Altísimos árboles cubiertos de nieve la rodeaban por todas partes. La luna pronto saldría, pero de momento reinaba una fantasmagórica luz que daba a la nieve luminiscencia suficiente para seguir la senda con facilidad. Mientras se internaba con el caballo al trote en el valle abierto, casi se alegró de dejar atrás la espesa arboleda en la que cualquiera podía tenderle una emboscada. No hizo ningún intento por ocultarse y, pese a verla, los centinelas no iban a detener a un jinete solitario.
El campamento del ejército hervía de vida con hogueras, hombres y ruido. Era tan grande como una ciudad pequeña y podía divisarse fácilmente a distancia, así como oírse. Seguros de su superioridad numérica, no temían ningún ataque.
Con la capucha del manto echada hacia adelante tapándole parte del rostro, Kahlan condujo a Nick entre la maraña de carros, caballos, mulas, tiendas, pertrechos y rugientes hogueras. Montaba muy erguida y, pese al barullo, le parecía que oía los latidos de su corazón. El quedo aire estaba saturado con el aroma de carne asada y humo. Decenas de miles de pies, tanto de personas como de bestias, habían pisoteado la nieve, y vehículos de todo tipo habían acabado de aplastarla.
En torno a las hogueras, los hombres se reunían para beber, comer y cantar. Las picas se apilaban de pie en círculos, inclinadas hacia adentro y con las puntas formando erizados conos. Se veían lanzas por todas partes, y asomaban en los bancos de nieve como bosques de árboles jóvenes desnudos. Las tiendas se habían montado sin orden ni concierto.
Había un incesante ir y venir de hombres de un fuego a otro para probar la comida, unirse a la melodía que unos compañeros arrancaban a las flautas, jugar a los dados o compartir la bebida. Esto último era lo que interesaba a la mayoría de ellos.
Nadie le prestó atención. Estaban demasiado ocupados. Kahlan mantuvo al caballo al trote, cuidándose de dejar atrás a quienes alzaban la vista hacia ella antes de darles la oportunidad de que se hicieran preguntas o confirmaran lo que habían visto. El campamento era un hervidero de actividad. Pero, pese al pandemonio, su caballo conservó la calma.
De algunas tiendas lejanas le llegaron gritos femeninos, seguidos por estentóreas risas masculinas. Aunque trató de evitarlo, no pudo evitar estremecerse.
Kahlan sabía que en ejércitos como éste siempre se encontraban civiles. Entre ellos, prostitutas que viajaban en los carros de suministros. Asimismo sabía que el saqueo solía incluir el rapto de mujeres. Era un privilegio más de los vencedores, como robar una sortija a un muerto, nada más y nada menos. Fueran cuales fueran las razones de esos gritos —placer fingido o verdadero terror— Kahlan sabía que ella nada podría hacer por esas mujeres, por lo que intentó no oírlas y centró su atención en los hombres.
Al principio sólo vio tropas de D’Hara. Conocía demasiado bien su armadura de cuero y sus uniformes reforzados con una ornamentada R, símbolo de la casa de Rahl, repujada en el peto. Pero muy pronto empezó a distinguir a keltas entre los d’haranianos, y también vio una docena de hombres procedentes de la Tierra Occidental que, cogidos por los hombros, bailaban en corro mientras bebían de sus jarras. Asimismo vio a nativos de otros países; unos cuantos de Nicobarese, algunos sandarianos y, para su horror, un puñado de galeanos. Tal vez no eran más que d’haranianos que llevaban el uniforme de soldados muertos, pero, por alguna razón, no lo creía.
Por todo el campo estallaban disputas aisladas entre los hombres a causa de una tirada de dados, de la comida, de los barriles o incluso de las botellas de alcohol. Algunas disputas degeneraban en peleas con puños o navajas. Kahlan vio cómo un hombre recibía una puñalada en el vientre mientras los mirones se reían a carcajadas.
Finalmente vio lo que buscaba: las tiendas de los oficiales. Aunque no se habían tomado la molestia de izar sus banderas, se distinguían por su tamaño. Fuera de la mayor de ellas se había colocado una mesa cerca de una rugiente hoguera en la que se asaba carne. Un círculo de faroles colocados sobre postes iluminaban a los allí congregados.
Al aproximarse vio a un hombretón sentado con los pies encima de la mesa, que chillaba:
— … y ahora mismo, o te cortaré la cabeza! ¡Que esté lleno! ¡Tráeme un barril lleno o clavaré tu cabeza en una pica!
Cuando el soldado salió disparado, los hombres sentados a la mesa estallaron en carcajadas.
