32

Los relámpagos ya no regresaron. Aunque las nubes seguían hirviendo furiosas alrededor, los rayos habían cesado. Richard caminaba sin pensar adónde iba. Cada vez que presentía peligro, lo eludía. A ambos lados, las visiones lo tentaban, pero él, estoicamente, se negaba a verlas.

Se topó con otra torre que al principio no vio debido a las oscuras nubes. Era idéntica a la anterior excepto en el color, de un lustroso negro. Aunque su intención era evitarla, sin saber cómo se encontró cruzando uno de los arcos para echar un vistazo dentro. El suelo estaba cubierto por arena que se acumulaba en las esquinas, como en la otra torre, pero ésta era negra en vez de blanca. No obstante, centelleaba igual que la otra.

La curiosidad pudo más que la cautela, y Richard pasó un dedo por la ceniza negra que cubría los muros. Tenía un sabor dulce.

El mago que había dado su vida en el Fuego Vital lo había hecho para salvar a otro de la tortura, no a sí mismo. Este mago había sido altruista, mientras que su homónimo de la blanca torre había sido innoble.

Si por el hecho de poseer el don significaba que también él era mago, Richard se preguntó qué tipo de mago era. A él le gustaría pensar que era altruista, pero acababa de matar a un semejante para librarse de la tortura. ¿Pero acaso no estaba en su derecho de matar en defensa propia? ¿Debía morir injustamente para ser honorable?

¿Quién era él para juzgar cuál de esos magos había sido el más sabio o cuál había ejercido simplemente sus derechos?

La brillante arena negra lo fascinaba. Parecía que atraía la luz de ninguna parte y la reflejaba en el interior de la torre, que iluminaba con titilantes colores. Richard cogió una lata vacía para especias y la llenó con arena negra. A continuación volvió a guardar la lata en su mochila, que colgaba de la silla de Geraldine, mientras llamaba a Bonnie con un silbido. La yegua pastaba de nuevo.

Bonnie alzó la cabeza y giró las orejas hacia él. Diligentemente, acudió a su llamada y se unió a los otros dos caballos y el hombre. Al llegar junto a éste empujó la cabeza contra su hombro, pidiendo que le rascara el cuello. Mientras se alejaban de la torre, Richard la complació.

El joven tenía la camisa totalmente empapada de sudor, así como la frente. Quería alejarse cuanto antes de ese lugar, de la magia, de los hechizos y de las visiones. Caminaba a paso rápido por el yermo valle, tratando de desoír las voces familiares que lo llamaban. Ardía en deseos de ver los rostros de sus seres queridos que lo llamaban, pero no miró. Otras voces le dirigían entre dientes palabras amenazantes, pero Richard seguía adelante. A veces sentía los hechizos en la piel como un hormigueo, o sentía punzadas de calor, de frío o de dolor, lo que le inducía a apartarse de ellos más rápido aún.

Mientras se secaba el sudor de los párpados, fijó la mirada en la tierra reseca y vio las huellas. Eran las suyas propias. Entonces se dio cuenta de que, tratando de evitar las sensaciones de peligro, las visiones y las voces, había estado andando en círculos, si es que esas huellas eran reales.

Empezaba a tener la desagradable sensación de que la magia lo estaba atrapando. Tal vez en todo el tiempo que había estado caminando no había avanzado ni un paso hacia la salida del valle de los Perdidos. Quizá también él se había perdido. ¿Cómo iba a encontrar el camino de salida? Richard continuó avanzando, tirando de los caballos, pero con una creciente sensación de pánico.

De pronto, de la niebla oscura que se extendía ante él surgió una visión que lo dejó paralizado. Era la hermana Verna. La mujer vagaba sin rumbo, con las manos unidas en actitud de plegaria, los ojos vueltos hacia el cielo y una sonrisa de beatífica felicidad en los labios.

— ¡Vete! —le gritó Richard—. ¡Ya estoy harto de tantos espectros! ¡Dejadme solo! —La mujer no parecía oírlo. Pero eso era imposible; estaba muy cerca y debería. Richard se acercó más a ella. De repente sintió que alrededor el aire se hacía más denso y centelleaba, hasta que lo atravesó—. ¿Es que no me oyes? ¡Escúchame! ¡Te digo que te marches!

