24

— Richard abrió los ojos y anunció:

— Creo que alguien se acerca.

La hermana Verna estaba sentada al otro lado de la pequeña hoguera, escribiendo en el librito que guardaba detrás de su cinturón.

— ¿Ya has tocado tu han? —le preguntó, alzando los ojos hacia él.

— No —admitió el joven. Las piernas le dolían. Llevaba sentado y sin moverse al menos una hora—. Pero oye, creo que alguien se acerca.

Practicaban cada noche, y esa vez no había sido distinta a las anteriores. Richard se sentaba, se imaginaba la espada sobre un fondo negro e intentaba llegar a ese lugar dentro de sí que, según la Hermana, poseía. Mientras él trataba en vano de alcanzarlo, la mujer lo observaba, escribía en su librito o tocaba su propio han. Después de la primera noche, Richard no había vuelto a visualizar la Espada de la Verdad en un cuadrado negro con el borde blanco. No sentía deseo alguno de revivir esa pesadilla.

— Empiezo a creer que soy incapaz de tocar mi han. Por mucho que lo intente no lo consigo.

La Hermana se acercó el librito a la cara bajo la luz de la luna y siguió escribiendo.

— Ya te lo he dicho otras veces, Richard, es algo que lleva tiempo. Te falta práctica. No te desanimes. Lo lograrás cuando sea el momento.

— Hermana Verna, te repito que alguien se acerca.

— Si no eres capaz de tocar tu han, Richard, ¿cómo lo sabes? Vamos, dime —dijo la mujer, sin dejar de escribir.

— No lo sé. —Richard se pasó los dedos por el pelo—. He pasado mucho tiempo solo en el bosque y, a veces, presiento cuándo algo vivo se acerca. ¿Tú no lo sientes? ¿Nunca has tenido la sensación de ser observada?

— Sólo con la ayuda de mi han —respondió mientras escribía.

— Hermana Verna —insistió Richard, observando cómo la luz de las llamas oscilaba en la desapasionada faz de la mujer—, tú misma has dicho que nos hallamos en una tierra peligrosa. Te digo que alguien viene.

— ¿Desde cuándo lo sabes, Richard? —inquirió la mujer, hojeando el librito y entrecerrando sus ojos para leer bajo la débil luz.

— Te lo dije enseguida que me di cuenta.

La Hermana dejó el libro en su regazo y alzó la vista hacia el joven.

— ¿Pero dices que no has tocado tu han? ¿Que no has sentido nada en tu interior? ¿Ningún tipo de poder? ¿No viste luz alguna? ¿No sentiste al Creador? Será mejor que no me mientas, Richard —lo amenazó, entrecerrando sus ojos—. Será mejor que nunca intentes ocultarme que has tocado tu han.

— ¡Hermana Verna, no me estás escuchando! ¡Alguien se acerca!

— Richard, lo sé desde que empezaste tus prácticas —replicó la mujer, cerrando el libro.

— ¿Y qué hacemos aquí sentados sin hacer nada?

— No estamos sin hacer nada. Tú estas intentando tocar tu han, y yo me ocupo de mis cosas.

— ¿Por qué no has dicho nada? Me dijiste que esta tierra era peligrosa.

La hermana Verna suspiró y empezó a guardarse el libro detrás del cinturón.

— Porque aún estaban muy lejos. No podíamos hacer nada más que continuar. Necesitas practicar, Richard. Tienes que seguir intentándolo hasta que logres tocar tu han. —La mujer meneó la cabeza, resignada y añadió—: Pero supongo que ahora estás demasiado alterado para continuar. Todavía están a diez o quince minutos de distancia, pero será mejor que empecemos a recoger nuestras cosas.

— ¿Por qué ahora? ¿Por qué no nos marchamos tan pronto como notaste su presencia?

— Porque ya nos habían localizado. Una vez que te descubren, no hay modo alguno de escapar de esa gente. Están en su terreno, y nosotros no podríamos huir de ellos. Probablemente un centinela nos habrá avistado.

— ¿Y por qué quieres que recojamos y nos marchemos ahora?

— Porque no podremos pasar la noche aquí después de matarlos —contestó la Hermana, mirándolo como si no pudiera creer que fuese tan obtuso.

— ¡Matarlos! —exclamó Richard, poniéndose de pie de un brinco—. ¿Ni siquiera sabes quiénes son y ya quieres matarlos?

La hermana Verna se levantó a su vez, se irguió y clavó su mirada en la del joven.

— Richard, he hecho todo lo posible por impedirlo. ¿Acaso nos hemos topado con alguien hasta ahora? No. Aunque los pobladores de esta tierra son tan numerosos como un enjambre de hormigas furiosas, no hemos visto a nadie. Gracias a mi han los he evitado, pasando entre ellos. He hecho todo lo posible por evitarnos problemas. Pero, a veces, por mucho que uno lo intente, es imposible eludir los problemas. Yo no quiero matarlos, pero ellos sí a nosotros.

Desde luego, eso explicaba por qué habían estado viajando siguiendo una ruta tan peculiar. Aunque llevaban semanas viajando hacia el sudeste, lo habían hecho de un modo harto extraño. Sin dar explicación alguna, la hermana Verna había ido en una dirección, luego en otra y de vez en cuando los había hecho desandar el camino, aunque sin perder nunca de vista que viajaban hacia el sudeste.

El yermo paisaje se había ido tornando progresivamente más rocoso y desolado. Richard no había preguntado sobre la ruta que seguían porque no pensaba que la Hermana fuese a responderle y porque, en realidad, no le importaba. Fueran adonde fueran, seguía siendo un prisionero.

Richard se rascó su nueva barba mientras empezaba a apagar el fuego echándole tierra. Últimamente, todas las noches habían sido cálidas, tanto que el joven se preguntaba qué le habría sucedido al invierno.

— Ni siquiera sabemos aún quiénes son. No podemos ir por ahí matando a cualquiera que se nos acerque —razonó Richard.

— Richard, no todas las Hermanas que intentan regresar lo consiguen. Muchas mueren tratando de cruzar estas tierras. En todos esos desafortunados casos, eran tres, y yo estoy sola. No pinta nada bien.

Los caballos relincharon y empezaron a rebullir, sacudiendo la testa y piafando. Richard se sujetó el bridecú por encima del hombro y comprobó que podía desenvainar con facilidad su espada.

— Te equivocaste al no marcharnos tan pronto como lo supiste, Hermana. Sólo deberíamos luchar cuando realmente no hay otro remedio. Pero tú ni siquiera intentaste evitarlo —le reprochó.

