En una atestada casa construida con adobe y cañas cerca de la brecha en el muro de la ciudad, Kahlan miró mientras Chandalen encendía una pequeña hoguera para ella en la chimenea. No había ni rastro de los dos hermanos.
— Caliéntate un poco —le dijo el hombre barro—. Yo voy a comprobar si Prindin y Tossidin andan cerca y cuando los encuentre les diré que los estamos esperando.
Cuando Chandalen se hubo ido, Kahlan se quitó la capa, aunque sabía que no era una buena idea acostumbrarse al calor, pues luego sería mucho más duro soportar el frío. Pero las llamas la atraían. Kahlan se arrodilló junto al fuego, se frotó las manos y tembló mientras poco a poco el calor le iba penetrando en los huesos.
La pequeña habitación era una de las dos que habían constituido el universo de una familia. La mesa estaba rota, pero un rudimentario banco pegado a la pared se había salvado. Por el suelo sucio se veían algunas prendas de vestir, junto con bandejas de hojalata torcidas y una rueca destrozada con tres bobinas aplastadas.
Kahlan recuperó de los escombros una cacerola abollada, pues era más sencillo usar ésa que desempaquetar la suya. La llenó de nieve que recogió fuera, la colocó encima de tres piedras en el fuego y luego volvió a calentarse los dedos, que presionó contra su helado rostro. Quedaba algo de té en una lata aplastada en un rincón, pero Kahlan sacó el suyo de la mochila mientras esperaba que la nieve se fundiera y los tres hombres barro regresaran.
Por mucho que lo intentara, no podía quitarse de la cabeza los rostros de las muchachas muertas.
Varias veces añadió agua a medida que la de dentro de la cacerola se iba fundiendo. Justo cuando empezaba a hervir, llegó Prindin. El joven apoyó el arco en la pared y, con un suspiro, se dejó caer pesadamente sobre el banco.
Kahlan se levantó y miró hacia la puerta.
— ¿Dónde está tu hermano? —preguntó.
— Pronto volverá, supongo. Regresamos por caminos distintos para poder examinar más rastros. ¿Y Chandalen? —preguntó a su vez, estirando el cuello para mirar a través de la puerta la otra habitación.
— Ha ido a buscarte a ti y a Tossidin.
— Entonces estará de vuelta enseguida. Mi hermano no anda lejos.
— ¿Qué habéis encontrado?
— Más muertos.
Como no parecía demasiado dispuesto a hablar en aquellos momentos, Kahlan decidió no interrogarlo hasta que Chandalen regresara con Tossidin.
— Estaba calentando agua. Vamos a tomar un té bien caliente.
Prindin asintió y le dirigió su deslumbradora sonrisa.
— Me encantaría.
Kahlan se inclinó sobre la cacerola y con una mano vertió el té que guardaba en una bolsita de piel, mientras que con la otra se sujetaba la larga melena lejos del rostro.
— Tienes un trasero estupendo —comentó una voz a su espalda.
Kahlan se enderezó y lo miró.
— ¿Qué has dicho?
— He dicho que tienes un trasero estupendo. Tiene una forma muy bonita —respondió Prindin, señalando la parte media de su cuerpo.
Kahlan había aprendido a no asombrarse ni a sentirse insultada por las extrañas costumbres de los diferentes pueblos de la Tierra Central. Entre la gente barro, por ejemplo, el hecho de que un hombre alabara a una mujer por sus bonitos pechos equivalía a decirle que le parecía capaz de ser una madre sana y de alimentar a sus futuros hijos. Los padres de la mujer sonreían orgullosos ante ese halago, y era una manera infalible de que el pretendiente se hiciera amigo del padre. No obstante, si le pedía a la mujer que se quitara el barro con que se embadurnaba el cabello, equivalía a hacerle una proposición indecente y al punto se encontraba con flechas apuntándole al corazón.
La gente barro trataba los asuntos relacionados con el sexo con una naturalidad pasmosa. Más de una vez, Kahlan se había sonrojado cuando Weselan le describía como si nada los actos sexuales que realizaba con su marido. Y lo peor era que solía hacerlo en presencia de éste.
Mientras contemplaba fijamente a Prindin, delante de sus ojos pasaron flotando los rostros de las jóvenes asesinadas.
Aunque Prindin no le había piropeado los senos, seguramente un cumplido dirigido a las caderas de una mujer podía ser interpretado del mismo modo. Sabía que Prindin no había pretendido ofenderla, pero su radiante sonrisa le erizaba el vello de los brazos. El joven cazador no había podido elegir un momento menos oportuno, con todos esos muertos alrededor que la ponían tan nerviosa. Claro que él no había visto a las muchachas violadas.
La sonrisa del joven desapareció, mientras fruncía un poco la frente.
