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Durante todo el día sopló el viento norte, y las nubes se arrastraban bajas sobre el bosque. Rumoreaban tristones los altos pinos, inclinaban sus oscuras copas los cedros y esparcían sus agujas los alerces. Las nubes dejaban caer fina nieve y una gélida lluvia. La taiga estaba desierta. En miles de kilómetros a la redonda rumoreaban los árboles sobre los pantanos y los pedregosos cerros. Cada día era más fría y sobrecogedora la respiración del viento norte, que bajaba del encapotado cielo.

Parecía que en aquel desierto no podría oírse nada que no fuera el sombrío rumoreo de los árboles y los silbidos del viento. Los pájaros habían volado a otros lugares, las fieras se habían marchado o recogido en sus cubiles y madrigueras. Un hombre sólo podía adentrarse allí en busca de la muerte.

Pero allí apareció un hombre. Vestía un desgarrado y rojizo abrigo de pieles, ceñido, muy bajo, con una soga, y calzaba unas botas de piel de reno empapadas por la lluvia. Cubría sus mejillas una apelmazada barba que no conocía el peine desde hacía años; la gris cabellera del desconocido se esparcía sobre sus hombros… Se movía el hombre aquel con dificultad, apoyándose en un rifle, y rodeaba un cerro, perdiéndose a veces de vista tras las enormes raíces de los cedros. El hombre se detenía de vez en cuando e, inclinándose, silbaba, gritando luego:

—¡Mashka! ¡Mashka…!

Entre los matorrales apareció la cabeza de una cabra montés con un cabo de cuerda anudado a su rozado cuello. El hombre levantó el rifle, pero la cabra de nuevo se ocultó entre la maleza. El hombre emitió un rugido y se dejó caer sobre una piedra. El rifle bailoteaba entre sus rodillas. El hombre abatió la cabeza sobre el pecho, y pasó largo rato antes de que volviera a gritar:

—¡Mashka! ¡Mashka…!

Sus turbios ojos buscaban entre la maleza la cabra domesticada, su única esperanza: si la mataba con la última bala que le quedaba, podría secar su carne y tirar unos meses más, quizás hasta la primavera.

Siete años atrás buscaba dónde aplicar sus geniales ideas. Era aún joven, fuerte y pobre. Un día fatal se encontró con Garin, que desplegó ante él planes grandiosos. Y, abandonándolo todo, fue a parar allí, al pie del volcán.

Siete años atrás talaron el bosque establecieron un campamento, con laboratorio y emisora, alimentada por una pequeña central hidroeléctrica. Las techumbres de tierra del campamento, unas medio hundidas y otras destrozadas, divisábanse entre enormes piedras que en tiempos vomitara el volcán, junto a un bosque de altos y rumoreantes pinos.

Los hombres que le acompañaban habían muerto unos y huido otros. La presa de la pequeña central hidroeléctrica la habían barrido las aguas de primavera. Todo el trabajo hecho en el transcurso de siete años, todas sus asombrosas conclusiones —los datos que obtuviera al explorar los estratos profundos de la tierra, la capa olivínica—, debían perecer con él por culpa de una estúpida cabra, de Mashka: la muy maldita no quería ponerse a tiro por más que la llamara.

Antes, hacer trescientos kilómetros por la taiga, hasta la población más cercana, era para él un juego de niños. Ahora, el reumatismo atenazaba sus piernas y sus brazos, el escorbuto le había arrancado todos los dientes. Su última esperanza era la cabra montés domesticada: el anciano la cebaba para el invierno. Pero el maldito animal había roto la cuerda, escapando de la jaula.

El viejo, con el rifle y la última bala que le quedaba, iba por el bosque llamando a la cabra. Se acercaba la noche, oscurecían las cadenas de nubes, aullaba con mayor cólera el viento, sacudiendo los enormes pinos. Se aproximaba el invierno, la muerte… ¿Sería posible que jamás volviera a ver rostros humanos, que no se sentara al ardor de la lumbre, aspirando el aroma del pan, el aroma de la vida? El viejo rompió a llorar en silencio.