La Hermana, con las manos enlazadas, lo observó. Cuando habló, su voz sonaba suave pero firme.

— Esa gente desea matarnos, Richard. A los dos. De haber intentado huir, el centinela habría alertado a los demás, y centenares o miles de ellos habrían emprendido nuestra persecución. Al no huir, el centinela se habrá envalentonado e intentará atraparnos sin ayuda. Así nos será más sencillo neutralizar la amenaza.

— No pienso matar a nadie por ti, hermana Verna.

Mientras se miraban echando chispas, Richard oyó un grito; era un grito de mujer. El joven escudriñó la oscuridad, intentando distinguir algo en las sombras de las altas rocas y ver de dónde procedía ese grito. No vio a nadie, pero los gritos y chillidos sonaban cada vez más cerca.

Richard acabó de apagar las llamas arrojándoles tierra y corrió hacia los caballos, a los que calmó con palabras tranquilizadoras y caricias. Le daba igual lo que dijera la Hermana; él no pensaba matar a nadie. La mujer tenía que estar loca por no intentar escapar.

Probablemente deseaba que lucharan para ver cómo se desenvolvía. Siempre lo estaba observando, como si fuese un bicho en una caja, y lo interrogaba cada vez que intentaba alcanzar su han. Fuese lo que fuese el han, desde luego él no había sido capaz de sentirlo y mucho menos de tocarlo o conjurarlo. La verdad, le daba absolutamente igual.

Ya se dirigía hacia las alforjas para acabar de recoger el resto de sus cosas cuando una mujer emergió de la oscuridad corriendo. La capa flameaba a su espalda. Chillando aterrorizada, se precipitó hacia su campamento. Al verlo, lanzó un lamento y corrió desesperadamente hacia él.

— ¡Socorro! ¡Ayuda, por favor! ¡Por favor, no deje que me alcancen!

Llevaba el pelo suelto, que ondeaba al viento. Su rostro reflejaba tal terror que Richard sintió un escalofrío que le recorría toda la espalda. La mujer se lanzó sobre él, tambaleante, y Richard cogió su frágil cuerpo entre los brazos. En esa sucia cara se mezclaban las lágrimas y el sudor.

— Por favor, señor —sollozó la desconocida, alzando hacia él sus oscuros ojos—, por favor, no deje que me alcancen. No sabe qué me harían esos hombres.

Richard revivió el recuerdo de una Kahlan perseguida por las cuadrillas. Recordaba lo aterrorizada que estaba de esos hombres y cómo le había dicho casi las mismas palabras: «No sabes qué me harán si me atrapan».

— Nadie va a hacerte nada. Ahora estás a salvo.

La mujer sacó los brazos de debajo de la capa y le rodeó el cuerpo con ellos. Sus ojos negros no se apartaron de él, que la sostenía. Entonces abrió la boca como para decir algo, pero en vez de eso lanzó un leve gruñido y se sacudió. La luz pareció derramarse de sus ojos, y el cuerpo de la mujer quedó entre sus brazos, pesado y flojo.

Al alzar los ojos, Richard se topó con la fija mirada de la hermana Verna, que justo recuperaba el estilete plateado que acababa de clavarle en la espalda a la desconocida. Richard dejó caer el peso muerto al suelo. La mujer rodó sobre su espalda.

En el aire nocturno resonó el sonido del acero cuando Richard desenvainó la espada.

— ¿Qué pasa contigo? —preguntó entre dientes—. Acabas de asesinar a una mujer.

— Creí que dijiste que no tenías ningún estúpido escrúpulo en matar a mujeres —replicó la Hermana, sosteniéndole la mirada.

La cólera de la Espada de la Verdad latía en todo su cuerpo, pugnando por liberarse.

— Estás loca —declaró el joven, que se acercaba a pasos agigantados hacia un letal precipicio. Lleno de furia, alzó la punta de su espada.

— Antes de que pienses en matarme, deberías asegurarte de que no cometes error alguno —dijo la Hermana, hablando en tono comedido. Richard no respondió. La furia le impedía hablar—. Mírale la mano, Richard.

El joven posó la mirada en el cuerpo sin vida. Las manos de la mujer estaban tapadas por una pesada capa de lana. Con la punta de la espada apartó la capa del brazo, dejando al descubierto un cuchillo que seguía empuñando en su mano muerta. En la punta se veía una mancha oscura.

— ¿Te ha llegado a tocar?

— No. ¿Por qué? —inquirió a su vez Richard, respirando anhelante por la cólera.

— Porque está emponzoñado. Un simple rasguño, y estás muerto.

— ¿Qué te hace pensar que pretendía atacarme a mí? Probablemente era para defenderse de los hombres que la perseguían —exclamó Richard.

— Nadie la perseguía. Era una centinela. Tú siempre me dices que deje de tratarte como a un chiquillo, Richard. Pues deja de comportarte como tal. Conozco a esta gente y sé cómo actúan. Pretendía matarnos.

El joven sintió cómo los músculos de la mandíbula se le tensaban mientras hacía rechinar los dientes.

— Podríamos haber intentado escapar cuando nos localizó.

— Sí, podíamos. Pero, en ese caso, ya estaríamos muertos. Escúchame, Richard: yo conozco a esta gente. La Tierra Salvaje está habitada por multitud de tribus que no dudarían en matarnos, si nos encontraran. Si hubiésemos permitido que diera la alarma, nos habrían atrapado y matado.

»No dejes que la cólera de la espada te ciegue. Empuñaba un cuchillo emponzoñado en una mano, te lo había acercado a la espalda y se echó a tus brazos para poder acercarse lo suficiente a ti para usarlo. Y tú, actuando como un estúpido, se lo permitiste. —La Hermana se volvió ligeramente y señaló detrás de ella con un movimiento del brazo—. ¿Dónde están sus perseguidores? No hay nadie más —continuó, dejando caer el brazo a un lado del cuerpo—. Si hubiera alguien, mi han me lo diría. Esa mujer iba sola. Te acabo de salvar la vida.

— Pues no me has hecho ningún favor, hermana Verna —repuso el joven, envainando la Espada de la Verdad.

Richard no sabía qué creer. Sólo sabía que la magia le asqueaba y que ya estaba harto de tantas muertes.

— ¿Qué es ese estilete que llevas oculto en la manga? ¿Y la luz que se enciende en tus ojos cuando matas con él?

— Es un dacra. Supongo que podría compararse al puñal envenenado que llevaba ella. Cuando se usa el dacra, lo que mata no es la herida en sí, sino que el dacra extingue la chispa de la vida. —La Hermana bajó los ojos y añadió—: Es muy doloroso arrebatar una vida, pero, a veces, no hay más remedio. Esta noche, por ejemplo, era la única manera de salvar nuestras vidas, tanto si lo crees como si no.