Kahlan detuvo el enorme caballo de guerra justo al borde de la mesa. Entonces observó en silencio a la media docena de hombres sentados. Cuatro eran oficiales de D’Hara, uno de los cuales era el de los pies encima de la mesa, otro era un oficial de Kelton ataviado con un elegante uniforme desabrochado que dejaba a la vista una mugrienta camisa manchada de vino y jugos de carne, y el último era un hombre vestido con una sencilla túnica color canela.
El hombre que tenía los pies encima de la mesa se cortó una larga tira de carne de un hueso usando un cuchillo de grandes dimensiones. A continuación arrojó por encima del hombro el hueso a un grupo de perros de fiero aspecto. Entonces desgarró la tira de carne con los dientes y señaló con el cuchillo hacia la derecha, al joven vestido con sencillez, mientras tomaba un sorbo de cerveza para ayudarse a tragar. Pese a tener la boca llena, habló:
— El mago Slagol ya me dijo que le parecía oler a una Confesora. Por cierto, ¿y tu mago? —El hombretón la miraba con los ojos inyectados en sangre. Todos rieron con él. La cerveza le corría por su espesa barba blonda—. ¿Has traído algo de bebida, Confesora? Casi se nos ha acabado. ¿No? Bueno, no importa. —Con el cuchillo señaló al oficial kelta y añadió—: Karsh dice que hay una bonita ciudad a más o menos un semana de marcha, en un valle, y después de darnos la bienvenida y jurarnos lealtad estoy seguro que tendrán algo de cerveza para remojar unas gargantas secas.
Kahlan entrecerró los ojos en dirección al mago. Era por él por lo que estaba allí. Fríamente calculó si podría saltar del caballo y tocarlo con su poder antes de que ese enorme cuchillo lo impidiera. El hombre que lo blandía no parecía ser de reacciones rápidas. Pero se dio cuenta de que tenía muy pocas probabilidades de lograrlo. Ella estaba dispuesta a dar la vida para eliminar al mago, pero solamente si podía estar razonablemente segura del éxito.
Era por él por quien había ido al campamento. El mago era los ojos de ese ejército; veía cosas antes que los demás y asimismo cosas que ellos no podían ver, por ejemplo, ella misma. Y los d’haranianos temían todo lo relacionado con la magia y los espíritus. El mago era su defensa contra ello.
La mirada de Kahlan se apartó de los ojos hundidos del hechicero y de su lasciva sonrisa de borracho para fijarse en lo que estaba haciendo con las manos. Tallaba algo. Delante de él, sobre la mesa, vio un montón de virutas. La mujer recordó las pilas de virutas de madera que había visto fuera de las alcobas de las muchachas en el palacio real de Ebinissia.
El mago agitó lo que había tallado. Fue entonces cuando Kahlan se dio cuenta de lo que era: un falo de tamaño exagerado. La sonrisa del nigromante se hizo más amplia.
El hombre del cuchillo señaló con él al mago y dijo:
— Slagol tiene algo para ti, Confesora. Lleva dos horas trabajado en ello, desde que supo que te acercabas para hacernos una visita. —El hombretón hizo un débil intento por reprimirse, pero al fin estalló en carcajadas.
Dos horas. Acababa de revelarle los límites del poder de ese hechicero. Hacía cuatro horas que se había alejado de los galeanos, pero se había pasado casi una en las crestas, preparándose. Eso significaba que los jóvenes soldados de Galea aún no estaban lo suficientemente cerca para que el mago los descubriera, pero únicamente los salvaba un estrecho margen. Si se acercaban un poco más, el mago los percibiría y arruinaría todos sus planes de atacar por sorpresa.
Kahlan esperó que las carcajadas del d’haraniano cesaran antes de replicar:
— Me habéis puesto en desventaja.
— Aún no. ¡Pero lo estarás! —Los hombres rugieron y rieron de nuevo.
Cada latido del corazón retornaba a Kahlan la calma. Se echó la capucha hacia atrás y puso cara de Confesora.
— ¿Cómo te llamas, soldado?
— ¡Soldado! —El hombretón se impulsó bruscamente hacia adelante y clavó el cuchillo en la mesa—. No soy ningún soldado. Estás hablando con el general Riggs, comandante supremo de todas las tropas. Todos nuestros hombres, los de antes y los recién incorporados, me obedecen.
— ¿Y en nombre de quién luchas, general Riggs?
— ¡Vaya pregunta! —exclamó, abarcando con un gesto de la mano a todos—. La Orden Imperial está en guerra para defender a todos quienes se unan a nosotros. Hemos declarado la guerra a todos los opresores. Quien no está con nosotros, está contra nosotros y será aplastado. Luchamos por imponer el orden.
»Todos aquellos que se unan a la Orden Imperial hallarán protección y a su vez contribuirán a defender la Orden. Los países que nos planten cara serán arrasados. Luchamos por imponer un nuevo orden: el Orden Imperial. Estos hombres someterán a todos los países, y yo soy su comandante.
