21

— ¿Cuánto tiempo hace? —preguntó Chase.

Los siete hombres de fiero aspecto sentados en cuclillas, formando un semicírculo frente a Chase y la niña, se limitaron a mirarlo fijamente y a parpadear. Ninguno de los siete llevaba armas, excepto un cuchillo al cinto, y uno ni siquiera eso. Pero muchos hombres de pie armados con arcos, lanzas o ambas cosas les guardaban las espaldas.

Rachel se abrigó lo mejor que pudo con su gruesa capa de lana marrón y apoyó el peso en la otra pierna mientras se ponía en cuclillas y movía los dedos, deseando que no hiciera tanto frío. Empezaba a sentir un hormigueo en los pies. La niña acarició el gran ámbar en forma de lágrima que le colgaba al cuello. Era perfectamente lisa, y la notaba cálida al tacto.

Chase murmuró algo que la niña no entendió. El guardián se echó la pesada capa negra sobre los hombros y señaló con un palo el dibujo de dos personas en la tierra. Cuando se inclinó hacia adelante, todas las correas de piel en las que llevaba las armas crujieron. Sus botas eran tan grandes que a cualquiera de los otros hombres les cabrían ambos pies en una. Chase volvió a dar ligeros toques con el palo en el suelo, tras lo cual se volvió y apuntó con una mano hacia la pradera.

— ¿Cuánto tiempo hace? —preguntó. Señaló el dibujo y repitió el gesto varias veces—. ¿Cuánto hace que se marcharon?

Los hombres barro respondieron algo que ni Chase ni Rachel entendieron, y entonces el hombre de larga melena plateada que enmarcaba un rostro tostado por el sol, el que no se cubría los hombros con una piel de coyote sino que llevaba simples ropas de gamuza, trazó otro dibujo en la tierra. Esta vez, Rachel reconoció al instante de qué se trataba. Era el sol. Luego hizo tres hileras de marcas debajo. Chase las fue contando.

— Tres semanas —dijo el guardián. Alzó la vista hacia el hombre de pelo largo y le preguntó, mientras señalaba al sol dibujado en el suelo y levantaba siete dedos tres veces—: ¿Tres semanas? ¿Hace tres semanas que se marcharon?

El hombre barro asintió y pronunció más palabras divertidas.

Siddin ofreció a la niña otro pedazo de pan con miel. Era delicioso. Rachel trató de comer despacio, pero se lo acabó antes de darse ni cuenta. Sólo una vez antes había catado la miel; fue en el castillo, donde vivía siendo la compañera de juegos de la princesa. La princesa nunca le dio miel, pues decía que no era para criadas como ella, pero uno de los cocineros se la dejó probar.

La niña notó una desagradable sensación en el estómago al recordar lo mala que había sido con ella la princesa. No quería vivir en un castillo nunca más. Y ahora, que era la hija de Chase, ya no debería hacerlo. Cada noche, antes de conciliar el sueño tumbada sobre las mantas, se preguntaba cómo sería el resto de su nueva familia.

Chase le había dicho que tendría hermanos y hermanas, y una madre de verdad. También le dijo que tendría que ser muy amable con ella. Rachel sabía que podría; es fácil ser amable cuando alguien te quiere.

Chase la quería. Nunca se lo había dicho, pero se lo demostraba; le pasaba uno de sus enormes brazos alrededor y le acariciaba el pelo cuando ella se asustaba por los sonidos de la noche.

Siddin le sonrió mientras se lamía la miel de los dedos. Rachel se alegraba mucho de volver a verlo. Al llegar allí, creyó que iban a tener problemas. Unos hombres de aspecto aterrador, pintados todos de barro y con hierba por todas partes, les salieron al paso en la pradera. La niña ni siquiera los vio llegar; simplemente aparecieron.

Al principio pasó mucho miedo, pues esos hombres los apuntaban con sus armas, y sus voces sonaban aterradoras y no podía entender qué decían. Pero Chase desmontó con tranquilidad y los observó sosteniéndola a ella en brazos. No desenvainó la espada ni ninguna otra arma. Chase era el hombre más valiente que Rachel conocía. Los desconocidos se la quedaron mirando, y ella les devolvió la mirada. Chase le acariciaba el pelo y le decía que no tuviera miedo. Entonces, los hombres bajaron las armas y los condujeron a la aldea.

Al llegar allí, Rachel vio a Siddin. Siddin los conocía de antes, de cuando Kahlan lo salvó de la reina Milena en el castillo. Zedd, Kahlan, Chase, Siddin y ella misma habían huido juntos con la caja. Pese a que ella y Siddin hablaban lenguas distintas, el niño los conocía y dijo a su padre quiénes eran. Después de eso, todo el mundo se mostró muy amable.

Chase señaló con un dedo el dibujo de una persona, con el dedo de la otra mano señaló otro, tras lo cual acercó ambos dedos y movió las manos como si salvaran montañas.

— ¿Richard y Kahlan se marcharon hace tres semanas y se dirigieron al norte? ¿A Aydindril?

Todos los hombres negaron con la cabeza y empezaron de nuevo a parlotear. El padre de Siddin alzó una mano para reclamar silencio. Entonces se señaló a sí mismo y a los otros hombres, y levantó tres dedos, tras lo cual señaló la figura en el suelo con un vestido y pronunció el nombre de Kahlan. A continuación señaló hacia el norte.

