Allí no había ni aquel deslumbrante torrente de automóviles, ni ociosos que miraran los escaparates de los comercios, ni mujeres mareantes, ni reyes de la industria.
Pilas de tablas recién aserradas, montones de adoquines, en medio de la calle dos bajos terraplenes de azulosa arcilla, y a un lado de la acera, como si fueran una gigantesca lombriz hecha pedazos, tuberías de canalización.
Tarashkin se dirigía calmosamente al club. Estaba el joven de un humor excelente. A cualquier transeúnte hubiera podido parecerle sombrío, pero ello se debía a que era un hombre serio, muy equilibrado, que sólo expresaba su buen humor silbando quedamente y caminando con gran parsimonia.
Cuando se hallaba a unos cien metros de la parada del tranvía, Tarashkin oyó ruido y gritos entre las pilas de tablas. Naturalmente, todo lo que ocurría en la ciudad le interesaba del modo más directo.
Tarashkin se asomó tras las pilas y vio tres rapaces de pantalón chanchullo y gruesa cazadora que, resoplando irritadamente, aporreaban a otro, más bajito, descalzo, sin gorro y con un chaquetón guateado tan haraposo que causaba asombro. El chico aquel se defendía en silencio. Su flaca carita estaba cubierta de arañazos, la pequeña boca muy apretada, los ojos castaños centelleantes como los de un lobezno.
Tarashkin agarró a dos de los rapaces por el cuello de la cazadora y los levantó en vilo, dando al tercer agresor un rodillazo en las asentaderas que le hizo lanzar un alarido y ocultarse tras las tablas.
Los otros dos, agitándose en el aire, amenazaron a Tarashkin entro horribles juramentos, pero el deportista los zarandeó aún más fuertemente y ambos se tranquilizaron.
—No es la primera vez —les reprendió Tarashkin mirando mis resoplantes hociquillos— que veo que en la calle se abusa de los pequeños, so granujas. ¡Que eso no vuelva a ocurrir! ¿Entendido?
Obligados a contestar afirmativamente, los chicuelos; dijeron muy sombríos:
—Entendido.
Entonces Tarashkin los soltó, y ellos, diciéndole: “Cómo te agarremos ya verás”, se alejaron, las manos hundidas en los bolsillos.
El aporreado también quiso esfumarse, pero no pudo más que dar la vuelta y, con leve gemido, se dejó caer en el suelo, ocultando la cabeza en su andrajoso chaquetón.
Tarashkin se inclinó sobre él. El chicuelo estaba llorando.
—¡Pero hombre! —dijo Tarashkin—. ¿Dónde vives?
—En ninguna parte —respondió el chico sin levantar la cabeza.
—¿Cómo es eso? ¿Tienes madre?
—No.
—¿Y padre tampoco? ¡Vaya, hombre! ¿Eres huérfano? ¡Muy bien!
Tarashkin permaneció unos instantes meditabundo, fruncida la nariz. El chico zumbaba como un moscardón, el rostro oculto en la zamarra.
—¿Quieres comer? —le preguntó severo Tarashkin.
—Sí.
—Bueno, vente conmigo al club.
El chico quiso levantarse, pero las piernas no le sostenían, Tarashkin lo tomó en brazos —el pequeño no pesaba más allá de quince kilos— y lo llevó al tranvía. El viaje fue largo. Al pasar de un tranvía a otro, Tarashkin compró un bollo al chico, que, convulsivo, ahogándose de ansia, clavó los dientes en él. De la última parada al club náutico fueron a pie. Al abrir la cancela para que entrara el chico, Tarashkin le advirtió:
—No se te ocurra robar nada.
—Yo sólo robo pan.
El chico miró soñoliento el agua, que, iluminada por los alegres rayos del sol, se reflejaba en las acharoladas barcas; en un argentado sauce que volcaba en el río su belleza; en los botes de dos y cuatro remos ocupados por musculosos y bronceados deportistas. La flaca carita del niño expresaba indiferencia y cansancio. Cuando Tarashkin se volvió de espaldas, el chico se metió bajo el tablado que unía el ancho portón del club con el atracadero y se durmió al instante, hecho un ovillo.
Al anochecer, Tarashkin lo sacó de allí, le mandó que se lavara en el río las manos y la cara y lo llevó a cenar. Al chico lo sentaron a la mesa con los remeros. Tarashkin dijo a sus camaradas:
—Al rapazuelo este podemos dejarlo en el club, no nos arruinará y se irá acostumbrando al agua poco a poco. Necesitamos tener aquí un chico avispado.
Los camaradas se manifestaron de acuerdo, diciendo que el rapaz podía quedarse allí. El chico escuchaba la conversación comiendo mesuradamente. Después de cenar, se levantó en silencio del banco. Nada podía asombrarlo, ¡había visto tantas cosas!
Tarashkin llevó al chico al atracadero, se sentó a su lado y le preguntó:
—¿Cómo te llamas?
—Iván.
—¿De dónde eres?
—De Siberia. Del Alto Amur.
—¿Hace tiempo que has llegado de allí?
—Llegué ayer.
—¿Cómo?
—Unas veces a pie, otras oculto bajo los vagones.
—¿Y qué te ha traído a Leningrado?
—Eso es cosa mía —respondió el chico, y volvió la cabeza—. Si he venido, es porque tenía que venir.
—Dímelo, no voy a hacerte nada malo.
El chico dio la callada por respuesta y, poco a poco, escondió de nuevo la cabeza en el chaquetón. Aquella noche, Tarashkin no logró sacarle nada.