Kahlan se encaramó a un carro delante de los reunidos. Los jóvenes, vestidos con abrigos de lana marrón, formaban un compacto ejército que aguardaba a la grisácea luz de la mañana. En cabeza se veía al capitán Ryan flanqueado por sus dos tenientes. El joven capitán apoyó un brazo sobre una rueda del carro y esperó.
Kahlan miró todos esos semblantes juveniles. Eran poco más que niños. Estaba a punto de pedir a unos muchachos que murieran. No le quedaba otro remedio.
«Madre querida —se preguntó—, ¿es ésta la razón por la que elegiste a Wyborn para engendrarme? ¿Para que me enseñara lo que estoy a punto de hacer?»
— Me temo que sólo tengo una buena noticia que daros —empezó a decir en voz tranquila, que se difundió por el frío aire hacia todas las caras que la miraban—, y empezaré por ella, para daros ánimos, antes de pasar a todo lo demás.
La mujer inspiró hondo y dijo:
— Vuestra reina no fue asesinada en Ebinissia, ni tampoco fue capturada por quienes atacaron la ciudad. O bien no estaba allí cuando se produjo el ataque o logró escapar.
»La reina Cyrilla vive.
Todos los muchachos respiraron hondo como si esperaran que añadiera algo más, y luego prorrumpieron en clamorosos vítores, alzando los brazos y agitando los puños. Lanzaban gritos y aclamaciones llenos de gozo y alivio.
Kahlan, cubierta por el manto de piel de lobo totalmente empapado de sangre, dejó caer las manos a ambos lados y consintió que disfrutaran de esos momentos de celebración y esperanza. Algunos de los jóvenes, olvidándose que eran soldados, se abrazaron unos a otros. Kahlan contempló las lágrimas de felicidad que rodaban por muchas mejillas mientras los hombres saltaban y gritaban.
En medio de tal demostración pública de adoración hacia su medio hermana, Kahlan se sintió muy pequeña e insignificante. No era capaz de poner fin a tanta alegría.
Al fin, el capitán Ryan se subió al carro junto a ella y alzó los brazos pidiendo silencio.
— ¡Muy bien! ¡Muy bien! ¡Ya basta! ¡Dejad de actuar como una panda de chiquillos delante de la Madre Confesora! ¡Demostradle que también sabéis ser hombres!
Finalmente los vítores cesaron, aunque sólo para ser reemplazados por amplias sonrisas y ojos brillantes. El capitán Ryan unió ambas manos y dirigió a la mujer una mirada más bien avergonzada antes de retroceder un par de pasos encima del carro para dejarle sitio.
— La gente de Ebinissia no fue tan afortunada —continuó diciendo Kahlan en el mismo tono tranquilo.
El silencio invernal se hizo quebradizo. Las heladas ramas de los árboles crujían por efecto de las leves corrientes de aire que ascendían por las laderas, a ambos lados del paso del valle en el que habían instalado el campamento. Las sonrisas se marchitaron.
— Todos y cada uno de vosotros habéis perdido a amigos, asesinados en Ebinissia, y muchos de vosotros teníais seres queridos, familiares, que murieron a manos de los hombres que se encuentran a pocas horas de marcha por el paso. —Kahlan carraspeó y tragó saliva al tiempo que clavaba la mirada en el suelo—. Yo también conocía a algunos de los que murieron.
»Anoche —prosiguió, alzando la vista—, fui a su campamento para averiguar quiénes son y, si era posible, persuadirlos de que regresaran a sus hogares. Pero su única intención es conquistar todos los países y someterlos bajo su yugo. Han jurado matar a todo aquel que se niegue a unirse a ellos. Ebinissia se negó.
Los muchachos gritaron y agitaron los puños. Ellos se encargarían de neutralizar la amenaza, decían.
Kahlan siguió hablando pese a sus gritos, acallándolos.
— Los que masacraron a vuestros compatriotas, hombres y mujeres, se hacen llamar la Orden Imperial. No luchan en nombre de ningún país ni ninguna tierra. Luchan para conquistarlo todo y someter a todos. No responden ante ningún gobierno, ningún rey, ningún señor y ningún consejo. Creen que la ley está en sus manos y ellos la dictan.
»En su mayor parte son hombres de D’Hara, pero otros se les han unido. Vi a keltas entre ellos.
Oleadas de airados susurros recorrieron la multitud. Kahlan esperó un momento antes de añadir:
— Y también vi a hombres de otros países; vi a galeanos.
Esta vez, voces escandalizadas y furiosas gritaron que no era cierto, que se equivocaba.
— ¡Los vi con mis propios ojos! —Una vez más los soldados se quedaron en silencio—. Ojalá estuviera equivocada —dijo, suavizando el tono—, pero los vi. Hombres de muchos países distintos se han unido a ellos. Y más se les unirán si creen que así podrán participar de la victoria y de la nueva ley, si creen que así tendrán su parte en los saqueos y podrán ocupar posiciones de autoridad y poder.
»La ciudad de Cellion se encuentra a apenas unos días de marcha. La Orden Imperial exigirá a sus habitantes que se rindan y les juren lealtad, o serán masacrados.
»Si no los detenemos, a Cellion le seguirán otras ciudades, otros pueblos, aldeas y granjas. Y, al final, todos caerán ante su espada. Yo me dirijo a Aydindril para congregar las fuerzas de la Tierra Central contra la Orden Imperial, pero eso llevará tiempo. Mientras, todos aquellos que piensan estar del lado del poder, pasarán a engrosar sus filas. En estos momentos no hay nadie capaz de impedir que esos hombres maten a cualquiera que se cruce en su camino.
»Excepto vosotros.
Kahlan tensó la espalda mientras esperaba que sus palabras calaran, preparándose también para lo que debía añadir a continuación. La mujer dejó que el silencio se enseñoreara una vez más del valle.