— Hermana Verna, yo sólo sé que tú no vacilas en usarlo y que esta noche no has intentado hallar otra salida. Voy a enterrarla —anunció, dándole la espalda.

— Richard, espero que nos entiendas y no nos malinterpretes, pero cuando lleguemos a palacio tendrás que entregarnos la Espada de la Verdad. Es por tu propio bien.

— ¿Por qué? ¿Cómo puede ser eso por mi propio bien?

La Hermana juntó las manos y le explicó:

— La profecía que has invocado, esa que dice «Él es el portador de la muerte, y así se llamará a sí mismo», es una profecía muy peligrosa. Continúa diciendo que el portador de la espada es capaz de resucitar a los muertos, conjurar el pasado en el presente.

— ¿Qué significa eso?

— No lo sabemos.

— Profecías —masculló el joven—. Las profecías no son más que estúpidos acertijos, Hermana. Te preocupas demasiado por ellas. Admites que no sabes aún qué significan, pero te guías por ellas. Sólo un idiota sigue ciegamente algo que no entiende. Si fuese cierta, resucitaría a esta mujer, le devolvería la vida.

— Sabemos mucho más de las profecías de lo que crees. Me parece que lo mejor será que nos entregues la espada para que la pongamos a buen recaudo hasta que entendamos mejor lo que significa esa profecía en concreto.

— Hermana Verna, si alguien te quitara tu dacra, ¿seguirías siendo una Hermana?

— Pues claro que sí. El dacra no es más que un instrumento que nos ayuda a hacer nuestro trabajo. No nos hace quienes somos.

— Pues lo mismo ocurre con la espada —replicó Richard, con una fría sonrisa—. Con o sin la espada, sigo siendo el Buscador. Represento el mismo peligro para vosotras. Aunque me la arrebatéis, no os salvaréis.

— No es lo mismo —protestó la mujer, apretando los puños.

— No pienso entregaros la espada —declaró Richard, con firmeza—. Nunca entenderás cuánto odio esta espada, cuánto aborrezco su magia y cuánto deseo verme libre de ella, pero me fue entregada cuando fui nombrado Buscador. Me pertenece por derecho durante todo el tiempo que yo desee. Soy el Buscador y yo, no tú ni nadie más, decidiré cuándo renuncio a ella.

— ¿Me estás diciendo que fuiste nombrado Buscador? ¿No te la encontraste ni la compraste? ¿Afirmas que te la entregó un mago? ¿Un mago de verdad? ¿Un mago te nombró a ti Buscador?

— Sí.

— ¿Quién era ese mago?

— Ese del que ya te hablé: Zeddicus Zu’l Zorander.

— ¿Lo conociste cuando te entregó la espada?

— No. He pasado toda la vida junto a él. Pude decirse que me crió. Es mi abuelo.

Sobrevino un largo silencio. Finalmente, la mujer preguntó:

— ¿Y ese mago te nombró Buscador porque se negó a enseñarte a controlar el don, a ser mago?

— ¿Negarse? ¡Pero si casi me suplicó enseñarme a ser mago!

— ¿Él se ofreció a enseñarte? —susurró la Hermana.

— Eso es. Pero yo le dije que no quería ser mago. —Algo iba mal. La Hermana parecía muy alterada—. Y su oferta de enseñarme sigue en pie. ¿Por qué?

— Por nada… Es sólo poco habitual, eso es todo. Muchas cosas en ti son poco habituales —contestó la hermana Verna, con aire ausente.

Richard no supo si creerla. Tal vez el collar no había sido necesario. Tal vez Zedd podría haberlo ayudado sin él. Pero Kahlan quería que se lo pusiera. Kahlan quería que se alejara de ella. Al pensar en ello, las entrañas se le retorcieron.

Lo único que le quedaba de Zedd era la espada. El mago se la había dado en la Tierra Occidental, en su hogar. Richard echaba de menos su hogar, su bosque. La espada era lo único que le quedaba de Zedd y de su hogar.

— Hermana, fui nombrado Buscador y recibí esta espada para que la conservara durante todo el tiempo que deseara seguir siéndolo. Yo seré quien decida cuándo ha llegado el momento de cederla. Si pretendes arrebatármela, intenta hacerlo ahora.

»Si lo intentas, uno de los dos morirá. Ahora mismo poco me importa que seas tú o yo, pero te advierto que estoy dispuesto a luchar hasta la muerte. La espada me pertenece por derecho, y no podrás arrebatármela mientras conserve un soplo de vida.

Richard escuchó el lejano aullido de un animal que sufría una muerte súbita y violenta, así como el largo y vacío silencio que siguió.

— Puesto que la espada te fue entregada y no te la encontraste ni la compraste, permitiré que te la quedes. No te la pienso arrebatar. No puedo hablar por las demás, pero haré lo que esté en mis manos para que puedas conservarla. Nosotras debemos ocuparnos de tu don, de enseñarte a controlar la magia.

»Pero, si osas alzarla otra vez contra mí, te haré lamentar el día que el Creador te dio tu primer aliento —agregó. La mujer se irguió y lo contempló con tal expresión de fría cólera que Richard tuvo que resistirse al impulso de retroceder asustado—. ¿Nos entendemos? —preguntó, apretando los músculos de la mandíbula.

— ¿Por qué soy tan importante que hubieras matado para capturarme?

La fría serenidad de la Hermana resultaba más aterradora, que si, por el contrario, se hallara en un acceso de furia.

— Nuestra misión consiste en ayudar a los que poseen el don, pues éste es otorgado por el Creador. Las Hermanas servimos al Creador, y es por él por quien morimos. Por tu culpa he perdido a dos de mis más queridas amigas, lo cual me rompe el corazón. Esta noche he tenido que matar a esa mujer, y es muy posible que tenga que matar a otros antes de que lleguemos a palacio.

Richard tuvo el presentimiento de que más valía callarse, pero no pudo. La hermana Verna tenía un talento especial para avivar las llamas de su ira.

— No intentes lavar tu culpa por lo que supuestamente has hecho en mi nombre, Hermana.

La mujer se acaloró de tal modo que fue visible incluso a la luz de la luna.

— He intentado ser paciente contigo, Richard. Te he dado libertad de acción porque te he apartado de la única vida que conocías y te he arrastrado a una situación que temes y que no comprendes, pero mi paciencia tiene un límite.

