Richard maldijo entre dientes cuando el caballo cayó muerto bajo él. Al acabar de rodar sobre la nieve se levantó y empezó a recoger sus cosas del animal muerto, cubierto de espuma. Sintió una punzada de pesar por el corcel que le había servido hasta la muerte.
Había perdido la cuenta de todos lo caballos a los que había llevado a la muerte. Algunos simplemente se detenían tambaleantes y se negaban a dar ni un paso más, otros se ponían al paso y ya no corrían; y otros galopaban hasta que el corazón les fallaba.
Richard sabía que era demasiado duro con ellos y había tratado de imponerse un ritmo más moderado, pero no lograba ir lo suficientemente lento. Cuando un caballo moría o dejaba de correr, Richard siempre encontraba otro. Algunos dueños se mostraban reacios a vender, pensando en regatear, pero Richard se limitaba a arrojarles un puñado de monedas de oro y se llevaba al caballo.
Él mismo estaba extenuado. Apenas dormía, ni comía. En ocasiones caminaba para dar tiempo a la montura a recuperarse y, cuando tenía que encontrar otro caballo, corría.
Ahora se colgó la mochila a la espalda y empezó a trotar. Hacía dos semanas que había partido de D’Hara y sabía que ya no podía estar muy lejos de Aydindril.
Extrañamente, el hecho de que ya habían transcurrido dos semanas desde el solsticio de invierno no pesaba tanto como su afán por llegar hasta Kahlan. Era como si creyera que si se daba la suficiente prisa, si se esforzaba al máximo, lograría que el tiempo lo aguardara y lograría salvarla. Se negaba a aceptar que ya fuera demasiado tarde.
En lo alto de una elevación en el camino se detuvo, jadeante. Delante de él se extendía Aydindril, bañada por los brillantes rayos del sol. En las montañas que se alzaban al fondo distinguió los muros grises del Alcázar del Hechicero. Richard siguió corriendo sobre la nieve.
Las calles se veían atestadas de gente que caminaba apresurada, tratando de huir del frío aire de la tarde, mientras quienes vendían sus mercancías golpeaban los pies en el suelo para mantenerlos calientes. Al darse cuenta de que lo miraban fijamente debido a la Espada de la Verdad, la ocultó con la capa del mriswith.
Había un vendedor ambulante apostado a un lado de la calle junto a un corto palo apoyado en el suelo. De un travesaño colgaban unas delgadas cuerdas. Al darse cuenta de lo que el hombre voceaba, la mente se le aclaró de repente.
— ¡Pelo de Confesora! ¡Comprad un mechón de la Madre Confesora! ¡Cortado directamente de su pérfida cabeza! ¡Ya no me quedan muchos! ¡Mostrad a vuestros hijos el pelo de la última Confesora!
Los ojos de Richard se quedaron prendidos de la larga melena. Era el pelo de Kahlan. Arrancó todo lo que quedaba del travesaño y se lo guardó en la camisa. Cuando el vendedor trató de recuperarlo, Richard lo lanzó contra el muro, le agarró de la camisa y lo levantó del suelo.
— ¿De dónde lo has sacado?
— El… el Consejo. Se lo compré para venderlo. Se lo compré justo después de que se lo cortaran. Es mío. ¡Ladrón! ¡Ladrón! —gritó, pidiendo ayuda.
Cuando la airada multitud salió en su defensa, hizo acto de presencia la espada. La gente se dispersó y el vendedor corrió para salvar la vida.
Pese a guardar la espada, Richard notaba que su furia crecía mientras se encaminaba al Palacio de las Confesoras. El edificio ocupaba una vasta extensión. Richard recordó que Kahlan le había hablado de su esplendidez. Lo conocía casi como si hubiera estado en él. Recordó asimismo que Kahlan le había hablado de una mujer, una cocinera. No, cocinera no; la jefa de los cocineros. ¿Cómo se llamaba? Sand algo. Sí, Sanderholt. Señora Sanderholt.
Guiándose por el olfato llegó a la entrada de la cocina. Entró en tromba. Todos quienes trabajaban allí se estremecieron al verlo. Era evidente que nadie quería meterse en líos.
— ¡Sanderholt! —gritó—. ¡Señora Sanderholt! ¿Dónde está?
La gente señaló nerviosa hacia un pasillo. Antes de haber avanzado por él una docena de pasos, una delgada mujer apareció corriendo desde la otra dirección.
