La reina Cyrilla mantuvo la cabeza alta, negándose a demostrar el daño que le causaban en los brazos los rudos dedos de los brutos que la sujetaban. No se resistió cuando la obligaron a caminar por el corredor lleno de porquerías. No tenía sentido resistirse; nadie iba a ayudarla. Cyrilla se hizo la promesa de que se conduciría como siempre, con dignidad. Ella era la reina de Galea y soportaría con dignidad cualquier cosa que le sucediera. No demostraría el terror que la embargaba.
Además, lo que importaba no era lo que pudieran hacerle a ella, sino al pueblo de Galea, que se preocupaba por su reina.
Y lo que ya había sucedido.
Casi dos mil miembros de la guardia de Galea habían sido asesinados ante sus propios ojos. ¿Quién iba a prever que serían atacados justamente allí, en terreno neutral? No era ningún consuelo que algunos hubieran logrado escapar, pues probablemente se les daría caza y también serían asesinados.
La reina confiaba en que su hermano, el príncipe Harold, se encontrara entre quienes habían logrado huir. Si había escapado, tal vez podría organizar la defensa contra la auténtica carnicería que se avecinaba.
Las brutales manos que la agarraban por los brazos la obligaron a detenerse junto a una siseante antorcha colocada en un oxidado tedero. Los dedos de sus carceleros le retorcieron la carne tan dolorosamente que no pudo evitar que se le escapara un débil grito.
— ¿Acaso mis hombres os hacen daño, milady? —inquirió una voz socarrona a su espalda.
Cyrilla le negó con frialdad al príncipe Fyren la satisfacción de responder.
Un guardia hizo girar las llaves en una herrumbrosa cerradura. Cuando, por fin, el cerrojo cedió, un agudo sonido metálico resonó por el corredor de piedra. La pesada puerta giró sobre sus goznes con un crujido. Las manos que la agarraban fuertemente la obligaron a atravesar el umbral y a echar a andar por otro pasadizo largo y de techo bajo.
La reina oía el frufrú de su vestido de satén y, a ambos lados así como detrás, las botas de los hombres sobre el suelo de piedra, que de vez en cuando salpicaban al pisar agua encharcada y maloliente. Cyrilla sentía frío en los hombros por efecto del húmedo aire, pues no estaba acostumbrada a llevar descubierta esa parte de su cuerpo.
El corazón empezó a latirle desbocado cuando se imaginó adónde la llevaban, y rogó a los buenos espíritus que no hubiera ratas. La reina tenía un miedo cerval a las ratas, a sus afilados dientes, sus garras y sus ladinos ojillos negros. De pequeña solía tener pesadillas en las que aparecían ratas y se despertaba gritando.
En un esfuerzo por recuperar la calma, se obligó a pensar en otras cosas. Recordó a la extraña mujer que le había solicitado audiencia privada. Cyrilla no estaba segura de por qué se la había concedido, pero ahora deseaba haber prestado más atención a sus insistentes ruegos.
¿Cómo se llamaba? Lady no sé qué. Pero el cabello que le asomaba por debajo del velo era demasiado corto para tratarse de una dama. Lady… Bevinvier. Sí, eso era: lady Bevinvier de… algún sitio. Su mente no lograba recordar. De todos modos, eso era lo de menos; lo importante no era de dónde venía esa mujer, sino lo que le había dicho.
«Debéis marcharos de Aydindril enseguida», le había advertido.
Pero Cyrilla no había hecho un largo viaje en lo más crudo del invierno para marcharse antes de que el Consejo de la Tierra Central hubiera escuchado su queja y dictara una resolución. Cyrilla había acudido al Consejo para pedir que, tal como era su deber, pusiera fin de inmediato a las agresiones contra su país y su pueblo.
Ciudades saqueadas, granjas quemadas y gente asesinada. El ejército de Kelton estaba preparando una gran ofensiva. La invasión era inminente, si es que no había empezado ya. ¿Y para qué? Por puro afán de conquista. ¡Contra un aliado! ¡Era un ultraje!
El deber del Consejo era salir en defensa de cualquier país que fuese atacado, con independencia de quién fuese el atacante. Justamente, el Consejo de la Tierra Central había sido creado para prevenir tales traiciones. Su deber era reunir a todos los demás países en defensa de Galea y repeler la agresión.
Aunque el suyo era un país poderoso, había quedado gravemente debilitado en la defensa de la Tierra Central contra D’Hara y no estaba preparado para lanzarse a otra costosa guerra. Pero Kelton se había salvado de lo peor de la conquista de D’Hara, por lo que le sobraban reservas. Galea había pagado en su lugar el precio de la resistencia.
La noche anterior, lady Bevinvier le había implorado que se marchara al punto y había afirmado que Cyrilla no encontraría ayuda para Galea del Consejo. La desconocida le había advertido que corría un gran riesgo personal si se quedaba. Cuando la reina la presionó para saber más detalles, lady Bevinvier se negó a hablar.
Cyrilla le dio las gracias, pero dijo que no renegaría de su deber para con su pueblo y que comparecería ante el Consejo como tenía planeado. Lady Bevinvier rompió a llorar y le suplicó que hiciera caso de su advertencia.
