23

— ¿La piedra de Lágrimas? Está bien escondida.

— Bien. —Adie asintió una sola vez, con firmeza—. No es algo que deba correr con total libertad por el mundo. ¿Te has asegurado de que esté escondida en sitio seguro? —preguntó con inquietud.

Zedd se estremeció. No quería decírselo, pues sabía cuál sería su reacción, pero se lo había prometido.

— La puse en un colgante y ese colgante se lo entregué a una niña. No sé… dónde está ahora… exactamente.

— ¡La tocaste! —Adie no salía de su asombro—. ¿Tocaste la piedra de Lágrimas? ¡Y encima se la colgaste al cuello a una niña!

De pronto, la hechicera agarró con fuerza inesperada el mentón de Zedd y se acercó a su rostro.

— ¿Has colgado la piedra de Lágrimas, la misma piedra que se dice que el Creador colgó del cuello del Custodio para que no pudiera escapar del inframundo… esa piedra la has colgado del cuello de una niña pequeña? ¿Y después la dejaste ir?

— Bueno —se defendió Zedd, picado en su amor propio—, tenía que hacer algo con ella. No podía dejarla tirada por ahí.

Adie se golpeó la frente con la palma de una mano.

— Justo cuando me habías convencido de que eres un hombre sabio, me demuestras lo insensato que puedes llegar a ser. Queridos espíritus, salvadme de las manos en las que me he entregado.

— ¿Qué querías que hiciera con ella? ¡Vamos, dime! —exclamó Zedd, poniéndose de pie.

— Bueno, desde luego no hubiera tomado una decisión tan a la ligera como tú. ¡Y jamás la habría tocado! ¡Pertenece a otro mundo! —Adie le volvió la espalda, mientras meneaba la cabeza y murmuraba algo en una lengua extraña.

— Resulta que no podía permitirme el lujo de reflexionar —dijo Zedd, alisándose la túnica—. Nos estaba atacando un aullador. Si la hubiera dejado allí…

— ¡Un aullador! ¿Es que no me traes ninguna buena noticia, viejo mago? Pero eso no es excusa —le dijo, golpeándole el pecho con un dedo—. No deberías…

— ¿Qué? ¿Haberla recogido? ¿Debería haberla dejado al alcance del aullador?

— Los aulladores son asesinos. No se encuentran aquí para coger la piedra.

— ¿Cómo lo sabes? —Ahora fue el turno de Zedd de golpearla con el dedo—. ¿Estás completamente segura? ¿Hasta el punto de arriesgarlo todo, sabiendo que, si te equivocas, el Custodio se haría con la piedra? ¿Estás completamente segura, Adie?

— No —admitió al fin la mujer—. Supongo que no. Quizá tengas razón. No podías correr el riesgo de que el aullador la cogiera. Tal vez hiciste lo único posible. ¡Pero colgarla del cuello de una niña…

— ¿Y dónde querías que la guardara? ¿En el bolsillo? ¿En el bolsillo de un mago? ¿En el bolsillo de un poseedor del don, que es donde el Custodio miraría primero? ¿O tal vez preferirías que la hubiera escondido en un lugar que sólo yo supiera, sabiendo que, si un poseído me pillara y me hiciera hablar, le diría dónde estaba?

Adie cruzó los brazos y masculló por lo bajo una maldición. Al fin, su expresión se suavizó.

— Bueno… tal vez…

— Tal vez nada. No tenía elección. Fue un acto desesperado. Hice lo único que podía hacer, dadas las circunstancias.

Adie soltó un cansado suspiro y asintió.

— Tienes razón, mago; era la única solución. Descabellada, pero la única posible. —La hechicera le dio palmaditas en el hombro y luego lo empujó suavemente hacia abajo—. Vamos, siéntate. Quiero mostrarte algo.

— Hubiera preferido hacer cualquier otra cosa, Adie —dijo Zedd con aire contrito, mirando cómo la mujer se dirigía a los estantes, cojeando—. Créeme.

— Lo sé. ¿Un aullador, has dicho? —Adie se detuvo y se dio media vuelta—. ¿Estás seguro de que era un aullador? —Por toda respuesta, Zedd enarcó una ceja—. Sí, claro que sí. Los aulladores son los asesinos del Custodio —prosiguió, preocupada—. Son de una lealtad inquebrantable y extremadamente peligrosos, pero no se distinguen por su inteligencia. Necesitan algo para saber quién es su presa, un modo de localizarla. No se les da nada bien el rastreo en nuestro mundo. ¿Cómo sabía el Custodio dónde estabas? ¿Cómo supo el aullador dónde encontrarte? ¿Cómo supo que debía perseguirte a ti?

