66

Al acercarse más, percibió un tumulto en el puente de piedra. La multitud se agolpaba en uno de sus pretiles, y todos miraban hacia el río. Al llegar al centro se fue abriendo paso hacia el parapeto inferior. Entonces distinguió a Pasha, inclinada como los demás por encima de la piedra, con la vista clavada en las aguas.

— ¿Qué pasa aquí? —preguntó al llegar detrás de la muchacha.

Al oír su voz, Pasha giró sobre sus talones y se estremeció.

— ¡Richard! Creí que… —La joven volvió a mirar hacia el río, y luego otra vez a él.

— ¿Qué creías?

Pasha lo enlazó por la cintura.

— ¡Oh, Richard! ¡Creí que habías muerto! ¡Gracias al Creador!

Richard le apartó los brazos y luego se inclinó sobre el parapeto para mirar hacia el oscuro río. Varias barcas, cada una con una linterna, remolcaban un cuerpo enganchado en sus redes. A la parpadeante luz amarilla Richard reconoció el manto rojo.

Entonces echó a correr por el puente y bajó hasta la orilla justo cuando llegaban las barcas. Cogió las redes que un hombre le tendía y las alzó, junto con lo que habían atrapado, hasta la orilla cubierta de hierba.

Había un pequeño orificio redondo en la parte trasera inferior del manto. Dio la vuelta al cuerpo y contempló los ojos sin vida de Perry. Richard gruñó.

La Segunda Norma de un mago. Perry había muerto porque Richard la había vulnerado. Con su mejor intención había tratado de hacer un bien, pero el resultado había sido nefasto. El dacra que había matado a Perry iba dirigido contra Richard.

Pasha se le acercó por la espalda.

— Richard, tenía tanto miedo de que fueses tú. —La novicia rompió a llorar—. ¿Qué hacía él con tu manto rojo?

— Se lo presté. —El joven le dio un rápido abrazo, y añadió—: Tengo que irme, Pasha.

— No querrás decir de palacio, ¿verdad? Lo que dijiste sobre marcharte no iba en serio, supongo. No puedes irte, Richard.

— Lo dije muy en serio. Buenas noches, Pasha.

Dejó que los hombres realizaran su ingrata misión y se encaminó a sus habitaciones. Alguien había tratado de matarle y no había sido Liliana. Ella no era la única que quería verlo muerto.

Estaba guardando sus pertenencias en la mochila cuando oyó una llamada a la puerta. Se quedó inmóvil, con una camisa a medio doblar en las manos. Entonces oyó la voz de la hermana Verna que pedía permiso para entrar.

Richard abrió la puerta de golpe, preparado para lanzar una diatriba, pero al ver su expresión las palabras murieron en su garganta. Verna se quedó allí plantada sin moverse, con la mirada perdida.

— Hermana Verna, ¿qué te pasa? —El joven la cogió por un brazo y la condujo adentro—. Siéntate.

La mujer se dejó caer al borde de la silla. Richard se arrodilló frente a ella y la cogió de las manos.

— Hermana Verna, ¿qué te ocurre?

— Estaba esperando que volvieras. —Finalmente los ojos de la mujer, enrojecidos por el llanto, se posaron en los del joven—. Richard —dijo con voz apagada—, ahora mismo necesito un amigo. Y no se me ocurre nadie más que tú.

Richard vaciló. Verna ya sabía cuál era su condición, aunque ahora el joven era consciente de que la Hermana no podía quitarle el collar.

— Richard, cuando las hermanas Grace y Elizabeth murieron, me transmitieron su don. Tengo más poder que ninguna otra Hermana en palacio, que cualquier Hermana normal. Sé que no vas a creerme, pero dudo que ese poder baste para quitarte el rada’han. No obstante, me gustaría probarlo.

Richard sabía perfectamente que no podría. Al menos, eso le había dicho Nathan. Claro que podía estar equivocado.

— Muy bien. Vamos a probarlo.

— Richard, será doloroso…

Richard juntó las cejas en gesto de recelo.

— ¿Por qué será que eso no me sorprende?

— No te dolerá a ti, Richard, sino a mí.

— ¿Qué quieres decir?

— He descubierto que tienes Magia de Resta.

— ¿Y qué significa eso?

— Richard, tú mismo te pusiste el rada’han. El collar se cierra usando la magia de aquel que se lo pone. Yo sólo poseo Magia de Suma, y no creo que baste para romperlo.