Al fin, le confió que había tenido una visión.
Cyrilla trató de arrancarle qué había visto, pero la mujer esgrimió la excusa de que la visión era incompleta y de que no sabía los detalles. Sólo sabía que, si la reina no abandonaba Aydindril enseguida, algo terrible ocurriría. Aunque Cyrilla creía en el poder de la magia, no tenía fe en los adivinos, pues la mayoría de ellos no eran más que charlatanes que únicamente buscaban llenarse el monedero dando un ingenioso giro a una frase o aludiendo a un vago peligro que debía evitarse.
A la reina Cyrilla la conmovió la sinceridad de la mujer, que parecía auténtica, aunque era consciente de que podía tratarse de una estratagema para sacarle dinero. Era extraño que alguien de apariencia acomodada como esa mujer tratara de engañarla por dinero, pero los tiempos eran duros, y la reina bien sabía que los ricos también habían sufrido pérdidas. Después de todo, si lo que se buscaba era oro y bienes, lo más lógico era tratar de obtenerlos de quienes los poseían. Cyrilla conocía a mucha gente que había trabajado duro toda su vida y que lo había perdido todo en la guerra contra D’Hara. Tal vez el pelo corto de lady Bevinvier debía achacarse a esa guerra.
Dio las gracias a la mujer, pero le dijo que su misión era demasiado importante para abandonarla. Entonces le entregó una moneda de oro, pero lady Bevinvier la arrojó al otro lado de la sala y se marchó, llorando a mares.
Ese comportamiento afectó a Cyrilla. Un charlatán no rechaza el oro. A no ser, claro está, que busque algo más. O la mujer decía la verdad o era un agente de Kelton que trataba de impedir que el Consejo supiera de la agresión.
De un modo u otro, no importaba. Cyrilla estaba decidida. Además, tenía influencia en el Consejo. Galea era un país respetado por su defensa de la Tierra Central. Cuando Aydindril cayó, los consejeros que se negaron a jurar lealtad a D’Hara habían sido ejecutados y reemplazados por hombres de paja. Quienes se mostraron dispuestos a colaborar conservaron su puesto. El leal embajador de Galea delante del Consejo había sido uno de los ejecutados.
Era un misterio cómo la guerra había acabado. Las fuerzas de D’Hara recibieron la comunicación de que Rahl el Oscuro había muerto y que un nuevo lord Rahl ocupaba ahora el trono de D’Hara. Todas las hostilidades cesaron; las tropas recibieron órdenes de regresar a casa o de ayudar a los conquistados. Cyrilla sospechaba que Rahl el Oscuro había sido asesinado.
Fuera lo que fuese lo ocurrido, fue bueno para ella; el Consejo volvía a estar en manos de gente de la Tierra Central, mientras que los colaboradores y los hombres de paja de D’Hara eran arrestados. Se decía que todo volvía a ser como antes. La reina esperaba que el Consejo acudiera en defensa de Galea.
La reina Cyrilla contaba con un aliado en el Consejo; el aliado más poderoso que pudiera tener: la Madre Confesora. Aunque Kahlan era su medio hermana, la base de su alianza no se sustentaba en el parentesco. Cyrilla había defendido siempre la soberanía de los diversos países y reconocía la necesidad de que reinara la paz entre ellos. La Madre Confesora respetaba esa firmeza, y fue ese respeto lo que la convirtió en aliada de Galea.
Kahlan nunca había mostrado favoritismo alguno hacia Cyrilla, y así es como debía ser; cualquier favoritismo habría debilitado la posición de la Madre Confesora, habría supuesto una amenaza para la alianza del Consejo y, por lo tanto, para la paz. La reina respetaba a Kahlan por poner la unidad de la Tierra Central por encima de cualquier juego de poder. De todos modos, tales juegos eran siempre arenas movedizas; al final, uno siempre salía ganando si recibía un trato de justicia y no de favor.
Cyrilla siempre se había sentido secretamente orgullosa de su hermanastra. Kahlan era doce años más joven que ella, inteligente, fuerte y, pese a su juventud, una líder muy sagaz. Aunque estaban unidas por lazos de sangre, casi nunca hablaban de ello. Kahlan era una Confesora y pertenecía a la magia. No era una hermana hija del mismo padre, sino una Confesora, la Madre Confesora de la Tierra Central. Y las Confesoras sólo eran parientes de otras Confesoras.
No obstante, su única familia era su querido hermano, Harold, por lo que muchas veces había deseado abrazar a Kahlan como a una hermana pequeña y hablar con ella de las cosas que compartían. Pero eso era imposible. Cyrilla era la reina de Galea, y Kahlan la Madre Confesora; dos mujeres casi extrañas que sólo tenían en común la misma sangre y el respeto mutuo. El deber debía anteponerse a los sentimientos. Galea era la familia de Cyrilla; y las Confesoras eran la de Kahlan.