— ¿Qué pasa? ¿Quién me llama?
— Yo.
La expresión ceñuda de la mujer se tornó en otra de consternación.
— ¿Qué puedo hacer por ti, joven? —preguntó incómoda.
Richard se esforzó por borrar de su voz el tono de amenaza, pero no le pareció que tuviera mucho éxito.
— Kahlan. ¿Dónde puedo encontrarla?
La faz de la mujer se puso casi tan blanca como su delantal.
— Supongo que tú eres Richard. Me habló de ti. Eres tal como te describió.
— ¡Sí! ¿Dónde está?
La señora Sanderholt tragó saliva.
— Lo siento, Richard —susurró—. El Consejo la condenó a muerte. La sentencia fue ejecutada en el festival del solsticio de invierno.
Richard se quedó mirando a la menuda mujer. Trataba de decidir si era posible que estuvieran hablando de la misma persona.
— Creo que no me has entendido bien —logró decir al fin—. Yo me refería a la Madre Confesora. A la Madre Confesora Kahlan Amnell. Debes de estar hablando de otra persona. Mi Kahlan no puede estar muerta. He venido tan deprisa como he podido. Lo juro.
Los ojos del ama de llaves se estaban llenando de lágrimas. Parpadeó para quitárselas y luego alzó la vista hacia él mientras lentamente sacudía la cabeza.
— Ven, Richard —le dijo, colocándole sobre el brazo su mano vendada—. Creo que necesitas comer algo. Te prepararé una sopa.
Richard dejó caer la mochila, el arco y la aljaba al suelo.
— ¿El Consejo Supremo la condenó a muerte?
La mujer asintió débilmente.
— Se escapó, pero la apresaron. El Consejo Supremo ratificó la sentencia ante el pueblo antes de cortarle… antes de que fuera ejecutada. Y luego todos los consejeros se quedaron de pie, sonriendo, mientras eran vitoreados.
— Tal vez volvió a escapar. Es una mujer de muchos recursos…
— Yo estaba allí —dijo ella con voz rota. Lloraba—. Por favor, no me obligues a contarte lo que vi. Conocía a Kahlan desde que nació. La quería mucho.
Tal vez había un modo de volver atrás y llegar a Aydindril a tiempo. Tenía que haber un modo. Richard sentía que ardía, y la cabeza le daba vueltas.
No. Era demasiado tarde. Kahlan estaba muerta. Tuvo que permitir que muriera para detener al Custodio. La profecía había vencido.
— ¿Dónde está el Consejo? —preguntó, apretando los dientes.
Con esfuerzo la señora Sanderholt logró apartar los ojos de él, señaló con la mano vendada hacia el pasillo y le indicó cómo llegar.
— Por favor, Richard —dijo—, yo también la quería. Ya no puede hacerse nada. No conseguirás nada.
Pero Richard ya se había puesto en marcha. La capa del mriswith ondeaba tras él. El joven solamente se fijaba en lo que le rodeaba para seguir las indicaciones de la señora Sanderholt. Su avance hacia la cámara del Consejo era tan rápido e inexorable como una de sus flechas cuando atraía el blanco.
Había guardias por todas partes, pero Richard no les prestó atención. No tenía ni idea de si los guardias se fijaban en él, ni le importaba. Volaba resueltamente hacia su blanco. Percibía el revuelo que levantaba en los soldados a su paso, en los pasillos laterales. Los había también en las galerías, pero el joven apenas les echó un vistazo.
Al final de una galería flanqueada por columnas se abrían las puertas que conducían a la cámara del Consejo. Al verlo aparecer, los guardias se colocaron ante ellas para cerrarle el paso. Richard apenas los vio; su atención se concentraba en las puertas mismas.
Aunque aún no había desenvainado la espada, su magia ya recorría todo su cuerpo con furia desatada. Los soldados se cuadraron ante las puertas. Richard no se detuvo. Siguió avanzando con mirada iracunda y la capa negra ondeando tras él.
Los soldados hicieron el gesto de detenerlo. Richard siguió adelante. Los quería fuera de su camino. El poder acudió a él por instinto, sin hacer un esfuerzo consciente. Sintió la sacudida y por el rabillo del ojo vio sangre que salpicaba el mármol blanco.