»No tengo ningún poder sobre tu Magia de Resta. Tu magia se resistirá a lo que voy a intentar hacer y se defenderá causándome dolor. Pero no te asustes; a ti no te pasará nada.

Richard no sabía qué hacer, ni qué creer. Verna le puso las manos al cuello, a ambos lados del collar. Antes de cerrar los ojos, Richard vio en ellos una mirada vidriosa que reconoció. La Hermana estaba tocando su han.

Con los músculos tensos y la mano derecha en la empuñadura de la espada, Richard esperó, listo para pasar a la acción si la Hermana trataba de hacerle daño. No quería creer que la hermana Verna fuera capaz de eso, pero tampoco lo hubiera creído nunca de Liliana.

La mujer arrugó la frente. Richard solamente sintió un agradable y cálido hormigueo. La habitación vibró con un apagado zumbido. Las esquinas de las alfombras se ondularon hacia arriba y las ventanas se agitaron en sus marcos. La hermana Verna se estremecía por el esfuerzo.

El espejo de pie situado en el dormitorio se hizo añicos, al igual que los cristales de las puertas del balcón cuando se abrieron de golpe. Las cortinas se hincharon hacia afuera, como si soplara un fuerte viento. Del techo caían trozos de yeso y un armario alto se volcó con estrépito.

La mujer dejó escapar un quedo lamento. La cara le temblaba.

Richard le cogió las muñecas y apartó sus manos del rada’han. Verna se dejó caer hacia adelante.

— Oh, Richard —dijo con voz lastimera—. Lo siento mucho. No puedo.

Richard la rodeó con sus brazos y la estrechó contra su pecho.

— No pasa nada. Te creo, Hermana. Sé que lo has intentado. Te has ganado un amigo.

Verna le devolvió el abrazo.

— Richard, tienes que marcharte de palacio.

El joven la hizo sentarse en la silla. Verna se pasó los dedos por los párpados inferiores.

— Dime qué ha ocurrido —pidió Richard, apoyándose sobre los talones.

— Hay Hermanas de las Tinieblas en palacio.

— ¿Hermanas de las Tinieblas? ¿Qué son?

— Las Hermanas de la Luz trabajan para llevar la luz del Creador, su gloria, a sus semejantes. Pero las Hermanas de las Tinieblas sirven al Custodio. Nunca se ha probado su existencia. Presentar tal acusación sin prueba que la sostenga se considera un crimen. Richard, sé que no vas a creerme. Sé que parece que me haya vuelto…

— Esta noche he matado a la hermana Liliana. Te creo.

— ¿Que has hecho qué? —inquirió Verna incrédulamente.

— Liliana me dijo que me ayudaría a quitarme el collar e hizo que me reuniera con ella en el bosque Hagen. Hermana Verna, trató de arrebatarme mi don para incrementar su poder.

— Es imposible. Una mujer no puede absorber el don masculino, ni tampoco a la inversa. Es imposible.

— Pues ella dijo que lo había hecho ya muchas veces. A mí me pareció muy posible mientras lo intentaba. Sentía como si me arrancara el don, la vida misma. Casi lo consigue. He estado a punto de morir.

La Hermana se apartó del rostro su pelo ondulado.

— No entiendo cómo…

— Usaba esto. —Richard le mostró la estatuilla—. El cristal empezó a relucir cuando lo hacía. ¿Sabes qué es?

Verna negó con la cabeza.

— Creo que lo he visto en alguna parte, pero no lo recuerdo. Hace mucho tiempo. Fue antes de que abandonara palacio. ¿Y qué pasó?

— En vista de que no funcionó, porque usé mi poder para impedírselo, Liliana conjuró una espada de las sombras. Quería dejarme indefenso. Me dijo que iba a desollarme vivo y luego robarme el don para ella. Trató de cortarme las piernas. Pero, de algún modo, logré neutralizarla.

»Hermana Verna, Liliana poseía Magia de Resta. Vi cómo la usaba. Y eso no es todo; alguien más intenta matarme. Presté mi manto rojo a Perry. Acaban de sacar su cuerpo del río. Fue apuñalado por la espalda con un dacra.

La Hermana hizo una mueca.

— Oh, Creador mío. —Verna entrelazó los dedos en el regazo—. La Prelada sabe que posees Magia de Resta. Te está utilizando para descubrir a los servidores del Custodio. Richard, yo no estoy totalmente libre de culpa —admitió, cogiéndole una mano—. Ya hace mucho tiempo que debería haber cuestionado cosas que no están bien, pero no lo hice. En vez de eso hice lo que creía correcto.

