió. Del cielo, dando vueltas, cayó verticalmente una brillante mosca. Los hombres que observaban con los catalejos lanzaron una exclamación de sorpresa: caía un hidroplano, que las negras olas se tragaron. ¿Qué habría ocurrido?
Las ametralladoras volvieron a tabletear —tac-tac-tac— en el cielo, pero esta vez también enmudecieron al poco; uno tras otro, atravesaron los rayos de los proyectores tres aviones y, en barrena, se hundieron en el océano. Bailotearon las señales luminosas del buque insignia. Le respondieron luces esparcidas hasta el mismo horizonte: ¿qué habría ocurrido?
Después todos vieron muy cerca una negra y desgarrada nube que avanzaba contra el viento, hacia la columna de buques. Era el dirigible, que descendía envuelto en una cortina de humo. El buque insignia dio la señal: “Cuidado, gas. Cuidado, gas”. Dispararon, rugientes, los antiaéreos. Un segundo después estallaban sobre cubierta, sobre los puentes y las torres blindadas, unas bombas de gas.
La primera víctima fue el almirante, guapo mozo de veintiocho años que, por orgullo, no había querido ponerse la careta antigás. Llevándose las manos a la garganta, cayó de espaldas, el rostro hinchado y violáceo. En unos segundos quedaron intoxicados todos los que se encontraban en cubierta: las caretas antigás fueron de muy poca utilidad. Sobre el buque insignia habían arrojado un gas desconocido.
El mando pasó al vicealmirante. Los cruceros viraron a estribor y sus antiaéreos abrieron fuego. Tres descargas estremecieron la noche. Tres relámpagos, salidos de los cañones, tiñeron del color de la sangre el océano. Tres enjambres de diablos de acero, aullantes sus ciegas cabezas, volaron quién sabe a dónde y, al estallar, iluminaron el estrellado cielo.
Después despegaron de los cruceros seis hidroplanos, todas las tripulaciones con caretas antigás. Era evidente que los primeros cuatro aparatos habían perecido al tropezar con la envenenada cortina de humo de la nave aérea. Estaba en juego el honor de la marina de guerra americana. En los cruceros apagaron las luces. Quedaron solas las estrellas.
En la oscuridad se oía el chocar de las olas contra los cascos de acero de los buques; en lo alto zumbaban los aeroplanos.
Por fin… tac-tac-tac: de la argentada vía láctea llegó el tableteo de las ametralladoras. Luego pareció como si allí arriba hubieran descorchado unas botellas de champagne. Había empezado el ataque con granadas. En el cenit se encendió con luz negruzca una humeante nube: de ella salió, apuntando abajo su obtusa nariz, el cigarro puro de acero. En su parte superior danzaban unas llamas. El dirigible descendía oblicuamente, dejando en pos una estela luminosa, y, por fin, todo él envuelto en fuego, cayó más allá del horizonte.
Media hora después, uno de los hidroplanos informaba de que había volado sobre el dirigible en llamas y ametrallado a todos los que se encontraban vivos dentro y cerca de él.
La victoria le costó cara a la escuadra americana: habían perecido cuatro aviones con la tripulación. Habían muerto a consecuencia de los gases veintiocho oficiales, comprendido el almirante, y ciento treinta y dos marineros. Lo peor del caso era que aquellos magníficos cruceros con tan poderosa artillería se habían visto impotentes como pingüinos: el enemigo los atacaba desde arriba, a discreción, con un gas desconocido. Había que tomarse el desquite y demostrar la fuerza de la artillería de los buques. Diciendo más o menos eso, el vicealmirante mandó aquella misma noche a Washington un parte en el que daba cuenta del combate naval e insistía en que se debía cañonear la Isla de los Canallas. A las veinticuatro horas, el Ministro de Marina contestó: “Poner rumbo a la isla indicada y hundirla en el océano”.