64

La mujer oyó voces en el despacho contiguo y esperó que fuese quién esperaba. No tenía ningunas ganas de hacer eso, pero se le acababa el tiempo. Richard ya debía de haber hallado el modo de hablar con Nathan, y seguro que el Profeta habría cumplido con su parte. Ahora le tocaba a ella.

No podía fiarse por completo de Nathan, pero en eso no le cabía duda de que habría hecho lo necesario, pues sabía perfectamente qué se jugaban si fracasaban. La de Nathan había sido una tarea que la Prelada no le envidiaba; añadir el peso de un copo de nieve más.

Con un chasquido de los dedos abrió la puerta. Tendría que llamar a los carpinteros para que arreglaran el marco de la puerta. Richard lo había destrozado con su han sin ser siquiera consciente. Y eso había ocurrido antes incluso de hablar con Nathan.

El brusco intercambio de palabras cesó al abrirse la puerta. Tres rostros miraron en su dirección, esperando instrucciones.

— Hermana Ulicia, hermana Finella, es tarde ya. ¿Por qué no volvéis a vuestras oficinas para acabar con el papeleo? Yo hablaré con ella. Por favor, hermana Verna, entra.

Ann esperó a que la hermana Verna entrara en su despacho. Le gustaba Verna y aborrecía lo que estaba a punto de hacerle, pero se le acababa el tiempo. Cientos de años de preparativos, y ahora el tiempo y los acontecimientos se le escurrían entre los dedos.

El mundo estaba al borde del desastre.

— Prelada Annalina. —Verna la saludó con una reverencia.

— Por favor, Verna, siéntate. Ha pasado mucho tiempo.

Verna acercó una silla al lado opuesto de la mesa. Entonces se sentó con la espalda muy tiesa y las manos cruzadas sobre el regazo.

— Qué amable de vuestra parte que malgastéis vuestro valioso tiempo en recibirme.

Ann casi sonrió. Sólo casi. «Querido Creador, gracias por enviármela de mal humor. Aunque no por eso mi trabajo será menos oneroso, seguro que es más fácil.»

— He estado ocupada.

— Y yo también —saltó Verna—. He estado ocupada estos últimos veinte años.

— Al parecer, no has estado lo suficientemente ocupada. El muchacho que trajiste está causando problemas. Deberías haber empezado a trabajar con él antes de llegar aquí.

El rostro de Verna se tornó escarlata.

— Lo habría hecho, si no me hubieseis prohibido expresamente que cumpliera con mi deber, que usara mi poder.

— ¿Oh? ¿Tan pocos recursos tienes, Verna, que eres incapaz de actuar cuando se te ponen límites? Pasha, una simple novicia, está teniendo más éxito que tú y tiene las mismas limitaciones.

— ¿De veras creéis que está teniendo éxito? ¿Creéis que tiene el control?

— Richard no ha matado a nadie desde que Pasha se hizo cargo.

Verna se puso tensa.

— Creo que conozco a Richard, por lo que os aconsejo que no os excedáis en vuestra confianza.

Ann bajó la vista y empezó a rebuscar entre los papeles fingiendo prestarles atención, aunque en realidad no leía nada.

— Tendré en cuenta tu consejo. Gracias por venir, Verna.

— ¡Aún no he acabado! ¡De hecho, ni siquiera he empezado!

Lentamente la Prelada alzó la mirada.

— Si vuelves a alzarme la voz, Verna, sí que habrás acabado.

— Os pido perdón, prelada Annalina. Debo hablaros de un asunto de gran importancia.

Ann lanzó un fingido suspiro de impaciencia.

— Bueno, bueno, pero por favor ve al grano. Tengo mucho trabajo. —La superiora cruzó las manos sobre la mesa y contempló a Verna con mirada inexpresiva—. Habla, pues.

— Richard se crió con su abuelo…

— Qué bonito.

Verna hizo una breve pausa, irritada por la interrupción.

— Su abuelo es mago, mago de Primera Orden, y quería enseñarle.

— Ahora nosotras nos ocuparemos de su educación. ¿Eso es todo?

Verna entornó los ojos.

— ¿Debo recordaros que alejar a un muchacho de un mago dispuesto a enseñarle supone una violación directa de la tregua? Tenía entendido que ya no quedaba en el Nuevo Mundo ningún mago que pudiera enseñar. Era una mentira. He sido utilizada. Las Hermanas raptan niños, y vos me habéis obligado a tomar parte en eso.

Ann sonrió con indulgencia.