— Ni idea. Estaba junto a las cajas abiertas, pero hacía ya horas que había sucedido. El Custodio no tenía modo de saber que seguía allí.

— ¿Destruiste al aullador?

— Sí.

— Bien hecho. El Custodio no malgastará esfuerzos en enviar a otro, ahora que has demostrado que puedes vencerlos.

— ¡Qué descanso! —exclamó Zedd en tono irónico—. El Custodio envió al aullador para eliminar una amenaza. Seguramente para que no siguiera interfiriendo, del mismo modo que trató de librarse de tu interferencia enviando a un poseído. Tienes razón, ahora que he demostrado que puedo vencer a los aulladores, ya no enviará a ningún otro. Enviará algo peor.

— Si es que realmente iba a por ti. —Adie rumió, tocándose el labio inferior con un dedo, mientras murmuraba para sí—. ¿Dónde estaba la piedra cuando la encontraste?

— Junto a la caja abierta.

— ¿Y dónde apareció el aullador?

— En el mismo lugar donde estaban las cajas y la piedra.

— Es posible que sea como dices, que su misión fuese recuperar la piedra —razonó Adie, desconcertada—, pero no tiene sentido tratándose de un aullador. Me pregunto cómo te encontró. —Adie cojeó hacia los estantes—. Algo tuvo que guiarlo.

De puntillas escrutó el fondo del estante y fue apartando con cuidado varios objetos, hasta coger al fin el que buscaba. Sosteniéndolo en una mano, se volvió y lo dejó con cuidado sobre la mesa. Era apenas mayor que un huevo de gallina, redondo y oscurecido por el paso del tiempo, con una profunda pátina de un negro casi marrón en los huecos. Era una magistral talla de una bestia feroz hecha un ovillo, pero con unos ojos que taladraban al espectador en cualquier posición en que la sostuviera. Parecía hueso, y muy antiguo.

Zedd lo cogió y lo sopesó con cuidado. Era mucho más pesado de lo que parecía.

— ¿Qué es? —preguntó.

— Una mujer, una hechicera con la que pensaba estudiar, me lo entregó en su lecho de muerte. Me preguntó si sabía qué era un skrin, y yo le dije todo lo que sabía. La mujer suspiró aliviada y a continuación me dijo algo que me produjo un cosquilleo en toda la piel. Me dijo que me había estado esperando, como anunciaban las profecías. Entonces me dio esto y me comunicó que estaba tallado con el hueso de un skrin.

Adie hizo un gesto con la mano hacia las paredes y luego hacia la pila de huesos.

— Ahí, entre los demás huesos, tengo el esqueleto completo de un skrin. En una ocasión luché contra uno en el paso. Guardo sus huesos aquí. El cráneo está encima del estante. Es el que antes ha caído al suelo.

Adie posó uno de sus finos dedos sobre la esfera de hueso tallado que Zedd sostenía, mientras se inclinaba hacia él y le decía con su voz rasposa:

— La hechicera me dijo que debía ser custodiada por alguien que entendiera. Me dijo que poseía magia muy antigua, legada por los magos de tiempos pasados, posiblemente guiados por la mano del mismo Creador. Fue creada debido a las profecías.

»Me dijo que era el objeto mágico más importante que llegaría jamás a tener entre las manos, y además que estaba investido con más poder del que ella o yo llegaríamos a entender jamás. Añadió que se trataba de una talla hecha con hueso de skrin y fuerza de skrin, y que sería un talismán de gran importancia si algún día el velo llegaba a rasgarse.

»Yo le pregunté cómo usarlo, cómo funcionaba su magia y cómo había llegado a sus manos. Pero la excitación de mi llegada la había dejado agotada y tenía que descansar. Me dijo que volviera a la mañana siguiente y que me explicaría todo lo que sabía. Cuando volví, ya había muerto. —Adie me dirigió una significativa mirada—. Una muerte muy oportuna, ¿no crees?

Zedd había pensado lo mismo.

— ¿Y no tienes ni idea de qué es o cómo usarla?

— No.

El mago ya estaba utilizando magia para alzar la figura en un cojín de aire. La esfera flotó, girando despacio. Los ojos delicadamente tallados de la bestia no dejaron de mirarlo, pese a que no dejaba de dar vueltas.

— ¿Has tratado de usar algún tipo de magia con ella?

— Tenía miedo de probarlo.