La Hermana posó en él sus ojos marrones de distante mirada. Extendió un brazo hacia él y alzó la mano en lo que pretendía ser un gesto intimidatorio.

— Déjame —le dijo—. He encontrado lo que buscaba. Déjame con mi paz y mi felicidad.

Viendo a la mujer dar media vuelta, Richard notó una sensación de aprensión y hormigueo que le recorría todo el cuerpo, hasta los dedos de los pies. La Hermana no trataba de atraerlo como las demás visiones.

El pelo se le puso de punta.

— ¿Hermana Verna? —¿Era posible? ¿Podía estar viva? Tal vez no la había matado de verdad. Tal vez había matado a una visión—. Hermana Verna, si realmente eres tú, dime algo.

— ¿Richard?

La mujer lo miró con expresión perpleja.

— Claro que soy Richard.

— Vete —susurró la Hermana, alzando de nuevo los ojos a lo alto—. Ahora estoy con Él.

— ¿Él? ¿Quién es él?

— Por favor, Richard, estás contaminado. Márchate.

— Si eres una visión, márchate tú.

— Te lo ruego, Richard. —La Hermana lo miró con ojos suplicantes—. Lo estás molestando. No estropees lo que he encontrado.

— ¿Qué has encontrado? ¿A Jedidiah?

— Al Creador —respondió ella en tono reverente.

— Yo no veo a nadie —dijo Richard, mirando hacia arriba.

— Déjame con Él. —La Hermana le dio la espalda y empezó a alejarse.

Richard no sabía si se trataba de la auténtica hermana Verna o de una ilusión. Tal vez era el espíritu de la mujer muerta. ¿Qué era cierto? ¿Cómo iba a averiguarlo?

Había prometido a la verdadera Hermana que conseguiría cruzar el valle, que él la ayudaría. Richard la siguió antes de que la niebla negra se la tragara.

— ¿Qué aspecto tiene el Creador, hermana Verna? ¿Es joven? ¿Viejo? ¿Tiene el pelo largo? ¿Corto? ¿Le falta algún diente?

— ¡Vete! —le espetó la Hermana, rabiosa.

La amenazante expresión de la mujer lo dejó helado.

— No. Escúchame, hermana Verna. Tú te vienes conmigo. No pienso dejarte aquí, atrapada en un sortilegio. Lo que ves no es más que una ilusión.

Richard razonó que, si la mujer era un espectro y él se la llevaba, se desvanecería antes de salir del valle mágico. Pero, si era real, entonces la salvaría. Eso significaría que estaba viva. Aunque por una parte deseaba verse libre de ella, aún deseaba más que estuviera viva y que lo que la Hermana le había hecho en la torre no fuese real. No quería que la de la torre fuese la verdadera hermana Verna. Así pues, echó de nuevo a andar hacia ella.

La mujer alzó una mano como para empujarlo, aunque aún estaba a unos diez pasos de distancia. La fuerza del impacto lo lanzó al suelo. Richard rodó sobre sí mismo, apretándose el pecho. Sentía un dolor lacerante. Se asemejaba mucho a lo que le había hecho en la torre, ese dolor intenso y ardiente, pero no duraba tanto.

Con un gesto de dolor se incorporó y puso las ideas en orden mientras pugnaba por respirar. Alzó la cabeza para comprobar dónde estaba la Hermana, por si se le ocurría atacarlo de nuevo. Lo que vio lo dejó sin respiración.

La Hermana miraba de nuevo hacia el cielo, y la niebla oscura que los rodeaba a ambos giraba y adoptaba formas. Eran espectros: figuras incorpóreas en cuyo interior bullía la muerte. Sus rostros mudaban rápidamente con humeantes sombras siempre cambiantes, que se combinaban con unos relucientes ojos rojos y semblantes impenetrables; ardientes llamas de fuego vivas de odio que chispeaban furiosas desde la noche eterna.

A Richard se le puso la carne de gallina. Cuando sintió la presencia del aullador al otro lado de la puerta en la casa de los espíritus, cuando había sentido al hombre que estaba a punto de matar a Chandalen y la primera vez que había visto a las Hermanas había experimentado una abrumadora e inexplicable sensación de peligro. Y ahora se repetía.

En su mente no cabía la menor duda de que esos espectros eran parte de la magia del valle, y que, por fin, esa magia había encontrado al intruso: él.

