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Aquella misma mañana, una hora antes, en la villa de Stufer, situada en la vertiente occidental de los cerros, el dueño de la casa estaba sentado a la mesa del comedor, sumido en la penumbra, conversando con un interlocutor invisible. Más que conversación era aquello una retahíla de frases deslavazadas, ternos y juramentos. En la mesa, salpicada de ceniza, veíanse botellas vacías, colillas y el cuello postizo y la corbata de Stufer. Este, en paños menores, rascaba su fláccido pecho, miraba fijamente la única bombilla que ardía en la enorme lámpara metálica y, ahogando regüeldos, ponía verdes, a media voz, a todas las imágenes humanas que recordaba su mente, nublada por los vapores del vino.

El reloj del comedor dio las siete con campanadas graves y solemnes como las de un carillón. Casi al instante se oyó el ruido de un automóvil que llegaba a la casa. Garin entró en el comedor, todo él impregnado del viento de la mañana, irónico, sonriente, la gorra de cuero muy echada hacia atrás.

—¿Qué, otra vez ha estado de borrachera toda la noche?

Stufer miró a Garin de soslayo, con ojos congestionados. Aquel hombre le gustaba. Lo pagaba todo generosamente. Sin regatear, había alquilado por todo el verano la villa, comprendida la bodega, dejando a Stufer en plena libertad de aniquilar los viejos vinos del Rhin, el champagne francés y los licores. El diablo sabría en qué se ocupaba el hombre aquel; quizás fuese un especulador, pero insultaba ferozmente a los americanos, que habían arruinado a Stufer dos años atrás, despreciaba al gobierno y en general, decía que los hombres eran todos unos canallas, cosa con la que el fabricante también estaba de acuerdo. Traía siempre en el coche manjares tan delicados y sabrosos, que a Stufer se le hacía la boca agua. Ni en sus mejores tiempos se había permitido, como se lo permitía aquellos días, engullir a cucharadas soperas el exquisito foi-gras de Estrasburgo, el caviar ruso y el delicioso camembert en el que rebullían multitud de blancos gusanos. Parecía como si el hombre aquel quisiera que Stufer estuviese siempre borracho como una cuba.

—Habla usted como si hubiese estado rezando toda la noche —protestó el fabricante con voz ronca.

—He pasado una noche maravillosa con unas chicas de Colonia, y como ve, vengo hecho un pimpollo y no ando en calzoncillos. Está usted abandonándose, Stufer. A propósito, me han advertido de algo poco agradable… Resulta que su villa se encuentra demasiado cerca de las fábricas químicas…, como sobre un barril de pólvora…

—¡Tonterías! —rugió Stufer—. Eso lo ha dicho algún canalla que quiere hacerme la puñeta… En mi villa se encuentra usted en plena seguridad…

—Mejor es así. Déme la llave del pabellón.

Haciendo girar la cadena con la llave, Garin salió al jardín, donde había un pequeño edificio encristalado que remataban los palos de una antena. En los abandonados arriates se alzaban unos enanos de cerámica emporcados por los pájaros. Garin abrió la puerta encristalada y, luego, las ventanas. Acodándose en una de ellas, permaneció unos instantes respirando el fresco aire de la mañana. Había pasado casi veinte horas en el automóvil, terminando sus asuntos con los bancos y las fábricas. Ahora lo tenía ya todo arreglado y sólo quedaba esperar el día 28.

Asomado a la ventana, se olvidó del tiempo. Por fin se desperezó, encendió un puro, puso en marcha la dínamo y, después de examinar la emisora, la sintonizó y dijo ante el micrófono, en voz alta y clara:

—Zoya, Zoya, Zoya, Zoya… Escuche, escuche, escuche, escuche… Todo será como tú lo deseas. Lo que hace falta es que sepas querer. Te necesito. Sin ti, mi obra es cosa muerta. Dentro de unos días estaré en Nápoles. Mañana te comunicaré la fecha exacta. No te preocupes por nada. Todo nos favorece…

Garin se calló, dio una chupada al cigarro y repitió: “Zoya, Zoya, Zoya…” Cerró los ojos. La dínamo zumbaba levemente, y unos rayos invisibles partían, uno tras otro, de la antena.

Si en aquel momento hubiera pasado por allí una columna de artillería, Garin quizás no hubiese oído su traqueteo. Y no oyó tampoco que en el extremo opuesto del prado unas piedras rodaron pendiente abajo. Después, a unos cinco pasos del pabellón, se movieron unos arbustos y entre ellos, a la altura de los ojos de un hombre, apareció el pavonado cañón de un “Colt”.

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