30

Diez minutos más tarde, Garin se apeaba del taxi en el bulevar Saint-Michel. Los enormes ventanales del café “Panteón” estaban abiertos. Víctor Lenoire se encontraba tras un velador en lo profundo de la gala. Al ver a Garin levantó la mano y chasqueó los dedos.

Garin se sentó apresurado de espaldas a la luz. Parecía que se hallaba frente a un espejo: Víctor Lenoire lucía una puntiaguda barbita, idéntica a la suya, sombrero de fieltro, chalina y chaqueta a rayas.

—¡Puedes felicitarme, hemos tenido suerte! ¡Una suerte extraordinaria! —dijo Garin, rientes los ojos—. Rolling ha aceptado todas nuestras condiciones. Los gastos previos corren todos por cuenta suya. Cuando empecemos a explotar el aparato, el cincuenta por ciento será para él y otro cincuenta para nosotros.

—¿Has firmado el contrato?

—Lo firmaremos dentro de dos o tres días. Las pruebas habrá que aplazarlas. Rolling no quiere firmar hasta que no vea con sus propios ojos cómo funciona la máquina.

—¿Me convidas a beber una botella de champagne?

—Dos, tres, una docena.

—A pesar de todo, es una pena que ese tiburón se trague la mitad de las ganancias —dijo Lenoire, llamando al camarero—. Una botella de champagne del más seco…

—De todos modos, sin capital no podemos hacer nada. ¿Sabes, Víctor?, si me saliera bien lo de Kamchatka, podríamos mandar al diablo a diez Rolling juntos.

—¿Qué es eso de Kamchatka?

El camarero trajo el champagne y las copas. Garin encendió un puro, se repantigó en la silla de mimbre y, balanceándose, entornados los ojos, dijo:

—¿Te acuerdas de Nikolái Jristofórovich Mántsev, el geólogo? En el año 1915 vino a verme a Petrogrado. Acababa de regresar del Lejano Oriente. Tenía miedo de que lo movilizaran y me pidió que le ayudara para que no lo enviasen al frente.

—¿No trabajaba Mántsev en una compañía inglesa que explotaba unos placeres auríferos?

—Hizo exploraciones en el Lena y en el Aldán y después en el Kolimá. Contaba maravillas. Encontraban casi a flor de tierra pedazos de oro que pesaban quince kilos… Fue entonces cuando nació mi idea, la idea central de mi vida… Es muy audaz, casi loca, pero yo creo en ella. Y si creo, ni el propio diablo puede detenerme. ¿Sabes, querido amigo?, lo único que deseo con todas las fibras de mi alma es ser poderoso… Y no ansío el poder de un rey o de un emperador, pues eso es fútil, banal, aburrido. Quiero un poder absoluto… Alguna vez te hablaré con detalle de mis planes. Para dominar, se necesita oro. Para dominar como yo lo deseo hay que poseer más oro que todos los reyes de la industria, la bolsa y demás juntos…

—Tus planes son, efectivamente, muy atrevidos, —rió alegre Lenoire.

—He encontrado ya el camino. Tendré aquí a todo el mundo —dijo Garin, contrayendo su pequeña mano—. Los jalones de ese camino son el genial Nikolái Jristofórovich Mántsev, después Rolling, mejor dicho, sus miles de millones, y, por último, mi hiperboloide…

—¿Y qué es de Mántsev?

—Entonces, en el año 1915, invertí todo mi dinerillo y con mucha frescura, más que recurriendo al soborno, conseguí que no fuera al servicio y lo envié con una pequeña expedición a Kamchatka, a la quinta del diablo… Hasta 1917 me escribía: su trabajo era muy duro, dificilísimo, y vivía en las condiciones más perras… En 1918, como puedes comprender, perdí su rastro… De sus exploraciones depende todo.

—¿Qué es lo que busca allí?

—No busca nada… Mántsev debe únicamente confirmar mis hipótesis. Las costas del Pacífico, tanto la asiática como la americana, son los bordes de un antiguo continente hundido en el mar. La gigantesca presión producida por su hundimiento no pudo por menos de influir en la distribución de las capas minerales profundas, que se encuentran en estado de fusión… Las cadenas de volcanes activos en los Andes y las Cordilleras de América del Sur, los del Japón y, por último, los de Kamchatka, confirman que los minerales en fusión de la capa olivínica —el oro, el azogue, el olivino y demás— se encuentran a orillas del Pacífico más cerca de la superficie terrestre que en otros lugares del globo… ¿Comprendes?

—No comprendo para qué necesitas esa capa olivínica.

—Para conquistar el mundo, querido amigo… ¡Ea, bebamos! ¡Por el éxito…!

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