— Hermana, todas servimos al Creador para mostrar a nuestros semejantes cómo vivir bajo su luz. Teniendo en cuenta nuestro deber hacia el Creador, ¿qué valor tiene una tregua acordada con magos paganos?

Verna se quedó sin palabras.

«Querido Creador, me gusta esta mujer. Por favor, dame fuerzas para quebrarla.» Nathan había añadido su copo de nieve; ahora le tocaba a ella.

— Se me envió a una búsqueda de más de veinte años sin decirme la razón, he sido engañada, mis dos compañeras murieron, una de ellas por mi propia mano, se me ha prohibido que usara mi poder para hacer mi trabajo…

— ¿Crees que te lo prohibí caprichosamente? ¿Es eso lo que tanto te irrita, Verna? Muy bien, si quieres saber la razón, fue para salvarte la vida.

Verna reaccionó con recelo.

— Si mal no recuerdo lo que aprendí en las criptas, solamente existe una razón por la que tal restricción me salvara la vida.

Ann sonrió interiormente. Verna quería oírselo decir en voz alta.

— Estás en lo cierto. Richard posee Magia de Resta.

— ¿Lo sabíais? ¿Ordenasteis poner el rada’han a alguien con Magia de Resta y después traerlo a palacio? ¿Cómo pudisteis correr tal riesgo? —Verna separó las manos y se inclinó hacia adelante—. ¿Por qué?

— Porque hay Hermanas de las Tinieblas en palacio —respondió la Prelada, sosteniéndole la mirada.

Verna no se inmutó. Así pues, lo sabía o al menos lo sospechaba. «Que el Creador te bendiga, Verna, eres realmente brillante. Perdóname por lo que debo hacer.»

— ¿Está protegido este despacho? —preguntó Verna sin alterarse.

— Naturalmente. —La Prelada se calló que el escudo no las protegería de la curiosidad de las Hermanas de las Tinieblas.

— ¿Tenéis pruebas de tal acusación, Prelada?

— De momento no necesito ninguna prueba, pues esta conversación es privada. Te prohíbo que hables de ello, a no ser que tengas intención de presentar cargos. Si lo haces, yo lo negaré todo y diré que estás amargada y acusas a la Prelada de blasfemia por interés personal. Luego tendremos que colgarte. Ni tú ni yo queremos eso, ¿verdad?

Verna escuchaba muy tiesa e inmóvil.

— No, Prelada. Pero ¿qué tiene eso que ver con traer a Richard hasta aquí?

— Cuando las ratas invaden tu casa la única solución es traer un gato.

— Pero ese gato nos ve a todas como ratas. Y tal vez tiene razón. Algunos dirían que no habéis traído al gato para que cace sino para utilizarlo a modo de señuelo. Richard es una buena persona. No me gustaría pensar que debe ser sacrificado.

— ¿Sabes por qué fuiste elegida para ir en busca de Richard?

— Supongo que fue porque gozaba de vuestra confianza.

Ann se encogió de hombros.

— En parte fue por eso. No estoy segura de que haya Hermanas de las Tinieblas en palacio y no tengo ni idea de quiénes podrían ser. No obstante, de ser cierto, tuve que suponer que puesto que las hermanas Grace y Elizabeth encabezaban la lista de las candidatas tenían que ser Hermanas de las Tinieblas. A través de profecías que solamente yo he leído sabía que probablemente Richard poseía Magia de Resta y que rechazaría las dos primeras ofertas. Sabía que las dos primeras Hermanas morirían.

»Si las discípulas del Innombrable lo averiguaban, querrían que la tercera de la lista fuese también una de las suyas. Así pues, hice uso de mis prerrogativas como Prelada para elegir a la tercera.

— ¿Me elegisteis porque teníais fe en que no fuera una de ellas?

«Te conozco desde que eras niña, Verna —quiso decir Ann—. Sé que eres perspicaz, que tienes buen corazón y un alma bondadosa. De entre todas las Hermanas, sólo a ti podía confiarte el destino de Richard. Sabía que contigo estaría seguro.» Pero no podía decirle eso.

— Te elegí porque estabas casi al final de la lista. Porque no destacas en nada en especial.

Sobrevino un prolongado silencio. Verna tragó saliva y dijo al fin:

— Comprendo.

Aunque el corazón se le estaba rompiendo, Ann adoptó una fingida actitud de desapasionada objetividad para añadir:

— Dudaba que fueras una de ellas. Eres una persona bastante anodina. Grace y Elizabeth ocupaban los primeros puestos de la lista porque quienquiera que dirige a las Hermanas de las Tinieblas las consideraba prescindibles. Yo dirijo a las Hermanas de la Luz, y te elegí por esa misma razón.