Chase señaló el dibujo del sol, luego el de Kahlan, a los hombres, levantando tres dedos, y por fin al norte.

— ¿Hace tres semanas Kahlan y tres de tus hombres se dirigieron al norte, a Aydindril?

Todos asintieron y dijeron «Kahlan» y «Aydindril».

El guardián apoyó una rodilla en el suelo, se inclinó hacia adelante y dio golpecitos al dibujo de la otra persona.

— Pero Richard también fue. —De nuevo señaló al norte y repitió—: Richard también partió para Aydindril. Con Kahlan.

Todos los hombres se volvieron hacia el de la melena plateada. Éste miró a Chase y luego negó con la cabeza. El hueso tallado que le colgaba de una cinta de cuero al cuello se balanceó a un lado y a otro. Entonces señaló el dibujo del hombre con la espada y apuntó en otra dirección.

Chase se quedó mirándolo durante un largo minuto y luego frunció el entrecejo como si no entendiera. El hombre se inclinó hacia el suelo con el palito y dibujó otras tres figuras, todas con vestido. Entonces alzó los ojos hacia Chase, como para asegurarse de que éste lo miraba, y tachó dos de las figuras con una «X». Luego cruzó los brazos sobre las rodillas y aguardó, los ojos clavados en Chase.

— ¿Que significa eso? ¿Muertas? ¿Es eso lo que quieres decir: que están muertas? —Los hombres lo miraban fijamente, inmóviles. Chase se pasó un dedo por la garganta—. ¿Muertas?

El hombre de la melena plateada asintió y dijo «muertas», pero pronunciando la palabra de un modo divertido, haciéndola más larga de lo que era. Entonces apuntó con el palo al dibujo del sol, luego al de Kahlan y, finalmente, señaló por encima del hombro la dirección que habían tomado. A continuación señaló de nuevo el sol, luego el dibujo de Richard, a la mujer sin la «X» y, por fin, en otra dirección.

Chase se levantó. Su pecho se hinchó y luego volvió a vaciarse con un profundo suspiro. El guardián era altísimo. Miraba fijamente la dirección que, según el hombre del pelo plateado, había tomado Richard.

— Este. Eso supone adentrarnos en la Tierra Salvaje —musitó para sí—. ¿Por qué no está con Kahlan? —El guardián se frotó el mentón. Rachel pensó que parecía preocupado. No podía ser que estuviera asustado; Chase no se asustaba nunca—. Por todos los espíritus, ¿qué podría inducir a Richard a internarse en la Tierra Salvaje? ¿Y cómo pudo permitírselo Kahlan? ¿Quién va con él? —Todos los hombres barro se miraron entre sí como si se preguntaran qué hacía Chase hablando solo.

El guardián volvió a agacharse con un crujido de cinturones de piel, señaló el dibujo de la tercera mujer, frunció el entrecejo y se encogió de hombros hacia los hombres. A continuación señaló el dibujo de Richard y la mujer y volvió a señalar al este. Con las palmas de las manos alzadas a ambos lados de los hombros, se encogió de hombros e hizo muecas para indicar que no entendía.

El hombre de la melena plateada lanzó a Chase una triste mirada mientras suspiraba. Señaló la tercera mujer, la que no tenía una «X», tras lo cual se volvió y cogió una cuerda de un hombre situado detrás de él. Luego se arrolló la cuerda alrededor del cuello, contempló al ceñudo Chase y señaló el dibujo de Richard. Cuando Chase alzó de nuevo la mirada, y los ojos de ambos se encontraron, el hombre barro tensó de golpe la cuerda y señaló al este. Seguidamente tocó con el palo el dibujo de Kahlan, arrastró los dedos por las mejillas desde los ojos, como si llorara, y señaló al norte.

Chase se puso tan bruscamente de pie que fue como si diera un brinco. Estaba pálido.

— Se lo llevó —susurró—. Esa mujer capturó a Richard y se lo llevó hacia la Tierra Salvaje.

— ¿Qué significa eso, Chase? ¿Por qué no fue Kahlan con él? —preguntó Rachel.

El guardián la miró. La niña notó un nudo en el estómago al contemplar el gesto de extraña serenidad de Chase.

— Fue a buscar ayuda —contestó éste—. Fue a Aydindril en busca de Zedd.

Nadie dijo nada. Chase miró al este mientras enganchaba el pulgar en la gran hebilla de plata de su cinturón.

— Queridos espíritus, si realmente Richard se dirigió a la Tierra Salvaje, haced que vaya al norte —musitó para sí—. No dejéis que vaya al sur, o ni siquiera Zedd podrá ayudarlo.

— ¿Qué es la Tierra Salvaje? —preguntó Rachel, apretando con fuerza la muñeca.

— Un lugar muy malo, pequeña. Un lugar muy muy malo —repuso Chase, con la mirada fija en el cielo que se oscurecía.

Su voz, tan calmada y grave, puso la carne de gallina a Rachel.