— En estos momentos no cuento con el lujo de poder conferenciar con el Consejo Supremo y, como Madre Confesora de la Tierra Central, debo hacer algo que ninguna de mis predecesoras tuvo que hacer desde hace más de mil años. Por la autoridad que me confiere mi cargo, yo sola he declarado la guerra en nombre de la Tierra Central. El ejército de la Orden Imperial debe ser aniquilado hasta el último de sus hombres. La Tierra Central no negociará ni cederá en nada y bajo ninguna circunstancia aceptará la rendición de la Orden Imperial.
»He jurado en nombre de la Tierra Central que no se les dará cuartel.
Rostros atónitos se quedaron mirándola.
— Tanto si vivo como si muero, este decreto es irrevocable. Cualquier país o persona que se una a la Orden Imperial correrá la misma suerte.
»No os pido que luchéis en nombre de Galea. Como Madre Confesora que soy, os pido que luchéis por la Tierra Central. Pues no es solamente Galea la amenazada, sino todas las tierras y toda la gente libre.
Los hombres dijeron que estaban a la altura de la tarea. De las filas brotaron algunos gritos de convencimiento de ser los hombres adecuados para llevar a cabo el edicto, que tenían la razón y triunfarían.
— ¿De veras lo creéis así? Quiero que todos vosotros os fijéis en los rostros que os rodean. —La mayoría de los soldados la miraron a ella—. ¡Haced lo que os digo! ¡Mirad las caras que tenéis alrededor! ¡Mirad a vuestros camaradas!
Un poco confusos, empezaron a mirar alrededor y a torcer el cuello para ver a ambos lados así como a sus espaldas. Algunos sonreían y otros reían, como si fuera un juego.
Cuando pareció que habían acabado, Kahlan prosiguió:
— Algunos de vosotros, los menos, recordaréis los rostros que acabáis de ver. Los recordaréis con pena y dolor. Si decidís lanzaros a esta lucha, la mayoría de vosotros no los recordará, pues habrá muerto en la batalla.
En el frío silencio Kahlan distinguió el lejano parloteo de una ardilla, hasta que también ese sonido se perdió en la distancia.
Cuando tomó de nuevo la palabra, todas las sonrisas habían desaparecido:
— La Orden Imperial está integrada en su mayoría por tropas de D’Hara y también los comandantes son d’haranianos. Los soldados de D’Hara comienzan su entrenamiento cuando tienen la mitad de la edad que tenéis vosotros, participan en conflictos internos en su país, sofocan disturbios y rebeliones. No se limitan a practicar tácticas de batalla, sino que luchan en serio día sí y día no. Su vida es luchar, y saben hacerlo de todos los modos posibles. He escuchado la confesión de muchos d’haranianos, y os digo que la mayoría de ellos no conocen el significado de la palabra paz.
»Desde la primavera pasada, cuando Rahl el Oscuro los lanzó contra la Tierra Central, han estado haciendo lo que mejor se les da; la guerra. Han luchado en una batalla tras otra. Todos quienes se les han opuesto, han caído.
»Disfrutan luchando; es su máximo placer. Y no tienen miedo a casi nada. Organizan concursos, a menudo mortales, para ganarse el derecho de estar en la vanguardia, para poder ser los primeros en golpear al enemigo, para ganarse el derecho de ser los primeros en caer.
Kahlan escrutó los juveniles rostros y prosiguió:
— ¿Confiáis en vuestro entrenamiento, en vuestras tácticas de batalla?
Todos asintieron, mirándose unos a otros y esbozando sonrisas confiadas. La mujer señaló a un joven que, por los galones de la chaqueta, debía de ser sargento, y le dijo:
— Tú. Pongamos que estás en el campo de batalla, luchando contra los hombres a los que perseguís que llegan al ataque. Tú estás al mando de los piqueros y los arqueros. Se acercan. Son miles, que gritan, corren y vienen con la intención de romper tus fuerzas en dos, quebrar la retaguardia de tu ejército. Ves que van armados con pesadas lanzas, que ellos llaman argones, con unas púas largas y delgadas que si se te clavan son casi imposibles de arrancar. Producen unas espantosas heridas casi siempre mortales. Ya llegan con sus argones. Son miles de soldados. ¿Qué táctica emplearías?
El joven sacó pecho y respondió con confianza:
— Ordenaría a los piqueros que se dispusieran en apretada formación en forma de caja o cuña para proteger a los arqueros. Con las picas hacia afuera, por encima de los escudos, presentarían al enemigo un muro prieto e impenetrable. Los escudos protegerían a los piqueros, que a su vez protegerían a los arqueros. Éstos abatirían a los soldados enemigos antes de que pudieran acercarse lo suficiente para usar sus argones. Los pocos que lograran eludir las flechas, serían empalados en las picas. El ataque sería repelido y, muy probablemente, perderían muchos hombres en el intento, con lo cual se lo pensarían muy mucho antes de reincidir.
Kahlan asintió como si estuviera impresionada.
— Buena respuesta. —El sargento sonrió encantado. Los soldados que lo rodeaban también sonrieron, orgullosos de ser tan buenos soldados—. He visto algunos de los ejércitos más avezados de la Tierra Central usar esa misma táctica cuando los d’haranianos lanzaron sus primeros ataques, en primavera, cuando el Límite cayó.
— Bueno, ahí lo tenéis —replicó el sargento—. Las flechas de los arqueros y las puntas de las picas repelerían el ataque.
Kahlan le dirigió una leve sonrisa.
— ¿Recuerdas la vanguardia de D’Hara, esos hombres de los que os he hablado, los más corpulentos y violentos, los que se ganan el derecho a ir en cabeza del ataque? Bueno, han desarrollado tácticas especiales y muy personales para usar contra vosotros. Para empezar, llevan escudos mientras corren, por lo que la mayoría de ellos escapan a las flechas.