— ¡Verna! —gritó.

— Richard, ya te he dicho que debes llamarme hermana Verna —lo reprendió la mujer.

— ¿Es esto lo que haces a tus pupilos? ¿Les haces daño con tu poder?

La Hermana se sobresaltó.

— Pero si yo…

— ¿Es éste tu paraíso eterno? ¿Pelearte con los demás? ¿Hacerles daño? —Richard se arrodilló rápidamente, sin perder de vista las formas que flotaban alrededor—. Hermana, tenemos que salir de aquí.

— Pero yo quiero quedarme con Él. He hallado la felicidad.

— ¿Es ésta tu idea del paraíso? ¿Causar dolor? ¡Respóndeme, hermana Verna! ¿Es esto lo que el Creador desea que hagas? ¿Causar daño a la gente de la que eres responsable?

La Hermana se quedó mirándolo muy asombrada y, recuperando de pronto la rapidez de movimientos, corrió hacia él.

— ¿Te he hecho daño? —le preguntó, cogiéndolo con fuerza por los hombros—. Oh, hijo mío, lo siento. No era mi intención.

Richard se puso de pie y la zarandeó.

— Hermana, tenemos que salir de aquí. Pero yo no sé cómo. ¡Dime cómo hacerlo antes de que sea demasiado tarde!

— Pero… yo quiero quedarme.

— Mira alrededor, hermana Verna. ¿Qué ves?

La mujer giró la cabeza con rigidez, posando la mirada en una oscura forma tras otra, y luego de nuevo en el joven.

— Richard…

— ¡Mira, Hermana! —Richard señaló el cielo, enfadado—. ¡Ése no es el Creador! ¡Es el Custodio!

La mujer miró en la dirección que él señalaba. Lanzando un grito ahogado, se llevó una mano a la boca.

El resplandor rojo en los ojos de una de las formas oscuras y cambiantes se intensificó hasta convertirse en ascuas ardiendo. La sensación de peligro le llegó a Richard hasta la misma alma. En un abrir y cerrar de ojos ya había desenvainado la espada. El vaporoso espectro adquirió forma sólida, con huesos, músculos, garras y colmillos. Ahora era una horrenda bestia de piel oscura, agrietada y correosa, salpicada por asquerosas llagas purulentas. La bestia descendió sobre Richard con increíble velocidad.

Empuñando la espada con ambas manos, Richard descargó toda la furia que sentía en un grito, mientras atravesaba el pecho de la bestia con el acero. La carne blanda y el duro hueso sisearon al contacto con la hoja. El monstruo se deslizó de la espada al suelo como un cubo lleno de inmundicias; el pellejo no fue suficiente para contener sus entrañas. Una gota de sangre salpicó a Richard en un brazo, le quemó la camisa y le llegó a la carne. La bestia hervía y echaba espuma desde el interior. De las llagas abiertas empezaron a brotar gusanos.

La hermana Verna contemplaba con ojos desorbitados esa masa borboteante y humeante. Richard le agarró la corta melena rizada y le giró la cabeza para obligarla a mirar a las formas que se les acercaban.

— ¿Es ésta tu idea del paraíso? ¡Mira! ¡Míralas!

El joven la arrastró hacia atrás con él, mientras la oscura y aguada sangre derramada por la bestia prendía. Las llamas desprendían volutas de humo acre, grasiento y negro. Richard se detuvo al recordar lo que la Hermana le había dicho antes acerca de correr hacia las garras de las bestias que acechaban detrás. Entonces olió a carne quemada y, al darse cuenta de que era la suya, escupió sobre el doloroso punto humeante en el brazo donde había salpicado la sangre del monstruo.

Rápidamente recorrió la zona con la mirada. Detrás de ellos había más formas. Una de ellas se encarnó en otra bestia, esta vez con pezuñas hendidas y un ancho hocico, del que le brotaron colmillos afilados como navajas, que crecieron hasta transformarse en largas armas curvas.

Gruñendo, cargó contra ellos. Richard descargó la espada sobre la cabeza de la bestia que trataba de empalarlo con los colmillos, y le atravesó el cráneo. Lanzando un chillido, el monstruo se desplomó pesadamente. Cuando su voluminoso cuerpo tocó el suelo, ya se había transformado en una masa de serpientes que se retorcían. Los ofidios iban cayendo uno sobre los otros en una enmarañada pila que se iba deshaciendo. Centenares de penetrantes ojos rojos se clavaron en él, y lenguas rojas se agitaron en el aire, mientras los cuerpos a bandas amarillas y negras se deslizaban hacia los dos humanos.

