No fue por capricho del azar, ni mucho menos, por lo que la hermosa Zoya Monroz se hizo la amante del rey de la industria química. Sólo los tontos y quienes no saben lo que es la lucha ni la victoria ven en todas partes casualidades. “Ese hombre tiene suerte”, dicen mirando con envidia al afortunado, como si este fuera un ser sobrenatural. Pero, si da un traspié, miles de tontos pisotean con voluptuoso placer al hombre a quien el divino azar ha vuelto la espalda.
No hubo en ello nada casual: fueron su inteligencia y su voluntad lo que llevó a Zoya Monroz a la cama de Rolling. Las aventuras del año 1919 habían templado como el buen acero la voluntad de aquella mujer. Poseía una inteligencia tan aguda, que ella misma fomentaba entre sus amigos y conocidos la creencia de que el divino azar, o la Fortuna, si se quiere, le era extraordinariamente propicio.
En el barrio donde vivía (en la calle del Sena, sita en la margen izquierda del río) no había ninguna droguería, ultramarinos, taberna, carbonería o tienda de comestibles donde no creyeran a Zoya Monroz algo así como una santa.
Su coche de las mañanas, la limousine negro de veinticuatro caballos, su automóvil de paseo, un semidivino Rolls Royce de ochenta, su carreta de las tardes, con luz eléctrica, paredes tapizadas de raso, ánforas para las flores y manecillas de plata, así como, particularmente, la racha de suerte que había tenido en el casino de Deauville, donde ganó millón y medio de francos, suscitaban en el barrio un éxtasis religioso.
Sabiendo muy bien lo que se hacía, Zoya Monroz “invirtió” con gran cautela en la prensa la mitad de lo ganado.
Desde octubre, mes en que comienza en París la temporada, la prensa “levantó sobre sus plumas a la hermosa Zoya Monroz”. Empezó la cosa porque en un periódico pequeño burgués apareció un violento artículo hablando de los hombres a quienes Zoya había arruinado. “¡Esa beldad nos cuesta demasiado cara!”, exclamaba el periódico. Después, un influyente diario radical empezó, sin que viniera para nada a cuento, a lanzar rayos y centellas contra los pequeños burgueses que enviaban al Parlamento a tenderos y comerciantes en vinos, cuyos horizontes no iban más allá de su barrio. “¿Qué importa que Zoya Monroz haya arruinado a una docena de extranjeros? —comentaba el diario—. El dinero de esos hombres circula en París, incrementando la energía de la vida. Para nosotros, Zoya Monroz no es más que el símbolo de relaciones vitales sanas, el símbolo del movimiento perpetuo, en el que unos caen y otros se levantan”.
Todos los periódicos publicaban fotografías y detalles de su vida:
“Su difunto padre trabajaba en la Opera Imperial de San Petersburgo. Cuando tenía ocho años, Zoya, que era una niña preciosa, ingresó en una escuela de ballet. En vísperas de la guerra salió de la escuela y debutó con un éxito que había de recordar la capital norteña. Empezó la conflagración, y Zoya Monroz, su joven corazón henchido de misericordia, marcha voluntaria al frente, vistiendo un modesto traje gris con una cruz roja en el pecho. Podía vérsela en los lugares más peligrosos, inclinada serenamente, en medio de un huracán de fuego, sobre los soldados heridos. Sufrió una lesión que, por fortuna, no afeó el cuerpo de la joven gracia, y fue trasladada a Petersburgo, donde hizo amistad con un capitán del ejército francés. Estalló la revolución. Rusia traicionó a sus aliados. La paz de Brest hizo a Zoya el efecto de una bomba. Con su amigo, el capitán francés, huyó al sur, donde, a caballo, fusil en mano, luchó contra los bolcheviques como una gracia enfurecida. Su amigo murió del tifus. Unos marinos franceses la llevaron a Marsella en un torpedero. Zoya llegó a París. Aquí cayó de hinojos ante el Presidente, pidiéndole que le otorgara la ciudadanía francesa. Zoya bailó en una fiesta de beneficencia para ayudar a los desgraciados habitantes de la destruida Champaña. Participa en todas las veladas de beneficencia. Zoya es una estrella deslumbrante caída sobre las aceras de París”.
A grandes rasgos, la biografía era verídica. En París, Zoya se orientó rápidamente y resolvió avanzar, avanzar siempre, sin dejar de combatir, hacia lo más difícil y valioso. Había arruinado, efectivamente, a una docena de nuevos ricos, achaparrados sujetos de vellosos dedos ensortijados y de cerril barba. Zoya era una mujer cara, y aquellos hombres se hundieron.
Muy pronto comprendió la cortesana que los nuevos ricos no podían abrirle la puertas del gran mundo Parisiense. Entonces se hizo la amante de un joven periodista, al que traicionó con un parlamentario representante de la gran industria, y, por fin, discernió que lo más chic en el segundo decenio del siglo XX era la química.
Zoya se buscó un secretario que la informaba diariamente de los progresos de la industria química y le facilitaba todos los datos necesarios. Así fue cómo se enteró de que Rolling, el rey de la industria química, se disponía a ir a Europa.
Zoya partió inmediatamente para Nueva York. Una vez allí se ganó, en cuerpo y alma, a un reportero de un gran periódico, y pronto en la prensa aparecieron sueltos diciendo que había llegado a Nueva York la mujer más inteligente y bella de Europa, una mujer que compaginaba su profesión de bailarina con un interés apasionado por la química, la ciencia de moda, y, en vez de banales brillantes, llevaba un collar de bolitas de cristal llenas de gas luminiscente. Lo de las bolitas impresionó a los americanos.
Cuando Rolling tomó el barco que salía para Francia, en la cancha de tennis de la cubierta superior vio sentada en un sillón de mimbre, entre una palmera de anchas susurrantes hojas y un almendro en flor, a Zoya Monroz.
Rolling sabía que aquélla era la mujer más chic de Europa; además, le gustaba de verdad. Le insinuó que fuera su amante. Zoya Monroz puso como condición la firma de un contrato en el que estipulase que si una de las partes lo rescindía, debería pagar a la otra un millón de dólares.
La extraordinaria noticia fue radiada desde alta mar. La torre Eiffel recogió la sensacional nueva, y todo París, hablaba ya al día siguiente de Zoya Monroz y del rey de la industria química.