»Y supongo que se me ha olvidado deciros otra cosa sobre sus argones. Esas lanzas tienen el asta casi por completo recubierta de hierro y un único propósito. Mientras cargan contra vosotros, sin que las flechas causen apenas bajas, arrojan sus argones.
— Pero nosotros también tenemos escudos —objetó el sargento—. Cuando se quedaran sin argones, estarían a la merced de nuestras picas.
Kahlan cruzó los brazos y asintió.
— La vanguardia está integrada por hombres que se han ganado el derecho de ir en primera fila, y son hombres muy corpulentos. El menor de ellos seguramente tiene brazos que son el doble que los vuestros. Los argones están afilados como navajas, y cuando son arrojados por brazos tan poderosos penetran en los escudos y se quedan clavados allí. No podríais arrancarlos debido a las largas púas.
Las sonrisas confiadas se iban esfumando mientras Kahlan posaba la mirada en un rostro después del otro y proseguía:
— Con los argones clavados sólidamente en los escudos, soltaríais las picas y desenvainaríais las espadas para tratar de hacer trizas los mangos. Pero no olvidéis que esos mangos están recubiertos de hierro y no ceden. Las lanzas pesan mucho, y los extremos se arrastran por el suelo. Los d’haranianos pueden correr casi a la misma velocidad a la que vuelan sus lanzas. Al llegar donde estáis vosotros, saltan encima de los mangos de las lanzas clavados en los escudos, a los que arrastran al suelo, lo cual os deja a vosotros de rodillas, a merced de sus pesadas hachas.
Con los brazos aún cruzados, Kahlan se inclinó hacia los jóvenes soldados y continuó:
— He visto cómo partían a hombres de la cabeza hasta el ombligo con esas hachas.
Los soldados se miraban unos a otros de soslayo. Su confianza se tambaleaba.
Kahlan asintió con aire burlón, al tiempo que descruzaba los brazos.
— Claro que estamos hablando de suposiciones. He visto a las fuerzas de D’Hara acabar con un experimentado ejército casi diez veces más numeroso utilizando la táctica que os he descrito. En espacio de una hora dieron la vuelta a la tortilla y lo que en un principio era una aplastante derrota la convirtieron en victoria.
»Un asalto d’haraniano con argones es casi tan devastador como una clásica carga de la caballería, claro que ellos cuentan con más soldados a caballo que ningún otro ejército, y no se trata de una caballería al uso. Será mejor que ni siquiera os hable de ella.
»En la conquista de Ebinissia perdieron casi a la mitad de sus hombres y, no obstante, ahora están en su campamento cantando y bebiendo. Si vosotros hubierais perdido casi a la mitad de vuestros camaradas, ¿podrías estar de tan buen humor?
»Sé que creéis que podéis ganar la batalla a un ejército diez veces mayor que el vuestro, y sé también que tal cosa es posible. Pero son esas expertas tropas d’haranianas las que, en el campo de batalla y utilizando las tácticas habituales de la guerra, podrían lograr esa hazaña.
»Por favor, creed que no pretendo menospreciar vuestro valor, pero en el campo de batalla no estáis a su altura. Todavía no. No podríais vencer ni a un ejército la mitad de numeroso que el suyo luchando como lucha el enemigo.
»Pero eso no significa que no podáis ganar, sino que debéis luchar de otro modo. Estoy convencida de que podéis lograr la victoria y pienso deciros qué hacer para lograrlo, y también guiaros en el primer combate. La Orden Imperial no es invencible. Es posible derrotarla.
»A partir de este día ya nunca más volveré a llamaros muchachos. A partir de hoy ya sois hombres.
»Ya no sois solamente soldados de Galea, vuestra patria, sino que ahora sois ciudadanos y soldados de la Tierra Central. Si no logramos detener a esos hombres, no sólo Galea será conquistada sino toda la Tierra Central. Apelo a vosotros para impedírselo.
La apiñada multitud de soldados, enardecidos por las palabras de la Confesora, gritaron que ellos se encargarían de hacerlo. Kahlan contempló a los jóvenes soldados que, llenos de confianza, juraban luchar hasta la muerte. A su derecha percibió airados susurros; algunos hombres discutían y se daban empellones. Algunos querían hablar y otros trataban de impedírselo.
— Si decidís participar en esta batalla, tendréis que obedecer las órdenes sin cuestionarlas —dijo Kahlan—. Pero por esta vez, como excepción, podéis hablar libremente sin temor a las represalias. Si alguien tiene algo que decir, que lo diga ahora, o que se calle para siempre.
Un soldado se soltó el brazo que otro le agarraba y la miró, iracundo.
— Somos hombres y no seguimos a las mujeres en la batalla.
— Pero sí que seguís a la reina Cyrilla.
— Ella es nuestra reina, y luchamos por ella. No nos guía en la batalla. Eso es trabajo de hombres.
Kahlan entrecerró los ojos y le preguntó:
— ¿Cómo te llamas?
El soldado miró a los camaradas que lo rodeaban y luego alzó el mentón para responder:
— Me llamo William Mosle. Y he sido entrenado por el príncipe Harold en persona.
— Y yo fui entrenada por su padre, el rey Wyborn, que también era mi padre. Soy medio hermana de la reina Cyrilla y del príncipe Harold.
Murmullos de asombro recorrieron las huestes congregadas. Sin apartar los ojos de Mosle, Kahlan alzó una mano para pedir silencio.
— Pero eso no me da derecho al mando. Sois soldados y vuestro deber es obedecer las órdenes de vuestros comandantes, y ellos las de la reina, que a su vez debe acatar las decisiones del Consejo Supremo de la Tierra Central. Y el Consejo sigue las órdenes de la Madre Confesora.