Sin aminorar el paso, emergió de la bola de fuego por un agujero el doble de grande del espacio que ocupaban antes las puertas. Por el aire volaban grandes pedazos humeantes de piedra. Richard recibió una lluvia de escombros. Una de las puertas voló en el aire, dibujando un arco, mientras que la otra giró como una peonza al aterrizar en el suelo de la cámara del Consejo, junto con abolladas piezas de armadura y armas hechas añicos.
En el extremo más alejado de la sala, unos hombres sentados tras un escritorio de forma curva se levantaron airadamente. Mientras avanzaba implacablemente hacia ellos, Richard desenvainó la espada. Su característico sonido metálico resonó en la imponente cámara.
— ¡Soy Thurstan, el Consejero Supremo! —dijo quien ocupaba el asiento central, el mayor de todos—. ¡Exijo saber la razón de esta intrusión!
Richard no se detuvo.
— ¿Alguno de los presentes se opuso a la condena a muerte de la Madre Confesora?
— ¡Fue condenada a muerte por traición! ¡Fue una sentencia legal y unánime de todo el Consejo! ¡Guardias! ¡Llevaos a este hombre!
Los soldados acudieron corriendo a la llamada, pero Richard se hallaba ya muy cerca de la tarima. Los Consejeros sacaron sus cuchillos.
Richard saltó sobre el escritorio lanzando un grito de rabia. La Espada de la Verdad partió a Thurstan por la mitad, de la oreja a la entrepierna. Con dos estocadas a derecha e izquierda cercenó algunas cabezas. Algunos Consejeros trataron de clavarle los cuchillos, pero no eran lo suficientemente rápidos. La espada atravesó a cualquiera ataviado con túnica, incluidos quienes trataron de escapar. Todo acabó en cuestión de segundos, antes de que los soldados hubieran cubierto la mitad de la distancia.
Richard saltó de nuevo encima del escritorio. Con la espada sujeta con ambas manos, se entregó a un acceso de cólera desenfrenada, mientras esperaba a los guardias. Deseaba que se acercaran.
— ¡Soy el Buscador! ¡Esos hombres asesinaron a la Madre Confesora y han pagado por su crimen! ¡Decidid si estáis del lado de estos asesinos o del lado de la justicia!
Los soldados frenaron su avance y se miraron unos a otros, sin saber qué determinación tomar. Al fin se detuvieron. Richard esperaba jadeante.
Uno de los soldados volvió la vista para mirar el agujero en la pared donde antes se hallaban las puertas, así como a los escombros desparramados por el suelo.
— ¿Eres un mago?
— Sí —contestó Richard, mirando a ese hombre a los ojos—. Supongo que sí lo soy.
— Esto es asunto de magos —declaró el soldado, envainando su arma—. No nos corresponde a nosotros retar a un mago. No pienso morir por algo que no es mi trabajo.
Otro lo imitó. A los pocos segundos en la cámara resonó el sonido del acero al ser envainado. A éste le siguió el ruido de las botas contra el suelo cuando los soldados empezaron a desfilar. En pocos minutos la vasta cámara del Consejo quedó vacía, con la excepción de Richard.
El joven se bajó del escritorio de un salto y se quedó mirando fijamente el sitial, situado en el centro. Era la única pieza del mobiliario que no estaba cubierta de sangre. Seguramente era el sitial de la Madre Confesora; la silla de Kahlan.
Con gesto rígido Richard envainó la espada. Había acabado. Había cumplido con su deber.
Los buenos espíritus lo habían abandonado. Y también habían abandonado a Kahlan. Él lo había sacrificado todo por lo que era justo, y los buenos espíritus no habían movido ni un dedo para ayudarlo.
Al Custodio con los buenos espíritus.
Richard cayó de rodillas y pensó en la Espada de la Verdad. Era una espada mágica, por lo que no podía confiar en ella para hacer lo que tenía en mente.
Así pues, desenvainó el cuchillo que llevaba al cinto. Él ya había hecho todo lo posible.
Richard se acercó la punta del cuchillo al pecho.
Con fría precisión bajó la vista para asegurarse de que apuntaba al corazón. El pelo de Kahlan, el que le había arrebatado al buhonero, asomaba por la camisa. Richard se sacó del bolsillo el mechón que ella misma le había dado.
Se lo había entregado para recordarle que siempre le amaría. Richard deseaba únicamente poner fin a esa insoportable tortura.
