Los golpes del cronómetro, dobles como las campanadas que marcaban la hora a bordo, dieron las doce. Zoya sonrió: habían pasado más de tres minutos desde que se levantara del sillón a la sombra del toldo.
“Hay que aprender —se dijo— a percibir cada minuto, a ver en él una eternidad, a saber que nos esperan todavía millones de minutos, millones de eternidades”.
Zoya puso los dedos sobre la maneta y la movió hacia la izquierda, sintonizando el aparato en la onda de ciento treinta y siete metros y medio. Entonces, del negro hueco del auricular salió la voz lenta y dura de Rolling:
“…Madame Lamolle, madame Lamolle, madame Lamolle… Escuche, escuche…”
—¡Cálmate, hombre, que ya te escucho! —musitó Zoya.
—¿…Todo marcha bien? ¿No ha ocurrido ninguna desgracia? ¿Tiene todo lo que necesita? Hoy, a la misma hora de todos los días, me sentiré feliz escuchando su voz… Transmita por la misma onda de siempre… Madame Lamolle, no se aleje demasiado de los once grados de longitud este y los cuarenta grados de latitud norte. No está excluido que nos veamos pronto. Aquí todo marcha bien, brillantemente. Quien debe callar, calla. No se preocupe, sea feliz. Le deseo un viaje sin nubes…
Zoya se quitó los auriculares. En su frente había aparecido una arruga. Mirando la saeta del cronómetro, dijo entre dientes: “¡Me tiene harta!” Aquellas declaraciones de amor que le llegaban por radio diariamente la sacaban de quicio. Rolling no podía, no quería dejarla en paz… Estaba dispuesto a perpetrar cualquier crimen con tal de que ella le permitiera decirle todos los días, con su ronca voz, por el micrófono: “No se preocupe, sea feliz. Le deseo un viaje sin nubes”.