»Algunas Hermanas son valiosas para nuestra causa y no podía ponerlas en peligro. Tal vez el muchacho demuestre su valía, pero hay asuntos más importantes que él en palacio. Richard no es más que una oportunidad, alguien que en el futuro podría ser de gran ayuda.

»Si surgían dificultades y ninguna de las tres regresabais, bueno… Estoy segura de que comprendes que un general no quiere perder a sus mejores tropas en una misión de baja prioridad.

Verna respiraba de modo forzado y su voz lo acusaba.

— Naturalmente, prelada Annalina.

Ann removió papeles con impaciencia.

— Tengo asuntos importantes entre manos. ¿Algo más, Hermana?

— No, Prelada.

Cuando la puerta se cerró, Ann hundió el rostro entre sus temblorosas manos y derramó abundantes lágrimas sobre los papeles.

La mujer lo miró largamente a los ojos. Richard ignoraba si aceptaría o se negaría, pero había tenido que decirle mucho de lo que sabía solamente para que accediera a escucharlo. No podía permitirse fallar. Necesitaba ayuda. Tenía que confiar en alguien.

— Muy bien, Richard. Te ayudaré. Si la mitad de lo que dices es cierto, tengo que ayudarte.

Richard suspiró y cerró los ojos, aliviado.

— Gracias, Liliana. Nunca olvidaré esto. Tú eres la única de por aquí que atiende a razones. Podemos hacerlo ahora. No hay tiempo que perder.

— ¿Ahora? ¿Aquí mismo, quieres decir? —susurró la Hermana en tono áspero—. Richard, si realmente posees Magia de Resta no será nada fácil quitarte el rada’han. Necesitaré un objeto mágico que las Hermanas guardan con celo. Es algo que me ayudará a ampliar el poder. Tal vez eso y tu ayuda bastarán para quitarte el collar.

»Además, si el Innombrable está envuelto en todo esto, quién sabe qué oídos o qué han pueden estar escuchando.

— ¿Cuándo entonces? Tiene que ser pronto.

Liliana se pasó los dedos por encima de los ojos, pensativa.

— Bueno, creo que podré hacerme con el objeto mágico antes de esta noche, lo que significa que podríamos intentarlo esta misma noche. La cuestión es dónde. No puede ser aquí, en palacio; sería demasiado peligroso.

— En el bosque Hagen —propuso Richard—. Todos lo evitan.

— No lo dirás en serio —repuso Liliana—. Es un lugar extremadamente peligroso.

— Para mí no. Ya te he dicho que percibo la presencia de los mriswiths. Estaremos a salvo y no tendremos que preocuparnos de que alguna Hermana, o Pasha, se presenten de improviso mientras tratamos de quitarme esta maldita cosa del cuello.

La Hermana lanzó un suspiro de frustración. Al fin puso una mano sobre el hombro del joven y sonrió al tiempo que le daba un apretón.

— Muy bien. El bosque Hagen.

Con una severa mirada, le agarró con fuerza por el hombro y lo mantuvo a un brazo de distancia.

— Estoy violando un montón de reglas al hacer esto. Sé que es importante y que es lo correcto, pero si nos descubren mientras lo intentamos, se asegurarán de que jamás vuelva a acercarme a ti lo suficiente para hacer otro intento.

— Yo estoy listo. Vámonos.

— No. Primero tengo que conseguir el objeto mágico del que te he hablado. —La Hermana ladeó la cabeza mientras fruncía el entrecejo—. Se me acaba de ocurrir algo. Las Hermanas no paran de avisarte que no estés nunca en el bosque Hagen cuando se pone el sol. ¿Por qué?

Richard se encogió de hombros.

— Porque es peligroso, supongo.

— ¿Y después de todo lo que has averiguado aún las crees? ¿Todavía confías en ellas? Richard, si no te quieren allí a la puesta del sol quizás es porque podrías descubrir algo útil. Tú mismo me has dicho que el bosque Hagen fue creado por los magos de antaño, que poseían Magia de Resta, para ayudar a quienes son como tú. ¿Y si las Hermanas pretenden negarte esa ayuda? ¿Y si tratan de asustarte para que no puedas descubrir nada?

La Primera Norma de un mago. ¿Le estaban engañando? ¿Se había tragado una mentira?

— Tal vez tengas razón. Iremos antes de que se ponga el sol.

— No. No deben vernos juntos. Además, tardaré un poco en robar el objeto mágico. ¿Conoces la roca larga y hendida situada en una corriente, en el extremo suroeste del bosque?

— Sí, conozco el lugar.