— Pareces sorprendida. ¿Es que Richard el del genio pronto nunca te dice que tienes un trasero estupendo?
Kahlan buscó las palabras más adecuadas para zanjar ese tema de modo honorable.
— Nunca lo ha mencionado de manera concreta.
— Pero seguro que otros hombres te lo habrán dicho antes. Es demasiado bonito para no fijarse. Tienes una figura muy hermosa. Al mirarte siento ganas de… —Prindin arrugó el entrecejo al no encontrar la palabra—. No conozco la palabra para decir…
— ¡Prindin! —Kahlan se arreboló de golpe mientras daba un paso hacia él. Entonces relajó los puños y moderó su tono de voz—. Prindin, soy la Madre Confesora.
— Lo sé —replicó el joven, que recuperó la sonrisa, aunque ya no parecía tan seguro de sí mismo como unos minutos atrás—. Pero eres una mujer y tu cuerpo…
— ¡Prindin! —exclamó Kahlan entre dientes. El hombre barro la miró parpadeando—. Es posible que en la tierra de la gente barro esté bien visto hablarle a una mujer de este modo, pero en otros lugares de la Tierra Central se considera ofensivo. Muy ofensivo. Además, yo soy la Madre Confesora y no está bien hablarme así.
La sonrisa del joven se esfumó.
— Pero ahora eres una mujer barro.
— Sí, pero ante todo soy la Madre Confesora.
— Te he ofendido —dijo Prindin muy pálido. Se levantó de un salto del banco y fue a arrodillarse delante de ella—. Por favor, perdóname, no quería ofenderte. Únicamente pretendía demostrarte mi favor.
La sonrojada faz de Kahlan enrojeció aún más por la vergüenza; lo había conseguido, había humillado a Prindin.
— Lo entiendo, Prindin. Sé que no querías faltarme al respeto, pero no debes hablar así fuera de tu tierra. Otros no entenderían vuestras costumbres y se sentirían mortalmente ofendidos.
— No lo sabía —replicó el joven, al borde de las lágrimas—. Por favor, perdona a Prindin. —El cazador se aferró a sus pantalones y luego le clavó sus fuertes dedos en los muslos.
— Claro que te perdono… Sé que no lo has hecho con mala intención. —Kahlan le cogió las muñecas y las apartó suavemente de sus muslos—. Te perdono.
Chandalen apareció en la puerta con una severa expresión en el rostro. Lanzó una rápida mirada a Prindin antes de buscar los ojos de la mujer.
— ¿Qué pasa aquí?
— Nada. —Rápidamente ayudó a Prindin a levantarse, mientras su hermano entraba asimismo en la casa—. Pero tendremos que discutir cuál es el modo correcto de hablar con las damas en la Tierra Central. Hay cosas que los tres debéis aprender para no meteros en líos. —La mujer se alisó los pantalones y se frotó la zona en la que Prindin le había clavado sus fuertes dedos, tras lo cual se irguió—. Decidme qué habéis encontrado.
— ¿Qué has hecho? —preguntó Chandalen a Prindin, fulminándolo con la mirada.
El aludido retrocedió medio paso y apartó la mirada.
— No sabía que era algo malo. Sólo he dicho que tenía un…
— Ya he dicho que no ha pasado absolutamente nada —lo atajó Kahlan—. Sólo un pequeño malentendido. Olvídalo. He preparado té —añadió, volviéndose hacia el fuego—. Coged tazas; hay algunas en el suelo que pueden servir y tomaremos té mientras me explicáis qué habéis visto.
Tossidin cogió las tazas, no sin antes dar una colleja a su hermano al pasar por su lado y susurrarle una reprimenda. Chandalen se quitó la capa, se agachó delante del fuego y procedió a calentarse las manos. Los hermanos llevaron las tazas. Prindin aún se frotaba la nuca cuando las ofreció a los otros dos.
En un intento por demostrar a todos ellos que Prindin no se había deshonrado a sus ojos, Kahlan le dirigió la primera pregunta.
— Dime qué has visto.
Prindin echó una rápida mirada a sus compañeros antes de poner cara seria y responder:
— Esta gente fue asesinada hace diez o doce días. El enemigo llegó sobre todo del este, pero eran muchos, y otros llegaron desde más al norte o desde el sur. En los estrechos pasos de las montañas lucharon contra los hombres de esta ciudad. Quienes no murieron, huyeron con la idea de reagruparse y presentar resistencia a los invasores, pero mientras huían fueron atrapados por el enemigo, lucharon y murieron.
»A través de los pasos fueron llegando cada vez más invasores, que se dirigieron al sur, donde libraron una batalla. Tras vencer y ejecutar a los prisioneros, abrieron una brecha en la muralla. Después, al acabar, todos partieron juntos en dirección este.