»En estos momentos yo ocupo el puesto. Mi apellido es Amnell, como el de vuestra reina, pero ante todo pertenezco por linaje a las Confesoras. Soy la Madre Confesora de la Tierra Central y, como tal, si te ordeno que te metas en un lago, tu deber es meterte en él hasta que tragues agua y veas peces. ¿Está lo suficientemente claro, soldado?
Un puñado de hombres daban leves empujones a Mosle, animándolo a seguir exponiendo sus objeciones.
— Eso significa que podéis darnos órdenes, pero no que sepáis lo que hacéis.
Kahlan lanzó un suspiro y se apartó del rostro algunos mechones empapados de sangre reseca, que se puso detrás de una oreja.
— Hoy no tengo tiempo de explicarte todo el entrenamiento que he recibido, ni todas las luchas casi imposibles de vencer en las que he participado, ni todos los hombres que he tenido que matar en esas luchas.
»Sólo voy a decirte que anoche fui sola al campamento de la Orden Imperial para salvarte la vida. Los miembros de la Orden, los d’haranianos, temen a los seres de la noche, a los espíritus, y para protegerse de ellos contaban con un mago. Si vosotros, seguros como estáis de vuestros conocimientos del arte de la guerra, hubierais lanzando un ataque, el mago habría sabido todo lo que hacíais y, probablemente, os habría matado con su magia.
La expresión de desafío de Mosle no mudó, pero algunos de los otros intercambiaron murmullos de inquietud. Luchar contra espadas era una cosa, pero luchar contra magia era otra muy distinta.
— La Madre Confesora mató al mago —intervino con orgullo el capitán Ryan. Sus palabras fueron acogidas con suspiros de alivio—. Si no hubiese sido por su experiencia, nos habríamos lanzado a una muerte segura sin tener siquiera la oportunidad de luchar acero contra acero. Yo os digo que pienso seguir a quienes he jurado servir hasta la muerte: a mi país, a mi reina, a la Tierra Central y a la Madre Confesora.
»Vamos a neutralizar esta amenaza contra la Tierra Central y vamos a hacerlo acatando las órdenes de quienes hemos jurado obedecer. Entraremos en batalla bajo el mando de la Madre Confesora.
— ¡Yo soy un soldado del ejército de Galea! —gritó Mosle en una actitud de abierto desafío—. ¡No pertenezco al ejército de la Tierra Central! Yo lucho por Galea, no para proteger a países como Kelton. —Kahlan se quedó mirando, mientras otros hombres se sumaban con sus gritos a Mosle—. Ese ejército, la Orden Imperial o como quiera que se llame, avanza hacia la frontera. Cellion es una ciudad fronteriza y se encuentra en su mayor parte al otro lado del río, en Kelton. La mayoría de sus habitantes son keltas. ¿Por qué tengo yo que morir por ellos?
Algunos soldados empezaron a discutir entre sí. El rostro del capitán Ryan se tornó escarlata.
— ¡Mosle, eres una desgracia para…
Kahlan levantó una mano para imponerle silencio.
— No, el soldado Mosle se limita a decir lo que piensa, tal como le he pedido que hiciera. Quiero que todos vosotros me entendáis; no os estoy ordenando que luchéis en esta batalla, sino que os pido que empuñéis las armas para salvar vidas inocentes de los habitantes de la Tierra Central. Decenas de miles de soldados de Galea ya han muerto en esta batalla. No os pediría que dierais vuestra vida por algo en lo que no creéis. La mayoría de los que luchen en esta guerra, morirán.
»Podéis quedaros o iros; vuestra es la decisión. Nadie os ordena que os quedéis. Pero, si os quedáis, estaréis bajo mis órdenes. No quiero mandar sobre nadie que no esté firmemente convencido de lo que estamos haciendo.
»Ahora es el momento de decidir si queréis luchar o no. Si decidís que no, sois libres para marcharos, pues no seríais de ninguna ayuda a vuestros camaradas.
»Pero si decidís luchar conmigo en esta guerra —añadió con una voz tan fría como el gélido aire de la mañana—, tendréis que acatar las órdenes de vuestros superiores. Y en la Tierra Central nadie está por encima de mí. Así pues, me obedeceréis sin dudar, o el castigo será implacable. Hay demasiado en juego como para cargar con nadie incapaz de seguir órdenes.
»Si digo que hagáis algo, lo haréis aunque sepáis que vais a morir, porque será para salvar muchas más vidas. Yo no doy órdenes sin ninguna razón, pero no siempre tendré tiempo para explicarlas. Vuestro deber es confiar en vuestros superiores y obedecer.
La Madre Confesora extendió un dedo y, con un lento gesto, abarcó a todos los presentes.
— Elegid. O estáis con nosotros o no lo estáis. Pero tened presente que no podréis cambiar de opinión.
Kahlan volvió a embutir las manos en su cálido manto de piel y aguardó en silencio, mientras los soldados discutían y reñían entre ellos. Los ánimos se caldeaban y se pronunciaban airados juramentos. Algunos hombres se congregaron en torno a Mosle, mientras que otros se alejaron de él.
— Yo me marcho —anunció Mosle en voz muy alta, al tiempo que alzaba un puño al aire—. No pienso seguir a ninguna mujer en la batalla, sea quien sea. ¿Quién se viene conmigo?
Unos sesenta o setenta hombres congregados a su alrededor expresaron ruidosamente su apoyo.
— Idos pues —les ordenó Kahlan—, antes de veros envueltos en una guerra en la que no creéis.