— Está despierta —dijo el príncipe Harold—. Pregunta por ti.
Finalmente Kahlan apartó la mirada del fuego que ardía en la chimenea y lanzó un frío vistazo al mago, sentado junto a Adie en un banco de madera. Aunque Zedd había recuperado la memoria, Adie aún creía que era Elda y seguía ciega.
Kahlan cruzó el oscuro comedor. Cuando llegaron la posada estaba vacía, al igual que el resto de la ciudad, por miedo al avance de las fuerzas de Kelton. Esa ciudad desierta era un buen lugar para descansar en su huida de Aydindril. Después de dos semanas huyendo, todos necesitaban descanso y algo de calor.
A la semana de haber dejado Aydindril, el grupo —formado por Zedd, Adie, Ahern, Jebra, Chandalen, Orsk y Kahlan— había sido interceptado por el príncipe Harold. El príncipe y un puñado de sus hombres habían logrado escapar de la masacre de sus fuerzas en Aydindril y desde entonces esperaba. Cuando la reina Cyrilla fue sacada de los calabozos para ser ejecutada públicamente hizo una arriesgada incursión y, aprovechando la confusión de la gente que había acudido a presenciar la ejecución, arrebató a su hermana de manos del verdugo.
Cuatro días después del encuentro con el príncipe Harold, se toparon con el capitán Ryan y lo que quedaba de su ejército; unos novecientos soldados. Habían aniquilado a la Orden Imperial. Habían pagado un alto precio por ello, pero habían cumplido la misión.
Pese a lo orgullosa que se sentía de ellos, ni siquiera así logró Kahlan recuperar la moral, aunque se cuidó mucho de demostrarlo.
Después de escurrir un paño en la palangana, Kahlan fue a sentarse al borde del lecho de su hermana. De vez en cuando Cyrilla se despertaba, aunque siempre acababa por sumirse de nuevo en su sopor. Cuando se hallaba en ese estado no veía nada, no oía nada y no decía nada. Simplemente miraba fijamente.
Kahlan se animó al ver sus lágrimas, lo que significaba que estaba consciente. En esos casos Kahlan era la única que podía hablar con ella pues bastaba con que viera a un hombre para que empezara a chillar o se hundiera de nuevo en su sopor.
Cyrilla la cogió con fuerza de un brazo, mientras Kahlan le pasaba el paño de agua fría por la frente.
— Kahlan, ¿has pensado en lo que te dije?
La aludida retiró el paño.
— No quiero ser la reina de Galea. Tú eres la reina, hermana.
— Por favor, Kahlan, nuestro pueblo necesita un líder. Y yo ahora no estoy en condiciones de serlo. —Cyrilla le apretó con más fuerza el brazo. Lloraba—. Kahlan, hazlo por mí, y por ellos.
Kahlan le enjugó las lágrimas con el paño.
— Cyrilla, todo saldrá bien, ya lo verás.
— Ahora no puedo guiar a nadie —declaró la reina, agarrándose el abdomen.
— Cyrilla, lo entiendo. Aunque no me hicieron lo mismo que a ti, yo también estuve en ese pozo. Lo entiendo. Pero te recuperarás. Te lo prometo.
— ¿Serás la reina? Por nuestro pueblo.
— Si accedo, sería sólo temporalmente. Sólo hasta que recuperes las fuerzas.
— No… —gimió Cyrilla, y sollozó, escondiendo la cara contra la almohada—. No… por favor. Queridos espíritus, ayudadme. No…
La reina volvió a desmayarse; se perdió en sus visiones. El cuerpo le quedó lacio, como muerto, y sus ojos miraban fijamente el techo. Kahlan la besó en la mejilla.
El príncipe Harold esperaba fuera de la habitación, a oscuras.
— ¿Cómo está mi hermana? —preguntó.
— Igual, me temo. Pero se recuperará.
— Kahlan, tienes que hacer lo que te pide. Ella es la reina.
— ¿Por qué no puedes ser tú el rey? Sería más sensato.
— Yo debo luchar por nuestra gente y por toda la Tierra Central. Pero no podré dedicarme a ello si también debo llevar la carga de la corona. Yo soy un soldado, y como tal deseo servir; luchando. Ése es mi papel. Tú eres una Amnell, eres hija del rey Wyborn; debes ser la reina de Galea.
