63

Al alzar la vista de donde estaba sentado, en el suelo, vio a Warren en el umbral. No había oído llamar a la puerta. En vista de que nada decía, Warren corrió hacia él y se agachó a su lado.

— Escúchame, Richard, algo que me dijiste me hizo pensar. Dijiste que ibas a casarte con la Madre Confesora.

Richard salió de su aturdimiento y alzó la vista.

— La profecía habla de ella, ¿no es eso? La profecía que debe cumplirse el solsticio de invierno.

— Es posible. Pero no sé lo suficiente sobre ella, sobre las Confesoras, para afirmarlo con seguridad. ¿Viste de blanco la Madre Confesora?

— Sí. Las Confesoras nacen para hallar la verdad. Ella es la última.

Richard recordó la visión que tuvo en una de las Torres de Perdición, recordó el horror de lo que vio. Las palabras de Kahlan se le habían quedado grabadas en la memoria. Se las repitió a Warren:

«Cuando la amenaza de la sombra desaparezca, de todas tan sólo quedará viva una, nacida con la magia de sacar a la luz la verdad. Pero la aciaga sombra del reino de los muertos acecha. Si la vida quiere tener una esperanza, la de blanco deberá ser ofrecida a su gente, para darles felicidad y jolgorio.»

— ¡Sí, ésa es! Creo que la «aciaga sombra» se refiere tanto al Custodio como al solsticio de invierno. Creo que significa que… Richard, ¿dónde leíste esa profecía?

— No la leí. Me vino en forma de visión.

Warren abrió mucho los ojos, cosa que siempre ocurría cuando estaba perplejo.

— ¿Tuviste una visión de una profecía?

— Sí, ella me dijo las palabras y me mostró con imágenes lo que significaban.

— ¿Y qué significan?

Richard se frotó una pernera.

— No puedo decírtelo. Me dijo que podía repetir las palabras pero que no debía hablar de la visión. Lo siento, Warren, pero no me atrevo a violar esa advertencia sin saber las consecuencias. Pero puedo decirte que, si esa profecía se cumple, ni ella ni yo tendremos felicidad ni jolgorio.

Warren se quedó un momento pensativo.

— Sí. Tienes razón. —Lo miró por el rabillo del ojo antes de añadir—: Richard, hay algo acerca de las profecías que creo que debo decirte. Casi nadie lo sabe, pero las palabras no siempre expresan el verdadero propósito de la profecía.

— ¿Qué quieres decir?

— Bueno, a veces, cuando leo una profecía tengo una visión de ella. Luego esa visión se cumple y la profecía también, pero no como uno podría imaginarse al leerla. Creo que las profecías están hechas para ser entendidas a través de visiones.

— ¿Lo saben las Hermanas?

— No. Pienso que eso es lo que significa ser un profeta. Richard, si tuviste esa visión, oíste las palabras y viste lo que significaban, es posible que seas un profeta.

— Según la Prelada, poseo un talento distinto. Si tiene razón, tener visiones es una capacidad más de lo que soy.

— ¿Y eso es?

— La Prelada dijo que soy un mago guerrero.

Nuevamente Warren puso unos ojos como platos.

— Richard, los magos guerreros poseen el don para ambos tipos de magia. Hace miles de años que no nace nadie con el don para la Magia de Resta. Tal vez la Prelada se equivoca.

— Ojalá, pero eso explicaría algunas cosas. Por lo que un amigo mío me explicó, la Magia de Suma utiliza lo que ya existe, le añade algo, lo multiplica y lo modifica; resumiendo, crea. Y la Magia de Resta sería lo contrario; destruye.

»Las Hermanas crean los escudos, pero ellas sólo poseen la Magia de Suma. Incluso a quienes poseen el don les cuesta atravesarlos, porque también poseen únicamente Magia de Suma. Es poder contra poder. Pero, por alguna razón yo puedo atravesar los escudos de palacio sin tener que esforzarme siquiera.

»Si tuviera Magia de Resta, lo explicaría. Mi Magia de Resta contrarrestaría la de Suma de los escudos; los destruiría.

— Pero me contaste que trataste de atravesar las barreras que nos impiden marcharnos. Y también son un escudo. ¿Por qué no pudiste atravesarlo si realmente posees Magia de Resta?

Richard enarcó una ceja y se inclinó hacia adelante.

— Warren, ¿quién levantó esos escudos?

— Bueno, quienes conjuraron toda la magia de palacio. Los magos de hace…

— Que, según tú, poseían Magia de Resta. Ese escudo es el único que ellos levantaron y es el único que no puedo atravesar. Es el único que mi Magia de Resta, si es que realmente la tengo, no puede contrarrestar. ¿Ves qué quiero decir?

Warren se sentó sobre los talones.