Hecha ya su elección, Mosle y sus seguidores lanzaron a la Confesora miradas de desdén. Mosle se avanzó con aire altivo y le espetó:
— Nos iremos después de recoger nuestras cosas. No permitiremos que nos echen así como así sólo porque tú lo digas.
El resto de la tropa empujaba. Antes de que se desatara una batalla campal, Kahlan alzó una mano.
— ¡Parad! Dejadlos en paz. Han tomado una decisión. Dejad que cojan sus cosas y que se vayan.
Mosle dio media vuelta y se abrió paso a empellones entre la muchedumbre seguido por sus partidarios. Mientras se iban, Kahlan los fue contando. Eran sesenta y siete. Sesenta y siete se iban. Entonces miró el rostro de quienes se quedaban y preguntó:
— ¿Alguien más? ¿Alguien más quiere marcharse? —Nadie movió ni un solo músculo—. Entonces, ¿todos vosotros deseáis uniros a esta lucha? —Se oyó una aclamación general—. Pues que así sea. Ojalá que no tuviera que pediros esto, pero no hay nadie más a quien recurrir. Mi corazón se apena por todos aquellos de vosotros que moriréis. Sabed que ninguno de los que sobrevivan olvidará nunca el sacrificio que hacéis por ellos y por la gente de la Tierra Central.
Por el rabillo del ojo observó a los sesenta y siete que se movían entre los carromatos y cogían las provisiones que pensaban que iban a necesitar.
— Y ahora, os explicaré qué debe hacerse. —Lentamente sacudió la cabeza antes de añadir—. Es preciso que todos vosotros comprendáis lo que os estoy pidiendo. No será una batalla gloriosa como creéis, en la que ambos bandos mueven las piezas como en un tablero de ajedrez. Nada de tácticas para burlar al oponente en un honroso combate. No nos enfrentaremos a ellos cara a cara en el campo de batalla, pero los mataremos de cualquier otro modo posible.
— Pero Madre Confesora —osó alguien alzar tímidamente la voz desde las primeras filas—, el código de honor de un soldado es enfrentarse al enemigo cara a cara y vencerlo en justo combate.
— No hay nada de justo en una guerra. Lo único justo es vivir en paz. La guerra persigue un propósito singular: matar.
»Quiero que todos vosotros entendáis esto, pues es esencial para vuestra supervivencia. No hay honor en el acto de matar, da igual cómo se haga. La muerte es la muerte. El objeto de matar a los enemigos en una guerra es proteger las vidas de aquellos para los que lucháis. Y no los protegeréis mejor si matáis al enemigo con una espada que si lo asesináis mientras duerme. La única diferencia es que del primer modo os ponéis en peligro vosotros.
»No os aguarda ninguna gloria en la tarea que os encomiendo, sino que será una pesada responsabilidad. No vamos a darles la oportunidad de luchar contra nosotros en batalla abierta para dirimir quién es el mejor. Nuestra tarea consiste simplemente en matarlos.
»Si dudáis de la justicia de tal proceder, os pido que reflexionéis en qué honor tienen los soldados a los que debéis enfrentaros. Recordad que esperaron formando corrillos a que les llegara el turno de violar a vuestras madres y hermanas. Reflexionad en qué debieron de pensar sobre el honor vuestras madres y hermanas en Ebinissia mientras eran torturadas, violadas y asesinadas.
Las palabras de la mujer provocaron oleadas de estremecimiento entre los soldados, que guardaban un silencio sepulcral. Kahlan tuvo que hacer un esfuerzo para no seguir conjurando más imágenes de horror, aunque ante ella aún flotaba la visión de las jóvenes damas de honor en el palacio.
— Si el enemigo está mirando al otro lado, tanto mejor, porque así no podrá clavaros su cuchillo. Si lo matáis a distancia con una flecha, tanto mejor, porque así no tendrá la oportunidad de empalaros con su argón. Si lo matáis mientras come, tanto mejor, porque así no podrá dar la alarma. Y si lo matáis mientras duerme, mucho mejor, porque así no podrá atravesaros con su espada.
»Anoche, mi caballo aplastó el cráneo a uno de los oficiales de D’Hara. No fue un acto glorioso ni honorable, pero me consuela pensar que ya no podrá mataros a ninguno de vosotros ni directa ni indirectamente, y pensarlo me llena de gozo. Me siento alegre porque sé que tal vez he salvado algunas de vuestras preciosas vidas.
»Nuestro objetivo es salvar las vidas de hombres y mujeres, tanto vivos como aún por nacer. Ya visteis lo que le ocurrió a la gente de Ebinissia. Recordad el rostro de los muertos. Recordad cómo murieron y el horror por el que pasaron antes de morir. Recordad a los soldados capturados y luego decapitados.
»De nosotros depende que eso mismo no le suceda a más gente. Y para ello debemos matar a esos hombres. No se trata de lograr la gloria, sino de sobrevivir.
En las últimas filas dos hombres dirigieron gestos obscenos a quienes los rodeaban y echaron a caminar hacia Mosle y sus seguidores. Sesenta y nueve. Pero el resto estaba resuelto a emprender la lucha.
Había llegado la hora. Les había quitado de la cabeza la ingenua idea que tenían de una batalla gloriosa y les había expuesto la verdadera naturaleza de la tarea que les esperaba. Ahora la mayor parte de ellos comprendía a qué tipo de cosas deberían enfrentarse; sabían algunas de las cosas que se verían obligados a hacer. Ahora se hacían una idea más cabal de su importancia en el esquema general de la guerra.
Había llegado la hora de imponerles irremisiblemente la carga, de convertirlos en un instrumento de castigo capaz de neutralizar la amenaza.
Kahlan abrió los brazos ante todos los hombres que tenía enfrente. El manto empapado de sangre le colgó lacio y pesado.