Aunque algunos guardaban rencor a la madre de Kahlan por haber tomado como pareja a Wyborn, Cyrilla no se contaba entre ellos. Su madre, la reina Bernadine, les había hablado a ella y a Harold de las Confesoras, de que su magia requería una sangre fuerte para servir a la causa más grande de mantener la paz en la Tierra Central. Su madre nunca se había lamentado amargamente de que una Confesora le hubiera arrebatado el marido, sino que explicó a Cyrilla y a Harold que era un honor mezclar su sangre con la de las Confesoras, aunque de eso casi nunca se hablara. Sí, la reina Cyrilla se sentía orgullosa de Kahlan.
Orgullosa y quizá también recelosa. La naturaleza de las Confesoras era un misterio para ella. Desde su nacimiento eran instruidas en Aydindril por otras Confesoras y por magos. Su magia, su poder era algo con lo que nacían y, de algún modo, eran esclavas de él. Algo parecido le sucedía a ella; había nacido para ser reina y no había tenido elección. Aunque no poseyera magia, comprendía el peso del derecho de nacimiento.
Desde que nacían hasta el momento que completaban su entrenamiento, las Confesoras vivían enclaustradas como sacerdotisas en un mundo aparte. Se decía que eran sometidas a una rigurosa disciplina. Aunque Cyrilla sabía que debían de tener emociones como todo el mundo, se las educaba para que aprendieran a dominarlas. Lo más importante era el deber que conllevaba su poder, lo cual no les dejaba otra opción en la vida que elegir una pareja, e incluso en eso debían guiarse por el deber y no por el amor.
Cyrilla siempre había deseado poder ofrecer un poco de amor fraterno a Kahlan, y quizá también que Kahlan le hubiera correspondido de igual modo. Pero eso nunca podría ser. Tal vez Kahlan la amaba desde lejos, como Cyrilla, y tal vez también ella se sentía orgullosa de su hermanastra, la reina. Cyrilla siempre había esperado que fuese así.
Lo que más le dolía era que, aunque ambas servían a la Tierra Central, ella era amada por cumplir con su deber, pero Kahlan era temida y odiada. Ojalá que Kahlan pudiera conocer el amor de sus semejantes, pues era un consuelo que, en parte, compensaba por el sacrificio. Pero eso era algo que una Confesora jamás podría tener. Tal vez por eso aprendían a dominar sus emociones y sus anhelos.
También Kahlan había tratado de prevenirla de la amenaza de Kelton. Había sido unos años atrás, en el festival del solsticio de verano que se celebró el primer verano tras la muerte de la reina Bernadine. Era el primer verano tras la subida al trono de Cyrilla, y también el primero en el que Kahlan era la Madre Confesora.
El hecho de que se convirtiera en la Madre Confesora a una edad tan temprana demostraba tanto la fuerza de su poder como de su carácter. Y, tal vez, una necesidad. Puesto que la elección de la Madre Confesora era secreta, Cyrilla apenas sabía nada de cómo se llevaba a cabo, excepto que no había animosidad alguna ni rivalidad, sino que se valoraba la fuerza del poder teniendo en cuenta la edad y la instrucción recibida.
Para la gente de la Tierra Central, la edad era irrelevante. En general temían a las Confesoras, sin importar su edad, y a la Madre Confesora en particular. Sabían que era la más poderosa de las Confesoras. Pero, a diferencia de casi todo el mundo, Cyrilla sabía que el poder en sí mismo no era algo que debiera temerse y que Kahlan siempre se había mostrado justa. Su único objetivo había sido la paz.
Ese día, las calles de Ebinissia, capital del reino, eran el escenario de todo tipo de celebraciones. Incluso el más humilde mozo de cuadra era bienvenido a las mesas de la feria, en los juegos o alrededor de los músicos, los acróbatas y los malabaristas.
La joven reina había presidido las competiciones y había otorgado las bandas a los ganadores. Cyrilla nunca había visto tantas caras sonrientes, tanta gente alegre y feliz. Y nunca se había sentido tan contenta por su pueblo ni tan amada por él.
La noche del solsticio se celebraba un baile real en el palacio. Casi cuatrocientas personas llenaban el gran salón central. Era un espectáculo deslumbrante ver a todo el mundo ataviado con sus mejores galas. En las largas mesas se ofrecían vino y viandas en una abundancia y una variedad asombrosas, tal como correspondía al día más importante del año. Nunca se había celebrado un baile tan espléndido, pues había mucho por lo que dar las gracias. Galea vivía una época de paz y prosperidad, de progreso y promesas de futuro, de nueva vida y prodigalidad.
Cuando la Madre Confesora hizo acto de presencia en el gran salón, avanzando resueltamente, la música se fue apagando hasta convertirse en unas pocas notas discordantes, y el fuerte zumbido de las conversaciones murió de golpe. Un mago, vestido con túnica plateada que ondeaba detrás de él, seguía a la Madre Confesora. Ésta llevaba un vestido blanco digno de una reina, que contrastaba entre la confusión de colores como la luna llena entre las estrellas. Nunca hasta entonces los colores vivos y los vestidos elegantes habían parecido tan triviales. Todo el mundo inclinó la cabeza al paso de Kahlan. Cyrilla esperó con sus consejeros junto a una mesa en la que había un gran cuenco de cristal tallado lleno de vino especiado.