— ¿Cuestionar el qué?

— Perdóname, Richard. Nunca debí haberte obligado a ponerte el rada’han. No era necesario. Me dijeron que en el Nuevo Mundo no quedaba ningún mago que pudiera ayudar a los nacidos con el don. Creí que sin nuestra ayuda estarías perdido. Pero tu amigo Zedd podría haber impedido que el don te perjudicara. La Prelada sabía que aún quedaban magos capaces de ayudarte, pero dejó que te raptáramos, que te alejásemos del lado de tus amigos y personas queridas por razones egoístas. Sin el rada’han no habrías muerto.

— Lo sé. Hablé con Nathan y me lo dijo.

— ¿Fuiste a ver al Profeta? ¿Qué más te dijo?

— Que tengo más poder que ningún otro mago nacido en los últimos tres mil años. Pero no tengo ni idea de cómo usarlo. Y que tengo Magia de Resta. Según él, las Hermanas no pueden quitarme el collar.

— Siento mucho haberte puesto en esa situación, Richard.

— Hermana Verna, a ti te engañaron como a mí. Eres una víctima. Ambos hemos sido utilizados.

»Pero hay algo peor que eso. Según una profecía, Kahlan morirá en el solsticio de invierno. Tengo que impedirlo como sea. Y Rahl el Oscuro, mi padre, es un agente del Custodio y está en este mundo. Ya viste la marca que me grabó a fuego. Es un agente que puede romper el velo si tiene todos los elementos en el lugar adecuado, aunque lo dudo.

»Hermana Verna, tengo que irme de aquí. Debo atravesar la barrera.

— Te ayudaré. No sé cómo, pero te ayudaré a traspasar la barrera. Tu verdadero problema es el valle de los Perdidos. Ahora que el collar ha contribuido al desarrollo de tu Magia de Resta, atraerás los hechizos. Esta vez la magia te encontrará.

— Debo hallar el modo. Tengo que intentarlo.

La hermana Verna se quedó un momento pensativa.

— Si existe alguna posibilidad de que la profecía sobre su agente se cumpla, el Custodio tratará de detenerte. Las Hermanas de las Tinieblas harán lo posible por detenerte. Estoy segura de que Liliana no era la única.

— ¿Quién la nombró maestra mía?

— La oficina de la Prelada es quien asigna las maestras, pero probablemente no se ocupó ella personalmente. Por lo general, de estos asuntos se encargan sus administradoras.

— ¿Administradoras?

— Las hermanas Ulicia y Finella.

— Creí que eran sus guardianas.

— ¿Guardianas? No. Tal vez lo son en un sentido burocrático. La Prelada es más poderosa que ellas y no necesita guardianas. Algunos de los muchachos las consideran así, porque siempre les impiden verla. Hacen parte de su trabajo en la oficina de la Prelada, aunque tienen sus propios despachos donde se encargan de asuntos administrativos.

— Quizá las Hermanas de las Tinieblas fueron a por mí y decidieron atacarme ahora porque habían sido descubiertas.

— No. La Prelada solamente me lo dijo a mí.

— ¿Pudo haberos oído alguien?

— No, protegió la habitación.

— Hermana Verna, Liliana tenía Magia de Resta. Ningún escudo que alce la Prelada sirve de nada contra esa magia. Una de las administradoras me asignó a la hermana Liliana.

Verna inspiró bruscamente.

— Y a las otras cinco. Si una o ambas oyeron lo que sabe la Prelada, entonces la Prelada… ¡El despacho de la hermana Ulicia! ¡Allí es donde vi esta estatua!

Richard la agarró por la muñeca y la obligó a levantarse.

— ¡Rápido! ¡Si trataron de matarme a mí, pueden tratar de matar a la Prelada antes de que avise a alguien más!

Ambos bajaron corriendo la escalera y salieron de la Residencia Guillaume. En la oscuridad cruzaron patios y corrieron por pasillos y corredores. El guardia de servicio no era Kevin, pero también conocía a Richard y no los detuvo. Las Hermanas tenían paso libre.

Richard supo que llegaban tarde al ver las puertas de la oficina de la Prelada chamuscadas y arrancadas de sus goznes. Frenó deslizándose sobre el suelo de mármol del pasillo. Había papeles y libros de contabilidad esparcidos por todas partes.

La hermana Verna aún corría por el corredor cuando Richard entró en la oficina con la espada desenvainada. Era como si dentro se hubiera desatado una furiosa tempestad. Lo que quedaba de la hermana Finella yacía en el suelo, detrás de su escritorio. El resto había salpicado toda la pared. El joven oyó la ahogada exclamación de la hermana Verna mientras abría de un puntapié el despacho de la Prelada.