Kahlan frunció el entrecejo, tratando de comprender lo que oía.
— Soy la Madre Confesora y yo gobierno en la Tierra Central, no tú.
— ¿La Madre Confesora? —El oficial dio un manotazo al mago en la espalda—. No me dijiste que fuera la Madre Confesora. Bueno, no te pareces a ninguna madre que haya visto antes, pero puedes estar segura de que después de esta noche serás madre. Te doy mi palabra. —El hombre se rió a carcajadas.
— Rahl el Oscuro ha muerto. —Las palabras de Kahlan acallaron las risas—. El nuevo lord Rahl ha puesto fin a la guerra y ha ordenado el regreso a casa de todas las tropas de D’Hara.
— Rahl el Oscuro era un hombre falto de previsión —sentenció el general Riggs, poniéndose de pie—. Le importaba demasiado la antigua magia y se despreocupaba del orden. Estaba obsesionado con sus propias búsquedas, sus antiguas religiones. Hasta que sea erradicada, la magia debe estar al servicio de los hombres, no a la inversa.
»Rahl el Oscuro perdió su oportunidad. Pero nosotros no fracasaremos. El mismo Rahl el Oscuro, desde el inframundo, lo sabe y se arrepiente. Ahora es aliado de nuestra lucha. ¡Los buenos espíritus así lo han declarado! Ya no nos inclinamos ante la casa de Rahl sino que es ella, al igual que todas las casas reinantes, todos los países y todas las aldeas, la que se inclina ante nosotros. El nuevo lord Rahl deberá unirse a nosotros o lo aplastaremos. A él y a todos los perros infieles que lo sigan. ¡Destruiremos a todos los perros infieles!
— En otras palabras, general, sólo luchas por ti mismo. Tu único propósito es asesinar.
— ¡No lucho por mí mismo! Me mueve un propósito mucho más grande que la ambición de un solo hombre. Ofrecemos a todos la oportunidad de que se unan a nosotros. Si no aceptan, es porque están aliados con nuestros enemigos y debemos matarlos. Es inútil tratar de explicar cuestiones de estado y derecho a una mujer. Las mujeres no sirven para gobernar.
— Los hombres no tienen la exclusiva de ello, general.
— Es una blasfemia que los hombres se dobleguen ante una mujer en busca de protección. Un hombre como es debido tratará de meterse bajo las faldas de una mujer, no esconderse detrás de ellas. Las mujeres son el descanso y el solaz del guerrero varón que impone su voluntad por la fuerza. Los hombres dictan las leyes y las hacen cumplir. Son el sostén y la protección de las hembras.
»A todos los reyes y los patricios se les ofrecerá la oportunidad de unirse a nosotros para poner a su tierra y a sus súbditos bajo nuestra protección. Y a todas las reinas se les ofrecerá la oportunidad de vender su mercancía en un burdel, o tal vez casarse con un humilde campesino que no sea dueño ni de las tierras que cultiva. De un modo u otro, por fin servirán para algo.
»¿Es que no lo entiendes, mujer? —le espetó, mientras cogía la jarra de encima de la mesa y daba unos cuantos tragos—. Eres demasiado estúpida incluso para ser mujer. ¿Qué ha conseguido esa alianza tuya de la Tierra Central gobernada por mujeres?
— ¿Conseguido? La alianza no se creó para conseguir nada, sino para que todos los países vivieran en paz, para evitar las rencillas entre vecinos y para tener la seguridad de que ningún vecino codicioso osaría lanzarse a la conquista, pues todos se levantarían para protegerlo, incluso los más débiles e indefensos. De este modo nadie está solo y desprotegido.
El general esbozó una sonrisa triunfante dirigida a sus camaradas.
— ¡Habla como una maldita mujer!
»No ofreces liderazgo ni ley —le dijo en tono de desprecio—; cada país tiene sus propias prohibiciones y se pronuncia como le da la gana. Lo que en un lugar es un crimen, en otro se considera una virtud. Esa alianza tuya no se atreve a imponer el orden a todos. No sois más que un atajo de tribus fragmentadas, cada una de las cuales guarda celosamente lo suyo y que solamente acepta la supuesta unión cuando sirve a su codicia. Eso os hace a todos débiles.
— Te equivocas. Justamente ése es el propósito del Consejo Supremo de Aydindril; implicar a todos los países en la defensa común contra asesinos como vosotros. No es una unión débil, como tú crees, sino una unión con garras y dientes.
— Un noble ideal que, déjame decirte, comparto. Pero nada de lo que haces contribuye a alcanzarlo. La unión que tú defiendes es tímida; no impone una ley común para todos. —El general Riggs extendió hacia ella un puño y añadió con aire despectivo—: Y, al hacerlo, dejas a todos los países a punto para que sean estrujados. Sois ánimas perdidas en busca de un líder fuerte y desesperadamente necesitados de protección.