— ¡He muerto! —gritó la mujer hacia el cielo gris. Muy extrañados, todos aguzaron el oído—. Lo que ha ocurrido a mis compatriotas, a mis padres, hermanos, madres e hijas, me ha herido de muerte. El dolor de su asesinato me ha roto el corazón.
Kahlan abrió más los brazos y alzó la voz, encendida de ira.
— ¡Sólo la venganza puede darme de nuevo la vida! ¡Sólo la victoria me hará resucitar!
La mujer miró con fijeza a todos esos ojos desorbitados que la contemplaban.
— Soy la Madre Confesora de la Tierra Central —prosiguió—. Soy vuestras madres, vuestras hermanas, vuestras hijas aún por nacer. Os pido que muráis conmigo y que solamente volváis a vivir después de vengarme.
»Aquellos de vosotros que se unan a mí en esta empresa están muertos como yo. Únicamente la venganza nos restituirá nuestras vidas. Mientras nuestros enemigos vivan, estamos muertos. No tenemos ninguna vida que perder en esta batalla, pues ya la hemos perdido, aquí, hoy, ahora. Sólo cuando todos y cada uno de quienes destruyeron Ebinissia haya caído, podremos volver a vivir. Hasta entonces, no tenemos vida.
Kahlan posó los ojos en los solemnes semblantes de los hombres congregados ante ella, que la miraban, esperando sus próximas palabras. Impulsado por una cálida ráfaga de aire, el ensangrentado manto de piel le rozó una mejilla. La mujer sacó el cuchillo y lo alzó para que todos pudieran verlo. Entonces se lo colocó encima del corazón.
— ¡Hagamos un juramento a toda la buena gente de Ebinissia que se ha reunido ya con los espíritus, y a toda la buena gente de la Tierra Central!
Casi todos los hombres siguieron su ejemplo y se llevaron un cuchillo al pecho. Siete no lo hicieron sino que, mascullando maldiciones, fueron a reunirse con el grupo de Mosle. Ya eran setenta y seis.
— ¡Venganza sin clemencia hasta que nos sea devuelta la vida! —juró Kahlan.
Con voz grave, todos los soldados repitieron el juramento. Sus voces se unieron en una alianza inquebrantable.
— ¡Venganza sin clemencia hasta que nos sea devuelta la vida! —El clamor de sus voces llenó el aire de la mañana.
Kahlan vio cómo William Mosle le lanzaba una mirada por encima del hombro antes de seguir a sus hombres que ya empezaban a retirarse por el paso. Entonces fijó de nuevo su atención en quienes tenía delante.
— Todos habéis hecho un juramento. Esta noche empezaremos a matar a los hombres de la Orden Imperial, sin cuartel. No tomaremos prisioneros.
Esta vez nadie la vitoreó. Los soldados la escuchaban atentamente con expresión sombría.
— No seguiremos viajando como lo habéis hecho hasta ahora; con carros que transporten las provisiones y todo lo demás. Solamente llevaremos lo que podamos cargar nosotros mismos. Debemos movernos por el bosque y por estrechos pasos, para que el nuestro sea un ejército más maniobrable que el de nuestros enemigos. Mi intención es atacarlos desde todas las direcciones siempre que queramos, como lobos en una cacería. Y lo haremos como los lobos, que cazan coordinadamente. Los controlaremos y los dirigiremos, tal como los lobos controlan y dirigen sus presas.
»Vosotros habéis nacido en esta tierra; conocéis los bosques y las montañas que nos rodean. Habéis cazado en ellas desde niños. Pues bien, usaremos ese conocimiento. El enemigo se encuentra en territorio desconocido para él y, con tantos carros y hombres, debe avanzar por pasos anchos. Pero nosotros viajaremos ligeros de equipaje y nos moveremos por las montañas y alrededor de la Orden Imperial como hacen los lobos.
»Repartid lo que llevan los carros y meted todo lo os quepa en la mochila. Dejad las armaduras; son demasiado pesadas y cuesta demasiado esfuerzo moverlas. Además, no las necesitaréis. Coged solamente las armaduras ligeras que podáis llevar a marcha rápida. Y coged toda la comida que podáis.
»Pero nada de licor ni cerveza. Después de haber vengado a la gente de Ebinissia podréis beber tanto como queráis. Pero hasta entonces, ni una gota de alcohol. Quiero que todos estéis alerta en todo momento. No nos relajaremos ni un solo segundo hasta que todos nuestros enemigos estén muertos.
»Colocad parte de la comida restante en algunos de los carros más pequeños, sin armas ni armaduras. Necesitaremos voluntarios que los entreguen al enemigo.
Los soldados empezaron a hablar entre dientes, sorprendidos y confusos.
— Un poco más adelante el camino se bifurca. Dejaremos atrás la bifurcación y tomaremos el camino que conduce a Cellion. Pero los carros con la comida y toda la cerveza tomarán el otro camino, y luego avanzarán por veredas más estrechas hasta rebasar al enemigo. Entonces, os quedaréis al acecho junto a los carros hasta que los exploradores se acerquen. Cuando eso suceda, os cruzaréis en su camino para que os vean. Cuando la avanzadilla de su ejército os divise y os persiga, abandonad los carros y escapad. Que se queden con la comida y la cerveza.
»A la Orden Imperial apenas le queda cerveza, y esta noche celebrarán su buena suerte. Espero que se emborrachen. Quiero que estén borrachos cuando ataquemos.
Los soldados acogieron con vítores la idea.
— Recordad, somos como una manada de lobos que trata de abatir a un toro. No somos lo suficientemente fuertes para acabar con él de un solo asalto, por lo que lo acosaremos hasta que esté exhausto, lo derribaremos y luego lo mataremos. Ésta no será una única batalla, sino que le iremos mordisqueando los flancos sin cesar. Le iremos infligiendo heridas, lo debilitaremos y lo haremos sangrar, hasta que, finalmente, estemos en ventaja y podamos matar a la bestia.