»He hecho lo posible por no ver los cuerpos sin vida de mis amigas cuando te miro a los ojos, o cuando me acusas de no tener corazón. He tratado de no pensar que tú las enterraste, no yo, y en las palabras que hubiera pronunciado yo junto a sus tumbas. Están sucediendo cosas que superan mi comprensión, mis expectativas así como aquello en lo que me han enseñado a creer. Si dependiera de mí, te concedería tu deseo y te quitaría el rada’han para que murieras con insoportables dolores y sufrimientos.

»Pero no depende de mí. Yo sólo cumplo la misión del Creador.

Aunque las ardientes llamas de su ira no se habían apagado aún, ahora ardían con menos intensidad.

— Lo siento, hermana Verna. —Richard hubiese preferido que la mujer le gritara. Cualquier cosa hubiese sido mejor que esa airada calma, su silenciosa desaprobación.

— Estás enfadado porque crees que te trato como a un niño, no como a un hombre y, no obstante, no me has dado motivos para dejar de hacerlo. Sé qué sientes, cuáles son tus habilidades y el viaje que nos queda por delante. En el curso de éste, tú no eres más que un bebé que berrea para poder ir solo por el mundo cuando ni siquiera sabe aún caminar.

»Ese collar que llevas puede controlarte y también infligirte dolor. Mucho dolor. Hasta ahora me he abstenido de usarlo y, en vez de eso, he intentado alentarte de otros modos para que aceptes tu destino. Pero, si es necesario, lo usaré. El Creador sabe que he probado ya todo lo demás.

»Muy pronto llegaremos a una tierra mucho más peligrosa que ésta y tendremos que tratar con quienes la habitan para poder cruzarla. Las Hermanas han hecho pactos con esa gente para poder pasar. Si no me obedeces a mí y a esa gente, tendremos graves problemas.

— ¿Qué tendré que hacer? —preguntó un Richard súbitamente receloso.

— Esta noche no me pongas más a prueba, Richard —contestó ella, fulminándolo con su mirada.

— De acuerdo. Siempre que tengas claro que no pienso entregarte la espada sin luchar.

— Nosotras sólo queremos ayudarte, Richard. Pero si vuelves a amenazarme con esa espada, haré que lo lamentes. Las mord-sith no tienen el monopolio del dolor —añadió, lanzando una rápida mirada al agiel que le colgaba del cuello.

Ésa era la confirmación de sus sospechas. Richard sintió una gélida mano que le atenazaba las entrañas. Las Hermanas iban a entrenarlo de la misma forma que lo hicieran las mord-sith. Ésa era la verdadera razón para llevar el collar. Así es como pensaban enseñarle: con dolor. Por primera vez tuvo la impresión de que la Hermana le había revelado inadvertidamente sus verdaderas intenciones.

— Tengo trabajo que hacer antes de marcharnos —dijo la mujer, sacándose el librito del cinturón—. Entiérrala y procura que su cuerpo esté bien oculto. Si la encuentran, sabrán lo ocurrido y nos perseguirán. Y en ese caso habremos matado en vano.

La Hermana se sentó frente a la fría leña del fuego. Con un suave gesto de la mano sobre las oscuras brasas, volvió a encenderlo.

— Cuando la hayas enterrado, quiero que des un paseo para que te calmes. No vuelvas hasta que estés más tranquilo. Si intentas escapar o si esa cabezota tuya no adquiere un poco de cordura cuando decida que es hora de partir, te traeré de vuelta con el collar. —Lanzándole una amenazante mirada, le prometió—: Si me obligas a hacerlo, te aseguro que no va a gustarte nada.

La mujer muerta era menuda y apenas pesaba. Richard casi no notaba que cargaba con ella mientras se alejaba del campamento en dirección a las escarpadas colinas bajas. Avanzaba lenta y pesadamente, dando de vez en cuando un puntapié a una piedra, sin dejar de dar vueltas en su cabeza.

Le sorprendía sentir de pronto lástima por la hermana Verna. Hasta ese momento, no había demostrado lo mucho que la habían afectado las muertes de la hermana Grace y la hermana Elizabeth, por lo que Richard la había tomado por un ser completamente insensible. Pero ahora sentía pena por ella, pena por su angustia. Ojalá que no le hubiera dicho cómo se sentía. Era más fácil maldecir de su situación cuando la creía sin corazón.

El joven se encontró muy lejos del campamento, en la cresta de una elevación, rodeado por paredes de roca y altas peñas. Entonces dejó de lado esos oscuros pensamientos para concentrarse en el cuerpo que llevaba a sus espaldas. Quizá no había sido la herida con el dacra lo que la había matado, pero la sangre le había fluido por la espalda, empapado el cabello y manchado su propio hombro. De repente, sintió repugnancia por el hecho de llevar una mujer muerta a cuestas.

Suavemente dejó el cuerpo en el rocoso suelo y miró en torno en busca de un lugar donde enterrarla. Del cinto le colgaba una pequeña pala, pero no veía lugar alguno que fuese fácil de cavar. Tal vez podría emparedarla en uno de los rocosos peñascos.

Mientras escrutaba los oscuros barrancos, se frotaba con aire distraído la quemadura en el pecho, que aún le dolía. Nissel, la curandera, le había dado un emplasto, y cada día el joven se lo aplicaba para luego volver a cubrir la herida con un vendaje. Evitaba en lo posible mirar la quemadura, pues le inquietaba ver la huella de una mano grabada en su piel.

Según la hermana Verna, podría habérsela hecho él mismo al quemarse en el fuego que ardía en la casa de los espíritus, o quizás habían invocado de verdad a los oscuros secuaces del Innombrable. Obviamente no era una quemadura causada por el fuego, sino la marca del inframundo, de Rahl el Oscuro.

Richard se avergonzaba de llevarla y se la ocultaba a la Hermana. La marca era un constante recordatorio de la verdadera identidad de su padre. Le parecía una afrenta hacia George Cypher, el hombre que él consideraba como su auténtico padre; el hombre que lo había criado, había confiado en él, le había enseñado y lo había amado, y a quien él había devuelto ese amor.

Esa marca era asimismo un constante recordatorio del monstruo que era en realidad, del monstruo que Kahlan había querido que llevara un collar y se marchara lejos de ella.

Richard dio un manotazo a una mosca que zumbaba alrededor de su cara. Bajó la vista y comprobó que otras más zumbaban sobre la mujer muerta. Antes incluso de sentir el dolor de una picadura en el cuello, se quedó helado de miedo: eran moscas de sangre.