— Sí… —El joven se frotó el mentón, pensativo—. Sí, tendría sentido. Concordaría con algunas de las profecías sobre ti. Si es que realmente eres un mago guerrero y eres el nacido para la verdad.

— ¿Dicen esas profecías si venceré?

Warren vaciló y echó una mirada a la Espada de la Verdad, colocada en el suelo al lado de Richard.

— ¿Las palabras «hoja blanca» significan algo para ti?

Richard suspiró hondo al recordar.

— A través de la magia puedo volver blanca la hoja de mi espada.

Warren se enjugó con la mano el sudor del rostro.

— En ese caso, me temo que estamos en un buen lío. Hay una profecía que dice: «Si se liberan las fuerzas en juego, se producirá un desgarro, y una aciaga ansia ensombrecerá el mundo. En ese caso, la esperanza de salvación será tan delgada como la hoja blanca del nacido para la Verdad».

— El desgarro es la puerta abierta —razonó Richard.

— En ese caso, la «aciaga ansia» es una referencia al Custodio.

— Warren, tengo que impedir que la profecía sobre la mujer de blanco se cumpla. Es muy importante. ¿Se te ocurre algo?

Warren lo miró como si estuviera tratando de tomar una decisión.

— Sí. No sé si servirá de algo pero… —El joven se frotó los muslos con las manos—. Hay un profeta aquí, en palacio. Nunca lo he visto. Siempre he querido hablar con él, pero las Hermanas no me lo han permitido. Dicen que es demasiado peligroso para mí hasta que no aprenda más. Me han prometido que, cuando sepa lo suficiente, me dejarán verlo.

— ¿Dónde lo tienen?

Warren se estiró un pliegue de la túnica que se le había enganchado bajo las rodillas.

— No lo sé. En una de las áreas restringidas, pero no sé en cuál de ellas, y tampoco sé cómo podríamos averiguarlo.

— Yo sí —declaró Richard, poniéndose de pie.

Richard supo que había recurrido al guardia adecuado cuando Kevin Andellmere palideció como un fantasma al oír mencionar al Profeta. Al principio se resistió y fingió ignorancia, pero cuando Richard le recordó amablemente todos los favores que le debía, Kevin le susurró dónde encontrarlo.

El complejo al que Kevin le remitió era uno de los más protegidos del palacio. Richard conocía la posición de todos los guardias, pues había recogido allí rosas blancas y se había subido al muro para «ver mejor el mar». Asimismo conocía a todos los guardias; eran clientes asiduos de las prostitutas pagadas por Richard.

Al llegar a la verja exterior no se detuvo, sino que simplemente saludó a los guardias con una inclinación de cabeza y un guiño. Los guardias que custodiaban la muralla se mostraron más reticentes; tartamudearon algo y extendieron una mano para detenerlo. Pero Richard los saludó con la mano, fingiendo que tomaba su actitud también por un saludo. Al fin los guardias suspiraron y regresaron a sus puestos, dejando que Richard siguiera adelante. El joven llevaba la capa del mriswith abierta.

Al final de la muralla había una pequeña columnata y, al fin de ésta, una escalera de caracol que descendía hacia los aposentos del Profeta. Quienes custodiaban la puerta eran los dos guardias que más le había costado ganarse y a los que al fin había conquistado regalándoles compañía femenina. Al verlo, se pusieron tensos.

Richard se encaminó con toda tranquilidad a la puerta situada entre ambos.

— Walsh, Bollesdun, ¿cómo os va?

Los guardias le cerraron el paso cruzando las lanzas.

— Richard, ¿qué estás haciendo tú aquí? Las rosas crecen arriba.

— Escucha, Walsh, he venido a ver al Profeta.

— Richard, no nos pongas en un brete. Sabes perfectamente que no podemos dejarte pasar. Las Hermanas nos despellejarían vivos.

El joven se encogió de hombros.

— No les diré que me habéis dejado pasar. Diré que os engañé. Nadie sabrá que he estado aquí y si lo averiguan, diré que me colé a vuestras espaldas. Respaldaré vuestra historia.

— Richard, de verdad que no…

— ¿Acaso he hecho alguna vez algo que os haya causado problemas? ¿Acaso no os he ayudado siempre? Os he invitado a cerveza, os he prestado dinero cuando lo necesitabais, os he proporcionado libre acceso a las chicas, y todo ello sin cobraros ni un penique. ¿Os he pedido alguna vez algo a cambio?

Richard se llevó una mano a la empuñadura de la espada. De un modo u otro, estaba decidido a cruzar esa puerta.

Walsh empujó una esquirla de piedra con una bota. Luego, suspirando profundamente, primero uno y luego el otro alzaron las lanzas.

— Bollesdun, ve a hacer tu ronda. Yo tengo que hacer una visita al excusado.

Richard apartó la mano de la empuñadura de la espada y dio al guardia una palmada en el hombro.

— Gracias, Walsh, te lo agradezco mucho.

