33

— Tienes que cortarme el brazo.

Zedd le bajó la manga del vestido de satén celeste, cubriendo la herida que se resistía a curarse y el leve resplandor verde que desprendía la piel de Adie.

— No pienso cortarte el brazo, Adie. ¿Cuántas veces tengo que repetírtelo?

El mago volvió a colocar la lámpara de cristal tallado encima de una mesita auxiliar con incrustaciones en plata de motivos florales, junto a la bandeja que contenía pan moreno y un estofado de cordero a medio comer. Después, atravesó la habitación con el suelo cubierto de alfombras y retiró con un delgado dedo las pesadas cortinas bordadas. A través de la ventana bordeada de escarcha, atisbó la oscura calle casi sin verla. El resplandor del fuego que ardía en la antesala arrojaba una cálida y tenue luz por la puerta doble, que estaba abierta. Considerando la multitud que atestaba el comedor, había bastante silencio.

Pese a hallarse en lo más crudo del invierno, o quizá justamente por eso, El Cuerno del Carnero estaba haciendo su agosto. Con tanto frío y nieve, las cunetas de la carretera ya no eran un lugar apropiado para dormir, pero el comercio no podía paralizarse por algo tan nimio como el mal tiempo. Mercaderes, carreteros y viajeros de toda ralea abarrotaban ésa y todas las posadas de Penverro.

Él y Adie podían considerarse afortunados por haber encontrado alojamiento, o quizás el afortunado había sido el posadero; afortunado de que alguien accediera a pagarle el precio de escándalo que pedía por sus mejores habitaciones.

Pero para un mago de Primera Orden como Zedd, el dinero no representaba ningún problema. Tenía otros problemas mucho más serios. El zarpazo que el skrin había propinado a Adie en un brazo no curaba. De hecho empeoraba, y de nada serviría tratar de sanar la herida con más magia, pues justamente la magia era el problema.

— Escúchame, viejo mago —le dijo Adie, incorporándose en el lecho sobre un codo—. Puede ser el único modo de detenerlo. Lo has intentado y no es culpa tuya. Pero si no hacemos algo, moriré. ¿Qué es un brazo comparado con mi vida? Si no tienes valor para hacerlo, dame un cuchillo y yo misma lo haré.

— No lo dudo, mi querida Adie —repuso un Zedd ceñudo—, pero me temo que no serviría de nada.

— ¿Qué quieres decir? —inquirió ella con un ronco susurro.

El mago cogió del cuenco con el canto dorado un trozo de cordero ya frío y se lo metió en la boca antes de remangarse un poco el lujoso atuendo y sentarse en el borde de la cama. Mientras iba masticando, le cogió la mano buena. Parecía muy delgada y frágil, pero el mago sabía que Adie era dura como el hierro.

— Adie, ¿conoces a alguien que sepa algo de este tipo de contaminación?

— ¿Por qué dices que no serviría de nada? —inquirió a su vez la mujer, haciendo caso omiso de la pregunta del mago.

— Respóndeme —le instó Zedd, dándole palmaditas en la mano—. ¿Conoces a alguien que sepa algo sobre esto?

— Se me ocurren algunos nombres, pero supongo que todos habrán muerto ya. Si tú, que eres un mago, no lo sabes, ¿quién lo sabrá entonces? Los magos son sanadores. —Adie retiró la mano—. ¿Y por qué dices que no serviría de nada cortarme el brazo? —Tras un momento de silenció, abrió mucho los ojos—. ¿Quieres decir que es demasiado tarde para…

Zedd se levantó y le dio la espalda. Apoyando una mano en su huesuda cadera, consideró las opciones. Pero no había mucho que considerar.

— Piensa un poco, Adie, y no te precipites. Esto sobrepasa mis conocimientos y es muy grave.

Zedd oyó cómo la cama chirriaba cuando Adie volvió a recostarse en las almohadas y luego lanzaba un cansino suspiro.

