Zoya preguntó al portero del hotel si había correspondencia para madame Lamolle. Le entregaron un radiotelefonograma sin firma: “Espere hasta el sábado por la tarde”. Zoya se encogió de hombros, pidió que le reservaran habitaciones y se fue con Jansen a recorrer la ciudad. El marino le propuso ir a un museo.
Zoya deslizaba su aburrida mirada por las beldades del Renacimiento, inmóviles por los siglos de los siglos. Iban cargadas de rígido brocado, no se cortaban el pelo, por lo visto no se bañaban todos los días y se ufanaban de sus hombros y caderas, tan exuberantes que darían vergüenza a cualquier verdulera de París. Aún infundían mayor tedio las cabezas de mármol de los emperadores, las caras de verdoso bronce, que deberían estar sepultas… Hastiaba también la infantil pornografía de los frescos de Pompeya. Sí, en los tiempos de la antigua Roma y del Renacimiento tenían mal gusto. No percibían el cosquilleante sabor del cinismo. Se contentaban bebiendo vino bautizado, se besaban calmosamente con virtuosas mujeres de opulentas carnes y se enorgullecían de sus músculos y de su valentía. Llenos de respeto arrastraban en pos suyo los siglos idos. No sabían lo que era hacer doscientos kilómetros por hora en un coche de carreras, ni, con la ayuda del automóvil, del aeroplano, de la electricidad, del teléfono, de la radio, del ascensor, del modisto y del talonario de cheques (con un cheque se podía recibir en quince minutos más oro que valía toda la Roma antigua), exprimirle a cada minuto de la vida hasta la última gota de placer.
—Jansen —dijo Zoya al capitán, que la seguía a medio paso de distancia, erguido, broncíneo, todo de blanco, muy planchado y dispuesto a cualquier locura—. Jansen, estamos perdiendo el tiempo, yo me aburro.
Fueron a un restaurante. Entre plato y plato, Zoya se levantaba, y descansando en los hombros de Jansen su desnudo y torneado brazo, bailaba con expresión ausente, entornados los ojos. Había hecho “furor” y todos se fijaban en ella. El baile despertaba el apetito y la sed. Al capitán le temblaban las aletas de la nariz, y no apartaba la vista del plato por temor a que el brillo de sus ojos lo delatara. Ahora sabía cómo eran las amantes de los millonarios. Su mano nunca había palpado en el baile una espalda tan tersa, tan larga, tan vibrátil, y su nariz jamás había aspirado una fragancia como la de aquella piel y aquella esencia. ¿Y su voz? Tan cantarina, tan burlona… ¡Qué inteligente era…! ¡Qué elegante…!
Cuando salieron del restaurante, Jansen preguntó:
—¿Dónde me ordena que pase esta noche, en el yate o en el hotel?
Zoya le lanzó una mirada rápida y extraña, y volvió la cabeza inmediatamente, sin contestar.