El dique en el barranco cercano al campamento fue restaurado. La central eléctrica comenzó a funcionar. Arturo Levi recibía cada día impacientes radiogramas de la Isla de Oro preguntando si ya habían preparado el mástil.
Las ondas electromagnéticas, indiferentes a lo que las originaba alterando la quietud cósmica, se difundían por el éter para llegar a los receptores, y, después de hacer que los altavoces repitieran las frenéticas palabras de Garin “¿Me oye, Volshin? Si dentro de una semana no está preparada la torre de amarre, enviaré el dirigible con la orden de que le fusilen”, volvían por las líneas de tierra a su inicial quietud.
En el campamento, al pie del volcán, se trabajaba apresuradamente: despejaban una enorme explanada, talaban altísimos pinos y levantaban una torre piramidal sobre tres pies profundamente hundidos en el suelo.
Trabajaban todos hasta quedar rendidos, pero quien más se movía e inquietaba era Mántsev. En aquellos días había saciado su hambre crónica y había recuperado un tanto sus fuerzas, pero, a juzgar por las apariencias, tenía algo perturbadas sus facultades mentales. Había días en los que, al parecer olvidado de todo, indiferente, permanecía sentado en el camastro, su greñuda cabeza entre las manos. Otras veces desataba a la cabra Mashka y decía a Iván:
—¿Quieres que te muestre cosas que nadie ha visto todavía?
Sujetando la cuerda de la cabra, que le ayudaba a escalar las peñas. Mántsev, acompañado del chico, emprendía la ascensión al cráter del volcán.
El pinar terminaba; más arriba, entre enormes riscos, crecían retorcidos arbustos, y aún más alto sólo se veían negras piedras cubiertas de liquen y, en algunos sitios, salpicadas de nieve.
Los bordes del cráter se elevaban formando almenas cortadas a pico y parecían los muros de un gigantesco circo semidormido. Mántsev conocía allí cada grieta y, jadeante, sentándose con frecuencia, pasaba zigzagueando de un saliente a otro. Sin embargo, una sola vez —en un apacible y soleado día— lograron alcanzar la cumbre. Las caprichosas almenas del cráter rodeaban mi cobrizo lago de lava solidificada. El sol, bajo, proyectaba la densa sombra de las almenas sobre metálicas pellas de lava. En la parte oeste, sobre la superficie del lago se elevaba un cono cuya cúspide despedía un blanquecino humo.
—Allí —dijo Mántsev señalando con sus torcidos dedos hacia el humeante cono—, hay un hueco, mejor dicho un abismo que llega a las entrañas de la tierra, nunca vistas por el hombre… Yo arrojé allí unos paquetes de piroxilina. Cuando vi en el fondo el resplandor de la explosión, consulté el cronómetro y calculé la profundidad basándome en la velocidad del sonido. Yo he investigado los gases que el cono despide. Los recogí en una retorta de cristal, luego hice pasar por ella la luz de una lámpara eléctrica y descompuse en el prisma del espectroscopio los rayos que atravesaban el gas… En el espectro del gas volcánico descubrí las líneas del antimonio, del mercurio, del oro y de otros metales pesados… ¿Comprendes, Iván?
—Sí, continúe, continúe…
—Creo que, de todos modos, comprendes más que Mashka, que la cabra… En cierta ocasión, cuando el volcán manifestaba una actividad extraordinaria y escupía y vomitaba lo que encierran sus monstruosamente profundas entrañas, conseguí, exponiendo la vida, recoger un poco de gas en una retorta… Cuando bajaba ya al campamento, el volcán empezó a despedir y lanzar hasta las nubes ceniza y piedras del tamaño de un tonel. La tierra se sacudía como la espalda de un monstruo que acabara de despertarse. Sin dejarme arredrar por esas pequeñeces, corrí al laboratorio y puse el gas bajo el espectroscopio… Iván, y tú, Mashka, escuchadme…
A Mántsev le brillaban los ojos, y su boca sin dientes se torció, cuando dijo:
—Descubrí huellas de un metal pesado que no figura en la tabla de Mendeléiev. Unas horas más tarde empezó a descomponerse en el matraz, que se iluminó con luz primero amarilla, luego azul y, por último, roja… Me aparté prudente, sonó una explosión, y el matraz y la mitad de mi laboratorio volaron al cuerno… Llamé M al nuevo metal, por ser esa la letra inicial de mi apellido y del nombre de esta cabra. El honor del descubrimiento nos corresponde a los dos, a la cabra y a mí… ¿Comprendes algo de lo que te digo?
—Siga, siga, Nikolái Jristofórovich…
—El metal M se encuentra en las capas más profundas de la capa olivínica. Se descompone y deja libres monstruosas cantidades de calor… Yo afirmo que el núcleo de la tierra está compuesto de metal M. Pero como la densidad media del núcleo de la tierra no pasa de ocho, o sea, se aproxima a la del hierro, y el peso del metal M es dos veces mayor, en el centro mismo de la tierra sólo puede haber un hueco.
Mántsev levantó un dedo con aire profesional, miró a Iván y a la cabra y soltó una risotada salvaje.
—Vamos a echar un vistazo…
Los tres, el hombre, el niño y la cabra, descendieron de la rocosa cresta al lago metálico y, deslizándose por las pellas de lava solidificada, se acercaron al humeante cono. Por las rendijas salía con gran fuerza aire caliente. El algunos lugares veíanse agujeros sin fondo.
—Hay que dejar a Mashka abajo —dijo Mántsev, dando un papirotazo en la nariz al animal, y, con Iván, empezó a escalar el cono, aferrándose a las calientes piedras, que se desprendían con mucha facilidad.
—Tiéndete boca abajo y observa.
Se tendieron en el borde del cono por el lado que soplaba el viento y miraron hacia abajo. Dentro del cono había una hoya, y en el centro de ella, un agujero ovalado de unos siete metros de diámetro. Llegaban de allí pesados suspiros y un lejano estruendo, como si alguien hiciera rodar piedras a una profundidad insondable.
Aguzando la vista, Iván percibió una rojiza luz que partía de una profundidad inconcebible. La luz aquella, ya debilitándose, ya cobrando mayor viveza, se encendía cada vez más intensa, adquiriendo un matiz purpúreo deslumbrante. Los suspiros de la tierra se hacían más hondos y el estruendo de las piedras, más sobrecogedor…
—Comienza el flujo, hay que alejarse —dijo Mántsev—. Esa luz sale de una profundidad de siete mil metros. Allí se descompone el metal M, allí hierven y se evaporan el oro y el mercurio.
Mántsev agarró a Iván del cinto y tiró de él hacia abajo. El cono temblaba, se desprendían piedras, y densas nubes de humo parecían salir de una caldera que hubiese reventado; la sima irradiaba una luz roja, que teñía las bajas nubes…
Mántsev agarró la cuerda sujeta al collar de la cabra.
—¡Corramos, muchachos…! Ahora volarán piedras…
Estalló un trueno ensordecedor, que retumbó en todo el rocoso anfiteatro: el volcán acaba de disparar un enorme peñasco… Mántsev e Iván corrían cubriéndose la cabeza con las manos, y delante brincaba la cabra, arrastrando la cuerda por el suelo…