Kahlan hizo el gesto de echarse su larga melena sobre la espalda, sin recordar que ya no la tenía. Costaba olvidar las costumbres de toda una vida, recordar que le habían cortado el pelo.
— Pensaré en ello —replicó.
Al regresar al comedor volvió a ocupar su lugar frente al fuego, que era la única fuente de luz en la sala. Permaneció sola, pues todos la evitaban. La Confesora contemplaba las llamas, observaba como algo que había estado vivo se convertía en cenizas.
Al rato se dio cuenta de la presencia de Zedd a su lado. Todavía no se había acostumbrado a verlo vestido como un figurín.
— ¿Quieres un sorbo de té con especias? —le preguntó el mago, tendiéndole su taza.
Kahlan respondió sin apartar los ojos del fuego.
— No, gracias.
El mago habló, haciendo rodar la taza entre las palmas.
— Kahlan, no puedes seguir culpándote. No fue culpa tuya.
— Mientes muy mal, hechicero. Vi la expresión de tus ojos cuando te conté lo que había hecho. ¿Lo recuerdas?
— Ya te lo he explicado. Ya sabes que me encontraba bajo el hechizo lanzado por las tres brujas, y que solamente una fuerte impresión podía romperlo. La ira puede conseguirlo, pero debe tratarse de un acceso de ira totalmente incontrolado. Ya te he dicho cuánto lamento lo que te hice.
— Vi la expresión de tus ojos. Querías matarme.
Zedd la miró fijamente.
— Tenía que hacerlo, Madre Confesora…
— Kahlan. Ya te he dicho que no soy la Madre Confesora.
— Puedes llamarte como se te antoje, pero eres quien eres. Renegando de tu nombre no vas a cambiarlo. Y, como ya te he explicado, tenía que hacerlo. Para que un hechizo de muerte funcione la persona encantada debe estar convencida de que va a morir.
»Una vez que la ira me hizo recuperar la memoria, supe que tenía que utilizar un hechizo de muerte. Así pues, aproveché los acontecimientos para hacer lo necesario. Fue un acto desesperado. De no haberlo hecho de ese modo, la gente no hubiera creído que veía cómo te cortaban la cabeza.
Kahlan se estremeció al recordar ese hechizo. Mientras viviera nunca olvidaría el gélido toque del hechizo de muerte.
— Podrías haber usado tu magia para destruir al Consejo. Podrías haberme salvado matando a esos malvados.
— Y entonces todo el mundo hubiera sabido que seguías con vida. La locura del odio afectaba a todos. De haber hecho lo que sugieres, hubiésemos tenido todo el ejército y miles de personas tras nuestros pasos. Así nadie nos persigue y podemos hacer lo necesario.
— Hazlo tú. Yo he abandonado la causa de los buenos espíritus.
— Kahlan, ya sabes qué ocurrirá si abandonamos. Fuiste tú quien el otoño pasado viniste a la Tierra Occidental para buscarme y decirme que no podía abandonar. Tú me convenciste de que, si abandonamos el lado de la magia, de lo que está bien y dejamos de ayudar a los indefensos, estamos sirviendo al enemigo la victoria en bandeja de plata.
— Los espíritus me negaron su ayuda. No hicieron nada cuando entregué a Richard a las Hermanas de la Luz; dejaron que le hiciera daño, dejaron que se fuera de mi lado para siempre. Los buenos espíritus han escogido de qué lado están, y no es del mío.
— La misión de los buenos espíritus no es gobernar el mundo de los vivos. Somos nosotros quienes debemos hacer eso.
— Eso díselo a alguien a quien le importe.
— A ti te importa. Ahora mismo no te das cuenta. Yo también he perdido a Richard, pero sé que no puedo permitir que eso me impida hacer el bien. ¿Crees que Richard te amaría si fueras realmente el tipo de persona capaz de abandonar a quienes la necesitan?
En vista de que Kahlan nada respondía, Zedd insistió.
— Una de las razones por las que Richard te ama es por tu pasión por la vida. Te quiere, porque tú luchas por ella con todo lo que tienes, con el mismo ardor que él. Ya lo has demostrado.
— Él era lo único que nunca le pedí a la vida, lo único que pedí a los buenos espíritus. Y mira lo que le han hecho. Cree que le traicioné. Le obligué a ponerse al cuello un collar, algo que temía más que a la muerte. No sirvo para ayudar a nadie; solamente causo dolor.
