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El vino y el baile habían embriagado a Zoya. ¡Oh, la, la! ¡como si tuviera que dar cuenta a alguien!”. Al trasponer la puerta del hotel, se apoyó en el pétreo brazo de Jansen. En la negra cara napolitana del portero apareció una asquerosa sonrisa cuando les entregaba la llave. Zoya preguntó recelosa:

—¿Hay alguna novedad?

—¡Oh, ninguna, señora!

Zoya dijo a Jansen:

—¡Vaya a la sala de fumar, encienda un cigarrillo, y si no está cansado de charlar conmigo, le telefonearé…!

Zoya se alejó graciosa como un hada por la roja alfombra de la escalera. Jansen quedó abajo. Al llegar al recodo, ella volvió la cabeza y sonrió. Jansen, tambaleándose como si estuviera borracho, se dirigió a la sala de fumar y se sentó junto al teléfono. Encendió un cigarrillo, porque así lo había ordenado ella. Recostándose en su asiento, se imaginó:

…Ha entrado en la habitación… Se ha quitado el sombrero y su abrigo blanco de lanilla. Sin precipitarse, con movimientos perezosos y ligeramente torpes, como los de una niña, ha empezado a desnudarse… El vestido ha caído al suelo, y ella ha pasado por encima de él. Se ha detenido ante el espejo… Tentadora, contempla con sus grandes pupilas la imagen reflejada en el cristal… No se apresura; no, así son las mujeres… ¡Oh, el capitán Jansen sabe esperar…! Su teléfono descansa en la mesita de noche… Por consiguiente, Jansen la verá en la cama… Ella se incorpora sobre un codo, tiende la mano hacia el aparato…

Pero el teléfono no sonaba. Jansen cerró los ojos, para no ver el maldito aparato… ¡Puf!, no estaba bien eso de enamorarse como un colegial…! ¿Y si de pronto ella cambiaba de parecer? Jansen se levantó de un salto. Ante él se encontraba Rolling. Toda la sangre del capitán afluyó a su rostro.

—Capitán Jansen —dijo Rolling con voz chirriante—. Le agradezco su atención por madame Lamolle, pero hoy ya no le necesita más. Le invito a que se reintegre al cumplimiento de sus funciones…

—A sus órdenes —articuló con dificultad Jansen.

Rolling había cambiado mucho en el último mes: su color era terroso, tenía los ojos muy hundidos y una negruzca pelambre cubría sus mejillas. Llevaba una gruesa chaqueta con los bolsillos muy prominentes, atiborrados de billetes y de talonarios de cheques…, “Si le diera con la izquierda en la sien y con la derecha un buen cross en la mandíbula, le sacaría el alma del cuerpo a este sapo… se dijo Jansen, y sus puños de hierro se crisparon, movidos por el odio. Si en aquel instante hubiera estado allí Zoya, habría bastado una mirada suya para que de Rolling sólo quedase un saco de huesos.

—Dentro de una hora estaré en el “Arizona” —dijo imperioso Rolling, frunciendo el ceño.

Jansen tomó la gorra de la mesa, se la caló hasta las cejas y salió. De un salto montó en un coche de alquiler:

“¡Al muelle!” Le pareció que cada transeúnte sonreía burlón, mirándolo: “¿Qué —parecía decirle— te han soltado un par de bofetadas?” Jansen largó al cochero un puñado de monedas de cobre y saltó a la lancha: “Remad, hijos de perra”. Subió rápido la pasarela y gritó al segundo: “¡La cubierta parece un establo!” Luego se encerró con llave en su camarote y, sin quitarse la gorra, se desplomó en la cama. Rugía quedamente.

A la hora exacta se oyó al marinero de guardia, a quien respondió desde el agua una voz débil. Crujió la pasarela. El segundo gritó con voz alegre y sonora:

—¡Todos a cubierta!