Pasado largo rato, volvió a llamar:

—¡Mashka! ¡Mashka…!

Sí, aquel día no lograría matarla… El viejo se levantó con un gemido y se dirigió al campamento. Se detuvo. Levantó la cabeza, la nieve le azotó la cara, y el viento sacudió su barba… Se le había antojado… No, no, era el viento, que, por lo visto, había hecho que se rozaran dos pinos… Sin embargo, permaneció inmóvil largo rato, esforzándose por que su corazón no latiera tan fuerte…

—¡E-e-e-eh! —llegó débilmente una voz humana del lado de la Piedra del Diablo.

El viejo lanzó una exclamación de asombro. Unas lágrimas nublaron sus ojos. La nieve metíase en su boca abierta. El crepúsculo, ya denso, impedía distinguir nada en el claro del bosque.

—¡E-e-eh, Mántsev! —gritó de nuevo una sonora voy infantil, arrastrada por el viento.

La cabra asomó la cabeza entre los matorrales, acercó al viejo y, aguzando las orejas, también prestó oído a las extrañas voces que turbaban el silencio de aquel desierto… Por la derecha y por la izquierda se acercaba gente, gritando:

—¡Eh, eh…! ¿Dónde se ha metido, Mántsev? ¿Está vivo?

Al viejo le temblaba la barba, le temblaban los labios, y, atónito, balbuceaba sordamente:

—Sí, sí, estoy vivo… Yo soy Mántsev.


Los ahumados troncos jamás habían visto lujo tan grande. En el hogar, hecho de piedras volcánicas, ardía la leña y hervía agua en los calderos. Mántsev aspiraba con ansia los olores, hacía mucho olvidados, del té, del pan y del tocino.

Hablando ruidosos, unos hombres metían en la isba paquetes y sacos, que abrían al punto. Un sujeto de pómulos muy salientes ofreció a Mántsev una jarra de humeante té y un pedazo de pan… ¡Pan! Mántsev temblaba, masticándolo presuroso con las encías. Un chico, sentado en cuclillas ante él, observaba lleno de compasión cómo mordía el pan y lo apretaba contra su enredada barba, como si temiera fuese un sueño toda aquella vida que había irrumpido en el abandonado campamento.

—¿No me reconoce usted, Nikolái Jristofórovich?

—No, no, me he desacostumbrado de la gente —barbotó Mántsev—, hacía mucho que no probaba el pan.

—¡Pero si soy Iván Gúsiev…! Nikolái Jristofórovich, he hecho todo lo que me mandó. ¿Recuerda que me amenazaba con arrancarme la cabeza?

Mántsev no recordaba nada y, los ojos muy abiertos, examinaba los desconocidos rostros iluminados por la llama. Iván le contó que cuando iba por la taiga a Petropávlovsk, procurando que no lo descubrieran los osos, vio un gato de rojiza pelambre, grande como un ternero, y se llevó un susto de muerte, pero el gato aquel y en pos suyo tres más pasaron de largo; se alimentaba Iván de los piñones que encontraba en las madrigueras de las ardillas; en Petropávlovsk se enroló en un barco, para mondar patatas; llegó a Vladivostok y luego hizo siete mil kilómetros en traqueteantes vagones, ocultándose como mejor podía, en las carboneras.

—He cumplido mi palabra, Nikolái Jristofórovich, y he traído a esta gente para que lo recojan. Entonces hizo usted mal escribiendo en mi espalda con lápiz tinta. Hubiera bastado decir: “Iván, ¿das palabra?” Yo hubiese contestado: “La doy”. ¿Qué se yo? quizás me escribiera usted en la espalda algo contra el Poder soviético. ¿Está eso bien? No cuente conmigo para nada más, soy pionero.

