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Pasaron cinco días. Nada alteró la quietud de la pequeña ciudad de K. sita en un verde y húmedo valle próximo al Rhin, cerca de las célebres fábricas de anilina.

En las sinuosas callejas de estrechas aceras golpeteaban alegremente por las mañanas las suelas de madera de los escolares, se oían los grávidos pasos de los obreros y se veía a las mujeres que llevaban los cochecitos de los niños a la sombra de los tilos, hacia el río… Un barbero con chaleco de piqué salía de la peluquería para dejar junto a la pared una escalerilla de tijera. El aprendiz se subía a ella y limpiaba la bacía de cobre, ya deslumbrante, y la blanca cola de caballo. En el café lavaban los ventanales. Traqueteaba un carro de enormes ruedas, cargado de barriles de cerveza vacíos.

Era una vieja ciudad, muy barrida y aseada, silenciosa en las horas en que el sol calentaba las jibosas piedras del pavimento y animada por calmosas voces al atardecer, cuando obreros y obreras regresaban de las fábricas, se encendían las luces de los cafés y un viejo farolero, con corta capa cuya edad Dios sabría, recorría las calles, arrastrando sus suelas de madera, para encender los faroles.

De las puertas del mercado salían con sus cestos las mujeres de los obreros y las señoras de la pequeña burguesía. Antes llevaban en los cestos aves, verdura y fruta dignas de las naturalezas muertas de Snyders. Ahora, en los cestos sólo había unas cuantas patatas, un manojo de cebolletas, nabos y un poco de pan gris.

Era extraño. Alemania había enriquecido fabulosamente en el transcurso de cuatro siglos. Sus hijos conocieron grandes glorias. En los ojos azules de los alemanes brillaba la luz de grandes esperanzas. ¡Cuánta cerveza no había corrido por las alzadas barbas rubias! ¡Cuántos billones de kilovatios de energía humana no se habrían gastado…!

Pero todo había sido en vano. En las pequeñas cocinas no había más que un manojo de cebolletas sobre el banco de azulejos, y en los ojos hambrientos de las mujeres, una vieja nostalgia.

Wolf y Jlínov, el calzado polvoriento, la chaqueta al brazo, la frente cubierta de sudor, cruzaron el jiboso puente y se dirigieron hacia K. por una carretera bordeada de tilos.

El sol se ponía tras los bajos montes. En la dorada luz vespertina seguían despidiendo humo las chimeneas de las fábricas. Los pabellones, las chimeneas, las vías del ferrocarril y las techumbres de los depósitos llegaban, por las laderas de los cerros, hasta la ciudad misma.

—Allí es, estoy seguro —dijo Wolf, señalando con el dedo unos riscos que el ocaso teñía de rojo—. Si hubiera que escoger un punto de donde bombardear las fábricas, yo no elegiría otro.

—Está bien, está bien, pero sólo quedan tres días Wolf…

—¿Y qué? Del sur no amenaza ningún peligro. Está demasiado lejos. Los sectores norte y este los hemos explorado hasta la última piedra. Con tres días tenemos suficiente.

Jlínov se volvió hacia los boscosos cerros que, separados por negras sombras, azuleaban en el norte. Allí, Wolf y él habían explorado durante cinco días con sus noches cada hoyo en el que pudiera ocultarse un chalet o una barraca con las ventanas orientadas a las fábricas.

Durante cinco días no se habían quitado la ropa, durmiendo de cualquier modo y en cualquier sitio en las horas más oscuras de la nuche. Habían caminado tanto que los pies no les dolían ya. Por pedregosos caminos y senderos, a campo traviesa, cruzando barrancos y saltando tapias, habían recorrido en torno a la ciudad, por los montes, casi cien kilómetros. Pero en ninguna parte habían descubierto el menor indicio de la presencia de Garin. A sus preguntas, los campesinos, los granjeros, los criados de los chalets y los guardabosques respondían, encogiéndose de hombros:

—En todo el contorno no hay ningún forastero, y a la gente de aquí la conocemos a toda.

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