Cuando la puerta se abrió, Richard entró ejecutando una voltereta. Al levantarse, sostenía la espada con ambas manos. En el despacho de la Prelada reinaba un caos aún mayor; el suelo estaba cubierto por una gruesa capa de papeles. Era como si todos los libros de las estanterías hubieran explotado lanzando las hojas en todas direcciones. La pesada mesa de nogal yacía hecha añicos contra la pared más alejada. La única luz era la que entraba por el umbral a su espalda y por las puertas abiertas del jardín.

La hermana Verna encendió una brillante llama en la palma de la mano. Richard distinguió una figura en el extremo más alejado del despacho, cerca de la mesa volcada y destrozada. Una cabeza se alzó lentamente y unos ojos lo miraron fijamente. Era la hermana Ulicia.

Richard se zambulló a un lado para esquivar el rayo de luz azul que iba hacia él y abrió un boquete en la pared, a su espalda. La hermana Verna contraatacó con una ráfaga de fuego amarillo. Ulicia saltó hacia el jardín para evitar el fuego. Richard la persiguió, mientras la hermana Verna corría hacia la mesa volcada y empezaba a retirar los restos.

— ¡Agáchate! —le gritó Richard.

Un retorcido relámpago negro devoró un pedazo de muro, justo encima de la cabeza de la Hermana, que se aplastó contra el suelo. Varios estantes con libros cayeron al suelo. A través del vacío creado por el relámpago negro Richard vio la habitación adyacente, y otras más. Yeso y listones se desplomaban levantando nubes de polvo.

Lleno de furia y sin pensar, Richard se levantó tan pronto como el relámpago hubo pasado y corrió hacia afuera. Distinguió una oscura figura que se alejaba por un sendero.

Otro relámpago negro hendió la noche. El serpenteante vacío peinó el patio, derribando árboles y rompiendo ramas. Un muro de piedra se desplomó cuando fue partido en dos. El ruido fue atronador.

Cuando cesó, Richard se puso en pie de nuevo y se disponía a emprender la persecución de la hermana Ulicia cuando una mano invisible lo frenó y lo lanzó hacia atrás.

— ¡Richard! —El joven nunca había oído gritar tan fuerte a la hermana Verna—. ¡Ven aquí!

Richard regresó al despacho de la Prelada.

— Tengo que ir… —dijo jadeando, deteniéndose junto a la Hermana.

Pero Verna se puso de pie de un salto y lo agarró por la camisa, esta vez con su mano real.

— ¿Ir adónde? ¿A que te maten? ¿De qué serviría? ¿En qué ayudará eso a Kahlan? ¡La hermana Ulicia posee unos poderes que ni te imaginas!

— Pero va a escapar.

— Al menos tú seguirás vivo. Vamos, ayúdame a levantar la mesa. Creo que la Prelada sigue con vida.

— ¿Estás segura? —inquirió Richard, esperanzado.

El joven empezó a retirar los pedazos de mesa y arrojarlos luego a un lado. El cuerpo estaba bajo el montón de escombros. La hermana Verna estaba en lo cierto; la Prelada seguía con vida, aunque estaba muy malherida.

Verna usó su poder para levantar los trozos más pesados de la mesa y los estantes, mientras Richard iba retirando cuidadosamente los restos más ligeros. La Prelada, totalmente cubierta de sangre, estaba encajada entre la estantería inferior y la pared.

Ann gruñó de dolor cuando Richard la cogió con suavidad y tiró de ella. Richard no daba nada por su vida.

— Necesitamos ayuda —dijo.

La hermana Verna recorrió con las manos el cuerpo de la Prelada.

— Richard, está muy mal. Noto algunas de sus heridas y son muy graves. Yo no puedo ayudarla y dudo que nadie pueda.

Richard cogió a Ann en brazos.

— No permitiré que muera —declaró—. Si alguien puede ayudarla, ése es Nathan. Vamos, ven conmigo.

El ensordecedor estrépito causado por la exhibición de poder de la hermana Ulicia había atraído a guardias y Hermanas. Richard no se detuvo a dar explicaciones. Mientras corría trataba de sostener a la Prelada suavemente, pero por sus quejidos se dio cuenta de que estaba sufriendo.

Nathan estaba en el patio cuando los oyó.

— ¿Qué es todo ese ruido? ¿Qué pasa?