Zedd notó cómo los músculos del lomo del caballo se flexionaban bajo su cuerpo cuando se agachó para evitar una rama y frenó un poco al animal. Zedd siempre montaba a pelo. Si tenía que montar un caballo, prefería que el animal se sintiera lo más libre posible. Le parecía lo más justo. La mayoría de los caballos apreciaban la consideración que les mostraba, especialmente el que montaba en esos momentos.

Había regalado la silla de montar y demás arreos a un hombre llamado Haff. Haff tenía las orejas más grandes que Zedd hubiese visto jamás. Parecía un milagro que un hombre con esas orejas descomunales hubiese encontrado esposa. Pero tenía esposa, además de cuatro hijos, y parecía necesitar los arreos más que Zedd. No para montar, por supuesto, sino para venderlos. Soldados del ejército de D’Hara se le habían llevado la cosecha y todo lo que tenía almacenado.

Era lo mínimo que Zedd podía hacer. Después de todo, Rachel estaba empapada hasta los huesos, y Haff les había ofrecido un sitio seco en el que dormir, aunque se tratara de un destartalado y pequeño granero, y su esposa les había ofrecido sopa de calabaza, muy aguada eso sí, sin pedir nada a cambio. Una silla de montar valía la expresión que se pintó en el rostro de Chase cuando Zedd anunció que no tenía hambre.

Pero el fornido guardián comió por tres y no debió haberlo hecho. Ese invierno habría mucha hambre. Haff no podría obtener por los arreos lo que realmente valían, no con el hambre que se extendía como un oscuro viento antes de la tormenta. Pero tal vez conseguiría lo suficiente para aguantar lo peor del invierno.

Zedd vio cómo Chase metía una moneda en el bolsillo de cada uno de los cuatro niños cuando creyó que nadie miraba, mientras les ordenaba en un tono que hubiese hecho palidecer a un hombre hecho y derecho, pero que por alguna extraña razón a los niños sólo les hizo sonreír, que no miraran hasta que él se hubiera marchado. Zedd confiaba en que no fuese oro. El guardián del Límite era capaz de oler a un ladrón a mucha distancia y, probablemente, decirte su nombre, pero en lo que se refería a los niños no pensaba con la cabeza.

Haff preguntó receloso qué tendría que hacer a cambio de los arreos, y Zedd le respondió que debería jurar lealtad eterna a la Madre Confesora y al nuevo lord Rahl de D’Hara, los cuales habían puesto fin a cosas como que los soldados robaran a los campesinos. El hombre se quedó mirándolo, con sus enormes orejas asomándole por debajo de un ridículo sombrero de lana con una borla a cada lado, que justamente fijaban la atención donde no era necesario, y dijo, muy convencido:

— Hecho.

Era un pequeño comienzo; la lealtad de un hombre a cambio de una silla de montar. Ojalá todo fuera tan sencillo. Pero eso había ocurrido hacía semanas, y ahora estaba solo.

El dulce olor de un fuego alimentado con ramas de abedul llegó hasta él a través de la densa vegetación, y también la yegua alzó la nariz mientras avanzaba con cautela por la estrecha senda. El aire estaba quieto, y en la creciente oscuridad las sombras invadían el serpenteante camino. Antes de ver la cabaña, Zedd oyó el estrépito: muebles volcados, ollas y sartenes que se estrellaban y fuertes maldiciones. La yegua alzó las orejas hacia tanto alboroto. Zedd la tranquilizó con una palmadita en el cuello.

La cabaña de paredes de madera ennegrecida por el paso del tiempo y un tejado en el que se acumulaban capas y más capas de helecho y hojas de pino secas se alzaba algo alejada de los inmensos árboles, entre toscos troncos oscuros a la mortecina luz del atardecer. El mago desmontó junto a los helechos marrones y muertos que se extendían delante de la casa a modo de jardín. El caballo lo miró cuando Zedd se acercó para rascarle debajo de la mandíbula.

— Sé buena chica y ve a buscarte algo que comer. —Colocándole un dedo bajo el mentón, obligó al animal a alzar la cabeza—. Pero no te alejes demasiado, —La yegua relinchó. Con una sonrisa, Zedd le acarició el hocico gris—. Buena chica.

En el interior de la cabaña sonó un grave gruñido interrumpido por airados chasquidos. Algo pesado se estrelló con fuerza contra el suelo, acompañado por un rudo juramento en un idioma extranjero.

— ¡Fuera de aquí, bestia inmunda!

Zedd sonrió al oír el familiar sonido de esa voz ronca. La yegua se alejó varios metros para pastar en matas de hierba seca, alzó la cabeza mientras masticaba y, a cada sonido sordo que resonaba en la casa, se volvía para mirar.

Zedd recorrió como si tal cosa el curvo sendero que conducía a la casa. En dos ocasiones se detuvo y giró sobre sí mismo para admirar la belleza del bosque de alrededor. Parecía imposible que reinaran tanta calma y paz en un paraje que había sido el paso entre uno de los lugares más peligrosos del mundo: el Límite. Aunque ahora el Límite ya no existía, el bosque seguía siendo un sereno refugio imbuido de una tranquilidad casi palpable que Zedd sabía que no era natural. Era el fruto de la habilidad de la mujer que en esos mismos instantes soltaba maldiciones tan atrevidas que harían sonrojarse incluso a un lancero sandariano.