»Apenas habían caído los Límites cuando Rahl el Oscuro asoló vuestras tierras, y eso que no le puso demasiado entusiasmo, pues a él sólo le interesaba su magia. Si hubiese dado carta blanca a sus generales, no quedaría en pie ni el cascarón de esa alianza tuya de juguete.
— ¿Y de quién se supone que debemos protegernos?
El general clavó la vista en la nada y murmuró casi para sí:
— De la horda que debe venir.
— ¿De qué horda?
Riggs levantó la vista hacia ella como si acabara de despertar.
— La horda que se anuncia en las profecías —le explicó ceñudo, como si la creyera irremediablemente lerda, para a continuación señalar con una mano al mago—. Gracias a él nos hemos enterado de las profecías. ¿Cómo es que tú, que has pasado toda tu vida entre magos, no has buscado nunca su conocimiento?
— Eres muy elocuente al expresar tu altruista deseo de unir a todo el mundo bajo el estandarte de la paz y la ley, general Riggs, pero las atrocidades que cometisteis en Ebinissia demuestran que no es más que una mentira. Ebinissia dará hasta el fin de los tiempos testimonio mudo pero irrefutable de cuál es el verdadero propósito de tu ejército. Tú y tu Orden Imperial sois la horda. ¿Cuál es tu papel en todo esto, mago Slagol? —preguntó Kahlan, fulminando con la mirada al nigromante.
Éste se encogió de hombros.
— Solamente contribuir a que todo el mundo se una bajo el gobierno de una ley común. Nada más.
— ¿La ley de quién?
— La ley de los vencedores. Es decir, la nuestra —aclaró con una sonrisa—. De la Orden Imperial.
— Como mago tienes responsabilidades. Tu deber es servir, no gobernar. Te ordeno que te presentes de inmediato en Aydindril para ocupar el lugar que te corresponde en el cumplimiento de tu deber, o responderás ante mí.
— ¿Ante ti? —replicó el mago con una despectiva sonrisa—. Tú obligas a hombres buenos y decentes a que gimoteen y lloriqueen ante ti y, al mismo tiempo, eres ciega a los poseídos que hacen lo que les place en la Tierra Central.
— ¿Poseídos? —Kahlan fulminó a Riggs con la mirada—. No me digas que has sido suficientemente estúpido para pedir consejo a la Sangre de la Virtud.
— Ya se han unido a nosotros —dijo el general como quien no quiere la cosa—. Su causa es la nuestra y la nuestra es la suya. Saben cómo eliminar a los servidores del Custodio, que son también nuestros enemigos. Juntos limpiaremos el mundo de todos quienes sirven al Custodio. El bien prevalecerá.
— Quieres decir que tu causa prevalecerá. Eres tú quien manda.
— ¿Acaso estás ciega, Confesora? Ahora mando yo, es cierto, pero aquí no se trata de mí, sino del futuro. Yo simplemente me limito a ocupar ahora ese puesto; digamos que aro el campo para que dé fruto. Pero lo importante no soy yo.
»Nosotros brindamos a todo el mundo la oportunidad de servirnos, y todos los hombres que me siguen han aceptado esa oferta. Otros se han unido a nuestras tropas en nuestra batalla. Ya no somos soldados de D’Hara, ni de Kelton, ni de ningún otro lugar. Ahora todos somos soldados de la Orden Imperial. Cualquier persona de mente clara puede asumir el mando. Si yo caigo en nuestra noble lucha, otro ocupará mi lugar hasta que todos los países se unan bajo una única mano, y la Orden Imperial florezca.
O bien ese tipo estaba demasiado borracho para saber qué decía o estaba loco. Kahlan miró a su alrededor, a los hombres que bailaban, bebían y cantaban en torno a las fogatas que habían brotado por todo el campamento. Estaba tan loco como los bantak, o como los jocopo.
— General Riggs. —El hombre había estado mascullando algo airadamente, pero enmudeció y alzó la mirada hacia la mujer—. Soy la Madre Confesora. Te guste o no, represento a la Tierra Central. Y en nombre de la Tierra Central te ordeno que detengas inmediatamente esta guerra y regreses a D’Hara o, si lo prefieres, presentes tus quejas ante el Consejo de Aydindril. El Consejo Supremo escuchará cualquier petición que tengas. No permitiré que impongas la guerra a mi gente. Si desobedeces mis órdenes, tendrás que sufrir las consecuencias.
— Nosotros no hacemos concesiones —replicó Riggs con desdén—. Aniquilaremos a todos aquellos que no se unan a nosotros. Luchamos para cumplir la misión que nos han asignado los buenos espíritus, detener las muertes y los asesinatos. ¡Luchamos por la paz! Y, hasta que no la alcancemos, habrá guerra.