— Es Ann. La han herido.

Nathan los condujo al dormitorio.

— Ya sabía yo que esa terca mujer se estaba buscando problemas.

Richard dejó suavemente a Ann encima de la cama y se quedó cerca, mientras Nathan efectuaba un reconocimiento deslizando sobre ella los dedos extendidos. La hermana Verna miraba y esperaba en el umbral.

— Es grave —anunció el Profeta, arremangándose la túnica—. No sé si podré salvarla.

— ¡Nathan, tienes que intentarlo!

— Pues claro que sí, chico. —Con un gesto de la mano los echó a ambos—. Vamos, esperad fuera. Tardaré un rato, al menos una hora, antes de saber si mis poderes bastan para ayudarla. Dejadme solo con ella. Aquí no hacéis nada.

La hermana Verna esperó sentada con la espalda muy recta, mientras Richard daba vueltas.

— Richard, ¿por qué te importa tanto lo que le suceda a la Prelada? Ella ordenó que te trajéramos, aunque era innecesario.

Richard se peinó el pelo hacia atrás con los dedos.

— Supongo que es porque tuvo la oportunidad de traerme aquí cuando era niño y no lo hizo. Dejó que creciera junto a mis padres, dejó que disfrutara de su amor. ¿Qué hay más importante en la vida que crecer rodeado de amor? Podría haberme privado de ello, pero no lo hizo.

— Me alegro de que no estés amargado.

Richard siguió dando vueltas mientras pensaba. Pero pronto se detuvo.

— Hermana, no puedo quedarme aquí sin hacer nada. Voy a hablar con los guardias. Tenemos que averiguar dónde están mis maestras y lo que se traen entre manos. Los guardias las buscarán si se lo pido.

— Supongo que no puede hacer ningún mal. Ve a hablar con ellos. Así el tiempo se te hará más corto.

Richard recorrió los oscuros corredores de piedra sumido en sus pensamientos. Tenía que averiguar el paradero de las hermanas Tovi, Cecilia, Merissa, Nicci y Armina. Una o todas ellas podían ser Hermanas de las Tinieblas. Quién sabía lo que planeaban hacer. Podrían estar buscándolo. Podrían…

Un apabullante dolor lo lanzó hacia atrás. Era como si le hubieran golpeado el rostro con un bastón. Richard se levantó tambaleándose. Todo le daba vueltas alrededor. Se palpó buscando sangre, pero no la halló.

Otro golpe, esta vez en la parte posterior de la cabeza. Richard se levantó apoyándose sobre las manos, tratando de descifrar dónde estaba. La mente le funcionaba lentamente. Pugnaba por comprender qué le estaba ocurriendo.

Una sombra oscura se cernía sobre él. Haciendo un esfuerzo, volvió a ponerse de pie con movimientos vacilantes. Buscó a tientas la espada, pero era incapaz de recordar con qué mano usarla. No lograba moverse a la velocidad normal.

— ¿Dando un paseo, paleto?

Richard alzó la vista y vio a un sonriente Jedidiah, de pie con las manos metidas en las mangas. Por fin halló la empuñadura de la espada y lentamente trató de desenvainarla. Luchaba por conjurar la magia al tiempo que se tambaleaba hacia atrás.

Mientras la cólera invadía su nublado cerebro, Jedidiah extendió las manos. Sostenía un dacra. El mago alzó el brazo empuñando el puñal de plata. Richard se preguntó qué hacer y si era real. Tal vez despertaría y descubriría que sólo era un sueño.

Al alzar al máximo el dacra, los ojos de Jedidiah parecieron iluminarse con una luz interior. Lentamente primero y luego cada vez más rápido, Jedidiah se desplomó hacia adelante y dio de bruces en el suelo.

Una onda de terrible oscuridad recorrió el pasillo. Cuando la luz de las antorchas volvió a brillar, la hermana Verna estaba detrás del lugar que antes ocupaba Jedidiah. Empuñaba un dacra. Richard cayó de rodillas, tratando aún de recuperarse.

La hermana Verna se inclinó rápidamente y le puso las manos a ambos lados de la cabeza. Inmediatamente la mente de Richard volvió a estar alerta. Una vez de pie, bajó la vista hacia Jedidiah y vio un pequeño orificio redondo en la espalda.

— Pensé que sería buena idea ir a hablar con algunas de las Hermanas —le explicó Verna—. Pensé que cuantas más personas supieran de la existencia de las Hermanas de las Tinieblas, mucho mejor.