— Kahlan, posees magia. Ya te he dicho que no debemos permitir que la magia muera. El mundo de los vivos necesita magia. Si se extingue, toda la vida se verá empobrecida y es posible incluso que se destruya.
»Nadie sabe con qué fuerzas contamos. Debemos ir a Ebinissia, algo que nadie espera, y unir todas las fuerzas de la Tierra Central para lanzar el contraataque. Nadie sabrá que hemos hecho renacer Ebinissia de las cenizas de la muerte.
— ¡Muy bien! Si eso te hace callar, seré la reina. Pero solamente hasta que Cyrilla se recupere.
El fuego crepitaba. Zedd habló en un suave tono admonitorio.
— Sabes que no es eso a lo que me refería, Madre Confesora.
Kahlan guardó silencio y tuvo que morderse la parte interior de las mejillas para contener las lágrimas. No quería que Zedd la viese llorar.
— Los magos de antaño crearon a las Confesoras. Tú posees una magia única; posee elementos que ningún otro tipo de magia tiene, ni siquiera la mía. Kahlan, eres la última Confesora. Tu magia no debe morir contigo. Ambos hemos perdido a Richard. Así son las cosas; debemos aceptarlo y seguir adelante. La vida y la magia deben continuar.
»Debes tomar pareja y transmitir tu magia al mundo para el futuro.
Kahlan seguía con la vista clavada en el fuego.
— Kahlan —susurró Zedd—, debes hacerlo para demostrar el amor y la fe de Richard en ti.
Lentamente la mujer se dio la vuelta hacia el comedor. Orsk estaba sentado en el suelo, con las piernas cruzadas, junto a Chandalen. Solamente él la miraba con su único ojo; la cicatriz que le cruzaba el otro presentaba un aspecto especialmente desagradable a la luz de las llamas. Orsk no la perdía de vista. Todos los demás presentes trataban de parecer muy ocupados en sus propios asuntos.
— Orsk —lo llamó.
El gigantón se levantó de un salto y cruzó la sala. Luego esperó con los hombros encorvados a que le diera una orden, ya fuera llevarle una taza de té o matar a alguien.
— Orsk, sube a mi dormitorio y espérame.
— Sí, mi ama.
Cuando el hombre hubo subido los peldaños de tres en tres, Kahlan lentamente atravesó el comedor. Pudo oír cómo su cama crujía cuando Orsk se sentó en ella a esperarla.
Ya había colocado una mano encima del poste de arranque cuando Zedd la detuvo.
— Madre Confesora, no tiene por qué ser él. Seguro que puedes encontrar a alguien que te guste más.
— Eso no importa. Ya lo he tomado con mi poder. ¿Por qué hacer daño a otro innecesariamente?
— Kahlan, no estoy diciendo que tenga que ser ahora. Espera un poco. Yo sólo digo que tienes que tratar de aceptarlo y que con el tiempo seguro que lo consigues.
— Hoy, mañana, el año siguiente. ¿Qué más da? Me sentiré igual dentro de diez años. Los magos han usado a las Confesoras durante miles de años. ¿Por qué tendría yo que ser distinta a mis antecesoras? Cuando antes acabe con esto, antes estarás tú satisfecho.
Zedd la miró con ojos llorosos.
— Kahlan, te equivocas. Es la esperanza de vida.
La mujer sintió una lágrima que le corría por la mejilla. Podía ver el dolor reflejado en los ojos de Zedd, pero no mostró compasión por él.
— Llámalo como quieras. Eso no cambiará lo que es; una violación. Mis amigos lograrán hacer lo que mis enemigos no pudieron; violarme.
— Lo sé, querida. Lo sé muy bien.
Kahlan hizo ademán de subir, pero nuevamente la mano de Zedd la detuvo.
— Kahlan, te lo ruego, primero haz algo por mí. Ve a dar un paseo para pensártelo y pide a los espíritus que te guíen. Reza a los buenos espíritus, pídeles orientación.
— No tengo nada que decir a los buenos espíritus. Son ellos quienes desean esto; te han enviado a ti para que me «guíes».
La delgada mano del mago acarició los cortos cabellos de la joven.
— Entonces, hazlo por Richard.
Kahlan se quedó observándolo fijamente. Finalmente, miró por la puerta trasera al pequeño jardín helado situado junto a la posada. Acababa de anochecer.
— Bueno, por Richard.