Había llegado el amo. La única forma de salvar los restos del amor propio era recibir a Rolling como si en la orilla no hubiese ocurrido nada. Jansen salió muy digno y tranquilo al puente de mando. Rolling subió allí y, después de escuchar el parte de Jansen, dándole cuenta de que el yate se encontraba en excelente estado, estrechó la mano al capitán. Las formalidades oficiales habían sido cumplidas. Pequeñajo, con trazas de paleto, vistiendo un oscuro y grueso traje que era un insulto a la elegancia del “Arizona” y al bello firmamento de Nápoles, Rolling encendió un cigarro puro.

Era ya medianoche. Entre los mástiles y las vergas titilaban las constelaciones. Las luces de la ciudad y de los barcos se reflejaban en el agua de la bahía, negra como el basalto. Aulló, para enmudecer al punto, la sirena de un pequeño remolcador. A lo lejos se mecieron unas aceitosas franjas de luz.

Rolling parecía absorto con su cigarro: lo olfateaba de vez en cuando y despedía el humo hacia donde se encontraba el capitán. Jansen, los brazos pegados al cuerpo, estaba plantado ante él con aire muy oficial.

—Madame Lamolle ha preferido quedarse en tierra —dijo Rolling—. Es un capricho, pero los americanos siempre respetamos la voluntad de las mujeres, incluso cuando se trata de una evidente locura.

El capitán se vio obligado a inclinar la cabeza, aprobando lo que decía el dueño. Rolling se llevó a los labios la mano izquierda y se chupó la piel.

—Yo me quedaré en el yate hasta que amanezca, aunque es posible que pase todo el día de mañana… No quisiera que mi permanencia aquí fuese mal interpretada… (Después de chuparse otra vez la piel, acercó la mano a la luz que salía por la abierta puerta del camarote.) Sí, como le digo…, no quisiera que fuese mal interpretado… (Jansen miró la mano del amo y vio en ella unos arañazos.) Voy a satisfacer su curiosidad: Espero en el yate a un señor. Él no sabe que estoy aquí. Debe llegar de un momento a otro. Ordene que se me avise, en cuanto lo tomen a bordo. Buenas noches.

A Jansen le ardía la cabeza. Se esforzaba por comprender lo que había pasado. Madame Lamolle se había quedado en tierra. ¿Por qué? Un capricho… ¿Y si lo estaba esperando a él? Aquellos sangrantes arañazos en la mano del amo… Algo había ocurrido… ¿Y si ella yacía en la cama degollada? ¿Y si la habían echado, metida en un saco, al fondo de la bahía? Los multimillonarios no se andaban con chiquitas.

A la hora de cenar, Jansen pidió un vaso de whisky puro para aclarar su cerebro. El segundo hablaba de la sensacional noticia que traían los periódicos: una monstruosa explosión en las fábricas alemanas de la compañía de anilinas había destruido la ciudad cercana y había costado la vida a más de dos mil personas.

El segundo decía:

—El patrón tiene una suerte loca. Con lo que le dé esa catástrofe podrá comprar a Alemania entera, con tripas y todo, con los Hohenzollern y los socialdemócratas. ¡Bebo a la salud del patrón!

Jansen se llevó los periódicos a su camarote y leyó atentamente la descripción del siniestro y distintas conjeturas, a cual más necia, acerca de sus causas. El nombre de Rolling figuraba en todas las columnas. En la sección de modas se indicaba que en la próxima temporada lo más chic sería gastar barba corrida y bombín alto en vez de sombrero de fieltro. En el Excelsior figuraba en primera plana una fotografía del “Arizona” y, en un óvalo, la encantadora cabecita de madame Lamolle. Mirándola, Jansen perdió su presencia de ánimo. Su inquietud iba en aumento.

A las dos de la madrugada, el capitán salió del camarote y vio a Rolling en la cubierta superior, acomodado en un sillón. Jansen volvió al camarote. Se quitó el uniforme y la ropa interior, se puso un ligero traje de lana fina y metió la gorra, los zapatos y la cartera en un saco de goma. La campana del barco dio las tres. Rolling seguía repantigado en el sillón. A las cuatro aún no se había movido de allí, pero su silueta, con la cabeza hundida en los hombros, parecía inanimada: Rolling dormía. Unos segundos más tarde, Jansen se deslizaba silencioso al agua por la cadena del ancla y nadaba hacia el muelle.

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