Zedd alzó sus huesudas manos a ambos lados de la talla, que flotaba en el aire, y probó cautelosamente diferentes tipos de fuerza, diferentes tipos de magia, que rodeaban el redondo hueso y se deslizaban alrededor de él; probó y buscó con tiento una grieta, un escudo, un disparador de algo.

Era un objeto realmente insólito, pues reflejaba la magia como si ésta no hubiera tocado nada, como si no estuviera allí. Quizá se tratara de un escudo que nunca había visto antes. Aumentó la fuerza, pero ésta resbaló sobre la talla como un zapato de cuero nuevo sobre el hielo. Adie se retorcía las manos.

— Creo que no deberías…

La llama de la lámpara se extinguió, y de la mecha súbitamente muerta se levantó una delgada voluta de grasiento humo. La habitación quedó a merced de las titilantes sombras que proyectaba el fuego. Zedd miró la lámpara, ceñudo.

Un estrépito les hizo girar a ambos la cabeza con brusquedad. El cráneo rodó por el suelo hacia donde se hallaban sentados. A medio camino, se bamboleó y se detuvo, derecho. Las vacías cóncavas los miraron fijamente, mientras que los largos colmillos rozaban el suelo de madera.

La esfera de hueso tallada cayó a la mesa y rebotó dos veces. Tanto Zedd como Adie se levantaron.

— ¿Qué estupidez has hecho, viejo mago?

— Yo no he hecho nada —se defendió Zedd, mirando fijamente el cráneo.

De los estantes cayeron más huesos. También los que colgaban de las paredes se estrellaban en el suelo con estrépito, y algunos rebotaban.

Zedd y Adie se volvieron al oír fragor a sus espaldas. El montón de huesos se desmoronaba y los huesos caían unos sobre otros. Algunos de ellos, como dotados de vida propia, se deslizaban por el suelo o rodaban hacia el cráneo. Una costilla que justamente se deslizaba por el suelo se quedó atrapada por la pata de una silla y giró sobre sí misma, pero continuó.

Al volverse hacia la mujer, Zedd vio que Adie corría hacia el estante situado encima del mostrador de la cocina, el cubierto con la cortina a bandas azules y blancas.

— Adie, ¿qué estás haciendo? ¿Qué pasa aquí?

Cada vez eran más los huesos que se reunían alrededor del cráneo.

— ¡Vete! ¡Antes de que sea demasiado tarde! —gritó Adie, retirando de un tirón la cortina y arrancándola de los ganchos que la sujetaban.

— ¿Qué está pasando?

La hechicera apartaba a un lado botes y tarros, que repiqueteaban entre sí, buscando a ciegas con los dedos en el estante. Algunas latas cayeron al suelo con un ruido sordo. Un tarro de cristal también cayó y se hizo pedazos contra el borde del mostrador. Sus brillantes añicos cubrieron la mesa y las sillas. La densa y oscura sustancia que contenía el tarro goteaba desde el borde del estante, arrastrando con él esquirlas de cristal, lo que le daba el aspecto de un puercoespín que se fundiera.

— ¡Haz lo que te digo, mago! ¡Vete ya!

Zedd corrió hacia la hechicera, pisando trozos de cristal. De pronto se detuvo y echó un breve vistazo hacia el cráneo por encima del hombro.

Ahora estaba a la misma altura de sus ojos. Los huesos se reunían y se iban ensamblando debajo del cráneo, que se elevaba en el aire. Unas cuantas costillas se alinearon, las vértebras se pusieron en línea recta, las zarpas se colocaron en los extremos de las garras y los huesos de las piernas se alzaron a ambos lados de los flancos. También la mandíbula encajó con un chasquido, mientras el cráneo se levantaba hacia el techo.

Zedd giró en redondo hacia Adie, la agarró del brazo y tiró de ella. La hechicera se aferraba a un bote de pequeño tamaño.

— Adie, ¿qué está pasando?

— ¿Qué ves tú? —le preguntó la mujer, alzando la cabeza hacia el cráneo, que ya rozaba el techo.

— ¿Que qué veo? ¡Cáspita, mujer! ¡Veo un montón de huesos con vida propia!

Los hombros del skrin se encorvaron, mientras seguía creciendo con la suma de más huesos. Y más aún se deslizaban por el suelo en su dirección.

— Pues yo no veo huesos. Yo veo carne —dijo Adie.

— ¡Carne! ¡Cáspita, Adie! Creí que lo habías matado.

— Dije que luché contra él. No sé si es posible matar a un skrin. Ni siquiera sé si están vivos. Pero tienes razón en algo, mago: en vista de que pudiste vencer a un aullador, el Custodio ha enviado esta vez algo peor.

