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A las siete de la mañana, Wolf y Jlínov tornaban leche en la terraza de madera del restaurante “El Esqueleto encadenado”. Las pesquisas que hicieran durante la noche resultaron infructuosas. Ambos callaban, la cabeza apoyada en las manos. En aquellos días se habían estudiado tan a fondo, que cada uno de ellos leía los pensamientos del otro. Jlínov, que se impresionaba más rápidamente y tenía menos confianza en sí mismo, repetía una y otra vez las reflexiones que los habían llevado de París a aquellos lugares, tan apacibles en apariencia. ¿En qué se basaba su convencimiento? En dos o tres líneas aparecidas en los periódicos.

—¿No estaremos haciendo el tonto, Wolf?

El alemán respondía:

—La inteligencia humana es limitada. Pero siempre vale más confiar en ella que dudar. Por una parte, si no encontramos nada y la diabólica empresa de Garin resulta una invención nuestra, podremos darnos por muy satisfechos. Hemos cumplido con nuestro deber.

El camarero les trajo huevos fritos y dos jarras de cerveza. Apareció el dueño, un gordinflón de rostro purpúreo.

—Buenos días, caballeros —saludó, y respirando fatigosamente, como un asmático, aguardó con aire preocupado a que los visitantes saciaran su apetito, después de lo cual agregó, extendiendo la mano hacia el valle, aún azuloso y brillante por el rocío:

—Llevo veinte años observando… Puedo decirles, señores míos, que la cosa toca a su fin… Fui testigo de la movilización. Las tropas marchaban por aquella carretera. Eran magníficas columnas alemanas. (El dueño del restaurante levantó sobre la cabeza, como impulsado por un muelle, su grueso índice.) Eran los Sigfridos de que hablaba Tácito: fuertes, imponentes, con cascos ornados de alas. Ober, dos jarras más para los señores… En el año catorce, los Sigfridos marchaban a la conquista del Universo. No les faltaban más que los escudos… Supongo que conocerán ustedes la vieja costumbre de los germanos de lanzar sus gritos de guerra aplicándose el escudo a la boca, para que su voz pareciera más terrible. Sí, yo vi entonces las posaderas de los soldados de caballería, que parecían fundidas con sus monturas… ¿Qué ocurrió, pregunto yo? ¿Es que ya no sabemos morir en sangriento combate? Yo vi como regresaban las tropas. ¡Los de caballería también esta vez parecían fundidos con las sillas, voto al diablo…! Los alemanes no fueron derrotados en el campo de batalla. Las espadas los atravesaron metidos en la cama, junto a sus chimeneas…

El dueño con sus ojos saltones miró a los visitantes, volvió la cabeza hacia las ruinas, y su rostro se puso color de ladrillo. Luego sacó lentamente del bolsillo un fajo de tarjetas postales, golpeó con ellas la palma de la otra mano y dijo:

—Ustedes han estado en la ciudad, y por eso les pregunto: ¿han visto algún alemán que pase de los cinco pies y medio? ¿Han oído ustedes, cuando esos proletarios regresan de la fábrica, que alguno de ellos haya tenido la audacia de decir en voz alta “Deutschland”? Pues bien, cuando beben cerveza, se desgañitan hablando del socialismo.

El dueño del restaurante arrojó con hábil movimiento sobre la mesa las tarjetas postales, que se esparcieron en abanico… En todas ellas podía verse al esqueleto: unas veces acompañado de un germano con alitas, y otras, de un soldado del año catorce con toda su impedimenta.

—Veinticinco pfenings, una, y dos marcos cincuenta pfenings, la docena —dijo el gordinflón con despectivo orgullo—. En ningún sitio podrán comprarlas más baratas, son buenas tarjetas hechas antes de la guerra, fotografías en colores. En los ojos del esqueleto se ha puesto papel de oro, eso produce una impresión inolvidable… ¿Creen ustedes que esos cobardes de los burgueses y esos proletarios de cinco pies y medio de altura compran mis tarjetas? ¡Ni hablar…! Como se están poniendo las cosas, voy a tener que fotografiar a Carlos Liebknecht al lado del esqueleto…

El dueño del restaurante, con todo el rostro congestionado, se echó a reír y dijo:

—¡Tendrán que esperar sentados…! Ober, meta en nuestros originales sobres una docena de tarjetas para cada caballero… Sí, sí, hay que adaptarse a los tiempos… Lew mostraré mi patente… El restaurante “El Esqueleto encadenado” venderá esto por centenares… En ello sigo el paso del siglo y no me aparto de mis principios.

El dueño salió para volver al instante con un cajoncito parecido a una caja de cigarros puros. En la tapa podía verse, grabado con fuego, el esqueleto de rigor.

—¿Desean probarlo? Funciona tan bien como si tuviera lámparas catódicas.

El gordinflón desenrolló el cable y los auriculares y conectó el receptor en un enchufe que había bajo la mesa. Tendiendo los auriculares a Jlínov, explicó:

—Cuesta tres marcos setenta y cinco pfenings, sin contar los auriculares, claro está. Pueden oír Berlín, Hamburgo y París, si eso les place. Voy a captar la catedral de Colonia, ahora están allí cantando misa y podrán oír el órgano. ¡Es algo colosal…! Vuelva la maneta a la izquierda… ¿Qué ocurre? Parece que de nuevo estorba ese maldito Stufer, ¿no?

—¿Quién estorba? —preguntó Wolf, inclinándose hacia el aparato.

—Stufer, un fabricante de máquinas de escribir arruinado, que es un borracho y un loco… Hace dos años montó en su villa una emisora. Luego se declaró en quiebra. Pero, hace poco, la emisora ha vuelto a funcionar…

Jlínov, con un brillo extraño en los ojos, dejó sobre la mesa los auriculares y dijo:

—Wolf, pague y vámonos.

Unos minutos después, cuando lograron sacudirse de encima al parlanchín gordinflón y salieron del restaurante, Jlínov apretó con toda su fuerza el brazo de Wolf, balbuciendo:

—He oído, he reconocido la voz de Garin…

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