Inclinándose hacia Iván, Mántsev musitó con voz ronca, sacando mucho los labios:

—¿Qué gente es ésta?

—Una expedición científica francesa, como ya le he dicho. Me buscaron especialmente en Leningrado para que los trajera aquí, en busca suya…

Mántsev clavó los dedos en el hombro del chico, preguntándole:

—¿Has visto a Garin?

—No quiera asustarme, Nikolái Jristofórovich, que ahora me protege el Poder soviético… Lo que usted escribió en mi espalda ha caído en buenas manos… Maldita la falta que me hace Garin.

—¿Para qué ha venido esta gente aquí? ¿Qué quieren de mí…? No les diré nada. No les mostraré nada.

Mántsev, el rostro congestionado, miraba inquieto en torno. Arturo Levi se sentó a su lado en el camastro.

—Hay que tranquilizarse, Nikolái Jristofórovich. Coma, descanse… Tenemos mucho tiempo, antes de noviembre no podremos sacarlo de aquí…

Mántsev se levantó del camastro, las manos temblorosas…

—Quisiera hablar con usted a solas.

El viejo llegó renqueando a la puerta, de tablas sin cepillar y medio podridas. La abrió de un empellón. El viento de la noche alborotó su canosa barba. Arturo Levi lo siguió a la oscuridad, en la que se arremolinaba el aguanieve.

—En la cámara de mi fusil tengo la última bala… ¡lo mataré a usted! ¡Ha venido a robarme! —gritó Mántsev, sacudido por la furia.

—Vamos adonde no haga viento —Arturo Levi tiró del viejo, haciéndole reclinarse en la pared de rollos—. No se ponga así. Me ha enviado en busca suya Piotr Petróvich Garin.

Mántsev se aferró convulsivamente al brazo de Levi: su hinchado rostro, con los párpados vueltos, temblaba. y de su boca sin dientes salía un lloriqueante balbuceo:

—¿Garin está vivo…? ¿No me ha olvidado? Juntos pasábamos hambre y juntos hacíamos grandes planes… Pero todo eso son tonterías, delirios… ¿Qué he descubierto yo aquí…? He palpado la corteza terrestre… He logrado confirmar todas mis hipótesis teóricas… No esperaba resultados tan brillantes… La capa olivínica está aquí —Mántsev golpeó el suelo con sus mojadas botas de piel de reno—, se puede extraer mercurio y oro en cantidades ilimitadas… Escuche, he llegado a tantear con ondas cortas el núcleo de la Tierra… Lo que ocurre allí es inimaginable… He hecho una revolución en la ciencia mundial… Si Garin pudiera conseguir cien mil dólares. ¡Qué no haríamos…!

—Garin dispone de miles de millones, de Garin hablan todos los periódicos del mundo —dijo Levi—. Ha conseguido construir el hiperboloide, se ha hecho con una isla en el Océano Pacífico y se prepara para grandes empresas. Lo único que espera son los resultados de sus investigaciones de la corteza terrestre. Enviarán en busca suya un dirigible. Si el tiempo no lo impide, dentro de un mes podremos plantar un mástil de amarre.

Mántsev se reclinó contra la pared y guardó silencio largo rato, abatida la cabeza.

—Garin, Garin —repitió con un dejo de reproche que llegaba al alma—. Yo le di la idea del hiperboloide. Yo orienté su pensamiento hacia la capa olivínica. Yo le sugerí lo de la isla en el Pacífico. Ha robado mi cerebro y me envió aquí para que me pudriera en la maldita taiga… ¿Qué puede darme ya la vida? Una cama, médicos, papillas de sémola… ¡Garin, Garin…, ladrón de ideas ajenas…!

Mántsev levantó la cabeza, exponiendo el rostro a los azotes de la ventisca.

—El escorbuto se ha comido mis dientes, los herpes han roído mi piel. Estoy medio ciego. Mi cerebro se ha embotado… ¡Tarde, tarde se ha acordado Garin de mí!

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