Había recorrido medio pasillo cuando notó la resistencia de varios escudos, semejantes a los que guardaban la puerta del despacho de la Prelada, pero solamente lo frenaron un poco. La habitación que encontró al final era tan espaciosa como la suya, pero quizá estaba más elegantemente decorada. De una pared colgaban grandes tapices y en otra se veían largas estanterías con libros. No obstante, la mayoría de éstos estaban esparcidos por la habitación, encima de las sillas y butacas, o encima de las alfombras azules y amarillas que cubrían el suelo.

Richard vio la espalda de un hombre sentado en una silla al lado de la chimenea apagada.

— Tienes que decirme cómo haces eso —dijo el hombre con voz profunda y sonora—. Me encantaría aprender el truco.

— ¿Hacer qué? —quiso saber Richard.

— Atravesar los escudos como si nada. Yo, cuando lo intento, me quemo.

— Si descubro cómo lo hago, te lo haré saber. Me llamo Richard. Si no estás muy ocupado me gustaría hablar contigo.

— ¡Ocupado! —Los hombros del Profeta temblaron cuando se echó a reír con ganas. Al levantarse Richard se quedó un tanto sorprendido ante su estatura. Su larga cabellera blanca le había llevado a pensar que sería un viejo encogido. Viejo sí lo era, pero se veía fuerte y lleno de vitalidad. Tenía una sonrisa acogedora y amenazante al mismo tiempo, y llevaba un rada’han al igual que Richard.

— Me llamo Nathan. Tenía muchas ganas de conocerte, Richard. Pero no esperaba que encontraras el camino tú solo.

— He venido solo para que podamos hablar libremente.

— ¿Sabes que soy un profeta?

— No estoy aquí para que me enseñes a cocer pan.

La sonrisa de Nathan se hizo más amplia, pero no rió. En vez de eso unió las cejas como un halcón.

— ¿Quieres que te hable de tu muerte, Richard? ¿Quieres saber cómo morirás? —preguntó con voz sibilante.

Richard se dejó caer en el sofá y apoyó los pies encima de la mesa. Entonces le devolvió la mirada de halcón y la amenazante sonrisa.

— Pues claro —dijo—. Me encantaría saberlo. Y, cuando termines, yo te diré cómo morirás tú.

Nathan enarcó una ceja.

— ¿Acaso eres un profeta?

— Lo bastante para saber de qué morirás.

Ahora Nathan lo observaba con curiosidad.

— ¿De veras? Dímelo.

Richard cogió una pera de un cuenco colocado encima de la mesa, le sacó brillo frotándola contra el pantalón y luego le dio un mordisco. Mientras masticaba, contestó:

— Morirás aquí mismo, en estas habitaciones, de viejo, sin haber vuelto a ver el mundo exterior.

Las arrugas en el rostro del Profeta se acentuaron al tiempo que expresaba un profundo pesar.

— Parece que eres un profeta, muchacho.

— Eso será si no me ayudas. Pero si lo haces, tal vez pueda regresar y ayudarte a escapar.

— ¿Qué pides a cambio?

— Librarme del collar.

Nathan sonrió de oreja a oreja.

— Diría que tenemos un interés en común, Richard.

— Las Hermanas afirman que sin él moriría.

— Las Hermanas exigen sinceridad a los demás pero raramente se toman la molestia de aplicarse el cuento para sí. Ellas defienden sus propios intereses, Richard. Recuerda que hay más de una senda para salir del bosque.

— Según las Hermanas, no podré quitármelo hasta que aprenda a usar mi han. Pero, aunque lo intentan, son incapaces de ayudarme.

— Sería más fácil que tú enseñaras a una piedra a cantar que una Hermana te enseñara a usar tu han. Tú posees Magia de Resta. Ellas no pueden ayudarte.

— ¿Puedes tú ayudarme, Nathan?

— Es posible. —El Profeta volvió a sentarse en la silla y se inclinó hacia adelante—. Dime, Richard, ¿has leído Las Aventuras de Bonnie Day?

— Es mi libro favorito. Lo leí tantas veces que acabé por gastar las letras. Me encantaría conocer a la persona que lo escribió para decirle lo mucho que me gusta.

Nathan esbozó una amplia sonrisa infantil.

— Pues ya la conoces, muchacho.

Richard se incorporó.

— ¡Tú! ¿Tú escribiste Las Aventuras de Bonnie Day?

Nathan recitó algunos pasajes para demostrar que conocía la obra al dedillo.

— Cuando naciste entregué el libro a tu padre para que te lo diera cuando aprendieras a leer.

— ¿Tú acompañabas a la Prelada? No me lo dijo.

— Dudo que le pasara por la cabeza contarte toda la verdad. Verás, Ann no tiene poder suficiente para entrar en el Alcázar del Hechicero de Aydindril. Yo ayudé a George a entrar para que cogiera el Libro de las Sombras Contadas. Guardan libros de profecías muy interesantes allí.