— ¿Quién te ha dicho eso? ¿Quién te ha dicho que lucharas?
— Es obvio, estúpida zorra.
— Eres tú el estúpido si crees realmente que los buenos espíritus te han dicho que inicies una guerra. Los buenos espíritus no actúan de un modo tan manifiesto.
— Ah, bueno, no estamos de acuerdo. ¿No es éste el propósito de una guerra, dirimir desacuerdos? Los buenos espíritus saben que tenemos la razón de nuestro lado o irían contra nosotros. Nuestra victoria demostrará que nos apoyan, pues de otro modo nunca podríamos vencer. El mismo Creador desea que triunfemos, y nuestra victoria será prueba de ello.
Riggs era un lunático. Kahlan se dirigió al oficial kelta.
— Karsh…
— General Karsh.
— Deshonras el rango, general. ¿Por qué masacrasteis a los habitantes de Ebinissia?
— Ebinissia tuvo la misma oportunidad de unirse a nosotros que tendrán todos, pero decidió luchar. Teníamos que dar ejemplo con esos infieles para que todos los demás sepan qué les espera si no se doblegan voluntariamente ante nosotros. Perdimos casi a la mitad de nuestros hombres, pero valió la pena. Las nuevas incorporaciones están reemplazando a los soldados que perdimos, y cada vez serán más. Conquistaremos todas las tierras conocidas.
— ¿A esto llamas tú liderazgo? ¿A la extorsión y el asesinato?
El general Karsh estrelló su jarra en la mesa. Los ojos le llameaban de ira.
— ¡Solamente les hacemos lo que ellos hacen a nuestra gente! Los galeanos asaltan nuestras granjas y nuestras ciudades fronterizas. ¡Matan a keltas como si fuesen simples bichos a los que se aplasta!
»Nosotros les ofrecimos la paz. Fueron ellos quienes decidieron rechazar nuestra clemencia. Les brindamos la oportunidad de unirse a nosotros pacíficamente, pero ellos eligieron la guerra. Indirectamente nos ayudaron, pues ellos servirán de ejemplo a otros, para que no cometan la locura de oponerse a nosotros.
— ¿Y qué habéis hecho con la reina Cyrilla? ¿La habéis matado o la tenéis en vuestras tiendas con las demás putas?
Todos se echaron a reír.
— Allí estaría de haberla encontrado.
Kahlan casi suspiró en voz alta por el alivio. Nuevamente posó la mirada en Karsh, que tomaba otro trago.
— ¿Qué tiene que decir sobre esto el príncipe Fyren?
— ¡Fyren está en Aydindril! ¡Yo estoy aquí!
Bueno, en ese caso tal vez la Corona era ajena a todo esto. Tal vez no eran más que una banda de proscritos asesinos con muchas ínfulas.
Kahlan conocía al príncipe Fyren y lo tenía por un hombre razonable. De todos los diplomáticos de Kelton asignados en Aydindril, él era quien más había contribuido a que Kelton entrara en la alianza de la Tierra Central a través del Consejo Supremo. Había persuadido a su madre, la reina, para emprender el camino de la paz y no del conflicto. El príncipe Fyren era un caballero en todo el sentido de la palabra.
— Además de ser un asesino, general Karsh, también eres un traidor a tu propio país y a la Corona. Has traicionado a tu reina.
— ¡Soy un patriota! —protestó el kelta, descargando la jarra de peltre encima de la mesa—. ¡Yo protejo a mi gente!
— Tú no eres más que un bastardo traidor y un asesino sin conciencia. Dejaré al príncipe Fyren el honor de condenarte a muerte. Por supuesto será una sentencia póstuma.
Karsh golpeó la mesa con el puño.
— ¡Los buenos espíritus saben que eres una traidora a la gente de la Tierra Central! ¡Y esto demuestra que tienen razón! Nos han dicho que mientras tú sigas con vida no podremos ser libres. ¡Nos han pedido que matemos a todos los que son como tú! ¡A todos los blasfemos! Los buenos espíritus no nos abandonarán en nuestra lucha. Venceremos a todos los que sirvan al Custodio.
— Ningún oficial que se precie escucharía los parloteos de la Sangre de la Virtud —repuso Kahlan desdeñosamente.
El mago había conjurado una bola de fuego líquido de feo aspecto y lentamente hacía juegos malabares con ella, sin dejar de observarla. Las llamas chisporroteaban y silbaban, al tiempo que dejaban caer pequeñas chispas. El general Riggs eructó y se apoyó con los nudillos sobre la mesa para inclinarse hacia ella.
— Ya basta de charla. Desmonta de una vez, moza, para que podamos empezar la fiesta. Los bravos guerreros también necesitamos un poco de diversión.
Por fin el general Karsh sonrió.