— ¿Cómo ha sabido que estábamos aquí? ¿Cómo lo sabía el skrin? ¡Se supone que todos esos huesos debían ocultarnos!

— No lo sé. No entiendo cómo…

Un brazo descarnado barrió el aire hacia ellos. Zedd se apartó con rapidez, tirando de la mujer hacia atrás. Los huesos no paraban de ensamblarse. Adie destapaba frenéticamente el tarro mientras Zedd la arrastraba con él al otro lado de la mesa. La tapa salió, cayó al suelo y se puso a girar como una peonza. El skrin se abalanzó sobre ellos y, de un puñetazo, hizo añicos la mesa.

La esfera de hueso tallada rebotó en el suelo. Zedd trató de cogerla con su magia, pero era tan difícil como tratar de atrapar una semilla de calabaza con los dedos grasientos. Entonces intentó recogerla creando un cojín de aire alrededor, pero se le escapó y rodó hasta un rincón.

El esqueleto del skrin se lanzó a por ellos. Zedd tiró de la mujer hacia atrás, y ambos se agacharon. Rápidamente, el mago hizo alzarse de nuevo a la hechicera mientras ella metía la mano en el pequeño tarro. El skrin había crecido tanto que no cabía en la casa y se movía despacio.

La bestia abrió las fauces como para lanzar un rugido, pero no emitió sonido alguno. No obstante, Zedd notó una explosión de aire que agitó su túnica y la hizo ondear como al viento.

Adie sacó la mano del tarro y lanzó al skrin un puñado de reluciente arena blanca.

Era arena de hechicero. La insensata poseía arena de hechicero.

El skrin retrocedió un paso, tambaleante, al tiempo que sacudía la cabeza. Pero, al instante, se recuperó y volvió a la carga. Zedd le lanzó una bola de fuego, pero ésta pasó entre los huesos. Las lenguas de fuego líquido impactaron contra la pared del fondo, chisporrotearon y dejaron tras de sí una mancha de hollín. Puesto que el fuego de nada servía, el mago probó entonces con aire. Pero tampoco funcionó.

Mientras la bestia giraba para atacar de nuevo, Adie y Zedd se iban moviendo por la habitación. Zedd probó con diferentes elementos de magia, mientras tenía que estirar a Adie para que caminara. La mujer, sin hacer caso del peligro, volcó en la palma de la mano el resto de la arena de hechicero. Cuando el skrin lanzó otro rugido silencioso, la hechicera le arrojó la arena mientras pronunciaba un ensalmo en lengua extranjera. Sus palabras ahogaron la explosión de aire. El skrin pareció que aspiraba la chispeante arena blanca, sus mandíbulas se cerraron de golpe y echó la cabeza hacia atrás.

— Ya no tengo más —anunció Adie—. Espero que baste.

El skrin sacudió la testa y luego escupió la arena en forma de nube de chispas. De nuevo atacó. Zedd tironeó de la manga de Adie, y ésta retiró bruscamente el brazo. Zedd probó a arrojarle a la ósea bestia leños y sillas para distraerla mientras Adie corría para colocarse detrás. Pero todo lo que tiraba rebotaba en el skrin.

El mago hundió entonces una mano en un bolsillo y sacó un puñado de chispeante polvo. Con un rápido movimiento, lo lanzó hacia el centro del conjunto de huesos que tenía delante. Pero no funcionó mejor de lo que había hecho la arena de Adie. Era como si nada de lo que pudieran hacer distrajera a la bestia, que centró su atención en Adie. La hechicera arrancaba un antiguo hueso de la pared. De un extremo del hueso colgaban plumas, y del otro ristras de cuentas rojas y amarillas.

Zedd agarró uno de los brazos del skrin, pero éste se lo sacudió.

Cuando la bestia se movió tambaleante hacia la hechicera, ésta agitó el hueso en su dirección mientras conjuraba hechizos en su propia lengua. El skrin intentó morderla. Adie retiró la mano justo a tiempo de evitar que se la arrancara de cuajo, pero no así el talismán óseo, que se rompió por la mitad.

Era desesperante. Zedd no tenía ni idea de cómo combatir a un skrin y tampoco a Adie le iban nada bien las cosas. El mago se zambulló bajo la cabeza hacia ella, rodó sobre sí mismo y se puso en pie.

— ¡Vamos! ¡Tenemos que salir de aquí!

— No puedo irme. Guardo cosas de mucho valor.

— Agarra lo que puedas y vámonos ya.

— Coge el hueso redondo que te he enseñado.