Richard se quedó mirándolo, atónito.

— Parece que somos viejos conocidos —comentó.

— Somos más que conocidos, Richard Rahl. —Nathan le lanzó una significativa mirada—. Mi nombre completo es Nathan Rahl.

Richard se quedó boquiabierto.

— ¿Tú eres mi… tatara-tatarabuelo o algo así?

— Demasiados tatara para poder contarlos. Tengo casi mil años, muchacho. —El Profeta agitó un dedo en el aire—. Hace mucho tiempo que te sigo con interés. Apareces en las profecías.

»Escribí Las Aventuras de Bonnie Day para algunos muchachos con potencial. Podríamos decir que es un libro de profecías. Como una cartilla de profecías que pudierais entender y que os ayudara. Te ha ayudado, ¿verdad?

— Muchas veces —repuso Richard, que aún no se había recuperado de la sorpresa.

— Bien. Me alegro mucho. Entregamos el libro a unos pocos niños, todos ellos muy especiales. Tú eres el único que sigue vivo. Los demás murieron en accidentes «inexplicables».

Richard se acabó la pera mientras pensaba. Definitivamente no le gustaba la parte relativa a la Magia de Resta.

— Bueno, ¿puedes ayudarme a usar mi poder? —preguntó al fin.

— Piensa, Richard. Las Hermanas no te han causado dolor con el collar, ¿verdad?

— No, pero lo harán.

— Repites la última batalla, Richard. ¿Qué dice Bonnie Day a las tropas de Warwick que vigilan el páramo? Que el enemigo no atacara del mismo modo que la última vez, que son unos estúpidos si malgastan su energía tratando de repetir la última batalla. —Nathan enarcó una ceja—. Parece que no has aprendido esa lección. El hecho de que algo te ocurriera en el pasado no significa que vaya a repetirse. Piensa hacia adelante, Richard, no hacia atrás.

Richard vaciló.

— Yo… tuve una visión en una de las torres. En la visión la hermana Verna usaba el collar para hacerme daño.

— Y eso despertó tu ira.

Richard asintió.

— Conjuré la magia y la maté.

Nathan sacudió levemente la cabeza con aire de decepción.

— La visión era tu propia mente que trataba de decirte algo, te decía que, si trataban de hacerte daño con el rada’han, podrías defenderte y vencerlas. Tu don y tu mente trabajaban juntos para ayudarte. Pero tú estabas demasiado ocupado repitiendo la última batalla para oír el mensaje.

Richard guardó un apesadumbrado silencio. Estaba tan preocupado por que las Hermanas quisieran torturarlo con el rada’han, que no había pensado en nada más. Tanto miedo tenía de que el pasado se repitiera, que no se había dado cuenta del verdadero significado de lo que había hecho Kahlan. Piensa en la solución y no en el problema, le decía siempre Zedd. Pero el pasado le había impedido ver el futuro.

— Comprendo qué quieres decir, Nathan —admitió—. ¿Qué significa eso de que las Hermanas no pueden causarme dolor con el collar?

— Ann sabe que eres un mago guerrero. Yo se lo anuncié casi quinientos años antes de que nacieras. Estoy seguro de que habrá impartido órdenes a las Hermanas. Infligir dolor a un mago guerrero sería como pisar a propósito un escorpión.

— ¿Quieres decir que el dolor es algo así como la clave de mi poder?

— No. Es la consecuencia del dolor: la ira. —Con un gesto señaló la espada que llevaba al cinto—. Tú usas la espada de ese modo; la ira despierta su magia. De hecho, al conjurar su magia, sientes ira, y así es como la magia funciona. ¿Quieres que te enseñe cómo puedes tocar tu han?

Richard se acercó más a la mesa.

— Sí. Nunca creí que llegaría a decir esto, pero sí. Tengo que aprender si quiero salir de aquí.

— Extiende la palma. Muy bien. —El Profeta empezó a emitir un aura de autoridad a su alrededor—. Ahora sumérgete en mis ojos.

Richard miró fijamente esos ojos de un intenso azul y párpados caídos. Los ojos lo atraían irremediablemente. Richard se sintió caer en un cielo azul despejado. Respiraba agitadamente y no por voluntad propia. Más que oír, sintió las órdenes de Nathan.

— Invoca la ira, Richard. Invoca el odio y la furia. —Richard sintió esas emociones, como cuando desenvainaba la espada. Al mismo tiempo era como si otra persona respirara por él y otro le provocara la ira—. Ahora siente el calor de la cólera. Siente sus llamas. Muy bien. Ahora concentra esas sensaciones en la palma de la mano.

Richard canalizó la cólera de su magia hacia su mano, dirigió el flujo y sintió su fuerza. Era tanto el poder, que le hizo rechinar los dientes.