Kahlan atravesó el salón en silencio seguida por todas las miradas y se detuvo delante de la reina, a la que saludó con una rápida inclinación de cabeza. Su expresión era de fría calma. No esperó a que la reina le devolviera el saludo, sino que enseguida preguntó:
— Reina Cyrilla, ¿tenéis un consejero llamado Drefan Tross?
— Sí —repuso Cyrilla, extendiendo una palma hacia un lado—. Éste es.
La impasible mirada de Kahlan se posó en Drefan.
— Quiero hablar contigo a solas.
— Drefan Tross es mi consejero de confianza —protestó Cyrilla. De hecho era más que eso; era un hombre que le gustaba mucho y del que empezaba a enamorarse—. Si deseáis hablar con él, hacedlo en mi presencia. —Cyrilla no sabía qué se traía Kahlan entre manos, pero creyó conveniente enterarse. Las Confesoras no tenían por costumbre interrumpir un banquete, si no era por algo grave—. Éste no es el lugar ni el momento para tratar este tipo de asuntos, Madre Confesora. Pero, si no puede esperar, hablad y acabemos de una vez con esto.
Cyrilla creyó que Kahlan aplazaría el asunto hasta un momento más adecuado. Con rostro inexpresivo, Kahlan reflexionó un momento. La expresión del mago que la acompañaba era todo menos impasible. De hecho, parecía muy agitado y se inclinó hacia Kahlan para decirle algo, pero ésta alzó una mano para silenciarlo.
— Como deseéis. Lo siento, reina Cyrilla, pero no puede esperar. Acabo de oír la confesión de un asesino —prosiguió, dirigiéndose a Drefan—. Asimismo ha confesado ser el cómplice de un asesinato. Te acusó a ti de ser el asesino y nombró a la reina Cyrilla como víctima.
Se oyeron susurros de asombro de quienes estaban lo suficientemente cerca para oírlo. Drefan se puso colorado. Los susurros murieron y sobrevino un tenso silencio.
Los acontecimientos se precipitaron. En un abrir y cerrar de ojos, todo cambió. Un segundo antes, Drefan estaba junto a la reina, con la mano en su capa dorada y azul, y un momento después empuñaba un cuchillo que pretendía clavar en la Madre Confesora. Kahlan sólo movió un brazo y agarró al consejero por la muñeca. Casi simultáneamente hubo un violento impacto en el aire, un trueno silencioso. El cuenco de cristal tallado se hizo añicos, y el vino tinto se derramó por la mesa y en el suelo. Cyrilla se estremeció por la súbita punzada de dolor que sintió en todas las articulaciones del cuerpo. El cuchillo cayó al suelo con un repiqueteo. Drefan abrió mucho los ojos y relajó la mandíbula.
— Mi ama —susurró, con reverencia.
La conmoción de ver a una Confesora usar su poder dejó a Cyrilla anonadada. Ella sólo conocía las secuelas, pero nunca había presenciado cómo se usaba. Pocos lo habían visto. La magia siguió zumbando en el aire un largo minuto.
La multitud se acercó, pero una mirada iracunda del mago bastó para tornar su curiosidad en timidez, y aquélla retrocedió.
Kahlan parecía agotada, pero su voz no delataba debilidad.
— ¿Pretendías asesinar a la reina?
— Sí, mi ama —respondió Drefan, con entusiasmo, y se humedeció los labios.
— ¿Cuándo?
— Esta noche. En la confusión que se crearía cuando los invitados se marcharan. —Drefan parecía atormentado. Sus ojos se llenaron de lágrimas que le corrían por las mejillas—. Por favor, ama, ordenadme. Decidme qué deseáis de mí. Permitidme que os sirva.
La reina seguía conmocionada. Acababa de presenciar lo mismo que le había ocurrido a su padre. De ese modo se había convertido en la pareja de una Confesora. Primero su padre y, ahora, un hombre al que amaba.
— Espera en silencio —ordenó Kahlan. Entonces se volvió hacia Cyrilla con las manos colgándole a ambos lados. Sus jóvenes ojos reflejaban pesar—. Pido perdón por interrumpir vuestra celebración, reina Cyrilla, pero no podía perder ni un segundo.
Con el rostro ardiendo, la reina miró a Drefan, que no apartaba los ojos de Kahlan, y le preguntó bruscamente:
— ¿Quién ha ordenado esto, Drefan? ¿Quién te ordenó que me mataras?
Pero Drefan ni siquiera pareció darse cuenta de que Cyrilla había hablado.
— A vos no os responderá, reina Cyrilla —dijo Kahlan—. Sólo me responderá a mí.
— ¡Pues preguntádselo!
— No es recomendable —aconsejó el mago, hablando en voz baja.
Cyrilla se sentía como una estúpida. Todo el mundo conocía sus sentimientos hacia Drefan y todo el mundo sabría que la había engañado. Nadie olvidaría nunca ese festival del solsticio de verano.
— ¡No te atrevas a darme consejos!
— Cyrilla —dijo Kahlan suavemente, inclinándose hacia la reina—, creemos que puede estar protegido con un hechizo. Cuando hice esa misma pregunta a su cómplice, éste murió antes de poder responder. Pero creo conocer la respuesta. Hay modos indirectos para obtener la información y burlar el hechizo. Si puedo interrogarlo a solas a mi modo, obtendré la respuesta.
