A las siete y media de la mañana, según su costumbre. Rolling se despertó en la calle del Sena, en la cama que perteneciera al emperador Napoleón. Sin abrir los ojos, sacó el pañuelo de debajo de la almohada y se sonó con fuerza, expulsando de su organismo, con los restos del sueño, la niebla de la agitada noche anterior.
No muy fresco, verdad es, pero dueño de su pensamiento y de su voluntad, dejó caer el pañuelo sobre la alfombra, se sentó entre los cojines de seda y miró en torno. En la cama no había nadie más y la habitación aparecía desierta. La almohada de Zoya estaba fría.
Rolling oprimió el timbre. Se presentó la doncella de Zoya. Rolling preguntó, los ojos puestos en el vacío “¿Dónde esta madame?”. La doncella se encogió de hombros y volvió la cabeza hacia los lados, como una lechuza. De puntillas, fue al tocador, de allí, ya apresuradamente, al guardarropa, abrió con ruido la puerta del cuarto de baño y entró de nuevo en el dormitorio, los dedos, temblequeantes, rozando las puntillas del delantal. “Madame no está en casa”.
—Café —dijo Rolling.
El rey de la industria química se preparó él mismo el baño, él mismo se vistió y se sirvió el café. Mientras tanto, en la casa todos andaban de puntillas y hablaban a media voz, presa de un sordo pánico. Al salir del hotelito, Rolling dio un codazo al conserje, que, asustado, se precipitaba a abrirle la puerta. El multimillonario llegó a su oficina con veinte minutos de retraso.
Aquella mañana, en el bulevar Malesherbes olía a pólvora. El rostro del secretario expresaba la más plena resignación. Los visitantes salían de la puerta de nogal con el rostro crispado “Mister Rolling no está hoy de muy buen humor”, musitaban a los que estaban haciendo antesala. A la una en punto, mister Rolling posó la mirada en el reloj de pared y quebró un lapicero. Estaba claro que Zoya Monroz no pasaría a recogerlo para ir juntos a almorzar. Rolling esperó hasta la una y quince. En aquel espantoso cuarto de hora, en la reluciente cabellera del secretario aparecieron dos canas. Solo, Rolling se fue a almorzar, como de costumbre, al “Griffon”.
El dueño del pequeño restaurante, monsieur Griffon, hombre muy alto y obeso, que había sido antes cocinero y dueño de una cervecería y era en aquella época la autoridad suprema en el Gran Arte de las Sensaciones Gastronómicas y la Digestión, recibió a Rolling con el empaque de un héroe épico. Vistiendo una levita gris oscuro, monsieur Griffon, con su cuidada barba asiria y su bella frente, se hallaba de pie en medio del pequeño salón de su restaurante, una mano apoyada en el zócalo de plata de una especie de altar en el que, bajo una convexa tapa, se cocía un plato entonces famoso: estofado de cordero con habas.
En los divanes tapizados de cuero rojo, a lo largo de las cuatro paredes, estaban sentados, tras estrechas mesas, muy juntas, los parroquianos habituales: todos ellos del mundillo de los negocios de los Grandes Bulevares. Mujeres había muy pocas. El centro del salón estaba vacío, de no contar el altar aquel. Con sólo volver la cabeza a los lados, el dueño podía observar las sensaciones gastronómicas de cada cliente. A su mirada no podía escapar la menor mueca de disgusto. Monsieur Griffon lo tenía previsto todo: los enigmáticos procesos de la secreción de los jugos gástricos, el funcionamiento en espiral del estómago y toda la sicología de la comida, basada en los recuerdos de cosas antes degustadas, en el presentimiento de nuevas sensaciones y en la afluencia de sangre a las distintas partes del cuerpo, eran para él un libro abierto.
Acercándose con expresión a la vez severa y paternal, decía con una cariñosa rudeza que lo hacía encantador: “Su temperamento, monsieur, requiere hoy una copita de madeira y Puy del más seco. Puede usted enviarme si quiere, a la guillotina, pero no le daré ni una gota de tinto. Ostras, un poco de rodaballo hervido, un alón de pollo y unos espárragos. Esta gama le devolverá sus fuerzas”. En tales casos únicamente podía objetar un indio de Patagonia que se alimentara de ratas de agua.
Monsieur Griffon no corrió con servil precipitación, como hubiera podido suponerse, a la mesita ocupada por el rey de la industria química. Nada de eso. Allí, en aquella academia de la digestión, tanto los multimillonarios como los modestos contables, tanto los clientes que al entrar entregaban su mojado paraguas al portero como los que salían, resoplando, de un Rolls Royce con aroma de cigarros habanos pagaban lo mismo. Monsieur Griffon era republicano y filósofo. Tendió la carta a Rolling con displicente sonrisa y le aconsejo que encargara melón, para empezar, y después langosta con trufas y cordero con habas. En el almuerzo, mister Rolling no bebía. Eso era bien sabido.
—Un whisky con soda, y pongan a refrescar una botella de champagne —dijo Rolling entre dientes.
Monsieur Griffon retrocedió un paso, y, por un instante, sus ojos expresaron asombro, espanto y repugnancia: el cliente empezaba tomando whisky, líquido que embotaba las facultades gustativas de las mucosas bucales, y luego pensaba beber champagne, vino que llenaba de gases el estomago. Los ojos de monsieur Griffon se apagaron, y el hombre inclino respetuoso la cabeza, como diciendo: por hoy he perdido un cliente, ¡qué le vamos a hacer!
Después del tercer vaso de whisky, Rolling se puso a estrujar la servilleta. Con semejante temperamento, un hombre que se hallara en el extremo opuesto de la escalera social, por ejemplo Gastón Nariz de Pato, encontraría aquel mismo día antes del ocaso a Zoya Monroz, miserable criatura, inmunda serpiente recogida en un charco, y le hundiría en un costado su navaja. Rolling debía emplear otros procedimientos. Los ojos puestos en el plato, en el que se enfriaba la langosta con trufas, no pensaba en hacer sangrar las narices de la zorra que aquella noche había huido de su cama… En el cerebro de Rolling nacían entre los amarillos vapores del whisky, entrecruzándose, sinuosas, mórbidas y muy rebuscadas ideas de venganza. Hasta entonces no había comprendido lo que significaba para él la hermosa Zoya… Rolling sufría, clavando las uñas en la servilleta.
El camarero se llevó el plato sin tocar. Luego llenó la copa de champagne. Rolling la agarró y bebió con ansia; sus dientes de oro chocaron en el cristal. En aquel instante, Semiónov entró rápido en la sala. Vio en seguida a Rolling. Se quitó el sombrero, se inclinó sobre la mesa y dijo muy bajo:
—¿Ha visto los periódicos…? Vengo del deposito de cadáveres… Es él… No hemos sido nosotros… Se lo juro… Tenemos nuestra coartada… Hemos pasado la noche en Montmartre, con unas chicas… Se ha establecido que el asesinato ocurrió entre las tres y las cuatro de la madrugada. Lo sé por los periódicos, por los periódicos…
Ante los ojos de Rolling saltaba un rostro terroso, crispado. La gente de las mesas vecinas miraba. El camarero se acercaba con una silla para Semiónov.
—¡Váyase al cuerno! —barbotó Rolling a través del turbio velo del whisky—. No me deja usted almorzar tranquilo…
—Está bien, perdone… Le esperaré en la esquina, en el automóvil…