— Mira tu mano, Richard. Míralo en ella. Mira qué sientes.

Lentamente la mirada de Richard se posó en su mano. Una bola de fuego azul y amarillo giraba despaciosamente por encima de su palma extendida. El joven notaba cómo la energía fluía de su interior hacia el fuego. Aumentó el flujo de ira, y la bola de airadas llamas creció.

— Ahora lanza hacia la chimenea la furia, el odio y la cólera.

Richard impulsó la mano. La esfera de fuego que giraba lentamente se quedó sobre su palma. El joven miró la chimenea y concentró en ella su rabia, alejándola de sí.

La luz líquida aulló mientras volaba rauda hacia la chimenea, donde explotó con un fuerte estallido semejante a un relámpago.

Nathan sonrió orgulloso.

— Así es como se hace, muchacho. Dudo que las Hermanas pudieran enseñártelo ni en un centenar de años. Tienes un talento natural, no hay duda de eso. Eres un mago guerrero.

— Pero Nathan, no he sentido mi han. No he sentido nada fuera de lo normal, sólo furia, como cuando uso la espada. O como cuando me engancho un dedo en una puerta.

Nathan asintió.

— Ya lo sé. Eres un mago guerrero. Otros poseen sólo un tipo de magia y usan lo que les rodea, ya sea aire, calor, frío, fuego, agua o lo que necesiten.

»Pero los magos guerreros son distintos. Ellos usan el poder que poseen en su interior. Lo que debes hacer no es dirigir tu han, sino tus sentimientos. Las Hermanas enseñan el «cómo» de todo, pero el cómo es irrelevante en tu caso. Para un mago guerrero sólo cuentan los resultados, porque extrae el poder de su interior. Es por eso por lo que las Hermanas no logran enseñarte.

— ¿Qué quieres decir con eso?

— ¿Has visto alguna vez a una costurera que no acierte el alfiletero? Las Hermanas pretenden que observes tu mano, la aguja y el alfiletero, porque así es como los demás magos usan la magia. Pero los magos guerreros no observan sino que actúan. Su han actúa de un modo instintivo.

— ¿Eso que he creado era… fuego de hechicero?

Nathan se rió entre dientes.

— Se parecía tanto al fuego de hechicero como una polilla a un toro enfurecido.

Richard volvió a intentarlo, pero esta vez no consiguió nada. La ira no brotaba. Podía conjurar la cólera de la espada, pero era distinta de la que había brotado de su interior con la ayuda de Nathan.

— No me sale. ¿Por qué no puedo hacerlo?

— Porque antes yo te estaba ayudando, te guiaba con mi propio poder. Aún no eres capaz de hacerlo solo.

— ¿Por qué?

Nathan alargó una mano y le dio golpecitos en la cabeza.

— Porque debe surgir de aquí dentro. Todavía tienes que aceptar quién eres. No crees. Sigues luchando contra ti mismo. Hasta que no te aceptes, hasta que no creas, no podrás acceder a tu han, a tu poder, excepto cuando sientas una gran rabia.

— ¿Qué me dices de los dolores de cabeza que acompañan al don? Las Hermanas me dijeron que sin el collar me matarían.

— Las Hermanas mordisquean alrededor de la verdad como si fuera cartílago en una pieza de carne. Sólo lo comen cuando no tienen otro remedio. Quieren que seamos sus prisioneros para usarnos en su provecho.

»Lo que tratan de conseguir cuando practican contigo es lo que yo acabo de hacer. Los dolores de cabeza son peligrosos, pero sólo en el caso de que un joven mago no tenga a nadie que le ayude a desarrollar su poder. Cuando tenías los dolores de cabeza, ¿lograbas que a veces desaparecieran?

— Sí. A veces, cuando me concentraba en disparar flechas o cuando algo dentro de mí me avisaba de un peligro o cuando estaba enfadado y usaba la magia de la espada, desaparecían por un tiempo.

— Eso era porque creaban una armonía entre el don y tu mente. Para que el don no te perjudique solamente necesitas a alguien que te enseñe, como yo acabo de hacer.

»Nadie debería enseñar a un mago sino otro mago. Para un mago resulta simple armonizar tu mente y tu don, porque es el han masculino que enseña a otro han masculino. Lo que acabo de hacer contigo basta para evitar que el don te perjudique durante mucho tiempo, sin necesidad del rada’han.

»En el futuro, unirte con un mago te llevará al próximo paso y te protegerá durante otro tiempo más. Lo importante es tener ayuda a mano cuando la necesites. Las Hermanas hubieran necesitado cien años para enseñarte lo que yo acabo de hacer.

»Usan el collar como excusa para mantenernos prisioneros y servir a sus propósitos. Tienen ideas propias acerca de cómo entrenar a magos. Su idea es controlarlos.

— ¿Por qué?