— En ese caso, puedo darme por muerta. Al menos me reuniré, por fin, con mi amado Pell. Vamos, vete. No pierdas más tiempo. Llevo muchos días en cama y ya te he retrasado demasiado. Debes ir a Aydindril. Por favor, Zedd, no quiero ser responsable de lo que puede ocurrir si no llegas a Aydindril. Ve a ayudar a Richard y déjame morir en paz.

— Adie, te lo ruego, haz lo que te pido y trata de pensar en alguien que pueda ayudarnos.

Se dio cuenta demasiado tarde de que había cometido un error. Con un estremecimiento se preparó para lo que sabía que se le venía encima.

— ¿Ayudarnos? —Nuevamente la cama chirrió.

— Sólo quería decir que…

La mujer lo cogió por la manga de su elegante atuendo y lo obligó a dar media vuelta. Mostraba una expresión grave y ceñuda. Entonces tiró de él para forzarlo a sentarse en la cama. A la luz de la lámpara los ojos de Adie parecían más rosa que blancos, aunque Zedd pudo percibir un ligero tinte verde.

— ¿Ayudarnos? —repitió Adie, en un áspero susurro—. ¡Y tú eres el que te quejas de los insignificantes secretos que guarda una hechicera! Suéltalo o lamentarás haberme arrastrado a esta empresa.

Zedd lanzó un cansino suspiro. En el fondo no importaba; de todos modos no habría podido ocultárselo mucho tiempo más. Así pues, se subió la manga oscura de la túnica.

En el brazo, justo en el mismo lugar en el que Adie había recibido el zarpazo, aparecían unos turbios círculos del tamaño de monedas de oro, negros, con el mismo leve resplandor verde que mostraba el brazo de la mujer. Adie se lo quedó mirando sin decir nada.

— Los magos usamos la magia de la empatía para curar a los demás. Absorbemos el dolor y la esencia del trastorno, ya sea una enfermedad o una herida. Hemos superado las pruebas del dolor, por lo que tanto en esto como en otras cosas somos capaces de soportar lo que absorbemos de los demás. Gracias al don lo soportamos y transmitimos fuerza al herido o enfermo, para que la magia cure lo que no funciona. Nuestra armonía interior corrige el desequilibrio. Tanto una enfermedad como una herida son aberraciones, y la magia restituye los flujos de poder en una persona como es debido. Dentro de unos límites, claro está. —El mago le acarició una mano y prosiguió—. No somos la mano de la Creación, pero ella nos da el don para que lo usemos cuando sea conveniente.

— Pero… ¿por qué tienes el brazo como el mío?

— Existe una barrera que impide el paso de la enfermedad o la herida en sí. Solamente absorbemos el dolor y la falta de armonía que provoca, para así transmitir fuerza y curar a la persona a la que queremos ayudar. —El mago cogió el brocado de plata del puño y volvió a bajarse la manga—. De algún modo, la contaminación del skrin logró traspasar esa barrera.

— En ese caso, ambos debemos cortarnos el brazo —sentenció Adie con expresión de preocupación.

— No —repuso Zedd después de humedecerse la lengua—. Me temo que eso no serviría de nada. Cuando trato de sanar a alguien soy capaz de percibir el foco de la enfermedad o de la herida, o sea, de la falta de armonía. —Nuevamente el mago se puso en pie y le dio la espalda—. Aunque la herida la tienes en el brazo, la magia del skrin te ha contaminado todo el cuerpo. Y también a mí —añadió, bajando la voz.

Zedd oyó las risas ahogadas que procedían del comedor de la planta baja. Una alegre música subía hasta ellos después de traspasar las elegantes y suntuosas alfombras de colores. Un bardo estaba cantando una tonada subida de tono acerca de una princesa que se disfrazaba de moza de taberna para evitar casarse con el detestable príncipe al que su padre, el rey, la había prometido. Tras desenmascarar a su pretendiente como bribón y avaro oportunista, la princesa decidía que, pese a los pellizcos en el trasero que debía soportar, prefería seguir siendo moza de taberna a princesa y vivía una alegre existencia. La multitud expresó ruidosamente su aprobación golpeando las mesas con las jarras al ritmo de la tonada.