A Richard no le pareció que fueran meros espejismos incorpóreos. Al menos, el brazo donde la sangre del monstruo le había quemado le dolía una barbaridad. Las serpientes silbaban. Algunas se enroscaron, prestas a atacar, dejando al descubierto chorreantes dientes.

— Richard, tenemos que salir de aquí. Vamos, hijo.

Ambos dieron media vuelta y echaron a correr, seguidos por las serpientes de ojos rojos que flotaban. De pronto, Richard sintió que atravesaba una zona de aire más denso, que chispeaba alrededor.

La hermana Verna gritó. Richard se volvió y la vio tirada en el suelo, delante de las serpientes. La Hermana se puso de pie de un salto y volvió a intentarlo, pero no pudo pasar. Para ella el aire era sólido.

Por un instante se quedó en silencio. Una vez se hubo serenado, unió ambas manos y dijo:

— Richard, estoy atrapada en este hechizo y no puedo salir de él. Es a mí a quien el hechizo ha capturado y reconoce. Para mí ya es tarde. Sálvate. Corre. Sin mí tienes una oportunidad. Vamos, corre.

De pronto había muchas más serpientes de las que Richard había visto al principio. El suelo hervía de reptiles. Lo estaban rodeando. De un golpe con la espada, decapitó a tres que se habían acercado demasiado.

Los cuerpos sin cabeza se retorcieron y a continuación se convirtieron en cientos de enormes bichos brillantes con bandas negras y marrones. Los insectos se dispersaron en todas direcciones. Algunos se le metieron dentro de las perneras. Frenético, Richard sacudió las piernas para librarse de ellos. Cada picadura era como un carbón ardiendo sobre la piel. Golpeaba con los pies en el suelo para quitárselos de encima. En el suelo donde había matado a las serpientes los bichos se multiplicaban. Sus duros cuerpos caían unos sobre los otros y crujían como el sonido de hojas secas que el viento arrastra por un suelo agostado.

Saltando entre los bichos que emitían ruiditos secos y las serpientes que se retorcían, avanzó de espaldas hasta el aire que chispeaba.

— Sin ti no tengo oportunidad alguna —dijo a la Hermana—. Tú vienes conmigo.

El joven la envolvió con sus brazos y se lanzó hacia la chispeante barrera con la espada por delante. Al principio era como muro sólido, pero entonces el aire alrededor explotó con rutilantes destellos. Líneas de luz, como vidrio agrietado, salieron disparadas en todas direcciones. El aire se inflamó en un estallido de chispas y un resonar de truenos. Las vertiginosas chispas fueron ralentizándose y cayendo al suelo como copos de nieve. Su luz se extinguía al tocar la tierra. Ambos atravesaron entonces la barrera, libres ya del hechizo.

Pero las formas oscuras los siguieron, al igual que las serpientes, y los bichos reventaban y crujían bajo sus botas.

— Salgamos de aquí —dijo Richard, aferrando con más fuerza la espada.

La mujer avanzó dos pasos y se quedó inmóvil.

— ¿Qué pasa?

— Ya no siento el camino —susurró—. Richard, no siento los huecos. ¿Sientes tú algo? —El joven negó con la cabeza—. ¡Inténtalo! Intenta sentir dónde hay menos peligro.

El joven golpeó con los pies en el suelo para desprenderse de los bichos de las piernas y se quitó uno que le había llegado al rostro. Las serpientes seguían brotando sin cesar del lugar donde había caído la bestia. Hervían como el agua de un manantial.

— No puedo —dijo al fin—. Siento peligro por todas partes. Es lo mismo en todas direcciones. ¿Por dónde vamos?

— No lo sé. —La Hermana se agarraba la camisa en un puño.

Richard oyó un grito. Una voz familiar lo atrajo de forma irresistible. Kahlan estaba totalmente cubierta de serpientes, como una roca en medio del manantial vivo de ofidios. La mujer extendió los brazos hacia él.

