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Rolling dejó a Semiónov en el depósito de cadáveres y se dirigió a la calle del Sena. Allí, como antes, reinaba un silencioso pánico. Zoya no había aparecido ni había telefoneado.

Rolling se encerró en el dormitorio y se puso a ir y venir por él, los ojos en las punteras de los zapatos. Se detuvo en la parte de la cama en la que solía dormir. Se rascó la barbilla. Cerró los ojos y, de pronto, recordó lo que todo el día había tratado en vano de rememorar…

“…Rolling, Rolling… Estamos perdidos…”

Aquello lo había dicho Zoya con voz queda y desesperada. Había sido la noche anterior, cuando él se quedó dormido a mitad de la conversación. La voz de Zoya no logró despertarle, no llegó a su conciencia. Pero, en aquel momento, sus palabras de desesperación sonaban distintamente en sus oídos.

Rolling saltó como impulsado por un muelle… Recordó el extraño ataque de nervios que había sufrido Garin en el bulevar Malesherbes, la inquietud de Zoya en el cabaret “La Cena del Rey” y la insistencia con que preguntaba qué papeles podía haberle robado Garin de su despacho. Después, aquel “Rolling, Rolling, estamos perdidos…”, su desaparición, el cuerpo del doble en el depósito de cadáveres y la horquilla con los cinco brillantes. Recordaba perfectamente que, por la noche, en la opulenta cabellera de Zoya refulgían cinco piedras.

En aquella cadena de acontecimientos una sola cosa estaba clara: Garin recurría al probado método de buscarse dobles para despistar a sus enemigos. Había robado el autógrafo de Rolling a fin de abandonarlo en el lugar del asesinato y orientar a la policía hacia el bulevar Malesherbes.

A pesar de toda su sangre fría, Rolling sintió un escalofrío en la espina dorsal. “Rolling, Rolling, estamos perdidos…” Sin duda alguna, Zoya suponía, Zoya sabía que aquel crimen iba a ser perpetrado. Ocurrió entre las tres y las cuatro de la madrugada. (La policía se presentó a las cuatro y media.) La noche anterior, al cerrar los ojos, Rolling oyó que el reloj colocado en la repisa de la chimenea daba las dos cuarenta y cinco. Aquel fue el último sonido que percibió. Después desapareció Zoya. Por lo visto, se había precipitado a la calle de los Gobelinos para destruir toda huella del autógrafo.

¿Cómo podía Zoya estar tan bien enterada de que se preparaba el asesinato. Sólo en el caso de que ella lo hubiese inspirado. Rolling se acercó a la chimenea, se acodó en la repisa de mármol y se tapó la cara con las manos. Pero ¿por qué, en tal caso, había musitado con tanta angustia: “Rolling, Rolling, estamos perdidos…” ¿Algo había desbaratado los planes de Zoya? ¿Qué habría sido? ¿Cuándo pudo ocurrir aquello…? ¿En el teatro, en el cabaret o en casa?

Podía admitirse que Zoya hubiera necesitado enmendar un error. ¿Lo habría conseguido? Garin estaba vivo, el autógrafo no había sido aún descubierto, al doble lo habían asesinado. ¿Qué sería aquello, la salvación o el hundimiento? ¿Quién sería el asesino, un cómplice de Zoya o el mismo Garin?

Pero, ¿por qué había desaparecido Zoya, por qué? Tratando de recordar en qué instante había cambiado de estado de ánimo Zoya, Rolling puso en tensión su cerebro, acostumbrado a otro trabajo. La cabeza le dolía terriblemente. Rememoró, gesto por gesto, palabra por palabra, toda la conducta de Zoya la noche anterior.

Rolling presentía que si en aquel instante, junto a la chimenea, no comprendía hasta en sus más mínimos detalles todo lo ocurrido, habría perdido la partida, sería derrotado, se vería hundido. Bastaba con que los periódicos se limitaran a aludirlo en relación con el asesinato para que, tres días antes de su gran ofensiva en la bolsa, se desencadenara un escándalo espantoso y viniera la ruina… Un golpe contra Rolling sería un golpe contra los millones que ponían en marcha miles de empresas en América, en China, en la India, en Europa y en las colonias africanas. El preciso funcionamiento de aquel gigantesco mecanismo se alteraría… Ferrocarriles, líneas de trasatlánticos, minas, fábricas, bancos, centenares de miles de funcionarios, millones de obreros y decenas de millones de accionistas, toda aquella poderosa máquina chirriaría, fallaría, se agitaría convulsa, presa de pánico…

Rolling se veía en la situación de quien no sabe por qué costado van a clavarle el puñal. El peligro era de muerte. La imaginación del multimillonario trabajaba como si sus pensamientos fuesen pagados a un millón de dólares por segundo. Aquel cuarto de hora junto a la chimenea podía figura en la historia al lado del conocido episodio del puente de Arcole, donde Napoleón demostró tan extraordinaria serenidad.

Pero Rolling, aquel cosechador de miles de millones, aquella figura casi simbólica, se entregaba en el momento más crítico (y por primera vez en la vida) a una vana ocupación, plantado, dilatadas las aletas de la nariz, ante el espejo, sin ver su propia imagen. En lugar de hacer un análisis de la conducta de Zoya, se imaginaba su rostro fino pálido, sus ojos fríos y duros, su boca sensual. Percibía del tibio aroma de su castaña cabellera, el contacto de sus manos. Empezó a parecerle que todo él, con sus deseos, gustos, ambición, ansia de poder, ratos de malhumor (padecía atonía de los intestinos) y angustiosas reflexiones acerca de la muerte, se había trasvasado a un nuevo receptáculo, al cuerpo de una mujer inteligente, joven y atractiva. Zoya no estaba con él. Le parecía que lo habían arrojado a la calle en una noche de lluvia. Había dejado de necesitarse a sí mismo. Zoya no estaba con él. Era un hombre sin hogar. ¡Al cuerno los consorcios mundiales! A Rolling lo roía la tristeza, la simple tristeza de un hombre privado de su última camisa, insignificante, miserable… A este asombroso humor del rey de la industria química puso fin el golpear de dos suelas sobre la alfombra. (La ventana del dormitorio —en el primer piso—, daba al parque y estaba abierta). Rolling se estremeció. En el espejo de la chimenea apareció la figura de un hombre achaparrado, de frente surcada de arrugas y suntuoso bigote. Inclinada la cabeza, miraba a Rolling sin pestañear.

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