»Esta noche, amparados por la oscuridad, nos introduciremos sigilosamente en su campamento para asestar un rápido golpe. Será una acción disciplinada; no mataremos al azar. Seguiremos una lista de objetivos. Nuestra intención es debilitar al toro. Yo ya lo he cegado en parte al eliminar al mago.
»Los centinelas y los vigías serán los primeros en caer. Luego, tantos de nuestros soldados como sea posible se disfrazarán con sus ropas. Esos hombres son los que se introducirán en el campamento y localizarán los objetivos.
»Lo que debemos hacer en primer lugar es mermar su capacidad de contraataque. No quiero que su caballería nos arrolle. Tenemos que inutilizar sus caballos. No es preciso perder tiempo en matarlos, bastará con romperles las patas. Asimismo debemos destruir su comida. Nosotros somos un ejército pequeño y podemos abastecernos con la caza, los frutos del campo y comprando en granjas y aldeas de los alrededores, pero un ejército del tamaño de la Orden Imperial necesita ingentes cantidades de alimentos. Si se quedan sin comida, serán más débiles.
»También tenemos que matar a quienes fabrican las flechas y los arcos, a los herreros y a todos los artesanos que puedan hacer arcos, flechas y otras armas, así como repararlas. Seguramente tendrán sacos llenos de alas de oca para emplumar las flechas. Debemos robar o quemar esos sacos. Cada flecha que no llegue a hacerse es una menos que puede matarnos. Destruid asimismo las varillas para los arcos. Destrozad las cornetas, si las encontráis, y matad a quienes las tocan. De este modo perderán voz y coordinación.
»Las lanzas, picas y argones estarán apilados en vertical. Cinco segundos y unos pocos golpes de hacha o espada bastarán para destruir la mayor parte. Y con pesadas hachas y martillos al menos podremos doblar los argones y hacerlos inútiles. Cada lanza o pica rota es una menos que puede mataros. Quemad sus tiendas para dejarlos expuestos al frío y prended fuego a sus carros para destruir sus provisiones.
»Pero el objetivo principal son los oficiales. Prefiero matar, esta noche, a un solo comandante que a mil soldados. Si matamos a sus comandantes, serán más lentos y torpes, y nos será más fácil abatir al toro.
»Si a alguno de vosotros se le ocurre alguna otra cosa para debilitarlos, hablad conmigo, con el capitán Ryan o con cualquiera de los otros oficiales. El objetivo de esta noche no es tanto matar soldados, pues hay demasiados, sino inutilizarlos, debilitarlos, hacerlos más lentos y arrebatarles la confianza en sí mismos.
»Nuestro principal objetivo es imbuirles miedo. Se trata de hombres que no están acostumbrados a tener miedo. Cuando una persona tiene miedo, comete errores. Esos errores nos ayudarán a matarlos. Mi intención es aterrorizarlos. Más tarde ya os diré cómo.
»Tenéis unas pocas horas para prepararlo todo y luego nos pondremos en marcha. Apostad centinelas a doble distancia. Delante de ellos quiero vigías y exploradores que no pierdan de vista a la Orden Imperial. Quiero informes constantes; no quiero que nada nos coja por sorpresa. Quiero saber todo lo que veis u os encontráis por inocente que parezca; si un conejo salta demasiado alto, quiero saberlo. Del mismo modo que nosotros queremos engañarlos, ellos pueden tratar de hacer lo mismo. No os fiéis de nada.
»Que los buenos espíritus os acompañen. Manos a la obra.
Los soldados empezaron a dispersarse. El aire se llenó de vida con el ruido de sus pasos y conversaciones. Uno de los tenientes estaba cerca y daba órdenes mientras se desabrochaba la chaqueta.
— Teniente Sloan. —El interpelado alzó la cabeza, al tiempo que los soldados se alejaban para cumplir las órdenes—. Aposta inmediatamente centinelas y vigías. Quiero que cualquiera de los hombres que sepa preparar pintura blanca o lechada reúna lo necesario para ello. Necesitaremos grandes tinas. Calentad piedras para caldear el interior de las tiendas.
— Sí, Madre Confesora —repuso el teniente, acatando al punto tan insólitas instrucciones.
— Encárgate de que se preparen carros pequeños con comida y cerveza, pero retenlos aquí hasta que yo te dé la orden.
El teniente se llevó un puño al corazón y, sin decir ni media palabra, se dispuso a obedecer.
Kahlan sentía como si las rodillas fueran a cederle en cualquier momento. Estaba tan cansada por no haber dormido y por haber cabalgado la mayor parte de la noche, por no mencionar la lucha y el terror que había experimentado, que apenas podía enfocar la mirada. El hombro le dolía donde se apoyaba la lanza cuando se había hecho añicos, y los músculos de la pierna izquierda temblaban por el esfuerzo de mantenerse en pie.
Su agotamiento también era mental. La abrumaba la angustia no sólo de la enormidad de la decisión que había tomado —declarar la guerra en nombre de toda la Tierra Central—, sino porque ese vehemente llamamiento a esos jóvenes para que sacrificaran sus vidas había acabado por erosionar sus fuerzas. Pese a la insólita calidez del día, Kahlan se estremeció arropada en el manto de piel.
El capitán Ryan avanzó hacia ella. Chandalen, Prindin y Tossidin observaban la escena desde la parte trasera del carro.
— Me gusta —declaró el capitán con una taimada sonrisa.
El joven comandante saltó del carro y le tendió una mano para ayudarla. Pero Kahlan, haciendo caso omiso de la mano, saltó sola al suelo tal como había hecho él. Fue por suerte más que por otra cosa que lo logró sin caer. No podía aceptar su ayuda, no con lo que estaba a punto de ordenarle.