— Nos hemos metido en un buen lío, viejo mago —dijo Adie a su espalda suavemente.

— Sí, es cierto —repuso Zedd, asintiendo con aire ausente.

— Lo siento, Zedd. Perdóname por habernos puesto a los dos en esta situación.

— Lo hecho, hecho está. No es culpa tuya, sino mía, por no pensar antes de usar magia para tratar de curarte. Es el precio que he de pagar por pensar con el corazón y no con la cabeza. —También era el precio por violar la Segunda Norma de un mago, pero no lo dijo.

Los pesados pliegues de su túnica se arremolinaron a su alrededor al dar media vuelta para mirarla a la cara.

— Adie, piensa. Tiene que haber alguien que sepa algo sobre lo que nos ha ocurrido, alguien que sepa de skrins. Mientras acumulabas conocimientos sobre el inframundo, ¿conociste a alguien que pueda saber algo? Aunque sea muy poco, puede darme la pista que necesito para salvarnos a ambos.

Adie se recostó en los almohadones mientras pensaba. Al fin movió la cabeza de un lado al otro.

— Yo era joven cuando visitaba a mujeres con el don. Todas ellas eran más viejas que yo, y a estas alturas ya estarán muertas.

— ¿Ninguna de ellas tenía hijas? ¿Hijas que también poseyeran el don?

Adie alzó la vista hacia él y una leve sonrisa brotó en su rostro surcado por finas arrugas.

— ¡Sí! Una, que me enseñó las cosas más importantes acerca de los skrins, tenía hijas. Tres hijas. —Adie se apoyó sobre el codo bueno y su sonrisa se hizo más amplia—. Las tres poseían el don. Entonces eran aún pequeñas, pero tenían el don. Ahora serán más jóvenes que yo. Si su madre vivió lo suficiente, seguramente les enseñó lo que sabía. Así actúan las hechiceras.

Pese al dolor sordo que la extraña magia le causaba en los huesos, Zedd se movió con una vivacidad fruto de la excitación.

— ¡Pues debemos encontrarlas! ¿Dónde viven?

Adie se tumbó de nuevo sobre los almohadones con un gesto de dolor y se cubrió con una manta hasta el pecho.

— Nicobarese. Viven en una remota zona de Nicobarese.

— Córcholis. —Zedd lanzó un suspiro—. Eso está muy lejos, y en la dirección contraria. ¿Se te ocurre alguien más? —El mago se acariciaba el imberbe mentón con los dedos pulgar e índice.

Adie susurró para sí mientras iba levantando uno a uno los dedos de una mano cerrada.

— Hijos —murmuró—, sólo tenía hijos. No, no sabía nada acerca de los skrins —agregó, levantando otro dedo. Finalmente alzó el último, al tiempo que decía—: No tenía hijas. Lo siento, Zedd —se disculpó, dejando caer las manos a ambos lados—. Esas tres hermanas son las únicas que podrían saber algo, y viven en Nicobarese.

— ¿Dónde aprendió su madre lo que sabía? Quizá podríamos ir allí.

Tras alisarse la manta sobre el estómago, la mano de Adie le resbaló a un lado.

— Sólo la Luz lo sabe. Que yo sepa, el único lugar en el que podemos hallar respuestas es Nicobarese.

— Pues iremos a Nicobarese —decidió Zedd, apuntando a lo alto con un enjuto dedo.

— Zedd, en Nicobarese está la Sangre de la Virtud. Mi nombre aún se recuerda y no precisamente con cariño.

— Eso fue hace mucho tiempo, Adie. Desde entonces se han sucedido dos reyes.

— Eso no significa nada para la Sangre.

Zedd se frotó el mentón, pensativo.

