A media noche llamaron por teléfono al oficial de guardia de la 16 sección de la milicia. Una apresurada voz le dijo al oído:
—Envíen inmediatamente una patrulla al chalet de la isla Krestovski donde anteayer se cometió un asesinato…
La voz enmudeció. El agente de guardia soltó un taco en el auricular; luego llamó a la centralilla de teléfonos. Resultó que habían hablado desde el club náutico. Telefoneó allí. El timbre sonó largo rato hasta que, por fin, una voz soñolienta, preguntó:
—¿Qué pasa?
—¿Ha llamado alguien desde ahí?
—Sí —respondió la voz, con un bostezo.
—¿Quién ha llamado…? ¿Lo han visto?
—No, no tenemos luz. Nos dijeron que venían de parte del camarada Shelgá.
Media hora después, cuatro milicianos saltaban de un camión junto al chalet con las ventanas condenadas. Tras los abedules veíase el apagado arrebol de la agonizante aurora. En medio del silencio se oían débiles gemidos. Un hombre con abrigo de piel de carnero yacía de bruces en la terracilla trasera. Le dieron la vuelta. Era el guardián. A su lado veíase un algodón impregnado de cloroformo.
La puerta estaba abierta de par en par, con el cerrojo arrancado. Cuando los milicianos entraron, de la bodega llegó una voz apagada, que gritaba:
—¡Abran la escotilla de la cocina, abran la escotilla, camaradas…!
Junto a la pared de la cocina había amontonados mesas, cajones y pesados sacos. Los apartaron precipitadamente y abrieron la bodega.
De ella salió, como alma que lleva el diablo, Shelgá, cubierto de telarañas y polvo, los ojos errantes, como si estuviera loco.
—¡Vengan aquí, vivo! —gritó, desapareciendo tras de la puerta—. ¡Enciendan inmediatamente una luz!
En la habitación en que se encontraba la cama metálica vieron en el suelo, a la luz de las linternas, dos cápsulas de revólver, una gorra de terciopelo marrón y repugnantes huellas de una fétida vomitera.
—¡Cuidado! —vociferó Shelgá—. ¡No respiren, salgan de aquí, eso es la muerte!
Retrocediendo y empujando a los milicianos hacia la puerta, Shelgá miraba con espanto y repugnancia un tubo metálico, del tamaño de un dedo, que aparecía tirado en el suelo.