— Porque creen que los magos son responsables de todo el mal acaecido a la humanidad. Manteniendo el poder prisionero, lo controlan, lo indoctrinan y llevan la luz de su teología a la gente. Son fanáticas que se creen en posesión de la única verdad, la que conduce a la recompensa eterna del Creador. Y, para conseguir ese fin, creen que cualquier medio está justificado.

— ¿Quieres decir que lo que acabas de enseñarme, con mi poder, basta para evitar que el don me mate si no llevo collar?

— Basta para evitar que el don te mate, pero nos costaría muchas más lecciones hacer de ti un verdadero mago. Yo me he limitado a sujetar el bocado del caballo para evitar que te tire al suelo, pero no te he enseñado a cabalgar con estilo.

Richard notó que los músculos del rostro se le tensaban.

— Si lo que dices es cierto, entonces están pisando un escorpión. Gracias por ayudarme. Nathan —añadió, frotándose los dedos—, un gran peligro se cierne sobre nosotros. Necesito saber algunas cosas. ¿Conoces la Segunda Norma de un mago?

— Claro. Pero debes aprender la Primera antes de pasar a la Segunda.

— Ya conozco la Primera. Maté a Rahl el Oscuro con la Primera. Dice que la gente es capaz de creer cualquier mentira ya sea porque quiere creerla o porque teme que sea cierta.

— ¿Y cuál es la vacuna contra ello?

— El secreto es que no hay ninguna vacuna. Debo estar siempre vigilante, ser consciente de que también yo soy vulnerable y nunca caer en la arrogancia de pensar que soy inmune. Debo estar siempre alerta, pues puedo ser víctima.

— Excelente.

— ¿Y la Segunda Norma?

Las níveas cejas del Profeta ensombrecieron sus ojos azules.

— La Segunda Norma se refiere a los resultados inesperados.

— ¿En qué sentido?

— Dice que de las mejores intenciones puede resultar un gran mal. Suena paradójico, pero la amabilidad y las buenas intenciones pueden ser un insidioso camino hacia la destrucción. A veces, hacer lo que parece bien está mal y puede perjudicar. El único modo de impedir que eso suceda es el conocimiento, la sabiduría, la previsión y la comprensión de la Primera Norma. Pero en ocasiones ni siquiera con todo eso basta.

— ¿Las buenas intenciones o hacer el bien pueden perjudicar? ¿De qué modo?

Nathan se encogió de hombros.

— Por ejemplo, en principio parece una buena cosa dar un caramelo a un niño, porque les encantan. Pero el conocimiento, la sabiduría y la previsión nos dicen que si prolongamos esa «amabilidad» a expensas de otros alimentos, el niño se pondrá enfermo.

— Es obvio. Cualquiera lo sabe.

— Pongamos que alguien se hace daño en una pierna y tú le llevas comida durante la convalecencia, pero después de un tiempo esa persona ya no quiere levantarse, porque al hacerlo le duele. Así pues, tú continúas siendo compasivo y le proporcionas alimentos. Con el tiempo, las piernas se le agarrotan y siente cada vez más dolor cuando trata de levantarse, por lo que tú te muestras amable y le sigues llevando comida. Al final se convierte en un inválido y es incapaz de caminar, y todo a causa de tu amabilidad. Tenías buenas intenciones, pero no le has hecho ningún bien.

— No creo que eso suceda lo suficientemente a menudo como para preocuparse.

— Te estoy poniendo unos ejemplos muy obvios, Richard, para que lo extrapoles a problemas más complicados y comprendas un principio bastante confuso.

»Las buenas intenciones, la amabilidad pueden alentar a los holgazanes y convertir a mentes sanas en indolentes. Cuanta más ayuda les das, más ayuda necesitan. Mientras tu amabilidad tenga una duración indefinida, nunca aprenderán a ser disciplinados, a tener dignidad ni a confiar en sí mismos. Tu amabilidad empobrece su humanidad.

»Si das una moneda a un mendigo porque te dice que su familia se está muriendo de hambre, pero usa el dinero para emborracharse y luego mata a alguien, ¿sería culpa tuya? No. Ha sido él quien ha cometido el acto. Pero si le hubieras dado a él y a su familia comida en lugar de dinero, no habría cometido el asesinato. Es otro ejemplo de buena intención que al final perjudica.

»Segunda Norma: de las mejores intenciones puede resultar un gran mal. La violación de esta norma puede causar desde una simple inconveniencia hasta un desastre o la muerte.

»Algunos líderes preconizan la paz y rechazan incluso la violencia en defensa propia. Sus intenciones son intachables, de eso no hay duda. Pero, al final, tal postura suele conducir a una matanza, porque la amenaza de la violencia hubiera prevenido el ataque y, por tanto, un acto violento. Esos líderes ponen sus buenas intenciones por encima de las realidades de la vida. Acusan a los guerreros de estar sedientos de sangre cuando, en realidad, los guerreros hubieran podido prevenir un derramamiento de sangre.