Zedd había visto cómo uno de esos lanceros maldecía a su propia reina hasta dejarla sin sentido. Desde luego, eso le había valido la soga. Ni el verdugo se libró de sus insultos, aunque se vengó causándole una muerte lenta. Pero eso dio oportunidad al lancero de soltar una última maldición tan vulgar como elocuente. Los demás lanceros consideraron que había valido la pena.

Por su parte, la refinada reina jamás llegó a recuperarse del todo y, desde aquel momento, siempre se sonrojaba al ver a uno de sus lanceros, y una de sus doncellas tenía que abanicarla con todas sus fuerzas para evitar que se desmayara. Probablemente los habría hecho colgar a todos, de no haber sido porque salvaron el trono, por no mencionar su delicado cuello, en más de una ocasión. Pero eso sucedió hacía mucho tiempo, en otra guerra.

Zedd juntó las manos a la espalda e inspiró hondo, saboreando el aire limpio y fresco. Entonces se inclinó, arrancó una rosa silvestre ya marchita y, con un soplo de magia, le devolvió el frescor. Los pétalos amarillos se desplegaron y se hincharon con nueva vitalidad. El mago cerró los ojos, la olió con una profunda inspiración y, con aire indolente, se la prendió de la túnica, encima del pecho. No tenía prisa alguna.

No era prudente interrumpir a una hechicera en una de sus rabietas.

A través de la puerta abierta se oyó una maldición más seria, al mismo tiempo que el objeto de la ira de la hechicera al fin era expulsado. Con un porrazo propinado por el extremo romo de un hacha, la criatura salió volando por la puerta. La pequeña bestia, semejante a un armadillo, aterrizó sobre su espalda, a los pies de Zedd. Agitándose, emitía chasquidos y gruñidos, mientras sus garras hendían el aire, tratando de darse la vuelta. No parecía que el hacha ni el breve vuelo ni el accidentado aterrizaje le hubieran afectado.

Una repugnante lapa chupasangre. Era el mismo tipo de bestia que se había pegado al tobillo de Adie en una ocasión. Cuando una lapa chupasangre se adhería a su víctima, no había modo humano de quitársela de encima. Se aferraba con las garras a la carne y hundía los colmillos hasta el hueso, chupando la sangre con esa boca arrugada y llena de dientes. Mientras quedara algo de sangre para seguir alimentándose, no soltaría a la víctima, y su armadura los protegía.

Adie había tenido que cortarse con un hacha el pie al que se le había enganchado una lapa chupasangre; era el único modo de salvarse. Cuando pensaba en ello, a Zedd se le revolvía el estómago. Después de contemplar un momento a la bestia que yacía a sus pies, el mago le dio una patada despreocupadamente, arrojándola bastante lejos. La criatura aterrizó sobre las patas y se internó con andar patoso en el bosque, en busca de una presa más fácil.

Zedd alzó la vista hacia la figura que lo contemplaba enfadada desde el umbral con sus ojos completamente blancos. Aún respiraba con agitación. Llevaba una túnica del mismo color de arpillera clara que él, pero, a diferencia del mago, la suya estaba adornada con cuentas rojas y amarillas cosidas al cuello formando los tradicionales símbolos de su profesión. Adie puso los brazos en jarras. Su expresión ceñuda no disminuía ni un ápice la belleza de sus facciones.

No obstante, seguía empuñando el hacha en una mano, lo cual era un signo inquietante. Sería mejor no plantearle directamente lo que quería.

— No deberías jugar con las lapas chupasangre, Adie. Así es como perdiste el pie la última vez, ¿recuerdas? —dijo Zedd a modo de saludo, sonriendo. Cogió la rosa amarilla que llevaba prendida al pecho, y sus delgados labios sonrieron aún más, formando arrugas más profundas en su rostro—. ¿Tienes algo para comer? Me muero de hambre.

La mujer se quedó mirándolo fijamente, inmóvil, tras lo cual deslizó el hacha hasta el suelo y apoyó el mango contra la pared, justo dentro.

— ¿Qué haces tú aquí, mago?

Zedd subió el diminuto porche y la saludó con un florido gesto. Cuando se irguió de nuevo, le ofreció la rosa como si se tratara de una joya de incalculable valor.

— No podía seguir alejado más tiempo de vuestros tiernos brazos, mi querida señora —repuso, con la más irresistible de las sonrisas.

— Mentira —afirmó Adie, clavando en él sus ojos blancos.

Zedd carraspeó y le acercó más la flor, al tiempo que pensaba que quizá le convenía practicar más esa sonrisa.

— ¿Es estofado eso que huelo?

Sin apartar los ojos del mago, Adie aceptó la flor y se la prendió en la recta cabellera negra y gris que le llegaba a la mandíbula. Realmente era una mujer hermosa.

— Justo.

Las suaves y delgadas manos de la mujer cogieron la suyas, y una leve sonrisa iluminó su faz surcada por finas arrugas.

— Me alegro de volver a verte, Zedd. Durante un tiempo temí que no te vería nunca más. Pasé muchas noches sudando, sabiendo qué sucedería si fracasabais. Cuando llegó el invierno y la magia del Destino no lo arrasó todo, supe que habíais vencido.