Inmediatamente desenvainó la espada, al mismo tiempo que una enorme figura oscura se abalanzaba sobre él desde detrás de una roca. El vibrante sonido del acero quedó ahogado por un rugido. Con las alas completamente extendidas, el gar fue a por él. Por un breve instante, al joven le pareció vislumbrar un segundo gar, agachado en las sombras detrás del primero, pero su atención se centró enseguida en la formidable bestia que se le venía encima y lo atravesaba con sus fieros ojos de un verde brillante.

Era demasiado grande para ser un gar de cola larga y, por el modo de anticiparse a su primera estocada y eludirla, también era demasiado listo. Richard maldijo entre dientes; se trataba de un gar de cola corta. Era más delgado que los ejemplares con los que se había topado en otras ocasiones, probablemente porque en esa tierra desolada la caza era escasa, pero seguía siendo enorme y dos veces más alto que él.

Intentando esquivar un terrible zarpazo, Richard se tambaleó y cayó encima de la mujer muerta. Enseguida se puso de nuevo en pie, blandiendo furiosamente su espada, dejando que la magia de ésta brotara a través de él. Con la punta del acero abrió un profundo tajo en el liso, tenso y rosado estómago de la bestia. El gar aulló de rabia, arremetió de nuevo contra él e, inesperadamente, lo tumbó con un golpe de una de sus correosas alas.

Richard rodó sobre sí mismo antes de ponerse de pie, ejecutando un molinete con la espada. A la luz de la luna, el arma centelleó y cercenó el extremo del ala del monstruo, salpicando sangre. Con ello sólo consiguió enfurecer al gar, que cargó contra él. Sus largos y húmedos colmillos hendieron el aire de la noche, lanzando un aullante rugido que dolía en los tímpanos. Los ojos de la bestia eran dos relucientes y furiosas brasas verdes mientras atacaba al joven con sus poderosas garras.

La magia de la Espada de la Verdad latía en Richard, pidiéndole sangre. El joven se zambulló, se levantó de un salto y atravesó el pecho de la enorme y peluda bestia. Acompañado por un chillido de mortal dolor del gar, tiró del arma al tiempo que la giraba para cortar más carne.

A continuación retrasó la espada, preparándose para decapitar a la horrible bestia cuando atacara de nuevo, pero el gar no lo hizo. Con las garras se agarró la herida abierta en el pecho, por la que salía sangre a borbotones, se tambaleó y, al final, se desplomó pesadamente de espaldas. Los huesos de sus alas se quebraron al caer el monstruo encima.

De las sombras surgió un lamento. Richard retrocedió unos cuantos pasos. Una pequeña forma oscura corrió por el suelo hacia el monstruo vencido, sobre el que se abalanzó. Unas pequeñas alas abrazaron el pecho que aún respiraba con debilidad.

Richard contempló atónito la escena. Era una cría de gar.

La bestia caída alzó una temblorosa garra para estrechar débilmente a la lloriqueante cría. El gar inspiró con un gorgoteo, que alzó al pequeño gar despatarrado sobre el pecho. El brazo le cayó inerme a un lado. Los ojos verdes que ahora relucían apenas se posaron en su pequeño, como si quisieran embeberse de él, y luego alzó hacia Richard una mirada en la que se leía el dolor y la súplica. Mientras exhalaba su último aliento, se le formó sobre los labios una burbuja de espuma sanguinolenta. El resplandor de los ojos se apagó. El gar quedó inmóvil. Lanzando quejumbrosos quejidos, la cría agarró pequeños puñados del pelaje de la madre.

Por pequeño que fuera, era un gar. Richard se aproximó a él con la intención de matarlo. La rabia hervía en su interior. Alzó la espada por encima de la cabeza.

El pequeño gar se protegió la cabeza con un ala, temblando, y se encogió. Pese al miedo que lo invadía, no quería apartarse del lado de su madre. La cría gimoteaba, angustiada y asustada.

Una carita aterrorizada asomó por encima de la trémula ala. Unos grandes ojos verdes húmedos y brillantes se posaron en él. Mientras sollozaba, muy afligido, gimoteando en voz muy baja, las lágrimas le corrían por los profundos pliegues de su rostro.

— Queridos espíritus —susurró Richard, paralizado—, no puedo hacerlo.

El pequeño gar tembló al ver que la punta de la espada descendía hacia el suelo. Richard le dio la espalda y cerró los ojos. Se sentía asqueado por la magia de la espada, que le hacía sentir el dolor del enemigo derrotado, así como por el terrible acto que había estado a punto de cometer.

Mientras guardaba la espada en su vaina, inspiró hondo para recuperar la calma, cargó a la mujer muerta sobre un hombro y echó a andar. Aún oía los desconsolados sollozos del pequeño gar, que se aferraba a su madre. Richard no podía matarlo; simplemente, no podía. Además, se dijo a sí mismo, la espada no se lo permitiría, pues su magia sólo funcionaba frente a una amenaza. La Espada de la Verdad no le permitiría matar al bebé de gar.

Por supuesto, podría hacerlo si la volvía blanca, pero no podría soportar ese dolor. No pensaba someterse a tal tormento sólo para matar a una cría indefensa.

El joven cargó con la mujer muerta hasta la próxima colina, mientras los lamentos se iban haciendo más débiles. Entonces dejó el cuerpo en el suelo e hizo un alto para recuperar la respiración. A la luz de la luna, la enorme bestia era una mancha negra contra la roca clara, con una pequeña forma encima. Aún percibía los débiles sonidos de angustia y confusión. Richard se quedó mucho rato mirando y escuchando.

— Queridos espíritus, pero ¿qué he hecho?

Como siempre, los espíritus no tenían respuesta.

Por el rabillo del ojo percibió movimiento. Dos lejanas siluetas pasaron delante de la luna grande y brillante, describieron una lenta curva en el aire, e iniciaron el descenso. Eran dos gars.

Richard se levantó. Tal vez los adultos verían al bebé y lo ayudarían. Aunque era consciente de que no debería desear que gar alguno viviera, de pronto se encontró animándolos. Los monstruos empezaban a inspirarle una curiosa simpatía.

El joven se agachó para evitar que los gars, que se acercaban hacia él en el amplio círculo que dibujaban alrededor del gar muerto en la colina vecina, lo vieran. El círculo se fue estrechando.

La cría de gar se calló.

Las formas oscuras se zambulleron y aterrizaron a bastante distancia entre sí con un poderoso aleteo. Entonces se movieron cautelosamente alrededor de la madre muerta y su cría. Desplegaron las alas y, de repente, atacaron a la silenciosa cría. Ésta rompió su silencio con un grito. En el aire sonó un furioso aleteo, fieros rugidos y chillidos de terror.