— Bien. Ve al bosque antes de que el sol se ponga. Es para ti para quién se creó su magia. Entra por la roca hendida y ata trozos de tela a las ramas para que pueda seguirte. Nos reuniremos en el bosque cuando la luna esté dos palmos por encima del horizonte. Richard, no digas a nadie ni media palabra de esto. Recuerda que no solamente está en juego tu vida y la mía, sino también la de Kahlan.

Richard asintió y esbozó una sonrisa de agradecimiento.

— Te lo prometo. Hasta esta noche.

Cuando la Hermana se hubo marchado empezó a dar vueltas por la habitación. Ardía en deseos de acabar con todo eso y marcharse. El tiempo apremiaba, especialmente si Rahl el Oscuro ya tenía el hueso de skrin. Pero eso era imposible. ¿Cómo podría haberlo conseguido? No era más que un espíritu. Probablemente Warren tenía razón y raramente confluían todos los elementos necesarios para que una profecía se cumpliera.

Era Kahlan quien le preocupaba. Tenía que ayudarla.

Un golpe en la puerta lo arrancó de sus reflexiones. Pensó que podría tratarse de Liliana, pero al abrir la puerta fue un consternado Perry quien entró sin esperar invitación.

— ¡Richard! Necesito tu ayuda. ¡Mira esto! —exclamó, mostrándole la túnica que llevaba—. ¡Me han ascendido!

Richard contempló la sencilla túnica marrón que llevaba el joven.

— Felicidades, Perry. Es estupendo.

— ¡Es un desastre! ¡Richard, tienes que ayudarme!

— ¿Por qué es un desastre? —inquirió Richard, extrañado.

Perry alzó ambos brazos como si la respuesta fuese obvia.

— ¡Porque ya no puedo ir a la ciudad! ¡Con esta túnica ya no se me permite cruzar el puente!

— Bueno, lo siento, Perry, pero no veo qué puedo hacer yo.

Perry inspiró hondo, tratando de calmarse. Entonces miró a Richard con expresión de súplica.

— Hay una mujer en la ciudad… Alguien a quien he estado viendo regularmente en los últimos tiempos. Richard, me gusta de verdad. Esta noche tenemos una cita. Si no me presento ni hoy ni ningún otro día, pensará que no me importa nada.

— Perry, sigo sin comprender qué puedo hacer yo.

Perry lo cogió por la camisa.

— Se han llevado toda mi ropa. Richard, préstame tú algo. Así nadie me reconocería y podría escabullirme para ir a verla. Por favor, Richard, te lo suplico.

Richard se quedó un momento pensativo. No le importaba si quebrantaba alguna oscura norma de palacio —era insignificante comparado con lo que estaba a punto de hacer—, pero le inquietaba Perry.

— Todos los guardias me conocen. Se darán cuenta de que eres tú vestido con mi ropa y se lo dirán a las Hermanas. Te meterías en un buen lío, Perry.

El muchacho desvió la mirada, buscando desesperadamente una solución.

— La noche. Esperaré hasta que anochezca para ir a la ciudad. Así no se darán cuenta de que soy yo. Por favor, Richard, por favor.

Richard suspiró.

— Bueno, si estás dispuesto a correr el riesgo, adelante. Pero procura que no te cojan. No soportaría saber que te castigan en parte por mi culpa. Ahí está el armario —añadió, indicando con un gesto la alcoba—. Coge lo que quieras. No eres exactamente de mi talla, pero supongo que mi ropa te servirá.

Perry acompañó con una amplia sonrisa la mirada de soslayo.

— ¿Me prestas el manto rojo? Seguro que a ella le gusta vérmelo puesto.

— Pues claro. —Richard condujo a un atolondrado Perry hacia la alcoba—. Si te gusta, cógelo. Me alegro de que alguien disfrute llevándolo.

Perry empezó a rebuscar en el armario tratando de seleccionar unos pantalones y una camisa que le dieran un gallardo aspecto.

— Vi a la hermana Liliana salir de tu habitación —comentó mientras cogía una camisa blanca con volantes—. ¿Es una de tus maestras?

— Sí. Me gusta. Es la más amable de todas.

Perry sostuvo la camisa ante él.

— ¿Cómo crees que me sentaría?

— Mejor que a mí. ¿Conoces a Liliana?

— Personalmente no. La verdad es que esos extraños ojos que tiene me producen escalofríos.

Richard pensó en los ojos de Liliana, que eran de un azul muy pálido con motas violeta, y se encogió de hombros.

— A mí también me parecían extraños al principio. Pero es tan amable y alegre, que ahora ya ni me fijo en ellos. Tiene una sonrisa tan cálida que te hace olvidar todo.

