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La noche era húmeda y tibia. Tras la abierta ventana —desde el bajo techo hasta el piso— rumoreaba unas veces y enmudecía otras la invisible fronda. La habitación —en el primer piso del hotel “El Mirlo Negro”— estaba oscura y callada. La húmeda fragancia del parque se entremezclaba con aromas de esencia. Aquellos olores impregnaban la vieja estofa que tapizaba las paredes, las raídas alfombras y la enorme cama de madera, que en sus largos años de vida había dado albergue a legiones de enamorados. Era aquel un viejo lugar que ofrecía bondadoso al amor la solicitud que necesitaba. Los árboles cuchicheaban en el parque, de donde traía el viento la nostálgica fragancia de la tierra; la tibia cama entonaba su canción de cuna a la breve felicidad de los amantes. La gente decía que Beranger componía sus tonadillas en aquella habitación. Naturalmente, los tiempos habían cambiado. Los apresurados amantes que escapaban por una hora del hormiguero humano de París, cegados por los llameantes alaridos de la torre Eiffel, no prestaban atención al rumoreo de la fronda ni al amor. En efecto, en nuestros días no se puede pasear soñadoramente por los bulevares llevando en el bolsillo del chaleco un tomito de Musset.

Hoy día todo está basado en la velocidad, en la gasolina. “¡Aló, pequeña! Disponemos de una hora y veinte minutos. Debemos arreglárnoslas para ir al cine, almorzar y pasar un ratito en la cama. ¡Qué se le va hacer, Mimí!, ¡así es la civilización!”

Sin embargo, la noche en el parque que rodeaba “El Mirlo Negro”, las oscuras copas de los tilos y el quedo croar de las ranas del bosque no participaban en absoluto en el desarrollo general de la civilización europea. Todo estaba muy callado y muy quieto. Chirrió la puerta de la habitación y se oyeron unas pisadas en la alfombra. En medio del cuarto se detuvo la vaga silueta de un hombre, que, en ruso, dijo quedamente:

—Hay que decidirse. Dentro de treinta o cuarenta minutos estará aquí el coche. Que me dice: ¿sí o no?

En la cama se movió alguien, pero sin responder. El hombre se acercó.

—Zoya, sea usted sensata.

Una risa amarga fue la respuesta.

Garin se inclinó hacia Zoya, la miró fijamente y se sentó al borde de la cama.

—Olvidaremos la aventura de ayer. Comenzó de modo un tanto extraño y ha terminado en esta cama. ¿Le parece a usted banal? De acuerdo. Lo olvidaremos. Escuche, no quiero poseer a ninguna mujer que no sea usted. ¿Que le vamos a hacer?

—Eso es vulgar y estúpido —dijo Zoya.

—De completo acuerdo. Soy un hombre vulgar, terriblemente vulgar y primitivo. Hoy me he preguntado: ¿para qué necesito dinero, poder y gloria? Para poseerla a usted. Luego, cuando usted se despertó, le expuse mi punto de vista: no quiero separarme de usted y no me separaré.

—¡Oh! —dijo Zoya.

—“¡Oh!” no quiere decir nada. Comprendo que siendo una mujer inteligente y orgullosa. la indigne terriblemente que la coaccionen. ¿Qué le vamos a hacer? Estamos ligados por sangre. Si vuelve usted con Rolling, lucharé. Y, como soy un hombre vulgar, les llevaré a la guillotina a usted y a Rolling y en ella acabaré también yo.

—Todo eso ya me lo ha dicho. Se está repitiendo.

—¿Acaso no la convence?

—¿Qué me ofrece a cambio de Rolling? Yo soy una mujer cara.

—La capa olivínica.

—¿Qué?

—La capa olivínica. ¡Hem! Explicarlo es muy difícil. Haría falta una tarde libre y tener a mano libros. Debemos marcharnos de aquí dentro de veinte minutos. La capa olivínica significa el poder sobre el mundo. A su Rolling lo contrataré como portero: ¡eso es la capa olivínica! Dentro de dos años lo tendré metido en un puño. Usted no será simplemente una mujer rica, mejor dicho, la mujer más rica del mundo. Eso es aburrido. ¡Le ofrezco poder! La embriaguez de un poder que el mundo no ha conocido aún. Para ello poseemos medios más perfectos que los de Gengis Khan. ¿Quiere usted que se le tributen los honores propios de una deidad? Haremos que le levanten templos en las cinco partes del mundo y adornen su imagen con hojas de vid y racimos de uva.

—¡Qué mal gusto!

—No hablo en broma. Si quiere, será usted vicaria de Dios o del diablo, como más le plazca. Si tiene el deseo de aniquilar seres vivos —a veces se siente esa necesidad—, podrá hacerlo porque dominará a todo el género humano. Una mujer como usted, Zoya. sabrá encontrar aplicación a los fabulosos tesoros de la capa olivínica. Le propongo un buen partido. En dos años de lucha, lograré atravesar la capa olivínica. ¿No me cree…?

Tras de corto silencio, Zoya preguntó muy quedo:

—¿Por qué debo arriesgar yo sola? Sea audaz usted mismo.

Garin, al parecer, se esforzó por distinguir en la oscuridad los ojos de Zoya y luego, con voz abatida y cariñosa a la vez, respondió:

—Si no quiere, márchese. No la perseguiré. Obre como mejor le parezca.

Zoya exhaló un corto suspiro. Se sentó en la cama, levantó los brazos y se ahuecó el pelo (esto era buena señal).

—En el futuro, la capa olivínica, pero ¿qué posee usted ahora? —preguntó, las horquillas entre los dientes.

—Ahora, mi máquina y mis bujías de carbón. Levántese, vamos a mi habitación y le mostraré la máquina.

—No es mucho. Bueno, veamos la máquina. Vamos.

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