A Zedd lo animó comprobar que su mejor sonrisa no había caído en saco roto, pero fue cauto en su respuesta.

— Rahl el Oscuro ha sido derrotado.

— ¿Y Richard y Kahlan? ¿Están a salvo?

— Sí —contestó Zedd, henchido de orgullo—. De hecho, Richard fue quien derrotó a Rahl el Oscuro.

— Me parece que hay algo más.

El mago se encogió de hombros, tratando de quitar importancia al asunto.

— Es una larga historia.

Aunque los labios de Adie esbozaban aún una leve sonrisa, sus ojos blancos parecían taladrar el alma del mago.

— Hay una razón por la que has venido. Y me temo que no me va a gustar.

Zedd retiró las manos y se apartó algunos mechones de su blanco y rebelde cabello ondulado, al tiempo que fruncía el entrecejo.

— Cáspita, mujer, ¿vas a darme algo de ese estofado sí o no?

Finalmente, Adie apartó sus blancos ojos de él y entró en su casa.

— Creo que hay bastante, incluso para ti. Entra y cierra la puerta. No quiero ver ninguna otra lapa esta noche.

Lo había invitado. Bien. Todo salía a pedir de boca. El mago se preguntó cuánto tendría que revelarle. Esperaba que no todo. Ser mago a veces implicaba utilizar a los demás, y lo peor era cuando uno les tenía cariño o los amaba.

Mientras Zedd la ayudaba a enderezar las sillas y la mesa así como a recoger las ollas y las bandejas de hojalata esparcidas por el suelo, empezó a contarle lo sucedido desde la última vez que se vieran. Empezó por la angustiosa experiencia de atravesar el paso contando sólo con la escasa protección del hueso que la misma Adie le había entregado para ocultarlo de las bestias. Zedd aún llevaba ese hueso colgado de una delgada cinta de cuero alrededor del cuello. No había creído necesario deshacerse de él después de haber cruzado.

La mujer escuchó sin hacer comentarios, mientras Zedd desgranaba el relato y, al llegar a la caída de Richard en manos de una mord-sith, no se volvió para mostrarle la cara, aunque el mago vio que los músculos de los hombros se le tensaban un segundo. Zedd puso especial énfasis en contar cómo Rahl el Oscuro había arrebatado a Richard la piedra noche que Adie había entregado al joven para que pudiera ver en el paso.

— Esa piedra casi me mata —declaró enfadado el mago a la espalda de la mujer, que justo recogía una bandeja del suelo—. Rahl el Oscuro la usó para atraparme en el inframundo. Me escapé por los pelos. Casi causas mi muerte al darle esa piedra a Richard.

— No seas lerdo —se mofó de él Adie—. Eres suficientemente listo para salvarte. Si no hubiera dado la piedra noche a Richard, habría muerto en el paso, y entonces Rahl el Oscuro habría ganado y ahora mismo te estaría torturando. Al darle la piedra a Richard, te salvé la vida.

— Esa piedra era peligrosa —protestó el mago, blandiendo hacia ella el hueso de la pierna de algún tipo de bestia—. No deberías ir por ahí dando cosas tan peligrosas como si fueran caramelos. No sin avisar antes, al menos. —Zedd estaba en su derecho de sentirse indignado, pues la maldita piedra lo había atraído al inframundo. Lo menos que podía hacer Adie era fingirse arrepentida.

Zedd siguió explicando cómo Richard escapó, aunque llevaba una red que lo rodeaba y ocultaba su identidad, y cómo las cuadrillas habían atacado a Chase, Kahlan y a él mismo. Tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para controlar la voz mientras le contaba lo que habían estado a punto de hacerle a Kahlan, y cómo ésta había conjurado el Con Dar y había matado a sus atacantes. Acabó contándole cómo Richard había engañado a Rahl el Oscuro para que abriera la caja equivocada, y cómo la magia del Destino había matado a Rahl por ese error. Zedd sonrió para sí cuando le contó cómo Richard había hallado el modo de superar el poder de Kahlan —aunque sin darle detalles, pues debía seguir siendo un secreto— y que ahora eran libres para amarse y vivir felices para siempre.

El mago se sintió satisfecho de haber podido contarle la historia sin ahondar demasiado en sucesos más dolorosos, pues no deseaba revivirlos. Adie no le hizo preguntas, pero se acercó a él y le puso una mano en el hombro al tiempo que le decía lo aliviada que se sentía de que todos hubieran sobrevivido y vencido.

Después de explicarle lo ocurrido, al menos tanto como quería explicarle, Zedd guardó silencio y se dedicó a apilar los huesos en el rincón que Adie le indicó. Por el modo en que estaban esparcidos, la lapa debió de haber buscado refugio entre ellos. Un error fatal.

No era de extrañar que la gente llamara a Adie la mujer de los huesos, pues poco más tenía en la casa. Su vida parecía consagrada a ellos. Una hechicera que poseía tal fijación por los huesos era una idea inquietante. Zedd no vio señales de pociones, ni de polvos ni de los habituales fetiches ni de los objetos típicos que sabía que podía esperar de una mujer con su talento mágico. Zedd sabía qué investigaba Adie, pero no por qué.