— Pero antes de irse recogieron a sus muertos —intervino Tossidin—. Usaron carros; hay muchas huellas de ruedas. Les costó uno o dos días llevarse a todos sus muertos de la ciudad, pues eran muchos miles. Los habitantes de Ebinissia debieron de batirse como auténticos leones. Quienes hicieron eso tuvieron más bajas que todos a quienes mataron.
— ¿Dónde están los cuerpos?
— En una hondonada, en un paso situado al este —respondió Prindin—. Los carros transportaron a los muertos, que fueron arrojados a la hondonada. La pila de cadáveres es tan grande que no hay modo de saber qué profundidad tiene.
— ¿Qué aspecto tienen? —Kahlan tomó un sorbo de té. Sostenía la taza con ambas manos, tratando de calentársela—. ¿Cómo van vestidos?
Prindin buscó debajo de la camisa y se sacó una tela plegada manchada de sangre, que entregó a la mujer.
— Hay mástiles con estas telas. Muchos de los hombres llevaban los mismos símbolos en la ropa, pero no hemos querido robar a los muertos.
Kahlan desplegó el estandarte y contempló totalmente horrorizada el largo triángulo rojo que sostenía en las manos. En el centro se veía un escudo negro con una ornamentada letra plateada en ella; se trataba de la letra «R». Era un estandarte de guerra con el escudo y las armas de la casa de Rahl.
— Soldados de D’Hara —susurró—. ¿Cómo es posible? ¿Había también keltas? —preguntó, alzando los ojos.
Los tres hombres se miraron sin entender. No conocían a los keltas.
— Otros llevaban otras ropas —dijo Prindin—. Pero la mayoría mostraba este símbolo en ellas o en el escudo.
— ¿Y tomaron dirección este?
— Sí —respondió Tossidin—. No sé cómo decirte cuantos eran, pero eran tantos que, si te quedaras quieto al borde de la ancha carretera que tomaron, los verías pasar todo un día.
— Y mientras se marchaban, otros se unieron a ellos desde el norte, donde esperaban, y se fueron juntos —añadió Prindin.
Kahlan entrecerró los ojos, sumida en sus pensamientos.
— ¿Tenían muchos carros? ¿Carros grandes? —preguntó.
Prindin lanzó un resoplido burlón.
— Debían de ser centenares. Esos hombres no cargaban con nada, sino que utilizaban carros. Han vencido porque eran muchos, pero son holgazanes. Viajan en carros o los usan para llevar sus cosas.
— Se necesitan muchas provisiones para sostener a un ejército tan grande. Y viajan en carros para estar frescos para la lucha —les explicó Kahlan.
— Pero eso los vuelve blandos —intervino Chandalen en tono de desafío—. Si tú mismo cargas con lo que necesitas, como hacemos nosotros, te haces fuerte. Pero, si caminas de vacío o viajas montado en un carro o un caballo, te vuelves blando. Esos hombres no son fuertes como nosotros.
— Fueron lo suficientemente fuertes para aplastar esta ciudad —dijo Kahlan, mirándolo fijamente—. Fueron lo suficientemente fuertes para vencer la batalla y destruir a su enemigo.
— Sólo porque son muchos —arguyó Chandalen—, como los jocopo. No porque sean fuertes ni buenos guerreros.
— La cantidad es una fuerza que no debe desdeñarse.
Ninguno de los tres hombres le llevó la contraria.
Prindin apuró su té antes de decir:
— Ahora se han marchado y se dirigen juntos hacia el este.
— Al este. —Kahlan se quedó un momento pensativa antes de hablar. Los tres hombres esperaban—. ¿Atravesaron un paso con un delgado puente colgante que lo cruza? ¿Un puente que sólo permite pasar de uno en uno y a pie?
Los hermanos asintieron.
— El paso del Jara —musitó la mujer para sí, mientras se volvía para mirar por la puerta—. Es uno de los pocos lo suficientemente grande para sus carros.
— Eso no es todo —anunció Tossidin, poniéndose también de pie—. Unos cinco días después de que se marcharan, llegaron más hombres. Si éstos hicieron la matanza —dijo, extendiendo los dedos de ambas manos—, sólo éstos llegaron después —añadió, mostrando únicamente el pulgar de la mano derecha.
— Fueron ellos quienes cerraron las puertas —comentó Kahlan a Chandalen.
El hombre barro asintió, mientras los dos hermanos los miraron extrañados.
— Registraron la ciudad, pero, como ya no quedaba nadie a quien matar, siguieron el rastro de los primeros hacia el este, para reunirse con ellos —dijo Tossidin.
— No —lo corrigió Kahlan—. No eran aliados de quienes cometieron esta matanza. No pretenden unirse a ellos, pero los siguen.