Richard se irguió. Muchos animales comían crías de su misma especie, sobre todo machos y especialmente si la comida escaseaba. Los gars adultos no pretendían salvar a la cría, sino devorarla.

Instintivamente, Richard empezó a bajar la colina a todo correr, haciendo caso omiso de una vocecilla interior que le decía que iba a cometer una estupidez. Mientras ascendía la colina vecina hacia los gars, desenvainó su espada. Los aterrorizados lamentos del pequeño daban alas a sus pies, mientras que los salvajes gruñidos de los atacantes inflamaban la ira de la magia de su espada.

Acero por delante, el joven se lanzó de cabeza hacia la maraña de pelaje, garras y alas. Los dos adultos eran mayores que el que había matado, lo cual confirmaba sus sospechas de que se trataba de machos. Los gars esquivaron la arremetida de la espada saltando hacia atrás, pero uno de ellos soltó a la cría. Ésta corrió enseguida hacia la madre y se aferró a ella. Los gars rodearon al joven, al que lanzaban rápidos ataques con sus garras. Richard blandía la espada y daba estocadas. Uno de los gars intentó agarrar de nuevo al pequeño, pero Richard lo recogió con la siniestra y, rápidamente, retrocedió una docena de pasos.

Entonces, los dos adultos se abalanzaron sobre la madre muerta. El bebé lanzó un grito y extendió ambos brazos hacia su madre, haciendo batir las alas e intentando desasirse. Los gars empezaron a devorar a la madre en un frenesí.

Richard tomó una decisión: mientras el cuerpo de la madre siguiera allí, la cría no lo abandonaría. Pero tendría más oportunidades de sobrevivir, si nada lo retenía en ese lugar. El pequeño se retorcía entre sus brazos. Por suerte, aunque medía la mitad que él, era más ligero de lo que parecía.

El joven fingió un ataque para ahuyentar a los dos machos. Éstos trataron de clavarle los colmillos; estaban demasiado hambrientos para renunciar a un festín sin luchar. Lucharon. Con las garras empezaron a despedazar el cuerpo. Richard cargó de nuevo. La cría logró por fin desasirse y corrió hacia su madre lanzando un chillido. Los dos gars alzaron el vuelo, cada uno de ellos con una mitad del premio. Un segundo después, ya se habían ido.

El pequeño gar se quedó donde había estado su madre, lamentándose, mientras miraba cómo los machos desaparecían en el oscuro cielo.

Jadeando de cansancio, Richard envainó de nuevo la espada y se dejó caer sobre un corto saliente para recuperar el aliento. El joven lloró con la cabeza hundida en las manos. Debía de estar volviéndose loco. ¿Qué estaba haciendo? Había arriesgado su vida por nada. No, no por nada.

Alzó la cabeza. El pequeño gar estaba de pie en el charco de sangre de su madre, las temblorosas alas mustias, hombros caídos y las copetudas orejas marchitas. Sus grandes ojos verdes lo miraron. Humano y gar se contemplaron largo rato.

— Lo siento, pequeño —susurró.

La cría dio un paso hacia él, muy cautelosamente. Lloraba a mares, y Richard también lloraba. Sin dejar de mirarlo, el tembloroso gar dio otro pasito hacia Richard.

Richard le tendió los brazos. La cría vaciló apenas antes de lanzar un miserable lamento y lanzarse en ellos.

El gar se abrazó a él con sus largos y entecos brazos. Sintiendo las cálidas alas del pequeño sobre sus hombros, Richard lo estrechó a su vez con fuerza.

Entonces fue susurrándole palabras tranquilizadoras mientras le acariciaba el basto pelaje. El joven nunca había visto a ningún ser vivo en tal miserable estado, tan necesitado de consuelo que incluso estaba dispuesto a aceptar al causante de sus sufrimientos. O tal vez lo veía como quien lo había salvado de ser devorado por dos monstruos enormes. Tal vez, enfrentado a un terrible dilema, había decidido verlo como su salvador. Tal vez la última impresión, la de salvarlo de ser comido, era la más fuerte.

El pequeño gar no era más que un peludo saco de huesos. Estaba medio muerto de hambre. Richard oía los gruñidos de protesta de su estómago. La cría desprendía un débil olor a almizcle que, sin ser agradable, tampoco era repulsivo. Susurrándole palabras de consuelo, el gar fue calmándose.

Cuando al fin el pequeño se quedó en silencio tras soltar un profundo suspiro de cansancio, Richard se puso de pie. Unas pequeñas garras afiladas tiraron de la pernera de los pantalones, y una carita lo miró desde el suelo. El joven deseó tener algo de comida para dejársela, pero no llevaba la mochila y nada podía ofrecerle.

— Tengo que irme —le dijo, desenganchando sus garras—. Esos dos ya no volverán. Intenta cazar un conejo o algo así. Ahora tienes que apañártelas solo. Vamos, vete.

La cría lo miró parpadeando, estiró lentamente las alas y una pata, y bostezó. Richard dio media vuelta y echó a andar. Al mirar por encima del hombro, vio que el pequeño gar lo seguía, y se detuvo.

— No puedes venir conmigo. —Extendió ambos brazos y trató de ahuyentarlo—. Fuera. Márchate. —El joven echó a andar hacia atrás. El gar lo siguió. De nuevo, Richard se detuvo e intentó ahuyentarlo con más firmeza—. ¡Vete, te digo! ¡No puedes venir conmigo.

Otra vez, el pequeño gar dejó caer las alas y retrocedió unos cuantos pasos, indeciso, mientras Richard volvía a ponerse en marcha. Esta vez siguió avanzando sin echar la vista atrás.

Tenía que enterrar a la mujer y luego regresar al campamento antes de que la hermana Verna decidiera obligarlo a hacerlo con el collar. Richard no quería darle excusa alguna; ya encontraría alguna por sí misma muy pronto. Al mirar atrás, comprobó que esta vez el gar no lo seguía. Estaba solo.

Encontró el cuerpo, tirado de espaldas, donde lo había dejado. Por suerte, no había moscas de sangre alrededor. Ahora tenía que encontrar suelo blando para cavar un agujero o una grieta profunda donde ocultarlo. La hermana Verna había insistido en que debía esconderlo muy bien.

Mientras exploraba con la vista los alrededores, oyó un suave aleteo. La cría de gar aterrizó muy cerca con un ruido sordo. Richard masculló un sordo lamento, mientras el bebé plegaba las alas, se agachaba cómodamente delante de él y lo miraba con sus grandes ojos verdes.

Richard intentó volverlo a ahuyentar, pero esta vez no funcionó.

