En aquella lluviosa tarde dominical de comienzos de la primavera, las luces de las ventanas y de los incontables faroles de París se reflejaban en el asfalto de las calles.
Como por canales negros, sobre un abismo colmado de luces, rodaban mojados automóviles y corrían, tropezaban y giraban mojados paraguas. La lluviosa bruma estaba impregnada del olor de los húmedos bulevares, de las tiendas de verduras, de la gasolina quemada y de los perfumes de las mujeres.
La lluvia corría por los tejados de grafito, por el enrejado de los balcones y por los enormes toldos rayados de los cafés. En la niebla se encendían con apagado brillo, giraban y titilaban anuncios luminosos que ofrecían las más variadas diversiones.
La gente sencilla —encargados y encargadas, funcionarios y oficinistas— pasaban el rato como mejor podían. La gente de peso, los hombres de negocios, descansaban en sus casas, ante las cálidas chimeneas. El domingo era el día del populacho, el día que se entregaba a la muchedumbre para que lo destrozase.
Zoya Monroz descansaba, las piernas recogidas, en un ancho diván, entre multitud de cojines. Fumaba, puesto los ojos en el fuego de la chimenea. Rolling, enfundado en un frac, los pies sobre un taburete, aparecía hundido en un gran sillón y también fumaba, contemplando las ascuas.
Su rostro, iluminado por el fuego de la chimenea, parecía metal al rojo vivo, y en él destacaban la carnosa nariz, las mejillas, pobladas de barba, los entornados párpados y sus ojos, un tanto enrojecidos, de señor del Universo. Rolling se entregaba a ese agradable tedio necesario, una vez por semana, para el descanso del cerebro y de los nervios.
Zoya Monroz extendió ante sí sus bellos y desnudos brazos y dijo:
—Rolling, ya han pasado dos horas desde que almorzamos.
—Sí —respondió él—. Como usted, supongo que la digestión ha terminado.
Los ojos trasparentes y casi soñadores de Zoya resbalaron por la cara del rey. En voz queda, muy seria, lo llamó por su nombre. Rolling respondió, sin moverse en el tibio sillón:
—La escucho, querida.
Aquello significaba que Zoya podía ya hablar. La mujer se sentó en el borde del diván, abrazando una de sus rodillas.
—Diga, Rolling, ¿es grande el peligro de que salten al aire las fábricas de productos químicos?
—¡Oh, sí! El cuarto derivado de la hulla, el trotilo, es un explosivo de extraordinaria potencia. El octavo derivado es el ácido pícrico, y con él se rellenan los proyectiles de los cañones de los barcos. Pero hay algo aún más fuerte: el tetril.
—¿Qué es eso, Rolling?
—Pues lo mismo, hulla. El benzol (C6H6), mezclado a una temperatura de 80° con el ácido nítrico (NO3H), nos da el nitrobenceno. Su fórmula es C6H5O2N. Si sustituimos las dos partes de oxígeno por dos partes de hidrógeno, es decir, si mezclamos lentamente el nitrolienceno, también a una temperatura de 80°, con polvo de hierro fundido y una pequeña cantidad de ácido clorhídrico, obtendremos anilina (C6H5NH2). La anilina, mezclada a una presión de 50 atmósferas con alcohol metílico, nos proporciona dimetilanilina. Después se abre una gran fosa, se la rodea de un muro de tierra, se levanta en el interior del modesto edificio y allí se mezcla la dimetilanilina con ácido nítrico Cuando se produce la reacción, los termómetros se observan desde lejos, con un potente anteojo. La reacción de la dimetilanilina con el ácido nítrico nos da el tetril. El tetril es un explosivo infernal: a veces, al producirse las reacciones, explota por causas que no hemos llegado a descubrir y convierte en un montón de polvo enormes fábricas. Desgraciadamente, nos vemos obligados a producirlo porque, tratado con fosgeno, nos da la pintura azul llamada cristal violeta. Yo he ganado así mucho dinero. Me ha hecho usted una pregunta muy divertida… ¡Hem…! Creí que sus conocimientos de química eran mayores. ¡Hem…! Para hacer de alquitrán mineral una tableta de piramidón, pongamos por caso, para el dolor de cabeza, se necesita toda una larga serie de transformaciones… En la cadena que va de la hulla al piramidón, a un frasco de esencia o al más corriente preparado fotográfico, hay eslabones tan infernales como el trotilo y el ácido pícrico, cosas tan magníficas como el cianuro de bromobencilo, la cloropicrina, la difenilcloroarsina, etc., etc., es decir, esos gases que hacen que la gente estornude, llore, se arranque los antigases, se asfixie, escupa sangre, se cubra de úlceras y se pudra viva…
Como se aburría en aquella lluviosa tarde dominical. Rolling hablaba gustoso del gran porvenir de la química.