— ¿Estás diciendo que no debería sentirme avergonzado por ser un mago guerrero?

— ¿De qué le sirve al cordero predicar las virtudes de una dieta vegetariana si los lobos piensan de otro modo?

Richard se sentía como si estuviera teniendo una conversación con Zedd.

— Pero la amabilidad no siempre es contraproducente —objetó.

— Claro que no. Aquí es donde interviene la sabiduría. Necesitas ser sabio para prever las consecuencias de tus acciones.

»Sin embargo, el problema con la Segunda Norma es que uno no siempre sabe cuándo la está violando o cuando hace un bien. Y lo que es peor, la magia es peligrosa. Si añades magia a las buenas intenciones e incumples la Segunda Norma, puedes provocar una verdadera catástrofe.

»Usar magia es fácil. Lo difícil es decidir cuándo usarla. Cada vez que usas magia, involuntariamente puedes causar un desastre.

»¿Eres consciente de que basta con el peso de un copo de nieve de más para provocar un alud? Sin ese último copo, no se hubiera producido ninguna catástrofe. Cuando usas magia, Richard, tienes que saber qué copo de nieve es el que puede provocar el alud. No hay proporción entre el peso de ese simple copo de nieve que invocas y la avalancha que provocas.

Richard frotó el pulgar contra la empuñadura de la espada.

— Nathan, creo que es posible que haya rasgado el velo porque violé la Segunda Norma.

— Sí, lo hiciste.

— ¿Qué es lo que hice?

— Usaste tu magia, a través de la Primera Norma de un mago, para vencer. Pero, al hacerlo, alimentaste la magia de las cajas, la puerta, y rasgaste el velo. Lo hiciste por ignorancia. No sabías que actuando de un modo que te parecía justo pudieras causar involuntariamente la destrucción de toda vida. Fue un copo de nieve de más. La magia es peligrosa.

— ¿Cómo puedo arreglarlo?

— Es preciso apresar de nuevo al Custodio con la piedra de Lágrimas. Hay que colocar de nuevo la cerradura, el sello. Debes enviar de nuevo la piedra al lugar que le corresponde, en el inframundo, donde limite el poder del Custodio en este mundo. Para ello se necesitan ambos poderes.

»Luego hay que cerrar la puerta con llave, por decirlo de algún modo. Para ello también se precisan ambos tipos de magia. Si se usa solamente Magia de Suma o Magia de Resta, el velo se acabará de romper. Así pues, alguien como yo, que sólo poseo Magia de Suma, es inútil en este caso. Sólo alguien como tú puede hacerlo.

»Hasta entonces, corremos un terrible peligro. Si actúas equivocadamente y usas la piedra por razones egoístas, destruirás el equilibrio y acabarás de romper el velo, lo que nos hundiría a todos en la noche eterna.

Richard se quedó mirando fijamente la mesa, pensativo.

— ¿Sabes qué es un «agente»? —preguntó.

— Ah. Te refieres al problema del solsticio de invierno que se avecina. Un agente es alguien que hace tratos con el Custodio, por ejemplo le entrega las almas inocentes de niños a cambio de conocimientos sobre cómo usar la Magia de Resta.

El Profeta lanzó a Richard una sombría mirada.

— Pero eso no debe preocuparte, pues enviaste a Rahl el Oscuro al inframundo, donde no tiene poder. Porque Rahl el Oscuro está en el inframundo, ¿verdad?

Richard sintió un lacerante dolor en la boca del estómago. No solamente había rasgado el velo sino que, al violar de nuevo la Segunda Norma de un mago, había permitido que un agente, Rahl el Oscuro, regresara al mundo de los vivos, desde donde poder liberar al Custodio. Todo era culpa suya. Se sentía acalorado y mareado, y le parecía que iba a empezar a devolver.

— Nathan, tengo que quitarme este collar.

El Profeta se encogió de hombros.

— Yo no puedo ayudarte en eso.

Richard había ido a ver al Profeta por una razón determinada. Buscaba una respuesta. Así pues, se aclaró la garganta y dijo:

— Nathan, hay una persona muy importante para mí, una mujer. Está en peligro y debo ayudarla. Hay una profecía sobre ella que está escrita, pero yo la vi en una visión.

— ¿Qué profecía?

«Cuando la amenaza de la sombra desaparezca, de todas tan sólo quedará viva una, nacida con la magia de sacar a la luz la verdad. Pero…»

Con voz grave y profunda, Nathan completó la profecía.

«…Pero la aciaga sombra del reino de los muertos acecha. Si la vida quiere tener una esperanza, la de blanco deberá ser ofrecida a su gente, para darles felicidad y jolgorio.»

— Ya veo que la conoces. Nathan, vi el significado de esa profecía. Tengo prohibido hablar de ello, pero en lo que a mí respecta no tiene un final feliz.

