Rolling se despertó a causa del matinal frescor. La cubierta aparecía mojada. Habían empalidecido ya los fanales de los mástiles. El puerto y la ciudad se hallaban aún sumidos en la sombra, pero el humo sobre el Vesubio tenía ya un tinte rosado.
Rolling examinó las luces del puerto y las siluetas de los barcos. Se acercó al marinero de guardia y se plantó a su lado. Soltó un resoplido. Luego subió al puesto de mando. Inmediatamente salió de su camarote Jansen, fresco, limpio, muy planchado. Le dio los buenos días. Rolling soltó un resoplido un poco más cortés que el dirigido al marinero de guardia.
El rey de la industria química guardó silencio largo rato, dando vueltas en sus dedos a un botón de la chaqueta. Era aquella una fea costumbre que Zoya había querido quitarle. A Rolling todo le importaba ya un bledo. Además, estaba seguro de que en la próxima temporada sería moda en París retorcer los botones. Los sastres idearían incluso unos botones especiales para tal fin.
Rolling preguntó con voz seca:
—Los ahogados, ¿salen a flote?
—Cuando no se les ata un peso —respondió tranquilo Jansen.
—Lo que yo pregunto es si se considera que uno se ha ahogado cuando se lo traga el mar.
—Suele ocurrir que un movimiento en falso, las olas, o cualquier otra eventualidad hagan que la gente se hunda. Todo eso se considera del mismo modo. Por lo común, las autoridades no meten en ello sus narices.
Rolling se encogió de hombros.
—Eso es todo lo que quería saber acerca de los ahogados. Voy a mi camarote. Si se acerca una lancha, no digan, lo repito una vez más, que estoy aquí. Tomen a bordo al hombre que venga en ella y avísenme.
Rolling se alejó. Jansen volvió a entrar en su camarote, donde, tras unas cortinas azules bien corridas, Zoya dormía en la litera del capitán.