—Creo —dijo agitando cerca de su nariz un puro a medio fumar— que Jehová creó el cielo y la tierra y todo lo vivo de brea mineral y sal común. En la Biblia no se dice así con claridad, pero uno puede adivinarlo. Quien posea la hulla y la sal, domina el mundo. Los alemanes se lanzaron a la guerra del catorce porque Alemania poseía las nueve décimas partes de todas las fábricas de productos químicos del mundo. Los alemanes conocían el secreto de la hulla y de la sal: eran la única nación culta en aquellos tiempos. Sin embargo, no suponían que los americanos fuésemos capaces de construir en nueve meses el arsenal de Edgewood. Los alemanes nos abrieron los ojos, comprendimos en qué debíamos invertir nuestro dinero y ahora seremos nosotros, y no los alemanes, los dueños del mundo. Después de la guerra somos nosotros quienes poseemos el dinero y las fábricas de productos químicos. Convertiremos a Alemania, en primer lugar, y después a otros países que sepan trabajar bien (los que no sepan se extinguirán por vía natural, y nosotros contribuiremos a ello) en una inmensa fábrica… La bandera americana ceñirá la Tierra, como si ésta fuera una bombonera, por el Ecuador y de polo a polo…
—Rolling —le interrumpió Zoya—, usted mismo provocará una catástrofe… Si obra como dice, ellos se harán comunistas… Llegará un día en que ellos declararán que no necesitan de usted y desean trabajar para sí mismos… ¡Oh, yo he vivido una vez esa pesadilla…! Se negarán a devolverle sus miles de millones.
—Entonces, queridita, inundaré toda Europa en gas mostaza.
—¡Será tarde, Rolling! —Zoya se apretó la rodilla con las manos, inclinando hacia delante el busto—. Créame, Rolling, yo nunca le he aconsejado mal… Le he preguntado si existe el peligro de que exploten las fábricas de productos químicos porque sé que los obreros, los revolucionarios, los comunistas, nuestros enemigos van a poseer un arma de fuerza monstruosa… Podrán volar a distancia las fábricas químicas y los polvorines, incendiar los aeroplanos, destruir las reservas de gases, todo lo que pueda saltar al aire y arder.
Rolling bajó los pies del taburete, sus enrojecidos párpados se cerraron y abrieron, y por unos instantes miró muy atento a Zoya.
—Si no me equivoco, alude usted de nuevo al…
—Sí, Rolling, sí, a la máquina del ingeniero Garin… Usted no ha parado su atención en lo que se ha comunicado de él… Pero yo sé lo serio que es todo eso… Semiónov acaba de traerme un extraño objeto. Lo ha recibido de Rusia…
Zoya hizo sonar la campanilla. Entró un lacayo. Zoya dio una orden, y el hombre salió para volver al instante llevando en sus manos un pequeño cajón de madera de pino, en el que había un fragmento de una pletina de acero de media pulgada. Zoya sacó la pieza de acero y la acercó al fuego de la chimenea. En la pletina habían sido cortadas de parte a parte, con un fino instrumento, unas rayas y garabatos, y de derecha a izquierda, como con una pluma, había escrito: “Prueba de la fuerza… Prueba… Garin”. En el interior de algunas de las letras se habían desprendido los pedacitos de metal. Rolling examinó largamente la pletina.
—Parece como si alguien hubiera probado una pluma —dijo en voz baja—, como si hubiesen escrito con una aguja en una masa blanda.
—Eso ha sido hecho durante tas pruebas del aparato de Garin, a una distancia de treinta pasos —dijo Zoya—. Semiónov afirma que Garin confía en construir un aparato que podrá partir un acorazado, tan fácilmente como si fuera de mantequilla, a una distancia de veinte cables… Perdone, Rolling, pero yo insisto en que debe usted hacerse con esa terrible máquina.
Rolling había pasado por la escuela de la vida en América, y cada célula de su cuerpo estaba bien entrenada para la lucha.
El entrenamiento, como es sabido, distribuye con exactitud el esfuerzo entre los músculos y hace que cada uno de ellos alcance la máxima tensión. Cuando Rolling se lanzaba a la lucha, lo primero que empezaba a funcionar era su fantasía, que se adentraba en la espesa selva de los negocios y descubría en ella lo que era digno de atención ¡Alto! La fantasía terminaba aquí su misión. Le llegaba el turno al sentido común, que aquilataba, comparaba, sopesaba y llegaba a la conclusión: vale la pena. ¡Alto! Entraba en juego el sentido práctico, calculando y haciendo el balance: activo. ¡Alto! Por último salía al palenque la voluntad, la terrible voluntad de Rolling, fuerte como el acero al molibdeno, y el americano, como un búfalo con los ojos inyectados en sangre, se precipitaba hacia su objetivo, alcanzándolo a toda costa.
Este proceso se produjo también aquella tarde. Rolling dirigió su mirada a las selvas de lo ignoto, y el sentido común le dijo: Zoya tiene razón. Luego, el sentido práctico hizo el balance: lo más ventajoso era robar los diseños y el aparato y matar a Garin. Punto. La suerte de Garin había sido decidida y el crédito abierto; la voluntad salía al palenque. Rolling se levantó del sillón y, de espaldas a la chimenea, dijo, avanzando la mandíbula inferior:
—Mañana espero a Semiónov en el bulevar Malesherbes.