— Y ahora, capitán, debo darte una orden que no va a gustarte ni pizca. Quiero que envíes un destacamento tras Mosle y sus seguidores —le dijo, mirándolo directamente a los ojos azules—. Asegúrate de que sean suficientes para cumplir la misión.
— ¿Misión? ¿Qué misión?
— Matarlos. Deben fingir que desean unirse a Mosle y sus hombres, para que éstos no se dispersen al verlos. Envía a la caballería detrás, pero fuera de su vista, por si acaso logran refugiarse en el bosque. Una vez rodeados, matadlos. Son setenta y seis. Contad los cuerpos para aseguraros de que todos están muertos. Me enfadaré mucho si uno solo logra escapar.
El capitán la miraba con ojos desorbitados.
— Pero, Madre Confesora…
— Ojalá no tuviera que hacerlo, capitán. Ya has oído mis órdenes. Prindin —añadió, volviéndose hacia los tres hombres barro—, ve con el destacamento. Asegúrate de que todos los hombres de Mosle estén muertos.
Prindin asintió gravemente. Pese a lo ingrato de la tarea, comprendía que era absolutamente necesaria.
El capitán Ryan estaba al borde del pánico.
— Madre Confesora… conozco a esos hombres. Han estado con nosotros mucho tiempo. Vos misma dijisteis que eran libres de marcharse. No podemos…
Kahlan posó una mano sobre el brazo del joven oficial, el cual de repente comprendió la amenaza del gesto.
— Estoy haciendo lo que debo para salvaros la vida. Has jurado que obedecerías mis órdenes. No te sumes también tú a esos setenta y seis.
Al fin Ryan asintió, y Kahlan retiró la mano. Los ojos del capitán lo decían todo; irradiaban odio.
— No sabía que tendríamos que empezar a matar a nuestros propios hombres —musitó.
— Ya no son vuestros hombres, sino el enemigo.
El capitán señaló con gesto airado hacia el paso.
— ¡Van en dirección contraria a donde se encuentra la Orden!
— ¿De verdad crees que irían a unirse con el enemigo abiertamente? Piensan llegar hasta ellos dando un rodeo.
Dicho esto, dio media vuelta y se encaminó a la tienda preparada para ella.
El capitán Ryan, seguido por Chandalen, Prindin y Tossidin, fue tras ella. Aún no estaba dispuesto a dar su brazo a torcer.
— Si temíais esa posibilidad, ¿por qué los dejasteis marchar? ¿Por qué no permitisteis que los hombres los mataran aquí mismo cuando tuvieron la oportunidad?
— Porque tenía que ofrecer a todos aquellos capaces de renegar de nosotros y abandonarnos la oportunidad de hacerlo.
— ¿Que os hace pensar que todos los «traidores» se han ido? Podría haber espías o asesinos entre nosotros.
— Sí, podría. Pero en estos momentos no tengo ningún indicio de ello. Si descubro alguno, ya tomaré las medidas oportunas.
Kahlan se detuvo delante de la tienda.
— Crees que tal vez me equivoco con esos hombres, pero te aseguro que no es así. Y, aunque me equivocara, sería un precio que hay que pagar. Si dejamos que se vayan y uno solo de ellos nos traiciona, todos podríamos morir esta noche en una trampa. Y, si morimos, no quedará nadie que pueda detener a la Orden Imperial durante mucho tiempo. ¿Cuántos miles morirían entonces, capitán? Si Mosle y sus seguidores son inocentes, habré cometido un tremendo error, y setenta y seis hombres inocentes morirán. Pero, si estoy en lo cierto, estaré salvando la vida de miles de personas.
»Ya te he dado las órdenes. Cúmplelas.
El capitán Ryan temblaba de rabia.
— Jamás os perdonaré por esto.
— Ya lo sé. Cumple las órdenes, capitán. Me da igual si me odias. Lo único que me importa es que sigas con vida.
Ryan apretó los dientes en señal de muda frustración.
— Capitán —añadió Kahlan, con una mano posada ya en la solapa de la tienda—, estoy tan cansada que apenas puedo tenerme en pie. Necesito dormir unas horas. Quiero un guardia apostado alrededor de la tienda mientras duermo.
— ¿Y cómo estaréis segura de que no es un enemigo? —replicó el capitán, fulminándola con la mirada—. Podría mataros mientras dormís.
— Es una posibilidad. Pero, si eso ocurre, uno de estos tres hombres vengará mi muerte.
El capitán Ryan se estremeció y lanzó un vistazo a los tres hombres barro. Estaba tan furioso que se había olvidado de su existencia.
Chandalen enarcó una ceja y le dijo:
— Antes de matarlo le pondré palitos en los ojos para mantenerlos abiertos y que vea qué le hago.
El teniente llegó a todo correr llevando un cuenco en las manos.
— Madre Confesora, os traigo un poco de estofado. Me pareció que os iría bien comer algo caliente.
Kahlan se esforzó por sonreírle.
— Gracias, teniente, pero estoy tan cansada que sería incapaz de retenerlo en el estómago. Por favor, guárdamelo caliente hasta que haya descansado.
— Por supuesto, Madre Confesora.
La furibunda mirada del capitán Ryan se posó en su risueño teniente.
— Hobson, tengo una misión para ti.
— Despertadme dentro de dos horas. Mientras tanto todos tenéis suficientes cosas que hacer.
Con estas palabras abrió la solapa y se metió en la tienda. Casi se desplomó sobre el catre, se cubrió las piernas con una manta y se tapó la cabeza con el manto de piel para que la luz no la molestara. En ese pequeño refugio oscuro empezó a temblar.
En esos momentos habría dado su vida porque Richard la abrazara sólo unos minutos.