Cyrilla estaba tan furiosa que casi lloraba.
— ¡Yo confié en él! Era mi consejero. Es a mí a quien ha traicionado y no a ti. Exijo saber quién lo ha enviado y quiero oírlo de sus propios labios. Estáis en mi reino y en mi palacio, Madre Confesora. ¡Pregúntaselo!
Kahlan se puso derecha y su rostro volvió a convertirse en la inexpresiva máscara de Confesora.
— Como deseéis —dijo Kahlan—. ¿Pretendías matar a la reina por voluntad propia? —preguntó a Drefan.
El hombre deseaba tanto complacer a la Madre Confesora que se frotaba las manos, ansioso.
— No, mi ama. Me ordenaron hacerlo.
— ¿Quién? —El rostro de Kahlan adoptó una expresión aún más tranquila, si cabe.
Drefan levantó una mano y abrió la boca para responder. Pero, en vez de palabras, de ella sólo salió un chorro de sangre antes de desplomarse.
El mago gruñó, en modo alguno asombrado.
— Ya me lo imaginaba. Lo mismo que el otro.
Kahlan recogió el cuchillo y se lo tendió a Cyrilla por el mango.
— Creemos que se está preparando una conspiración a gran escala. No sé si este hombre formaba parte de ella, pero cumplía órdenes de Kelton.
— ¡Kelton! Me niego a creerlo.
— El cuchillo es de factura kelta —replicó Kahlan.
— Mucha gente lleva armas forjadas en Kelton. Son de las mejores. Eso no es prueba suficiente para una acusación tan grave.
Kahlan se quedó inmóvil. En esos momentos, Cyrilla estaba demasiado alterada para preguntarse qué debía de estar pasando detrás de esos ojos verdes. Finalmente, Kahlan habló sin ningún tipo de emoción.
— Mi padre me enseñó que los keltas sólo atacan por dos razones: por celos o para aprovecharse de la debilidad. Según él, sea por un motivo o por el otro, siempre prueban primero a matar a su oponente más fuerte y de más alto rango. Ahora, Galea es más fuerte de lo que lo ha sido nunca, gracias a vos, y el festival del solsticio de verano es símbolo de esa fuerza. Vos sois la causa de esos celos y asimismo símbolo de la fuerza.
»Mi padre me enseñó también que nunca debes confiar en los keltas ni darles la espalda. Dijo que, si el primer intento no tiene éxito, su ansia de sangre aumenta y acechan sin tregua la menor debilidad para atacar.
La ardiente furia que sentía Cyrilla por haberse dejado engañar por Drefan la llevó a hablar sin pensar.
— A diferencia de ti, yo no gocé de las enseñanzas de nuestro padre, pues una Confesora nos lo arrebató.
El rostro de Kahlan se transformó de la serena y fría máscara inexpresiva de una Confesora a una faz de benevolencia sabia y sin edad que no correspondía a sus años.
— Tal vez, reina Cyrilla, los buenos espíritus decidieron ahorrarte las cosas que te hubiera enseñado y que yo tuve que aprender de él. Da gracias de que te hicieran ese favor. Dudo de que las cosas que podría haberte enseñado Wyborn te hubieran reportado alegría alguna. A mí, la única que me ha dado es haberme ayudado a salvarte la vida esta noche. Por favor, no te amargues. Está en paz contigo misma y disfruta de lo que tienes: el amor de tu pueblo. Tus súbditos son tu familia.
Kahlan dio media vuelta para marcharse, pero Cyrilla la detuvo cogiéndola suavemente por un brazo y la llevó aparte, mientras los guardias procedían a retirar el cuerpo de Drefan del salón.
— Kahlan, perdóname. —Los dedos de la reina jugueteaban con un lazo en su cintura—. He descargado en ti la furia que sentía hacia Drefan.
— Lo comprendo, Cyrilla. En tu lugar, yo probablemente habría reaccionado del mismo modo. He visto en tus ojos lo que sentías hacia Drefan. No espero que te alegres por lo que acabo de hacer. Perdona por haber perturbado la paz de tu hogar en un día que debería ser muy dichoso, pero no podía perder tiempo.
Kahlan la había hecho sentir como si ella fuera la hermana pequeña. De nuevo, la reina contempló a la alta y hermosa joven que tenía delante. Kahlan ya estaba en edad de tener pareja. Tal vez ya había elegido una. Su madre debía de tener su misma edad cuando tomó al padre de Cyrilla. Tan joven…
Mientras se sumergía en las profundidades de esos ojos esmeralda, Cyrilla se liberó de parte de la furia que sentía hacia Drefan. Esa joven, su hermana, le acababa de salvar la vida, sabiendo perfectamente que sólo le valdría un miedo más profundo y, casi seguro, el odio eterno de su hermanastra. Era tan joven. Cyrilla se sintió avergonzada de su egoísmo.
Por primera vez sonrió a Kahlan y le dijo:
— Supongo que no todas las cosas que te enseñó Wyborn fueron tan crudas.