Normalmente, las hechiceras estaban sólo interesadas en los seres vivos. Pero Adie estudiaba cosas oscuras y peligrosas. Cosas muertas. Por desgracia, eso era exactamente lo que él también hacía. Zedd suponía que si uno quería saber algo sobre el fuego, por ejemplo, tenía que estudiarlo, aunque se corría el riesgo de quemarse. Al mago le disgustó la analogía desde el mismo instante en que se le ocurrió.

— Si no quieres que te entren lapas, Adie, deberías mantener la puerta cerrada —dijo a la hechicera, después de colocar en la pila el último hueso.

Pero su ceñuda expresión, perfectamente adecuada a la ocasión, de nada sirvió, pues Adie siguió colocando la leña de nuevo en el cubo situado al lado de la chimenea.

— La puerta estaba cerrada, y el cerrojo puesto —replicó secamente con su voz áspera, como si pretendiera marchitar el ceño no visto—. Ya es la tercera vez.

»Antes, las lapas nunca se acercaban a mi casa —prosiguió, mientras recogía un hueso escondido detrás de un trozo de leña, se erguía y se lo entregaba al mago—. Ya me ocupaba yo de que no lo hicieran. —La mujer bajó la voz como si pretendiera amenazar a quien pudiera estar escuchándola. Entonces tendió al mago, agachado en el suelo junto al montón, una gruesa costilla blanca—. Pero ahora, desde poco antes del invierno, se acercan. Los huesos ya no los ahuyentan. No sé por qué.

Adie llevaba mucho tiempo viviendo en el paso y nadie como ella conocía sus peligros, sus peculiaridades y sus rarezas. Nadie sabía mejor que ella cómo estar seguro allí, cómo vivir en el límite entre el mundo de los vivos y el mundo de los muertos, al borde mismo del inframundo. Claro que, ahora, el Límite ya no existía, y debería ser un lugar seguro.

Zedd se preguntó qué otras cosas pasaban, pero ella se las ocultaba: las hechiceras nunca revelaban todo lo que sabían. ¿Por qué seguía viviendo allí, pese a las cosas extrañas y peligrosas que sucedían alrededor? Todas las hechiceras eran tercas como mulas, sí señor.

Adie cruzó la habitación iluminada sólo por el fuego. Cojeaba ligeramente.

— ¿Encendemos una luz?

Detrás de ella, Zedd hizo un gesto con la mano hacia la mesa. La lámpara se encendió sola, sumando un suave resplandor al del fuego que ardía en la gran chimenea construida con lisas piedras de río, y que ayudó a iluminar las oscuras paredes de la habitación. En todas ellas se veían huesos blancos. Un estante situado de lado a lado de una pared se desbordaba con los cráneos de peligrosas bestias. Muchos de los huesos habían sido convertidos en objetos ceremoniales, con otros se habían hecho colgantes decorados con plumas y cuentas, y en otros se habían grabado símbolos antiguos. Otros tenían encantamientos trazados en la pared en torno a ellos. Era la colección más extraña que Zedd había visto jamás.

— ¿Por qué cojeas? —le preguntó el mago, señalándole el pie con un huesudo dedo.

Adie lo miró de soslayo mientras se detenía y cogía un cucharón que colgaba de un gancho a un lado de la chimenea.

— El nuevo pie que me diste era demasiado corto.

Zedd apoyó una mano sobre una huesuda cadera, mientras que con los enjutos dedos de la otra se acariciaba el lampiño mentón, observando el pie de Adie. No había notado que no fuese suficientemente largo cuando lo hizo crecer de nuevo y tuvo que marcharse poco después.

— Tal vez podría alargar un poco el tobillo —pensó en voz alta. Retiró una mano del mentón e hizo un florido gesto en el aire—. Serían iguales.

— No, gracias. —Adie lo miró desafiante por encima del hombro mientras removía el guiso.

— ¿No te gustaría tenerlos los dos iguales? —inquirió Zedd, muy extrañado.

— Te agradezco que me dieras de nuevo mi pie. La vida es mucho más sencilla ahora. No me daba cuenta de lo mucho que odiaba la muleta. Pero el pie está bien como está. —La mujer se llevó a los labios el cucharón llenó de estofado caliente y sopló.

— Aún sería más sencilla la vida si fuesen iguales.

— He dicho que no. —Adie probó el guiso.

— Cáspita, mujer, ¿Por qué no?

Adie golpeó repetidamente el cucharón contra el borde de la olla de hierro, y a continuación volvió a colgarlo de su gancho, tras lo cual cogió una lata abollada que estaba situada en la repisa de la chimenea y la abrió.

— No quiero revivir de nuevo ese dolor —respondió en voz baja y menos áspera de lo habitual—. De haber sabido lo que me esperaba, hubiese preferido vivir el resto de mi vida con un solo pie. —La mujer metió la mano dentro de la lata, cogió un puñado de una mezcla de cinco especias y lo espolvoreó sobre el estofado.

Zedd se tironeaba la oreja. Tal vez Adie tenía razón. Casi la había matado al darle de nuevo el pie. Zedd no había esperado lo que ocurriría; cómo reaccionaría Adie a toda la magia que usó con ella. No obstante, había tenido éxito y logró quitarle el dolor de los recuerdos, pese a no saber aún sobre qué versaban esos recuerdos. Pero debería haber contado con que Adie seguramente tenía recuerdos muy dolorosos.

