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Asomando por la ventanilla del dirigible, madame Lamolle, se llevó los prismáticos a los ojos. La nave aérea apenas si se movía, describiendo un círculo en el radiante cielo.

Mil metros más abajo se extendía el océano, infinito, trasparente, verdiazul. En medio de las aguas veíase una isla de forma irregular. Desde arriba parecía África en miniatura. Por el sur, el este y el noreste negreaban cerca de ella, como esparcidos descuidadamente en el mar, rocosos islotes y cadenas de escollos con encajes de espuma. Por la parte oeste, el océano no mostraba mancha alguna.

Allí, en el profundo golfo, no lejos del festón de arena de la costa, veíanse buques mercantes. Zoya contó veinticuatro. Todos ellos parecían escarabajillos dormidos en el agua.

Cortaban la isla los hilitos de las carreteras, que convergían en la parte rocosa del noreste, donde relumbraban unas techumbres de cristal. Allí estaban terminando de construir el palacio, que, en tres terrazas, descendía hasta las aguas de una pequeña y arenosa bahía.

En la parte Sur de la isla aparecían construcciones que semejaban desde arriba un mecano infantil todo revuelto:

Vigas, grúas metálicas, rieles, vagonetas. Giraban decenas de aeromotores. Despedían humo las chimeneas de las centrales eléctricas y de bombas de agua.

En medio de todo aquello negreaba el circular agujero de una mina. De ella a la orilla se movían anchos transportadores metálicos, que se llevaban la roca extraída, y más allá se adentraban en el mar, como si fueran gusanos, los rojos pontones de las dragas. Sobre el pozo de la mina flotaba constantemente una nubécula de vapor.

En la mina se trabajaba en seis turnos día y noche. Garin perforaba la coraza de granito de la corteza terrestre. La audacia de aquel hombre rayaba en la locura. Madame Lamolle miraba la nubécula, y los prismáticos temblaban en su mano, dorada por el sol.

A lo largo de la baja orilla del golfo se extendían rectas hileras de las techumbres de los almacenes y de las viviendas. Los hombres que se movían por los caminos parecían desde arriba hormigas. Rodaban automóviles y motocicletas. En el centro de la isla azuleaba un lago del que partía hacia el sur un serpeante río. A ambas orillas del mismo se extendían campos y huertos. Toda la vertiente oriental semejaba un tapiz esmeralda. Allí, en grandes cercados, pacían los rebaños. En la parte noreste, ante el palacio, ponían una nota de color, entre las rocas, arriates de caprichosos contornos y grupos de árboles.

Hacía seis meses era aquello un desierto con espinosos matojos, piedras grises por la sal del mar y raquíticos arbustos. Los barcos habían descargado en la isla miles de toneladas de abonos químicos, plantas y árboles, y los hombres habían abierto pozos artesianos.

Desde lo alto de la barquilla contemplaba Zoya aquel pedazo de tierra perdido en el océano, aquella isla floreciente, deslumbrante, bañada por la nívea espuma de la resaca. Admiraba aquello con la sensación de la mujer que tiene en sus manos una joya.

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