— Sólo me enseñó a matar; a quién, cuándo y cómo. Da gracias que no recibiste sus lecciones y que nunca tengas que aplicarlas. Yo he tenido que hacerlo y me temo que sólo he empezado a usar lo que me enseñó.
Cyrilla frunció el entrecejo. Kahlan era una Confesora, no una asesina.
— ¿Por qué dices eso?
— Creemos que hemos descubierto una conspiración. No quiero decir nada más hasta que sepamos más detalles y tengamos pruebas, pero me temo que puede provocar una tragedia como ninguna que ni tú ni yo hayamos visto jamás.
Cyrilla rozó la mejilla de su hermana. Era la primera vez en su vida que lo hacía.
— Kahlan, por favor, quédate. Me gustaría que disfrutaras a mi lado de lo que queda de festival. Me encantaría gozar de tu compañía.
De nuevo, el rostro de Kahlan adoptó la serena máscara de Confesora.
— No puedo. Si estuviera presente, echaría a perder la alegría de tu gente. Gracias por la invitación, pero ya he arruinado lo suficiente el que debía ser tu día.
— Tonterías. No has arruinado nada.
— Ojalá fuese cierto, pero no lo es. Recuerda las palabras de nuestro padre: no te fíes de los keltas. Debo irme. Se avecinan problemas y debo ocuparme de que las Confesoras descubran la causa. Antes de regresar a Aydindril pasaré por Kelton para exponer mis sospechas y advertirles que lo sucedido no puede volver a repetirse. Asimismo informaré al Consejo de lo sucedido hoy, para que Kelton sea sometido a una rigurosa vigilancia.
¿Qué enseñaban en Aydindril capaz de transformar en hierro lo que parecía porcelana?
— Gracias, Madre Confesora —fue todo lo que fue capaz de decir Cyrilla para mostrar a su hermana todo el honor debido a su cargo. Luego la vio marcharse con el mago a la zaga. Ésa había sido la conversación más íntima que había tenido con su medio hermana. Después de la marcha de Kahlan, el festival no le deparó demasiado placer. Tan joven y ya tan vieja.
Ese día, en el Consejo, a Cyrilla le sorprendió que la Madre Confesora no lo presidiera. Nadie tenía noticias de su paradero. No era extraño que no se encontrara en Aydindril cuando la ciudad cayó, pues, en su calidad de Confesora, viajaba mucho y probablemente había estado haciendo todo lo posible para neutralizar la amenaza de D’Hara. Todas las Confesoras habían combatido con ferocidad las hordas de D’Hara. Cyrilla estaba segura de que Kahlan también había luchado aplicando, en parte, las enseñanzas de su padre.
Pero era preocupante que no hubiera regresado de inmediato a Aydindril tras la retirada de D’Hara. Tal vez no había tenido aún tiempo. Cyrilla temía que hubiera sido asesinada por una cuadrilla. Rahl el Oscuro había sentenciado a muerte a todas las Confesoras y las había perseguido sin tregua. Galea les habría ofrecido refugio, pero las cuadrillas eran implacables y les habían dado caza sin piedad.
Lo más alarmante era que, estando la Madre Confesora ausente, ningún mago supervisara la reunión del Consejo. Cyrilla notó un hormigueo de aprensión al no ver mago alguno. La ausencia tanto de una Confesora como de un mago creaba un peligroso vacío en las cámaras del Consejo.
Pero, al ver quién presidía la reunión, su aprensión se tornó alarma. Sentado en el sitial estaba el príncipe Fyren de Kelton. El mismo hombre de quien deseaba verse libre iba a oír su petición. Era inquietante verlo sentado en el trono que siempre había pertenecido únicamente a la Madre Confesora.
Al parecer, el Consejo no había sido restaurado del modo correcto.
Haciendo caso omiso del príncipe Fyren, Cyrilla expuso sus demandas a los demás consejeros. Pero el príncipe se puso en pie y la acusó de traición a la Tierra Central. El hombre tuvo el descaro de acusarla justamente de un crimen del que él era culpable.
Y no sólo eso, sino que el príncipe Fyren aseguró al Consejo que Kelton no estaba cometiendo agresión alguna, sino que sólo actuaba en legítima defensa contra un vecino ambicioso. A continuación lanzó una diatriba sobre los males de dejar que mujeres ocuparan posiciones de poder. El Consejo creyó todo lo que dijo y no permitió que Cyrilla presentara prueba alguna.
La reina asistió atónita y en silencio a cómo el Consejo oía las acusaciones de Fyren y, sin dudarlo, la condenaba a ser decapitada.
¿Dónde estaba Kahlan? ¿Y los magos?
La visión de lady Bevinvier había resultado cierta. Ojalá Cyrilla le hubiera hecho caso o, al menos, hubiera tomado alguna precaución. También el aviso de Kahlan había resultado estar bien fundado; Kelton había atacado primero por celos y, luego, años después, había vuelto a las andadas al percibir debilidad.
La guardia de Galea aguardaba en el gran patio, presta para escoltar de inmediato a Cyrilla de regreso a casa. Había sido preciso preparar las defensas de Galea hasta que llegaran las fuerzas que debía enviar el Consejo. Pero esas fuerzas no llegarían nunca.