Debería haberse guiado por la Segunda Norma de un mago, pero lo había cegado el deseo de hacer algo bueno por ella. Así solía suceder con la segunda norma: que uno no era consciente que la estaba violando.

— Adie, tú conoces el precio de la magia casi tan bien como un mago. Además, te compensé, por el dolor me refiero. —Zedd sabía que no sería necesaria tanta magia para alargar un poco el tobillo como había sido necesaria para que el pie volviera a crecer, pero, después de lo que había sufrido, comprendía su renuencia—. Tal vez tienes tú razón. Tal vez ya he hecho bastante.

— ¿Qué te trae por aquí, mago? —le preguntó, posando de nuevo en él sus ojos blancos.

— Quería verte —repuso Zedd, con una sonrisa de pícaro—. Eres una mujer que no es fácil olvidar. Y quería explicarte cómo Richard había vencido a Rahl el Oscuro. Que habíamos vencido. —Dándose cuenta de que no la convencía, preguntó—: ¿Por qué crees que las lapas chupasangre se acercan a tu casa?

— No lo sé —repuso Adie, con un suspiro—. Das tantos rodeos como un borracho que anda en todas direcciones excepto en la que tiene que ir. —Con un rápido gesto de la mano hacia la mesa, indicó que pusiera los cuencos—. Cuando el primer día de invierno llegó y pasó, supe que habíamos ganado. Si Rahl hubiera vencido, no habría tanta paz. Pero debo reconocer que me alegro de volver a ver tus viejos huesos.

»¿Qué te trae por aquí, mago? —repitió, con voz más baja y más áspera aún si cabe.

Zedd se encaminó tranquilamente hacia la mesa, contento de eludir por un momento el escrutinio de esos ojos blancos.

— No has contestado todavía, Adie. ¿Por qué crees que las lapas se acercan a tu casa?

— Creo que vienen por la misma razón que tú: para causar problemas a una pobre vieja. —La voz de Adie sonaba más profunda, áspera y dura, casi enfadada.

— Mis ojos no ven a ninguna vieja; sólo a una mujer muy hermosa.

Adie contempló la amplia sonrisa del mago, sacudiendo impotente la cabeza.

— Me temo que tienes una lengua más peligrosa que una lapa chupasangre.

— ¿Se habían acercado tanto antes? —preguntó Zedd, tendiéndole un cuenco.

— No. —La mujer se volvió y empezó a servir el estofado—. Cuando el Límite aún existía, las lapas permanecían en el paso junto con otras bestias. Cuando cayó dejé de verlas durante un tiempo, pero con la llegada del invierno volvieron. No es normal. Creo que algo va mal.

Zedd le cambió el cuenco vacío por el lleno, que se acercó a la nariz para inhalar su aroma.

— Es posible que, cuando el Límite cayó para siempre, ya no hubiera nada que las retuviera y simplemente cruzaron el paso.

— Es posible, sí. Cuando el Límite desapareció, la mayoría de las bestias desaparecieron con él de regreso al inframundo. Otras quedaron libres y escaparon a nuestro mundo. No vi lapa alguna hasta que llegó el invierno, hace casi un mes. Me temo que ha ocurrido algo que las ha traído de vuelta.

Zedd sabía perfectamente qué había ocurrido, pero se lo calló. En vez de eso, preguntó:

— Adie, ¿por qué no te marchas? Ven conmigo a Aydindril. Podríamos…

— ¡No! —Adie enmudeció de pronto, como sorprendida por su propia voz. Entonces se alisó la túnica, esperó hasta que la ira hubiera desaparecido de su rostro, cogió de nuevo el cucharón y siguió sirviendo—. No. Éste es mi hogar.

Zedd la contempló en silencio afanarse sobre la olla. Cuando acabó, llevó su cuenco a la mesa, lo dejó y fue a buscar una hogaza de pan oculta tras una cortina a rayas azules y blancas encima del mostrador de la cocina. Con el pan señaló la otra silla vacía. Zedd dejó su cuenco sobre la mesa y se sentó, remangándose primero la túnica y doblando las piernas bajo él. Adie se sentó en la otra silla, frente a él, y le cortó una gruesa rebanada de pan que empujó en su dirección con la punta del cuchillo. Sólo entonces lo miró a los ojos.

— Por favor, Zedd, no me pidas que abandone mi hogar.

— Sólo estoy preocupado por ti, Adie.

— Mentira —declaró la mujer, mientras sumergía un pedazo de pan en su cuenco.

Zedd la miró bajo sus pobladas cejas y cogió la rebanada de pan que le correspondía.

— No es ninguna mentira.

— «Sólo» es mentira. —Adie comía con la cabeza gacha.

Zedd empezó a comer con ganas el estofado.

— Hmmm. Está francamente delicioso —masculló con un pedazo de carne demasiado caliente en la boca. Adie le agradeció el cumplido con una inclinación de cabeza. Zedd comió hasta acabarse el cuenco, y luego él mismo fue a la chimenea a servirse más.

Al regresar a la mesa, abarcó con un gesto de la mano toda la habitación, señalando con la cuchara.