— Bueno, nadie sabe quienes somos; hemos ocultado nuestra verdadera identidad para escondernos del Custodio. Así pues, seguiremos siendo dos acaudalados viajeros. Y seguiré llevando estas ridículas ropas —añadió con gesto agrio. La idea de que ambos llevaran un lujoso atuendo había sido de Adie, y a Zedd no le gustaba ni pizca.

— Parece que no tenemos elección —repuso la mujer, encogiéndose de hombros—. Lo que debe hacerse, debe hacerse. Tenemos que ponernos en marcha. —El esfuerzo de incorporarse en el lecho la hizo gruñir.

— Estás débil y necesitas descansar. Voy a buscar un medio de transporte; alquilaré un coche o algo así. Ya no podemos seguir montando a caballo. Después de todo —dijo, enarcando una ceja y dirigiéndole una traviesa sonrisa—, si llevamos esta ropa tan llamativa y fingimos ser acaudalados viajeros, lo mejor será que viajemos en coche.

Adie lo miró mientras se contemplaba en el alto espejo de cuerpo entero. El mago extendió las prendas en toda su amplitud y examinó su volumen. La túnica era de una pesada tela granate con mangas negras abullonadas. Los puños de las mangas presentaban tres hileras de brocado plateado. Alrededor del cuello y por el pecho se veían bandas de brocado dorado bordado del modo más tosco. A la cintura llevaba un ostentoso cinturón de satén rojo con hebilla dorada. El efecto global era de tan mal gusto, que Zedd gruñó interiormente.

Bueno, era necesario. Zedd describió un arco con el brazo a la altura de su cintura e hizo una exagerada reverencia.

— ¿Cómo me veo, mi querida señora?

Adie cogió una rebanada de pan moreno de la bandeja y respondió:

— Ridículo.

Zedd se irguió de inmediato y agitó un dedo hacia ella.

— ¿Tengo que recordarte que lo elegiste tú?

— Bah. Simple venganza. Tú elegiste el mío. Solamente quería desquitarme.

El mago se paseó por la habitación alfombrada, enfurruñado, refunfuñando que ella había salido mucho mejor parada.

— Descansa un poco. Yo voy a conseguirnos un transporte.

Adie dio un mordisco al pan.

— No te olvides del sombrero —dijo la mujer, hablando con la boca llena.

Zedd se quedó helado y se estremeció. Entonces giró sobre sus talones y exclamó:

— ¡Córcholis, mujer! ¿También tengo que ponerme ese sombrero?

— Según el hombre que nos vendió la ropa, hace furor entre los nobles —dijo Adie tras masticar y tragar el pan.

Zedd protestó lanzando un sonoro suspiro, pero cogió de mala gana el sombrero que descansaba en la mesa de mármol situada junto a la puerta doble que conducía a la salita.

— ¿Mejor? —preguntó, encasquetándose el sombrero sobre su ondulada melena blanca.

— La pluma está torcida.

El mago cerró los puños pero, al fin, alzó las manos y se colocó bien el blando sombrero, enderezando la larga pluma de pavo real.

— ¿Contenta ahora?

Adie sonrió, y Zedd creyó que seguramente se reía a su costa.

— Zedd, si he dicho que te veías ridículo es porque eres un hombre tan apuesto, que esa ropa tan elegante se ve ridícula al tratar de mejorar la perfección.

En el rostro de Zedd apareció una sonrisa, y dirigió a la mujer una leve reverencia.

— Caray, muchas gracias, milady.

— Zedd, ten cuidado —le aconsejó Adie, al tiempo que partía en dos una rebanada de pan.

Ante el inquisitivo ceño del mago, la mujer se explicó:

— Si te disfrazas con esas ropas, como la princesa de la canción, es posible que te pellizquen el trasero.

— No permitiré que ninguna moza descarada se tome libertades que solamente te corresponden a ti —repuso el mago con un malicioso guiño.

Dicho esto, se ladeó el sombrero y, tarareando una alegre tonada, salió por la puerta. «Un bastón —pensó—. Tal vez debería llevar un bastón. Decorado, por supuesto. Un caballero debe llevar un bastón como es debido.»


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