Zedd trató de agacharse y lanzarse de cabeza hacia el rincón, pero el skrin intentó morderlo y rajarlo con sus zarpas. El mago se defendió lanzando ráfagas de todos los tipos de magia que conocía, pero, antes de darse cuenta, perdía terreno y no tenía adónde huir.

— ¡Adie, tenemos que irnos!

— ¡No podemos dejar aquí ese hueso! ¡Es importante para el velo!

Adie corrió hacia el rincón. Zedd intentó pararla, pero falló. El skrin también estuvo a punto de fallar, pero consiguió propinarle un tremendo zarpazo en un brazo. Adie gritó, mientras la bestia la lanzaba contra la pared, rebotaba y caía de bruces al suelo. Alrededor se estrellaron más huesos.

Zedd pudo coger el dobladillo de la túnica de Adie y la arrastró por el suelo, justo cuando la bestia arañaba con sus zarpas la pared y a punto estaba de darle en la cabeza. Adie arañó las tablas del suelo, intentando alejarse de Zedd y recuperar la esfera ósea del rincón.

El skrin retrocedió mientras lanzaba un silente rugido. Al erguirse por completo abrió un enorme boquete en el techo. Grandes trozos de madera y astillas llovían sobre el suelo. La bestia movía salvajemente sus garras, destrozando la madera de las paredes, mientras que con los colmillos acababa de destruir el techo. Zedd arrastró hacia la puerta a una Adie que se debatía contra él.

— ¡Hay cosas que debo llevarme! ¡Son muy importantes! ¡He tardado toda una vida en encontrarlas!

— ¡No hay tiempo, Adie! ¡Ya no podemos salvarlas!

Adie se desasió de las manos de Zedd y corrió hacia los talismanes óseos que colgaban de una pared. El skrin fue a por ella, pero Zedd usó su magia para tirar de la mujer hacia atrás. Entonces la agarró con ambos brazos, y juntos atravesaron el umbral y cayeron de brazos, justo cuando una garra hacía añicos la puerta.

Inmediatamente se levantaron. Zedd echo a correr como pudo, tirando de Adie, que se resistía. La mujer intentó soltarse con magia, pero Zedd se escudó. El aire de la noche era gélido. Mientras corrían y luchaban entre sí, sus alientos se convertían en vapor que el frío viento se llevaba.

Adie se lamentaba como una madre que ve cómo su hijo es asesinado. Pese a que uno de sus brazos estaba totalmente cubierto de sangre, los extendía ambos hacia la casa mientras gritaba:

— ¡Por favor, mis cosas! ¡No puedo dejarlas ahí! ¡No lo entiendes! ¡Es magia importante!

El skrin intentaba destrozar las paredes con sus garras para perseguirlos.

— ¡Adie! —exclamó el mago, acercando el rostro de la mujer al suyo—. No merece la pena morir por ellas. Ya volveremos a buscarlas más adelante. Ahora tenemos que huir del skrin.

Adie respiraba agitadamente mientras corría y tenía los ojos llenos de lágrimas.

— Zedd, te lo suplico, mis huesos. No lo entiendes. Son importantes, son mágicos. Es posible que nos ayuden a cerrar el velo. Si caen en manos equivocadas…

Zedd llamó al caballo con un silbido, mientras arrastraba de nuevo a la mujer tras de sí. Adie no dejaba de protestar.

— ¡Zedd, por favor, no lo hagas! ¡No podemos dejarlas!

— ¡Adie, si morimos, no podremos ayudar a nadie!

La yegua apareció al galope y se frenó bruscamente. Al ver a la bestia, que salía de la casa destrozando tablones y quebrando vigas con sus colmillos, puso los ojos en blanco, aterrada. No obstante, resistió el impulso de salir huyendo mientas Zedd la cogía de las crines y montaba, obligando también a Adie a hacerlo detrás de él.

— ¡Corre! ¡Vuela como el aire, pequeña!

Los cascos del caballo levantaron terrones de tierra y trozos de musgo mientras salía al galope, evitando por un pelo los colmillos de la bestia, que chasquearon a sus flancos. Zedd se inclinó hacia adelante, mientras Adie se le agarraba a la cintura y se internaban en la oscuridad. El skrin los seguía a menos de diez pasos y parecía ser tan rápido como el caballo. Por lo menos, no era más rápido. Zedd oía cómo hacía chasquear los colmillos. Cada vez que lo hacía, la yegua chillaba e intentaba correr aún más rápido. Zedd se preguntó quién de los dos aguantaría más, si el caballo o el skrin, y mucho se temía que conocía la respuesta.


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