— ¡Richard, ayúdame! ¡Dijiste que me amarías siempre! ¡Por favor, Richard! ¡No me dejes aquí! ¡Sálvame!

— ¿Hermana Verna, qué es lo que ves? —preguntó en un trémulo susurro.

— A Jedidiah —repuso ésta en voz baja—. Está cubierto por serpientes y me pide ayuda. Que el Creador se apiade de nosotros.

— Es un poco tarde ya, ¿no crees?

— No blasfemes.

Richard se obligó a dar la espalda a la visión. Cogió a la Hermana por un brazo, y se la llevó. Tenían que ir esquivando las formas oscuras que flotaban alrededor. También evitaban a las serpientes, pero era imposible no pisar los enormes bichos. El joven sabía que, ahora que la magia los había encontrado, moverse sin saber adónde iban podía ser más peligroso que quedarse quietos. No obstante, no conseguía que los pies dejasen de moverse. Por fin llegaron a una zona libre de serpientes y de bichos, por el momento.

— Se nos acaba el tiempo. ¿Aún no sientes nada? ¿No sientes el camino?

— Nada. Lo siento, Richard. He fracasado en mi deber; he fallado al Creador. Por mi culpa, ambos moriremos.

— Aún no estamos muertos.

Richard llamó con un silbido a los caballos. Éstos acudieron trotando, sin hacer caso de las formas oscuras. Bonnie lo empujó con el hocico, obligándolo a retroceder un paso. La hermana Verna cogió las riendas de Jessup y empezó a andar con él.

— ¡No! —gritó Richard, al tiempo que montaba a Bonnie. El joven aplastó a dos bichos que le subían por la pierna—. Monta. Rápido.

La mujer se quedó mirándolo sin pestañear.

— Richard, no podemos montar los caballos. Ya te lo he dicho. No son más que unas estúpidas bestias. Podrían asustarse por algo y conducirnos hacia una tormenta de hechizos. ¡No podemos controlarlos sin los bocados!

— Hermana, me dijiste que habías leído Las Aventuras de Bonnie Day. ¿Recuerdas cuando los tres protagonistas están conduciendo a los heridos a lugar seguro y llegan al río de aguas envenenadas que no pueden cruzar? ¿Recuerdas qué dicen? Dicen a la gente que deben tener fe en que puede lograrse. Bonnie, Geraldine y Jessup los cruzan al otro lado. Ten fe, Hermana. Deprisa. Monta.

— ¿Quieres que haga algo estúpido que sé que nos matará sólo por algo que leíste en un libro? Te digo que debemos caminar.

Bonnie sacudió la cabeza y bailó en torno. Richard tensó las riendas para frenarla.

— Tú no sabes por dónde ir, y yo tampoco. Si nos quedamos aquí, moriremos.

— ¿Y de qué va a servirnos montar? —La mujer tuvo que dar un brusco tirón a Jessup para mantenerlo quieto. Bonnie le había contagiado su excitación.

— Hermana, ¿qué han estado haciendo los caballos todo el día, siempre que tenían oportunidad?

— Pastar. Comer una hierba imaginaria. Estaban teniendo visiones.

— ¿De veras? ¿Cómo lo sabes? ¿Y si fuésemos nosotros los que viésemos una ilusión? Tal vez ellos ven lo que hay en realidad. ¡Vamos, monta!

Las formas oscuras se acercaban, y sus ojos rojos brillaban con más intensidad. La hermana Verna las miró y luego montó a Jessup.

— Pero…

— Ten un poco de fe, Hermana. —Bonnie hizo cabriolas hacia un lado, ansiosa por echar a correr—. Te prometí que te salvaría y pienso cumplir mi promesa. Yo iré delante. No te retrases.

Richard incitó a la yegua con un brusco taconazo en las costillas, al tiempo que le gritaba la orden. Bonnie se lanzó al galope. Los otros dos caballos la imitaron. Richard se inclinó sobre la cruz de Bonnie y le dio rienda suelta, sin ofrecerle indicación alguna de adónde ir. Para no influir en ella, en vez de concentrarse en lo que había delante de ellos, lo hizo en las orejas de la yegua.

— ¡Richard! —gritó la hermana Verna desde atrás—. En nombre del Creador, mira adónde te diriges. ¿No ves adónde llevas al caballo?