— Es decapitada —dijo Nathan con voz queda—. Ése es el verdadero significado de la profecía.

Richard se apretó con un brazo el estómago, que sentía revuelto. Eso era lo que había visto en su visión. El mundo empezó de nuevo a dar vueltas a su alrededor.

— Nathan, tengo que salir de aquí. Debo impedir que eso suceda.

— Richard, mírame. —Richard alzó la vista. Con un esfuerzo contuvo las lágrimas—. Richard, debo decirte la verdad. Si la profecía no se cumple, todo acabará. Todos nosotros moriremos. Será el fin de toda vida. Todos caeremos en las garras del Custodio.

»Si usas tu poder para impedir que se cumpla, partirás el velo por la mitad y permitirás que el Custodio engulla el mundo de los vivos.

Richard se levantó de un salto.

— ¡Por qué! ¿Por qué tiene ella que morir para salvar a los vivos? ¡Es absurdo! —La mano del joven se cerró en torno a la espada—. ¡Voy a impedirlo! ¡No es más que un estúpido acertijo! ¡No permitiré que muera por un acertijo!

— Richard, llegará el día en que tendrás que elegir. Hace mucho tiempo que confío en que, cuando ese momento llegue, tendrás la sabiduría suficiente para elegir bien. Si te equivocas, nos destruirás a todos.

— No pienso quedarme aquí escuchando cómo me dices que debo dejar que muera. Los buenos espíritus no han hecho nada por ayudar. Pero yo debo ayudarla, y lo haré.

Richard salió en tromba de la habitación. Mientras avanzaba por el pasillo se iban formando grietas en las paredes y llovían trozos de yeso. El joven apenas se daba cuenta y tampoco le importaba, pues ardía de furia. Al atravesar el escudo la pintura de las paredes a ambos lados se chamuscó y empezó a desprenderse.

Los pensamientos le corrían en todas direcciones. Ahora sabía que esa visión era de lo que iba a ocurrir si él no lo impedía. Si no lograba escapar del palacio, se haría realidad. Tal vez ése era el significado de la profecía; que lo mantendrían prisionero, que no podría ayudarla y que Kahlan moriría.

Algo ocurría en el patio inferior. Los guardias acudían corriendo de todas direcciones. Al acercarse más vio a uno de los maestros de armas baka ban mana. Estaba rodeado por casi un centenar de soldados de atribulado aspecto, que mantenían las distancias. El guerrero, en el centro de ese círculo, se veía fresco como una rosa.

— ¿Qué pasa aquí? —preguntó Richard, abriéndose paso entre la multitud.

El guerrero lo saludó con una reverencia.

Caharin. Mi nombre es Jiaan. Tu esposa, Du Chaillu, me ha enviado con un mensaje.

Richard decidió dejar pasar eso de esposa.

— Habla.

— Debo decirte que ha seguido las instrucciones de su esposo y que ahora estamos en paz con los majendie. Ya no luchamos contra ellos ni tampoco contra esta gente.

— Es una noticia estupenda, Jiaan. Dile que estoy orgulloso de ella y de su gente.

— De tu gente —lo corrigió Jiaan—. También quiere que sepas que ha decidido tener al niño y que ya estamos listos para regresar a nuestra verdadera tierra. Quiere saber cuándo vendrás para llevarnos allí.

Richard echó un vistazo a su alrededor. Además de los guardias también habían acudido Hermanas, entre ellas varias de sus maestras, Tovi, Nicci y Armina, además de Pasha. Al fondo distinguió a la hermana Verna y en un distante balcón la figura agazapada de la Prelada.

— Dile que estéis preparados, que será pronto —respondió a Jiaan.

El guerrero se inclinó.

— Gracias, Caharin. Estaremos listos.

— Este hombre ha venido en son de paz —dijo Richard a los guardias y lo dejaréis marchar en paz.

Jiaan echó a caminar con aire despreocupado, como si estuviera solo, pero el anillo de los guardias se movió con él. Richard sabía que lo vigilarían hasta que se hubiera alejado de la ciudad. La multitud empezó a dispersarse.

Richard sentía la cabeza a punto de estallarle. Había permitido que su padre abandonara el inframundo al vulnerar la Segunda Norma de un mago en la casa de los espíritus; su intención era buena, pero había causado un mal. Según Warren, el Custodio necesitaba un agente para escapar y Richard le había proporcionado uno.

La cabeza le daba vueltas. Justo cuando acababa de descubrir que Kahlan lo amaba y la vida le sonreía de nuevo, descubría asimismo que estaría atrapado allí cientos de años y que, si no lograba escapar, Kahlan moriría en el solsticio de invierno. Su mente no dejaba desesperadamente de buscar una solución.

Tenía que hacer algo. El tiempo se le acababa. Solamente conocía a una persona capaz de ayudarlo.


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