Prindin consideró un instante las palabras de Kahlan.
— Entonces, si alcanzan a quienes hicieron esto, también ellos morirán. Son mucho menos numerosos. Serán como pulgas tratando de devorar a un perro.
Kahlan recogió con gesto brusco la capa y se la colocó sobre los hombros.
— Vamos. El paso del Jara es bastante ancho y permite el paso a los carros, pero también es extremadamente largo y serpenteante. Conozco pasos más estrechos, como el del puente colgante que cruza el Jara y luego a través de la Grieta de las Arpías, por los que un ejército no puede pasar, pero nosotros sí. Iremos mucho más rápido, y, la distancia que ellos recorran en tres o cuatro días, nosotros la recorreremos en uno.
Chandalen se levantó con movimientos fluidos.
— Madre Confesora, si seguimos a esos hombres nos apartaremos de Aydindril.
— Tenemos que atravesar las montañas para llegar allí. La Grieta de las Arpías es un paso tan bueno como cualquier otro.
Chandalen seguía inmóvil, sin hacer ademán de recuperar su capa.
— Pero si vamos por ahí nos toparemos con un ejército de miles de soldados. Dijiste que querías llegar hasta Aydindril sin meterte en problemas. Si vamos por ahí, los tendremos.
Kahlan se agachó colocando una bota encima de la raqueta y empezó a atársela. Los semblantes de las muchachas asesinadas flotaban ante sus ojos.
— Soy la Madre Confesora y no pienso permitir que algo así suceda en la Tierra Central. Es mi responsabilidad.
Los hombres se miraron entre sí, incómodos. Por fin, los hermanos fueron a recuperar sus raquetas, pero Chandalen no.
— Dijiste que tu responsabilidad era ir a Aydindril tal como Richard el del genio pronto te pidió que hicieras. Dijiste que debías hacerlo por él.
Kahlan dejó de atarse por un momento la raqueta en el otro pie y se vio invadida por una sensación de angustia. Pensó en las palabras de Chandalen, pero sólo brevemente.
— No estoy eludiendo mi responsabilidad. Pero somos gente barro y tenemos otras obligaciones.
— ¿Qué otras obligaciones?
— Hacia los espíritus —respondió Kahlan, dando ligeros toques al cuchillo de hueso que llevaba atado al brazo, bajo la capa—. Primero los jocopo, luego los bantak y ahora estos hombres prestaron oídos a unos espíritus que los incitaron a cometer actos perversos, espíritus que han logrado atravesar el velo. Tenemos una responsabilidad hacia los espíritus de nuestros antepasados y también hacia sus descendientes vivos.
También sabía que, para cerrar el velo, tenía que llegar hasta Zedd y conseguir ayuda para Richard. Era posible que Richard fuese el único capaz de cerrar el velo. Chandalen tenía razón: debían llegar a Aydindril.
Pero no podía olvidar los rostros de las jóvenes damas de compañía. El horror de lo que habían hecho con ellas no la abandonaba.
Los dos hermanos estaban sentados en el banco y se ponían las raquetas. Chandalen se acercó a ella y bajó la voz:
— ¿De qué nos servirá alcanzar al ejército? No está bien.
La mujer clavó su mirada en los ojos castaños del hombre, que no reflejaban desafío como en el pasado, sino sincera preocupación.
— Chandalen, los hombres que hicieron esto y luego marcharon hacia el este son quizá cincuenta mil. Y quienes cerraron las puertas en palacio y ahora los persiguen serán unos cinco mil. Están furiosos, pero si alcanzan a los primeros, serán aniquilados. Si tengo una oportunidad de impedir que mueran cinco mil hombres, debo intentarlo.
— ¿Y si mueres en el intento? ¿Qué otro mal mucho peor nos acaecerá?
— Se supone que para eso estáis aquí vosotros tres: para que no me maten.
Cuando ya se encaminaba a la puerta, Chandalen la cogió suavemente del brazo y la hizo detenerse.
— Pronto anochecerá. Podemos descansar aquí esta noche y comer algo. Mañana por la mañana partiremos.
— La luna nos iluminará el camino. No podemos perder tiempo —replicó Kahlan—. Chandalen, yo me voy ahora mismo. Si en verdad eres tan fuerte como dices, me acompañarás. Si no, quédate aquí a descansar.
El hombre barro apoyó las manos en las caderas, apretó los labios y soltó un profundo suspiro. La miró con frustración.
— No puedes caminar más que Chandalen. Nosotros vamos contigo.
Kahlan le dirigió una rápida y leve sonrisa, tras lo cual atravesó la puerta. Los hermanos cogieron enseguida sus arcos y corrieron tras ella, mientras Chandalen se inclinaba para atarse las raquetas.