La mujer observó al capitán, de pie frente a su escritorio. Estaba exigiendo un precio escandaloso, aunque, ¿qué más daba tratándose del oro de palacio? Ella ya se habría ido cuando se echara en falta.

Tal como se había temido, el muchacho era difícil de domar, por lo que se imponía pensar en otras opciones. Había otros modos de satisfacer los deseos del Custodio, otros modos de mantener su juramento.

— De acuerdo. De hecho, te entregaré el doble de esa suma para asegurarme tu lealtad.

La mujer empujó la bolsa sobre la mesa. El capitán Blake se humedeció los agrietados dedos mientras contemplaba cómo se acercaba a él. Finalmente extendió una mano, la cogió, y después de sopesarla, se la guardó en el abrigo.

— Sois muy generosa, Hermana. No hay duda de que sabéis cómo ganaros la lealtad de un hombre.

— ¿No piensas contarlo, capitán?

El hombre esbozaba una servil sonrisa que no se reflejaba en sus fríos ojos.

— Pues claro, cuando esté de nuevo a bordo del Lady Sefa. ¿Cuándo deseáis partir?

Aún quedaban algunos asuntos pendientes, unos cuantos flecos por resolver.

— Pronto. Lo que te he pagado basta y sobra para que estés a punto hasta que esté preparada.

— Como gustéis, Hermana. —El marino se rascó el desaliñado mentón—. Por mí, encantado de esperar. No tengo ninguna prisa por levar anclas hacia vuestro destino.

La Hermana se inclinó hacia adelante.

— ¿Estás seguro de que podrás completar la travesía?

— Pues claro. No será la primera vez que el Lady Sefa hace ese viaje, ni la última. Admito que cuanto más tarde surquemos esas aguas, mejor. —El capitán se alisó el andrajoso abrigo e inquirió—: ¿Cuántas damas os acompañarán? Tengo que saberlo para preparar camarotes adecuados —explicó con una sonrisa de disculpa en su curtido rostro.

La Hermana se recostó en el asiento e hizo rechinar los dientes al pensar en que Liliana le había levantado la capucha en el ritual de unión. Por su culpa ahora todas las demás Hermanas conocían su identidad y, lo que era aún peor, lo había hecho desoyendo su advertencia. No era un simple error; era arrogancia. Liliana había demostrado que no era de fiar. Quién sabe de qué era capaz. Desde luego no había ninguna razón para llevarse a Liliana.

En cuanto a las otras, ¿por qué llevárselas a todas? La Prelada había cometido un error al expresar en voz alta sus sospechas, pensando que un escudo de Magia de Suma la protegía. La Prelada tenía razones para sospechar de seis Hermanas pero, si muriera, nadie, ni siquiera Liliana, sospecharía de las otras. ¿Por qué llevárselas cuando podían ser útiles en palacio?

Cada vez le gustaba más el nuevo plan.

— Iremos yo y otras cinco —contestó.

— ¿Os importaría explicarme qué puede impulsar a unas damas tan distinguidas como vosotras a navegar alrededor de la gran barrera? ¿Acaso el Viejo Mundo no es de vuestro agrado?

La Hermana miró amenazadoramente al capitán.

— He comprado tu barco, tu tripulación y a ti mismo por todo el tiempo que desee, cualesquiera que sean mis propósitos. Responder a tus preguntas no entra en el trato.

— No, Hermana, yo sólo pensaba que…

— Pero tu silencio sí. —Sin apartar los ojos del hombre, la Hermana hizo un gesto con la muñeca y en su mano apareció un cuchillo—. Siempre me ha parecido que la muerte es una lección demasiado breve. A mí me gustan las lecciones largas. Si siquiera sospecho que has roto tu parte del trato, sea lo que sea, te encontrarán aún con vida, pero sin un milímetro de piel sobre tu carne. ¿Nos entendemos?

El capitán Blake miró furioso la alfombra azul y amarilla que pisaba.

— Sí, Hermana.

— En ese caso, eso es todo, capitán. Nos veremos pronto. Estate preparado para zarpar tan pronto veas a seis Hermanas.

Cuando el hombre se hubo marchado, la Hermana sacó de un cajón otro dacra y, apoyando un codo en la mesa, lo observó pensativa mientras le daba vueltas entre los dedos. No le gustaba dejar nada al azar. Sería mejor no dejar ningún cabo suelto.

Alguien tenía que eliminar a Richard Rahl. Alguien que no fuera a acompañarlas. La mujer sonrió; alguien prescindible.


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