Cuando se pronunció la sentencia, la reina oyó los terribles ruidos de batalla en el patio. En realidad no era batalla alguna, pensó amargamente Cyrilla, sino más bien una carnicería. En señal de respeto y deferencia, así como en un gesto que pretendía expresar el acatamiento de la autoridad del Consejo de la Tierra Central, sus tropas esperaban en el patio desarmadas.
De pie junto a la ventana, custodiada por un soldado a cada lado, la reina Cyrilla contempló temblando de horror la carnicería. Algunos de sus hombres lograron hacerse con las armas de sus atacantes y ofrecer una heroica resistencia, pero no tenían opción. Los sobrepasaban en cinco contra uno y no tenían modo de defenderse. Cyrilla no pudo discernir si, en medio del caos, alguno lograba escapar. Ojalá que sí; ojalá que Harold fuese uno de ellos.
La blanca nieve que cubría el suelo se transformó en un sangriento mar. La reina asistió horrorizada a la salvaje matanza. La velocidad a la que ocurrió fue lo único misericordioso en ella.
La reina fue obligada a arrodillarse delante del Consejo, mientras el príncipe Fyren cogía su larga melena en una mano y con su propia espada se la cortaba. Cyrilla guardó silencio y mantuvo la cabeza orgullosamente erguida en honor de su gente, en honor de los hombres que acababa de ver cómo morían asesinados. El príncipe le dejó el pelo tan corto como la más humilde de las fregonas.
Lo que sólo una hora antes había parecido el próximo final del sufrimiento de su pueblo no era sino el principio.
Los brutales dedos que la agarraban por los brazos la obligaron a detenerse bruscamente frente a una pequeña puerta de hierro. La reina hizo un gesto de dolor. Apoyada en la pared al otro lado del corredor había una ordinaria escalera de mano que pesaba como dos veces ella.
De nuevo, el guardia que llevaba el manojo de llaves se adelantó para abrir la cerradura, maldiciendo entre dientes el mecanismo y quejándose de que estaba oxidado por la falta de uso. Todos los guardias parecían ser keltas. Cyrilla no había visto miembro alguno de la milicia local de Aydindril, aunque sabía que la mayoría de ellos habían muerto cuando Aydindril sucumbió ante D’Hara.
Por fin, el carcelero abrió la puerta y dejó ver un oscuro pozo. Cyrilla sintió que las piernas se le volvían líquidas. Sólo se sostenía en pie por las manos que la sujetaban. Iban a arrojarla a ese oscuro pozo lleno de ratas.
Cyrilla hizo un esfuerzo por calmarse, diciéndose que era la reina, pero el corazón le seguía latiendo desbocado.
— ¿Cómo osáis encerrar a una dama en un agujero infestado de ratas?
El príncipe Fyren se acercó al oscuro pozo. Con una mano en la cadera se sostenía hacia atrás el manto real azul que llevaba desabrochado. Con la otra mano cogió una antorcha de un tedero.
— ¿Ratas? ¿Es eso lo que os preocupa, milady; que pueda haber ratas? —El príncipe le dirigió una sonrisa burlona. Era demasiado joven para ser un maestro de la insolencia. De haber tenido los brazos libres, lo habría abofeteado—. Dejadme que aplaque vuestros temores, reina Cyrilla.
El príncipe arrojó la antorcha a la oscuridad. Mientras caía, iluminó unos rostros. Una fornida manaza cogió la antorcha. En el pozo había hombres, de seis a diez.
— A la reina le preocupa que haya ratas allí abajo —dijo el príncipe Fyren hablando hacia el agujero, y su voz resonó dentro.
— ¿Ratas? —replicó una ruda voz desde el fondo—. Aquí no hay rata alguna. Ya no. Nos las hemos comido todas.
El príncipe Fyren seguía con una mano adornada con volantes en el puño apoyada en la cadera. Su voz burlona expresaba una inquietud fingida.
— ¿Lo veis, alteza? El hombre dice que no hay ratas. Ahora ya no tenéis nada que temer, ¿verdad?
Los ojos de Cyrilla se desplazaron veloces entre la titilante luz de la antorcha en el fondo del pozo y Fyren.
— ¿Quiénes son esos hombres?
— Sólo un puñado de asesinos y violadores que esperan ser decapitados, como vos. De hecho, son unas auténticas bestias todos ellos. Con tantos asuntos entre manos, no hemos tenido tiempo de ejecutar sus sentencias. Me temo que llevan tanto tiempo encerrados en ese pozo que están de muy malas pulgas.
»Pero estoy seguro de que, con una reina entre ellos, estarán de mejor humor —agregó, sonriendo de nuevo.
— Exijo tener una celda para mí sola —logró decir apenas Cyrilla.
La sonrisa del príncipe se esfumó, y enarcó una ceja.
— ¿Exigís? ¿Os atrevéis a exigir? ¡No tenéis derecho a exigir nada! —exclamó, propinándole una bofetada—. ¡No sois más que una criminal, una repugnante asesina del pueblo de Kelton! ¡Habéis sido juzgada y condenada!
A la reina, la mejilla le ardía por el bofetón.
— Por favor, no podéis arrojarme al pozo… con ellos —susurró la reina. Sabía perfectamente que todas las súplicas serían en vano, pero no pudo evitarlo.