— Y mañana, o quizá pasado mañana, te cortaremos la cabeza. Nuestros hombres y toda nuestra gente se regocijarán con tu muerte. Nuestro triunfo sobre la Madre Confesora, que es el símbolo de la opresión por medio de la magia, los llenará de júbilo. —La sonrisa del general se esfumó al tiempo que su rostro enrojecía nuevamente—. ¡La gente debe ver tu castigo para saber que el bien puede prevalecer! Así tendrá esperanza. Cuando te cortemos la cabeza, nuestra gente se alegrará.
— ¿Se alegrará de que una banda de bravos guerreros que dicen luchar por la libertad sean lo suficientemente fuertes para matar a una mujer sola?
— No. —Por primera vez el general Riggs parecía estar sobrio—. No comprendes el auténtico significado de lo que hacemos. No comprendes su importancia.
»Entramos en una nueva era, Confesora —continuó, bajando la voz y dulcificando el tono—. En esa era no hay lugar para vuestras viejas religiones. El linaje de las Confesoras y sus magos toca a su fin.
»Hubo un tiempo, hace tres mil años, en el que casi todo el mundo nacía con el don. La magia dominaba sobre todas las cosas y era usada para acceder al poder. Los magos abusaban de ese poder. Llenos de codicia se mataban unos a otros; mataban a otros poseedores del don para que fueran menos los que pudieran pasarlo a sus descendientes. Con el paso del tiempo los poseedores del don fueron lentamente erradicados de la raza de los hombres.
»Pero los pocos que quedaban aún rivalizaban por el poder y seguían eliminando a otros poseedores del don. Gradualmente los demás seres mágicos que gozaban de su protección, por ejemplo tú, han ido perdiendo esa protección y su manantial de magia. En la actualidad apenas nace nadie con el don. La magia muere con ellos. Tuvieron su oportunidad para gobernar, como la tuvo Rahl el Oscuro con su magia, y fracasaron. Su tiempo, el tiempo de los magos, ya ha pasado.
»Los seres de la penumbra ya no cuentan con su protección, por lo que la era de la magia toca a su fin y se produce el advenimiento de la era del hombre. En el nuevo mundo que surge ya no hay lugar para esa antigua religión moribunda que tú llamas magia. Es hora de que el hombre herede por fin el mundo. Es el momento de la Orden Imperial y, aunque ésta no existiera, el hombre gobernaría con otro nombre. Es hora de que el hombre gobierne y que la magia muera.
Kahlan sintió un súbito vacío y, sin quererlo, una lágrima se deslizó por su mejilla. Una asfixiante sensación de pánico le estrujaba la garganta como si fuese una garra.
— ¿Has oído eso, Slagol? —inquirió en un áspero susurro—. Tú también posees magia, y esos a quienes ayudas pretenden acabar con los de tu linaje.
El mago lanzó la pequeña bola de fuego a la otra mano. La luz de las llamas se reflejó en su sombrío semblante.
— Es como debe ser. La magia, pura o corrompida, es la vía de acceso del Custodio a este mundo. Después de ayudar a extinguir la magia en todas sus formas, yo también tendré que morir. De ese modo serviré al pueblo.
Riggs la miró con una expresión cercana al pesar mientras continuaba explicando:
— Es preciso que nuestra gente presencie la muerte de la última encarnación de esa religión que queda con vida. Tú eres su símbolo, eres el último ser mágico creado por los hechiceros. Tu muerte los llenará de esperanza hacia el futuro y les dará ánimos para acabar con todos los focos que quedan de magia, fuente del mal y la perversión.
»Nosotros somos la reja del arado. Las tierras que ahora están contaminadas por la magia se verán libres de su corrupción y podrán ser repobladas por gente piadosa. Entonces, por fin, todos nos liberaremos de tus dogmas, que no tienen cabida en el glorioso futuro del hombre.
El general se irguió y tomó un trago. Su voz recuperó su dureza para añadir:
— Cuando acabemos contigo, haremos entrar en vereda a Galea y al resto de países. ¡No nos detendremos hasta que consigamos una victoria total y absoluta! —exclamó, descargando la jarra sobre la mesa.
Al pensar en todos los seres, los seres de la penumbra como los había llamado Riggs, que dependían de ella para sobrevivir, la cólera la invadió, desterrando la momentánea sensación de pérdida y de pánico.
Lentamente asintió con la cabeza mientras sostenía la mirada al general.
— Como Madre Confesora que soy, como autoridad suprema de la Tierra Central ante la que todos deben inclinarse, te concedo un deseo. —La mujer se inclinó hacia adelante y dijo entre dientes—: Si quieres guerra, la tendrás. Te doy mi palabra de que no habrá clemencia para ninguno de vosotros.
Kahlan alzó el puño hacia el mago. Era él por lo que estaba allí.
