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Quedaba por recorrer el sector occidental, el más duro. Según el mapa había allí una senda que llevaba a la pedregosa meseta en que se encontraban las famosas ruinas del castillo del “Esqueleto encadenado”, al lado del cual, como era de rigor, se encontraba el restaurante “El esqueleto encadenado”.

En las ruinas mostraban efectivamente los restos de un subterráneo y, tras una reja de hierro, aparecía, sentado, un enorme esqueleto con herrumbrosos grilletes. Su imagen vendíase en todas partes reproducida en tarjetas postales, cortapapeles y jarras de cerveza. Incluso podía uno fotografiarse por veinte pfenings al lado del esqueleto y enviar la foto a los amigos o a la novia. Los domingos eran muchos los habitantes de la ciudad que iban a descansar a las ruinas y el restaurante hacía buen negocio. También visitaban el lugar turistas extranjeros.

Pero después de la guerra, el interés por el famoso esqueleto decayó. Los habitantes de la ciudad estaban anémicos y les daba pereza escalar en los días de fiesta la empinada montaña: preferían acomodarse, con sus bocadillos y medias botellas de cerveza lejos de los recuerdos históricos, a la sombra de los tilos que enmarcaban el río. El dueño del restaurante “El esqueleto encadenado” ya no podía cuidar con toda meticulosidad las ruinas. Durante semanas enteras, el medieval esqueleto podía, sin que nadie le estorbase, contemplar con las vacías órbitas de su calavera el valle esmeraldino donde, un día fatal, el señor del castillo lo derribó de la silla. El esqueleto contemplaba las iglesias con agujas y con gallos en las veletas y las chimeneas de las fábricas donde se producían, para todo el mundo, gases venenosos, tetrilo y otros demoníacos productos que quitaban a la población el deseo de recordar la historia, de comprar tarjetas postales con la imagen del esqueleto y, quizás, de vivir.

Allí se dirigían Wolf y Jlínov. Entraron en el café de la plaza de la ciudad a tomar un tentempié, estudiaron largo rato el mapa del lugar e hicieron algunas preguntas al camarero. En la parte occidental del valle merecía atención, además de las ruinas y del restaurante, la villa de un fabricante de máquinas de escribir que se había arruinado en los últimos años. La villa se encontraba en la vertiente occidental y no se veía desde la ciudad. El fabricante vivía solo y no salía de casa.

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