Fyren hizo rodar los hombros, se puso derecho mientras se alisaba el manto y recuperó la compostura.
— ¡Eh, chicos! —gritó a los de abajo—. No se os ocurrirá mancillar a una dama, ¿verdad?
En el fondo del pozo resonaron suaves risas.
— ¡Caramba! Pues claro que no. No queremos que nos corten la cabeza dos veces. La trataremos muy pero que muy bien —prometió la voz ronca en tono amenazador.
Cyrilla notó el sabor cálido y salado de la sangre en la comisura de sus labios.
— Fyren, no podéis hacer esto. Exijo ser ejecutada de inmediato.
— Otra vez con exigencias.
— ¿Por qué no enseguida? ¡Quiero que me ejecuten ahora mismo!
El príncipe alzó la mano, dispuesto a abofetearla de nuevo, pero volvió a bajarla con una sonrisa afectada.
— ¿Veis? Al principio proclamabais vuestra inocencia y no queríais ser ejecutada, pero ya estáis cambiando de idea. Unos cuantos días en el pozo con ellos y suplicaréis que os corten la cabeza. Rogaréis poder confesar vuestra traición frente a los espectadores que acudan a ver vuestro castigo. Además, tengo otros asuntos de los que ocuparme y no puedo molestarme en naderías. Seréis ejecutada cuando yo juzgue que tengo tiempo.
Con terror creciente, Cyrilla empezó a comprender qué le aguardaba dentro del pozo. Las lágrimas le quemaban en los ojos.
— Por favor… no me hagáis esto. Os lo suplico.
El príncipe Fyren se alisó los volantes del cuello y habló con suavidad:
— Traté de ponértelo fácil, Cyrilla, porque eres una mujer. El cuchillo de Drefan habría sido rápido, y apenas habrías sufrido. Si fueses un hombre, jamás te habría tratado con tal clemencia. Pero lo echaste a perder; permitiste que la Madre Confesora metiera las narices, permitiste que otra mujer violara los dominios masculinos.
»Las mujeres no tienen lo que hay que tener para gobernar; no sirven para ello. Nunca se les debería permitir que mandaran ejércitos o que se metieran en política. Era preciso poner las cosas en el lugar que les corresponde. Drefan murió tratando de conseguirlo por las buenas. Ahora tendrá que ser por las malas.
A un gesto suyo con la cabeza, uno de los carceleros acercó la escalera hacia la puerta para bajar un extremo al pozo, mientras las manos que sujetaban a Cyrilla por los brazos la empujaban hacia el borde.
A Cyrilla no se le ocurría modo alguno de detener lo que le estaba ocurriendo. Aunque sabía que era estúpido protestar, era incapaz de dominar el pánico que la embargaba.
— Soy una reina, una dama. No pienso descolgarme por una desvencijada escalera.
El príncipe Fyren parpadeó al oír tal absurda objeción, pero enseguida hizo un gesto al carcelero para que volviera a dejar la escalera en su sitio.
— Como deseéis, milady —dijo el príncipe, con una burlona inclinación de cabeza.
Entonces se irguió e hizo un leve gesto con la cabeza a los hombres que la tenían sujeta por los brazos. Los hombres la soltaron. Antes de poder mover ni un solo músculo, Fyren estrelló la base de una mano en el pecho de la mujer, entre sus senos.
El doloroso golpe le hizo perder el equilibrio. La reina cayó hacia atrás, hacia el pozo.
Durante la caída iba pensando que se estrellaría en el suelo de piedra y que moriría. Con una última exclamación ahogada se resignó a ello, mientras por su mente pasaba un continuo flujo de imágenes de su gloria pasada. ¿Tanto poder para acabar así? ¿Todo había sido en vano? ¿Acabaría con el cráneo partido como un huevo que cae de una mesa al suelo?
Pero unas manos la cogieron. Cyrilla sintió manos por todas partes, incluso en sus partes más privadas. La mujer abrió los ojos y vio cómo la luz que se filtraba por la puerta desaparecía al tiempo que resonaba un portazo.
A la inquietante y parpadeante luz de la antorcha, vio caras que la rodeaban. Eran rostros desaliñados y barbudos. Rostros desagradables, sudorosos, malvados. Ojos negros y astutos recorrieron todo su cuerpo, mientras que unas sonrisas hambrientas y desprovistas de humor dejaban al descubierto dientes torcidos y afilados. Había tantos dientes… Cyrilla sintió cómo la garganta se le cerraba e impedía el paso del aire a los pulmones. Su mente se negaba a funcionar y por ella pasaban imágenes fugaces, confusas y totalmente inútiles.
Alguien la presionaba contra el suelo. La fría piedra se le clavó en la espalda. Gruñidos y chillidos contenidos la asaltaban desde todos lados. Los hombres la rodeaban. Pese a que se resistía, los hombres hacían lo que querían con su cuerpo.
Unas manos firmes semejantes a garras le desgarraron el elegante vestido y pellizcaron brutalmente su súbita y terrible desnudez.
Fue entonces cuando Cyrilla hizo algo que no había hecho desde que era una niña: gritó.