Respiraba agitadamente, llena de la furia y el terror que le inspiraba la locura de esos hombres. Dejó que la magia surgiera con ímpetu en su interior, clamando por liberarse, clamando por cobrarse la vida de ese mago.
Era por él por lo que estaba allí. No debía fallar. La Cólera de Sangre gritaba por todos sus poros.
Kahlan conjuró el rayo, pero no ocurrió nada.
Por un instante se quedó paralizada, aterrorizada al pensar que la magia le había fallado. Entonces Riggs se le lanzó sobre una pierna.
Kahlan tiró de las riendas hacia atrás. El fiero caballo de batalla saltó inmediatamente, dispuesto a la acción y lanzó un relincho al tiempo que se encabritaba y golpeaba con las patas delanteras. Kahlan tuvo que agarrarse a sus crines para no caer y romperse el cuello. El caballo propinó a Riggs un tremendo golpe con un casco en el rostro, lanzándolo hacia atrás. A continuación Nick hizo pedazos la mesa. Los hombres sentados en las sillas cayeron hacia atrás. Con uno de los cascos delanteros el caballo aplastó la cabeza de uno de los oficiales d’haranianos y la pierna de otro.
Inmediatamente dio media vuelta y siguió propinando coces. Kahlan hundió los talones en sus flancos. El corcel se lanzó al galope mientras el mago se ponía en pie. Sorprendidos soldados se apartaban al impetuoso paso de ambos. Al mirar por encima del hombro vio cómo el hechicero extendía ambas manos al frente. Una bola de fuego de hechicero surgió frente a él y giró en el aire, esperando sus órdenes. Slagol extendió de nuevo las manos, con lo que arrojó la bola de fuego contra ella.
El caballo de guerra saltaba por encima de hogueras y hombres, levantando con sus cascos tanto nieve como leña ardiendo. Las patas se le enredaban en las cuerdas de las tiendas que tumbaba. Kahlan divisó lo que quería y necesitaba más que el aire para respirar, y guió a Nick en esa dirección.
Podía oír el lamento del fuego de hechicero que la perseguía, así como los gritos de los hombres que atrapaba a su paso. Una mirada de soslayo le bastó para ver la bola de fuego azul y amarilla, cada vez más grande, que avanzaba haciendo eses como si estuviera tan borracha como el mago. El fuego de hechicero debía ser guiado pero, ebrio como estaba, Slagol apenas podía controlar su propia obra. De haber estado sobrio, Kahlan ya estaría muerta.
«Queridos espíritus —rezó para sí—, si tengo que morir, dadme tiempo antes para hacer lo que debo hacer.»
Por fin alcanzó su meta, un grupo de lanzas clavadas en un banco de nieve. Sin detener al caballo, agarró una de ella al galope e hizo girar a Nick. Nuevamente hundió los talones en los flancos del corcel y éste se lanzó a galope tendido hacia adelante.
La bola de fuego aún la perseguía, envolviendo en llamas tanto tiendas como hombres. Se iba acercando dando tumbos, y cada vez era mayor.
La lanza pesaba más de lo que había esperado, pues había sido fabricada para hombres más musculosos que ella, por lo que tenía que llevarla en posición vertical para conservar las fuerzas. Ni el ruido, ni la confusión, ni los hombres corriendo, ni el fuego de hechicero afectaban a Nick, que seguía su frenético galope como si tal cosa. Kahlan lo guiaba hacia un lado y luego hacia el otro, sorteando obstáculos. Los cascos del caballo se hundían en la nieve pisoteada. Mujer y caballo avanzaban al galope hacia el fuego de hechicero y hacia quien lo había conjurado.
Slagol trató de cambiar el rumbo de la bola de fuego y detener el zigzagueante pero imparable avance de la Madre Confesora hacia él. Sus reacciones eran lentas, pero a medida que la distancia entre ambos se acortaba, Kahlan era consciente de que no tenía por qué ser rápido para alcanzarla.
En el último instante hizo girar a Nick a la derecha. La bola de fuego le pasó rozando tan cerca, que pudo oler a pelo quemado. Inmediatamente reemprendió el galope.
La bola de fuego de hechicero explotó detrás de ella y cayó en cascada sobre el suelo, como un dique que se rompiera de repente. El aire nocturno se llenó de los horrorizados gritos de hombres y bestias moribundos atrapados en las llamas. Docenas de hombres envueltos en llamas rodaban sobre la nieve para tratar de sofocarlas. Pero el fuego de hechicero estaba alimentado por un propósito concreto y no se extinguía así como así.
Los aullidos de dolor provocaban el pánico en todos aquellos que no comprendían qué estaba pasando. Algunos hombres gritaban de miedo, convencidos de que los espíritus los estaban atacando. Blandiendo espadas, se defendían de quienes corrían para salvar la vida del fuego. Estallaban luchas por todo el campamento. El aire transportaba no sólo el hedor de carne quemada sino también el olor de la sangre.
