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Varias personas se detuvieron tras la puerta. Se oía su respiración. Garin preguntó alto, en francés:

—¿Quién hay ahí?

—Un telegrama —respondió bruscamente una voz—. Abran…

Zoya sujetó a Garin por los hombros y sacudió la cabeza, dándole a entender que no abriera. Él la llevó a un ángulo de la habitación, a la fuerza, la hizo sentarse en la alfombra. Inmediatamente volvió adonde estaba el aparato y gritó:

—Meta el telegrama por debajo de la puerta.

—Cuando le dicen que abra, es porque debe abrir —rugió la misma voz.

Otra, cauta, preguntó:

—¿Tiene ahí a la mujer?

—Sí.

—Entréguenosla y le dejaremos en paz.

—Les advierto —dijo furioso Garin— que, si no se largan al cuerno ahora mismo, dentro de unos instantes no quedará vivo ninguno de ustedes…

—¡Oh, la, la…! ¡Jo, jo…! ¡Ji, ji…!

Las voces aullaron, relincharon, alguien empujó la puerta, giró como loca la manecilla de porcelana, de las jambas se desprendieron lascas de enlucido. Zoya no apartaba la mirada del rostro de Garin. El estaba lívido, y sus movimientos eran rápidos y precisos. Agachándose, hacía girar el tornillo micrométrico de la máquina. Luego, sacó unas cerillas y las depositó en la mesa, al lado de la caja. Empuñando el revólver, se irguió, expectante. Crujió la puerta. Un golpe hizo saltar los cristales del balcón, la cortina se movió. Garin apretó el gatillo. Agachándose, encendió una cerilla, la metió en la máquina y cerró de un golpe la esférica tapa.

Al disparo siguió un corto silencio, e inmediatamente empezó el ataque simultáneo contra la puerta y el balcón. Aporreaban la puerta con un objeto pesado; saltaron astillas de los paneles. La cortina se agitó y cayó al suelo con su listón.

—¡Gastón! —gritó Zoya.

Nariz de Pato saltaba la barandilla, sosteniendo entre los dientes la navaja. La puerta aún resistía. Garin, blanco como una pared, hacía girar el tornillo micrométrico, el revólver bailoteando en su mano izquierda. En la máquina se agitaba, zumbando, la llama. El circulillo de luz en la pared (frente al cañón del aparato) iba disminuyendo, y el empapelado empezó a echar humo. Todos sus músculos en tensión, presto a saltar, Gastón avanzaba pegado a la pared, mirando de reojo el revólver. La navaja la llevaba ya en la mano, con la hoja hacia sí, a la manera española. El circulillo de luz se convirtió en un deslumbrante punto. Jetas bigotudas asomaban por los destrozados paneles de la puerta… Garin tornó con ambas manos el aparato y lo enfiló hacia Nariz de Pato…

Zoya vio que Gastón abría la boca como si quisiera gritar o tragar aire… Una franja de humo cruzó el pecho del hombre, que levantó los brazos y los dejó caer al punto. Gastón se desplomó sobre la alfombra. Como rebanada de pan corlada de una hogaza, se desprendieron del tronco la cabeza y los hombros.

Garin volvió el aparato hacia la puerta. Por el camino, el “cordón de rayos” cortó el cable de la luz, y la lámpara del techo se apagó. Cegador, fino, recto como una aguja, el rayo que salía del cañón del aparato golpeó más arriba de la puerta, y se desprendieron pedazos de madera. El rayo se deslizó más abajo. Se oyó un corto alarido, como si alguien hubiera aplastado a un gato. Alguien, espantado, saltó en medio de la oscuridad. Cayó blandamente un cuerpo. El rayo danzaba a unos dos pies del suelo. Se percibió olor a carne quemada. Y, de pronto, todo quedó en silencio: sólo se oía el zumbido de la llama en el aparato.

Garin tosió y dijo con voz ronca y alterada:

—Hemos terminado con todos.

Tras los rotos cristales del balcón, el viento embestía a los invisibles tilos, que rumoreaban soñolientos, como todas las noches. Desde abajo, en medio de la oscuridad que envolvía los automóviles, alguien gritó en ruso:

—Piotr Petróvich, ¿está usted vivo?

Garin asomó a la ventana, y la voz dijo:

—Cuidado, soy yo. Shelgá. ¿Recuerda nuestro convenio? Tengo a mi disposición el automóvil de Rolling. Hay que escapar. Salve el aparato. Yo espero…

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