— Tienes un hogar muy agradable, Adie. Realmente agradable, sí señor. —Se sentó, aceptó la rebanada de pan que Adie le ofrecía y luego apoyó los codos encima de la mesa, con lo que las mangas se le bajaron, y partió el pan en dos—. Pero creo que no deberías vivir aquí tú sola. No con todas esas lapas que rondan la casa. ¿Por qué no vienes conmigo a Aydindril? —sugirió, señalando al norte con el pan—. Es un lugar precioso. Te gustaría. Y hay mucho espacio. Kahlan te permitiría vivir donde tu quisieras. Vaya, podrías incluso vivir en el alcázar.

— No —repuso Adie, con los ojos clavados en la comida.

— ¿Por qué no? Nos lo pasaríamos muy bien. Una hechicera puede pasárselo en grande en el alcázar. Hay libros y…

— He dicho que no.

Zedd la observó comerse el estofado. Entonces se arremangó más, y la imitó. Pero no pudo comer mucho rato. Casi enseguida dejó la cuchara dentro del cuenco y la miró.

— Adie, hay más. No te lo he contado todo.

— Supongo que no esperarás que finja sorpresa. No finjo nada bien —replicó Adie, y siguió comiendo.

— Adie, el velo está rasgado.

La mano de la mujer se quedó inmóvil a medio camino de la boca. Pero no lo miró.

— Bah. ¿Qué sabrás tú del velo? No tienes ni idea de lo que hablas. —La cuchara completó el trayecto.

— Sé que está rasgado.

Adie pescó del cuenco el último trozo de patata.

— Hablas de cosas imposibles, mago. El velo no puede estar rasgado. Cálmate, mago —le dijo, levantándose y cogiendo su cuenco vacío—. Si el velo estuviera rasgado, habría muchas más lapas chupasangre de las que preocuparnos.

Zedd se volvió, colocó una mano en el respaldo de la silla y observó cómo Adie cojeaba hacia la olla que colgaba encima del fuego en la chimenea.

— La piedra de Lágrimas está en este mundo —anunció en voz baja.

Adie se detuvo. El cuenco cayó al suelo, su repiqueteo resonó en el completo silencio, y luego rodó lejos. La hechicera sostenía las manos ante ella como si aún lo aguantara. Tenía la espalda rígida.

— No digas tal cosa en voz alta a no ser que estés completamente seguro —susurró—. A no ser que estés dispuesto a jurarlo por tu honor de Primer Mago. A no ser que estés dispuesto a ofrecer tu alma al Custodio en caso de que mientas.

— Que el Custodio se lleve mi alma ahora mismo, si miento. La piedra de Lágrimas está en este mundo; la he visto —afirmó Zedd, clavando en ella sus intensos ojos color avellana.

— Que los espíritus nos protejan —susurró débilmente Adie, que seguía inmóvil—. Cuéntame qué estupidez has hecho, mago.

— Adie, ven y siéntate. Primero quiero que me digas qué estás haciendo aquí, viviendo en el paso, o lo que antes era el paso. ¿Qué has estado haciendo tanto tiempo viviendo en la frontera del inframundo y por qué te niegas a marcharte?

— Eso no es cosa tuya —replicó la hechicera, dando bruscamente media vuelta para mirarlo. Con una mano se agarraba la falda de la túnica.

Zedd se puso de pie apoyándose con una mano en el respaldo de la silla.

— Adie, debo saberlo. Es muy importante. Debo saber qué has estado haciendo por si puedo serte de alguna ayuda. Sé perfectamente el dolor con el que vives. Lo he visto, ¿recuerdas? No sé qué lo causó, pero sí sé que es muy profundo. Te pido que compartas esa historia conmigo. Te pido, como amigo, que confíes en mí. Por favor, no me obligues a ordenártelo como Primer Mago.

Adie alzó los ojos hacia los suyos al oír esta última frase. El destello de ira se apagó y, finalmente, asintió.

— Muy bien. Tal vez me lo he guardado sólo para mí durante demasiado tiempo. Tal vez será un alivio poder compartirlo con alguien… con un amigo. Tal vez, después de lo que oirás, ya no querrás que te ayude. Pero, si aún lo quieres, espero que me cuentes todo lo ocurrido. Todo —insistió, amenazándolo con un dedo.

— Lo prometo —dijo Zedd, con una leve sonrisa de aliento.

Adie cojeó hasta su silla. Justo cuando se sentaba, el cráneo más grande de los colocados en el estante de pronto se cayó al suelo. Ambos se quedaron mirándolo. Zedd lo recogió con ambas manos. Con sus delgados dedos acarició unos colmillos afilados y curvos, tan largos como su mano. Por la base era plano, o sea que no podía haber rodado del estante. Mientras Adie miraba, Zedd volvió a colocarlo en su sitio.

— Últimamente parece que los huesos sólo quieren estar en el suelo —comentó Adie, con su áspera voz.

Zedd regresó a su silla después de examinar ceñudo el cráneo.

— Dime por qué tienes tantos huesos y qué haces con ellos; todo. Empieza por el principio.

— Todo. —Adie cruzó los brazos sobre el regazo y, por un momento, pareció a punto de salir corriendo por la puerta—. Es una historia muy triste.

— Jamás repetiré ni una sola palabra que me digas, Adie.


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