Kahlan hizo oídos sordos al griterío y buscó el silencio dentro de ella.
El mago se tambaleó hacia atrás y cayó, pero enseguida se levantó, haciendo girar los brazos. De las yemas de sus dedos brotó un arco de fuego.
Pese a la confusión general, Kahlan solamente veía una cosa: al mago Slagol.
Kahlan enristró la lanza, afianzó su base bajo el brazo derecho y la empujó con fuerza contra el tope de cuero. Entonces apretó los dientes y usó de toda su fuerza para levantar la pesada lanza por encima de la inclinada cabeza de Nick, hacia la izquierda, para no perder el equilibrio sobre la silla.
Nick enfiló hacia el objetivo como si le leyera la mente. Aunque avanzaban a galope tendido hacia Slagol, a Kahlan los últimos diez metros se le hicieron eternos. Era una carrera entre el caballo y el fuego que nuevamente conjuraba el mago.
Slagol alzó la vista para dirigir la bola de fuego justo cuando la lanza le atravesó el pecho. El impacto rompió la lanza en astillas hasta la mitad y casi partió al mago en dos. Ella y el caballo volaron entre una lluvia de sangre.
Kahlan blandió la mitad de la lanza contra el hombre que se lanzó a por ella, golpeándolo en la cabeza. El impacto le arrancó la lanza de las manos. La mujer hizo girar al caballo y se inclinó adelante sobre la cruz mientras emprendían la huida a galope tendido entre la confusión, tratando de alejarse de las tiendas de los oficiales. El corazón le latía tan rápido como los cascos del caballo.
Uno de los oficiales d’haranianos de la mesa de los generales pedía a gritos un caballo. Los hombres montaban a toda prisa, sin detenerse a colocar sillas. Mientras Kahlan empezaba a poner tierra de por medio entre ella y sus perseguidores, podía oír al oficial gritar que, si no la atrapaban, todos ellos serían descuartizados. Con una rápida mirada hacia atrás contó hasta tres docenas de jinetes que la seguían.
Lejos de las tiendas de los oficiales, en la parte del campamento por la que había entrado, los hombres ignoraban lo ocurrido y simplemente tomaban al jinete al galope como un elemento más de la jarana. Así pues, nadie movió ni un dedo para detenerla. Hombres, tiendas, hogueras, así como alabardas y lanzas clavadas en la nieve, desfilaban a ambos lados en una masa borrosa.
Nick saltaba sobre todos los obstáculos que no podía sortear. Los hombres se zambullían a los lados a su paso por miedo a que no saltara ni los evitara. Los jugadores se apartaban tambaleantes, lanzando al aire dados y monedas. Las patas del caballo se enredaban en las cuerdas de las tiendas, que, arrancadas, ondeaban tras ellos, envolviendo a sus perseguidores. Caballos y jinetes caían al suelo. Otros arrollaban a sus propios compañeros en un frenético intento por no perderla de vista.
Kahlan divisó una espada que colgaba de una funda sujeta al lado de uno de los carromatos y, al pasar al galope junto a ella, la desenvainó. Blandiendo el arma cortó las cuerdas a las que estaban amarrados los caballos y la descargó sobre la grupa de uno de ellos. El caballo herido coceó y lanzó un grito de dolor y terror, contagiando su pánico al resto de los animales. Todos salieron desbocados en todas direcciones. Los faroles, colocados sobre postes cayeron sobre las tiendas y les prendieron fuego.
Los caballos de sus perseguidores se plantaron ante los fuegos, se empinaron, corcovearon y arrojaron a sus jinetes al suelo. De pronto un hombre se lanzó para interceptarla, eludió los cascos de Nick e hizo ademán de agarrarla. Inmediatamente Kahlan le atravesó el pecho con la espada. La empuñadura se le escapó de la mano. La mujer se inclinó hacia adelante y se sujetó, mientras Nick acababa de atravesar a galope tendido ese campamento que no parecía terminar nunca. Había dejado atrás a sus perseguidores, pero ellos no cejaban.
Súbitamente el caballo salió por fin del campamento y empezó a galopar sobre la nieve a campo abierto. Kahlan siguió sus propias huellas a la menguante luz de la luna. El musculoso caballo se abría paso entre la nieve casi como si no estuviera allí.
Por fin alcanzaron los árboles y, antes de internarse en el bosque e iniciar el ascenso de las empinadas laderas, Kahlan miró por encima del hombro.
Tenía casi a cincuenta hombres a menos de tres minutos de distancia. Aunque se internara en la floresta, no tardarían en alcanzarla.
Y ella no haría nada por evitarlo. Al contrario.