— No puedes venir conmigo. ¡Márchate! —exclamó, apoyando las manos en las caderas.

El gar se le acercó tambaleante y se le abrazó a las piernas. ¿Qué iba a hacer? No podía ir por ahí con un gar pegado a los talones.

— ¿Y tus moscas? Ni siquiera tienes moscas propias. ¿Cómo esperas cazar algo para cenar sin moscas de sangre? Bueno —añadió, meneando la cabeza con aire compungido—, eso no es cosa mía.

La pequeña faz arrugada asomó por detrás de sus piernas. Mientras retraía los labios para dejar al descubierto unos colmillos pequeños pero afilados, emitió un quedo gruñido. Richard miró alrededor. El gar gruñía a la mujer muerta. El joven cerró los ojos con un gemido. La cría estaba hambrienta y, si enterraba el cuerpo, ella lo desenterraría.

El gar brincó hacia el cadáver y lo tocó con sus zarpas, gruñendo con más fuerza. Richard trató de olvidarse de que sentía la garganta seca así como de sus escrúpulos.

La hermana Verna le había ordenado que se deshiciera del cuerpo, pues nadie debía saber que la centinela había muerto. Richard no soportaba la idea de que ese cuerpo fuese devorado. Pero, aunque lo enterrara, los gusanos se lo comerían. ¿Acaso los gusanos eran preferibles a un gar? Otra espantosa pregunta afloró en su mente: ¿quién era él para juzgar? Él también había comido carne humana. ¿Por qué era distinto en su caso? ¿Era él mejor que el gar?

Además, mientras la cría estuviera ocupada comiendo, él podría escabullirse y se alejaría antes de que pudiera seguirlo. Así se vería libre del pequeño gar.

Richard contempló cómo la cría inspeccionaba cautelosamente el cuerpo y probaba a tirar de un brazo con sus colmillos. El pequeño aún no sabía qué hacer con una presa muerta. Gruñó con más fuerza. Al verlo, Richard se sintió mareado.

El gar soltó el brazo y miró a Richard como si le pidiera ayuda. Aleteaba excitado. Tenía hambre.

Se le planteaban dos problemas.

En el fondo, ¿qué más daba? La mujer estaba muerta. Su espíritu había abandonado su cuerpo, y no se enteraría de nada. Así solucionaría dos problemas a la vez. Haciendo rechinar los dientes, pues era consciente de lo que debía hacer, desenvainó la espada.

Apartó al hambriento gar con una pierna, blandió la espada con toda su fuerza y abrió un profundo tajo. El pequeño gar se abalanzó sobre la mujer muerta.

El joven se alejó lo antes posible y sin mirar atrás. El ruido que hacía el gar le revolvía el estómago. Pero ¿quién era él para juzgar? Todavía mareado emprendió el regreso al campamento, trotando. El sudor le empapaba la camisa, y la espada nunca le había parecido tan pesada. El joven intentó por todos los medios quitarse el incidente de la cabeza. Recordaba el bosque del Corzo y añoraba regresar a su hogar; añoraba volver a ser quien era antes.

La hermana Verna justo había acabado de almohazar a Jessup y le colocaba la silla. La mujer le lanzó una mirada de soslayo mientras se acercaba a la cabeza del caballo y le dirigía suaves susurros, acariciándole la barbilla. Richard cogió la almohaza y cepilló con rapidez el lomo de Geraldine, a la que ordenó secamente que se estuviera quieta y dejara de dar vueltas. Quería alejarse de allí lo antes posible.

— ¿Te has asegurado de que no encontrarán el cuerpo?

— Si encuentran lo poco que queda, no sospecharán lo ocurrido —contestó Richard. El cepillo quedó inmóvil en un flanco de la yegua—. Unos gars me atacaron y se llevaron el cuerpo.

La Hermana ponderó en silencio la respuesta.

— Ya me pareció que oía gars. Bueno, supongo que funcionará. ¿Los mataste? —preguntó al joven, que de nuevo cepillaba a Geraldine.

— Maté a uno. —Richard consideró la posibilidad de callarse lo ocurrido, pero decidió que no importaba—. Había una cría. No la maté.

— Los gars son bestias asesinas. Deberías haberla matado. Tal vez deberías regresar y acabar con ella.

— No podría. No dejaría que me acercara lo suficiente.

— Tienes un arco, ¿no? —Con un leve gruñido, la Hermana tensó la correa de la cincha.

— ¿Y qué más da? vámonos de aquí. Seguramente no podrá sobrevivir sola.

La mujer se inclinó para comprobar que la correa no pellizcaba los ollares del caballo y repuso:

— Supongo que tienes razón. Lo mejor será que nos vayamos cuanto antes.

— Hermana, ¿por qué los gars no nos han molestado hasta ahora?

— Porque nos mantuvimos ocultos de ellos con mi han. A ti te atacaron porque te alejaste demasiado de mi escudo.

— ¿Y ese escudo tuyo mantendrá alejados de nosotros a todos los gars?

— Sí.

Bueno, al menos el han servía para algo bueno.

— ¿No consume mucho poder? Los gars son bestias enormes. ¿No te cuesta mantener el escudo?

— Sí, los gars son enormes, y hay otras bestias de las que también debo ocultarnos —contestó la mujer, sonriendo levemente—. Y sí, consume mucho poder. Pero uno tiene que buscar siempre el modo de lograr su objetivo usando el menos han posible.

»Lo que hago no es mantener alejados a los gars en sí, sino a las moscas de sangre —prosiguió la Hermana, acariciando el cuello del caballo—. Es mucho más sencillo. Si las moscas no logran atravesar el escudo, los gars no pueden localizarnos y no nos atacan. De este modo, consigo el objetivo que persigo usando muy poco poder.

— ¿Por qué no usaste tu poder para ocultarnos de la centinela?

— Algunos de los pueblos que habitan la Tierra Salvaje poseen amuletos que neutralizan nuestro poder. Es por esto por lo que tantas Hermanas han perdido la vida intentando atravesarla. Si supiéramos cómo funcionan esos amuletos o encantamientos, podríamos contrarrestarlos, pero no lo sabemos. Son un misterio.

Richard acabó de ensillar a Geraldine y a Bonnie en silencio, mientras la Hermana esperaba pacientemente. El joven pensó que la mujer no había dicho todo lo que deseaba decir sobre lo que estaban hablando antes de que fuera a enterrar a la centinela, pero la Hermana guardaba silencio. Finalmente, decidió abordar él el tema y dejarlo zanjado de una vez por todas.