— Yo no lo llevo —respondió el joven, gritando para hacerse oír por encima del atronador ruido de los cascos—. Ella elige el rumbo.

La Hermana galopó hasta ponerse a su lado. Estaba verdaderamente furiosa.

— ¿Te has vuelto loco? ¡Mira adónde te diriges!

Richard miró. Corrían al galope hacia el borde de un precipicio.

— Cierra los ojos, Hermana.

— ¿Es que has perdido la…

— ¡Cierra los ojos! Es una visión. Una visión de un miedo que todos compartimos: caer por un precipicio. Es como las serpientes que ambos vimos.

— ¡Las serpientes eran reales! Si te equivocas, estamos perdidos.

— Cierra los ojos. Si fuese real, los caballos no se tirarían por un precipicio. —Richard deseó tener razón.

— A no ser que haya realmente un precipicio, pero la magia les muestre una visión de terreno llano para matarnos.

— Si nos quedamos aquí, moriremos. No tenemos elección.

El joven oyó cómo la mujer lanzaba una maldición mientras tiraba de la rienda derecha para girar el caballo, pero Jessup seguía a Bonnie. Bonnie era la líder, y ni Jessup ni Geraldine iban a abandonarla.

— Ya te dije que era una tontería destruir esos bocados. Ahora no podemos controlarlos. Nos arrastrarán al fondo del precipicio con ellos.

— Te prometí que te salvaría. Destruir esos bocados es lo que va a salvarte. Yo tengo los ojos cerrados. Si quieres vivir, ciérralos tú también.

La hermana Verna guardó silencio, mientras los tres caballos seguían a galope tendido. Richard apretaba los ojos con fuerza. Cuando le pareció que había llegado al borde, contuvo la respiración y rogó que los buenos espíritus le fuesen favorables esa vez.

Sentía en las piernas el hormigueo previo a caer en picado por un precipicio. Trató de no pensar en cómo sería la caída. No era más que una visión de miedo compartido. Seguro que sí. El joven se dio cuenta de que aferraba las crines de Bonnie como si en ello le fuera la vida. Entonces relajó los dedos, pero mantuvo los ojos cerrados.

La caída no se produjo.

Los tres caballos siguieron galopando. Richard no hizo nada por moderar la marcha, sino que permitió que corrieran tanto como quisieran. Estaban de humor retozón después de haberse pasado el día paciendo, y Richard se daba cuenta de que estaban disfrutando la carrera. Ahora corrían por el puro placer de hacerlo.

Al rato, el ruido de los cascos empezó a cambiar. Ya no era un ruido seco, sino más suave.

— ¡Richard, estamos fuera del valle!

El joven miró atrás y vio las negras nubes de tormenta lejos, en el horizonte. El sol brillaba a baja altura sobre un paisaje ondulado y cubierto de hierba. Los caballos se pusieron a medio galope.

— ¿Estás segura? ¿Estás segura de que hemos salido?

— Sí. Conozco este lugar. Estamos en el Viejo Mundo.

— Podría ser una ilusión para darnos confianza y luego atraparnos.

— ¿Siempre tienes que cuestionar lo que te digo? Lo siento con mi han. No es espejismo alguno. Nos hemos salvado del valle, de su magia. Ahora ya no puede alcanzarnos.

Richard se preguntó por última vez si eso sería un espejismo, pero también él sentía que ya no había peligro. Se inclinó hacia adelante y se abrazó al cuello de Bonnie.

En las inmensas colinas en las que estaban entrando no crecía ningún árbol, sólo hierba y flores silvestres. Los lugares más bajos estaban salpicados de rocas de color arenoso. El sol aún brillaba con fuerza, pero ya no abrasaba la tierra. Richard rió al sentir el viento en la cara.

Entonces dirigió una sonrisa a la hermana Verna, pero la mujer no sonreía. Tenía la frente fruncida y escrutaba las colinas que se extendían ante ellos.

— Borra esa sonrisa de la cara —le espetó.

— Es que estoy contento de haberlo logrado. Estoy contento de que esté viva, Hermana.

— Si tuvieras idea de lo enfadada que estoy ahora mismo contigo, Richard, no te alegrarías tanto de tenerme aún a tu lado. Te lo digo muy seriamente: harías bien en mantener la boca cerrada.

Richard sólo sacudió la cabeza.

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