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—El viento es casi huracanado, capitán.

—Recoger los velachos. A sus órdenes, capitán.

—Revelar la guardia a cada hora. Poner un vigía en la gavia.

—A sus órdenes, capitán.

—En cuanto vean luces, despiértenme inmediatamente.

Jansen entornó los ojos, escrutando el oscuro desierto del océano. La luna aún no había salido. Una tenue neblina velaba las estrellas. En aquellos cinco días de navegación rumbo noroeste, el capitán, entusiasmado, sentía un agradable temblor en todo su cuerpo. En fin, ¿no habían sido piratas sus bisabuelos? Jansen se despidió del segundo con una leve inclinación y entró en el camarote.

Apenas traspuso el umbral, sus músculos experimentaron el conocido choque, como si un tóxico lo privara de sus fuerzas. Permaneció inmóvil bajo el globo mate de la lámpara empotrada en el techo. El bajo y confortable camarote del capitán, revestido de cuero y de madera pulida, aquel adusto refugio del marino solitario, lo saturaba la presencia de una mujer joven.

Ante todo olía allí a perfume. ¡Mil diablos…! La capitana de los piratas se echaba tanta esencia que hasta un muerto abriría los ojos. Sobre el respaldo de una silla había dejado negligentemente su falda de franela y un jersey amarillo dorado. En el suelo, sobre la alfombra, veíanse sus medias, con las ligas. Una de las medias parecía guardar la forma de su pierna.

Madame Lamolle dormía en la litera del capitán. (Aquellos cinco días Jansen se acostaba, sin desnudarse, en el pequeño diván tapizado de cuero.) Zoya yacía de costado. Tenía los labios entreabiertos. Su rostro, ligeramente curtido por el viento del mar, parecía tranquilo, como el de una niña inocente. En uno de sus brazos, desnudo, descansaba su cabeza. ¡Pirata!

Para Jansen era una prueba muy dura aquella belicosa decisión de madame Lamolle de alojarse con él en un mismo camarote. Desde el punto de vista de la lucha, era acertado. Iban a saquear barcos, quizás a la muerte. No cabía duda de que, si los atrapaban, los colgarían juntos en un mismo palo. Aquello, lejos de inquietar al capitán, lo llenaba de entusiasmo. Era un súbdito de madame, Lamolle, la reina de Isla de Oro. Además, estaba enamorado de ella.

Por más que trataba de explicárselo, el amor se le antojaba a Jansen algo muy oscuro. Había conocido en su vida a muchas chicas de los cabarets de los puertos y a no menos damas opulentas, en los trasatlánticos, que, por aburrimiento y curiosidad, anudaban sus brazos al cuello del marino. De algunas se había olvidado, como de las aburridas páginas de un libro insulso y vacío; a otras le agradaba recordarlas en las horas tranquilas de la guardia, paseando por el puente de mando a la tibia luz de las estrellas.

Allí en Nápoles, cuando Jansen esperaba en la sala para fumar la llamada telefónica de madame Lamolle, había aún algo que le recordaba sus antiguas aventuras amorosas. Pero lo que debió ocurrir entonces, después de la cena y el baile, no se había producido. Medio año había transcurrido desde entonces, pero a Jansen lo extrañaba aún el mero recuerdo: ¿sería posible que su mano hubiera oprimido durante el baile, estando él en su sano juicio, la espalda de madame Lamolle? ¿Sería posible que tan sólo contados minutos, la mitad de un cigarrillo, lo hubieran separado de una dicha inconcebible? Ahora, al oír su voz en el extremo opuesto del yate, temblaba lentamente, como si en él, en su interior, se desencadenara una apacible tempestad. Cuando veía en cubierta, sentada en un sillón de mimbre, a la reina de la Isla de Oro, con los ojos errando por la línea que unía el mar y el cielo, su alma sentía una nostálgica añoranza, que su razón no alcanzaba a comprender, tan fuerte eran su fidelidad y su amor.

Quizás la causa de ello fueran los vikingos, los piratas antecesores de Jansen, que se alejaban de las costas de su patria en rojas embarcaciones de popa muy levantada y proa en forma de cresta de gallo, con escudos colgados a lo largo de las bordas y una recta vela en un mástil de fresno. Junto al mástil aquel, Jansen el antepasado cantaba al azul océano, a los negros nubarrones, a la doncella de cabellos de oro, a la lejana doncella que lo esperaba a la orilla del mar, avizorando la lejanía. Pasaban los años, y sus ojos eran tan azules como el mar, tan sombríos como los nubarrones de tormenta. La nostalgia del pobre Jansen procedía de la profundidad de los siglos.

De pie en el camarote, que olía a piel y a esencia, miraba, desesperado y extático a la vez, el rostro querido, a su amor. Temía que Zoya se despertara. Se acercó de puntillas al diván y se acostó. Cerró los ojos. Las olas rumoreaban. Rumoreaba el océano. El antepasado cantaba su antigua canción de la herniosa doncella. Jansen cruzó las manos tras la nuca, y el sueño y la dicha lo envolvieron.

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