— Hermana Verna, siento mucho las muertes de las hermanas Grace y Elizabeth. —El joven acariciaba con aire ausente el lomo de Geraldine, con la mirada fija en el suelo—. Quiero que sepas que pronuncié una oración junto a sus tumbas. Rogué a los buenos espíritus que velaran por ellas y las trataran bien. Yo no quería que muriesen. A pesar de lo que crees, no quiero que muera nadie. Estoy harto de tantas muertes. Ya ni siquiera puedo comer carne, porque no soporto la idea de que otro ser vivo muera sólo para que yo me alimente.

— Gracias por la oración, Richard, pero debes aprender que sólo debemos dirigir nuestras plegarias al Creador. Su Luz es la que nos guía. Rezar a los espíritus es de infieles. —La Hermana suavizó el duro tono de voz que empleaba para añadir—: Pero te perdono, porque aún no has sido instruido y no lo sabías. Estoy segura de que el Creador oyó tu plegaria y comprendió tus buenas intenciones.

A Richard le disgustó la intolerante actitud de la Hermana y se dijo que, muy probablemente, él sabía más acerca de espíritus que la mujer. Quizá no sabía demasiado acerca de ese Creador suyo, pero había visto espíritus tanto buenos como malos, y sabía que uno no debía menospreciarlos.

Los dogmas de la Hermana de la Luz se le antojaban tan estúpidos como las supersticiones de la gente campesina que había conocido en el desempeño de su trabajo de guía. Los campesinos tenían todo tipo de historias que explicaban el origen del hombre. Cada remota zona que visitó poseía una versión propia creada a partir de un animal o una planta. A Richard le gustaba escuchar esas historias mágicas y fabulosas, pero no eran más que leyendas que se inventaban para tratar de explicar dónde encajaba uno en el mundo. Richard no iba a aceptar fácilmente todo lo que las Hermanas le dijeran.

En su opinión, el Creador no era una especie de rey sentado en un trono que escuchaba todas las insignificantes plegarias que le dirigían. Los espíritus también habían estado vivos en otro tiempo, por lo que comprendían las necesidades de los mortales, las exigencias de la carne y la sangre.

Zedd le había enseñado que el Creador no era más que otro nombre para denominar el equilibrio en todas las cosas, no un sabio que pronunciaba juicios.

Pero ¿qué más daba? Sabía que la gente se aferra con firmeza a las doctrinas y se niega a ver más allá. La hermana Verna tenía sus creencias, y él no conseguiría hacerla cambiar. Richard jamás había juzgado a nadie por sus creencias y no iba a empezar ahora. Tales creencias, verdaderas o falsas, podían ser un bálsamo.

Richard se quitó el bridecú por encima de la cabeza y tendió la espada a la mujer, diciéndole:

— He estado pensando en lo que dijiste antes y he decidido que ya no quiero la espada.

La Hermana levantó las manos, y el joven le entregó la espada, la funda y el bridecú.

— ¿Estás seguro de esto? —preguntó la mujer sin atisbo de emoción.

— Sí. He acabado con esto. Ahora la espada es tuya.

Dicho esto, dio media vuelta para comprobar la silla. Incluso sin llevar la espada seguía sintiendo el hormigueo de su magia. Podía entregar el arma, pero la magia permanecía en él; él era el verdadero Buscador y no podía librarse de ella. Pero, al menos, podía librarse de la espada y de los actos que cometía con ella.

— Eres un hombre muy peligroso, Richard —susurró la Hermana.

— Justamente por eso te entrego mi arma —replicó el aludido, mirándola por encima del hombro—. Yo ya no la quiero, y tú sí. Así pues, es tuya. Ahora veremos si te gusta mucho matar con ella.

Richard pasó el extremo de la correa de la cincha por la hebilla y apretó. Antes de dar media vuelta, dio a Bonnie una cariñosa palmada. La hermana Verna seguía sosteniendo la espada.

— Hasta ahora no me había dado cuenta de lo peligroso que eres.

— Ya no lo soy. Ahora tú tienes la espada.

— No puedo aceptarla —susurró la mujer—. Mi deber era quitártela cuando regresaras, para ponerte a prueba. Sólo podías hacer una cosa para evitar perderla y acabas de hacerla. Toma. —La Hermana le tendió la espada—. No hay hombre más peligroso que un hombre impredecible. Es imposible saber qué harás cuando se te presiona. Surgirán problemas tanto para nosotras como para ti.

Richard no tenía ni idea de lo que estaba hablando.

— No hay nada impredecible en lo que he hecho; tú querías la espada, y yo estoy harto de las cosas que hago con ella. Así pues, te la entrego.

— Lo comprendes porque así es como piensas. Pero otros piensan de un modo distinto. Eres un enigma, Richard. Y, lo que es peor, te comportas de manera inexplicable justo cuando lo necesitas. Eso es obra del don. Estás usando tu han sin entender qué haces. Eso es peligroso.

— Tú misma dijiste que una de las razones para llevar el collar es para que mi mente se abra al don. Si estoy usando el don, que es justo lo que tú quieres y lo que yo necesito, no veo el peligro por ninguna parte.

— Lo que necesitas y lo correcto no tienen por qué coincidir. El hecho de que quieras algo no significa que esté bien. Tómala. Ahora no puedo aceptarla. Debes quedártela.

— Ya te lo he dicho: no la quiero.

— En ese caso, arrójala al fuego. Yo no puedo tomarla. Está contaminada.

Richard se la arrebató de las manos.

— No pienso arrojarla al fuego. —Se pasó el bridecú por la cabeza y se ajustó la funda de la espada a la cadera—. Creo que eres demasiado supersticiosa, Hermana. No es más que una espada. No está contaminada.

La Hermana se equivocaba. Era la magia la que estaba contaminada y eso no se lo había ofrecido. Por mucho que deseara librarse de su magia, de todo tipo de magia, no podía. La magia era parte de él. Kahlan lo había comprendido y se había deshecho de esa magia, y de él.

La Hermana le dio la espalda y montó a Jessup. Cuando habló, su voz sonaba fría y distante:

— Debemos partir.

Richard montó y la siguió. Deseaba que, después de alimentarse, el pequeño gar tuviera una oportunidad para sobrevivir. Mientras se internaba en la noche en pos de la Hermana, se despidió de él en silencio.

Aunque su renuncia a la espada había ido en serio, se sentía extrañamente aliviado de que le hubiera sido devuelta. Le pertenecía y, si no la tenía, sentía como si le faltara algo. Zedd se la había entregado a él. La espada lo había hecho cambiar, pero también era un recordatorio de su amigo y de su hogar.


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