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Colgándose de las correas fijadas al techo, de modo que sus pies no tocaran el piso, Shelgá cerró los ojos, y conteniendo la respiración, se precipitó abajo en la caja de acero del ascensor.

La refrigeración del pozo paralelo funcionaba irregularmente y para ir de unas cavernas a otras había que cruzar sectores de temperatura muy elevada. La única salvación era la velocidad de caída.

A ocho kilómetros de profundidad, Shelgá, mirando la roja flecha del indicador, conectó los reóstatos y detuvo el ascensor. Aquella era la caverna treinta y siete. Trescientos metros más hondo, en el fondo de la mina, zumbaban los hiperboloides y retumbaban los secos e incesantes estallidos del caliente suelo, refrigerado con aire comprimido. Oíase el metálico arrastrar de los cangilones, que subían la roca a la superficie.

La caverna treinta y siete, como todas las que se encontraban al lado del pozo principal, la constituía un cubo metálico remachado. Tras sus paredes se evaporaba el aire líquido, enfriando la masa de granito. Por lo visto, la capa de magma hirviente no se encontraba muy profunda: en todo caso hallábase más cerca de lo que se supusiera basándose en los datos de la exploración electromagnética y sismográfica. El granito alcanzaba una temperatura de quinientos grados. Si pararan por unos segundos las instalaciones de refrigeración, todo lo vivo se convertiría inmediatamente en cenizas.

Dentro del cubo metálico había camas, bancos y baldes con agua. En las cuatro horas que duraba cada turno, los obreros quedaban tan exhaustos que, antes de sacarlos a la superficie, había que acostarlos, medio muertos, en las camas. Zumbaba la ventilación y las tuberías del aire comprimido. La bombilla que pendía del remachado techo iluminaba los rostros sombríos, enfermizos y abotargados de veinticinco hombres. Setenta y cinco obreros más se encontraban en las cavernas superiores, comunicadas por teléfono.

Shelgá salió del ascensor. Algunos volvieron la cabeza hacia él, pero no lo saludaron, no pronunciaron ni una palabra. Por lo visto, la decisión de volar la mina era firme.

—Un traductor. Voy a hablar en ruso —dijo Shelgá sentándose a la mesa y apartando con el codo unos botes con mermelada y con sal de higuera y unos vasos de vino a medio beber. El gobierno de la isla abastecía generosamente de todo aquello a los mineros.

Se acercó a la mesa un judío huesudo y encorvado, de tez pálida y azulosa bajo la crecida barba.

—Yo puedo traducir.

Shelgá dijo:

—Garin y su empresa no son sino la expresión suprema de la conciencia capitalista. Mas allá que Garin no se puede ir: conversión violenta de los trabajadores en animales mediante una operación en el cerebro; selección de los elegidos, de los “reyes de la vida”; detención del progreso del mundo. Los burgueses no comprenden aún a Garin. Y él mismo no se apresura para que lo comprendan. Lo consideran un bandido y un usurpador, pero terminarán por reconocer que el imperialismo desemboca en el sistema de Garin… Cantaradas, debemos conjurar el momento más peligroso, debemos evitar que Garin llegue a un acuerdo con ellos. Entonces lo pasaríais muy mal, camaradas. Aquí, en esta caja, habéis decidido morir por que no se pelee con el gobierno americano. ¿Qué pensáis hacer? Meditadlo. Malo sería que venciese Garin y malo que triunfaran los capitalistas. Pero lo peor sería que llegaran a un acuerdo. Vosotros no tenéis conciencia, camaradas, de lo que valéis: la fuerza está de vuestra parte. Dentro de un mes, cuando los cangilones empiecen a arrojar oro a la superficie de la tierra, no será Garin quien salga ganando, sino vosotros, la causa que debéis hacer triunfar en la tierra. Si me creéis, pero sin reservas, de todo corazón, seré vuestro jefe… Elegidme unánimemente .. Si no me creéis…

Shelgá se detuvo, miró los sombríos rostros de los obreros, los ojos puestos en él sin pestañear, y se rascó con fuerza el cogote.

—Si no me creéis, seguiré hablando.

Se acercó a la mesa un joven de anchos hombros, desnudo de cintura arriba, todo sucio de hollín. Inclinándose, miró a Shelgá con sus azules ojos. Subiéndose los pantalones, se volvió hacia sus camaradas y dijo:

—Yo le creo.

—Nosotros también —dijeron los demás.

Por los teléfonos corrió a través de los kilómetros de la espesa capa de granito: “Creemos, creemos”.

—Me alegra que me creáis —dijo Shelgá—. Ahora expondré nuestro programa por puntos: esta noche retirarán las fronteras nacionales. Mañana os pagarán. Los policías que custodien el palacio, nosotros nos arreglaremos sin ellos. A los quince provocadores los echaremos al mar. Esa es la primera condición que he puesto. Nuestra tarea consiste ahora en llegar cuanto antes adonde se encuentra el oro. ¿No os parece, camaradas?

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