— Era él, ¿verdad? Jedidiah era el hombre al que amabas.

La Hermana se enfundó el dacra en la manga.

— Ya no era el Jedidiah que yo conocí. Mi Jedidiah era un buen hombre.

— Lo siento, hermana Verna.

La mujer asintió con aire ausente.

— Ve a hablar con los guardias. Yo haré lo mismo con las Hermanas. Nos reuniremos en la habitación de Nathan. Creo que será mejor que durmamos unas cuantas horas allí en vez de en nuestros dormitorios.

— Sí, tienes razón. Cuando amanezca, recogeremos nuestras cosas y partiremos.

Al oír que Nathan entraba en la habitación, Richard se incorporó y se frotó los ojos. La hermana Verna se levantó rápidamente del sofá, pero a Richard le costó más despertar.

Ambos se habían acostado muy tarde. La confusión se había apoderado del palacio. Lo ocurrido en el despacho de la Prelada era prueba más que suficiente de que las míticas Hermanas de las Tinieblas existían realmente. Los escépticos solamente tenían que echar un vistazo a los agujeros abiertos en una docena de paredes, o a los árboles y piedras cortados limpiamente, para convencerse de que se había usado Magia de Resta.

Richard había encomendado a los guardias que buscaran discretamente a las seis Hermanas: Ulicia y sus cinco maestras. Las demás Hermanas también las estaban buscando. Asimismo había ido a ver a Warren para explicarle lo ocurrido.

Richard estiró las piernas mientras se ponía en pie.

— ¿Cómo está? ¿Va a recuperarse?

— Ahora descansa —contestó un demacrado Nathan—, pero es demasiado pronto para poder saberlo. Cuando haya descansado podré hacer más.

— Gracias, Nathan. Sé que Ann no podría estar en mejores manos.

El Profeta añadió un gruñido a su avinagrado gesto.

— Me estás pidiendo que cure a mi carcelera.

— Seguro que Ann te lo agradece. Tal vez reconsiderará incluso tu posición de prisionero. Y, si no lo hace, regresaré para ver qué puedo hacer.

— ¿Regresar? ¿Es que vas a alguna parte, muchacho?

— Sí, Nathan, y necesito tu ayuda.

— Si te ayudo, se te puede meter en esa dura cabeza tuya lanzarte a destruir el mundo.

— ¿Acaso las profecías dicen que has sido enviado para detenerme?

El Profeta lanzó un cansino suspiro.

— Bueno, ¿qué es lo que quieres?

— ¿Cómo puedo atravesar la barrera? El rada’han me lo impide.

— ¿Qué te hace pensar que yo lo sé?

Richard dio airadamente un paso hacia el imponente mago.

— Nathan, no juegues conmigo. No estoy de humor, y esto es demasiado importante. Tú la cruzaste. Fuiste con Ann a Aydindril para recuperar el libro del Alcázar del Hechicero, ¿recuerdas?

El Profeta se bajó las mangas.

— Es sencillo; se trata de crear un escudo alrededor del rada’han. Ann me ayudó. La hermana Verna puede hacer lo mismo por ti. Yo le diré cómo.

— ¿Y qué me dices del valle de los Perdidos? ¿Podré volverlo a cruzar?

Nathan negó con la cabeza, al tiempo que una penetrante mirada que nada bueno auguraba iluminaba sus ojos.

— No, has acumulado demasiado poder. El collar lo ha ayudado a crecer. Atraerías los hechizos. Y la hermana Verna tampoco puede volverlo a cruzar, pues sería ya la tercera vez. Además, también ella tiene demasiado poder. Después de haberlo cruzado dos veces y haber tomado el don de otras dos Hermanas, está prisionera en el Viejo Mundo.

— Entonces, ¿cómo conseguiste tú cruzarlo tres veces? Provienes de D’Hara, lo cual hace una; luego acompañaste a Ann al Nuevo Mundo y volviste, lo que suman la segunda y la tercera. ¿Cómo lo lograste?

El Profeta esbozó una astuta sonrisa.

— No crucé el valle las tres veces sino sólo una. —Nathan alzó una mano para acallar las protestas de Richard—. Ann y yo no cruzamos el valle, sino que lo rodeamos. Navegamos alrededor del área de influencia de los hechizos, en alta mar, y desembarcamos en la costa meridional de la Tierra Occidental. Es una travesía larga y complicada, pero lo conseguimos. Otros muchos no tienen tanta suerte.

— ¡Por mar! —Richard miró a la hermana Verna—. No tengo tanto tiempo. Falta menos de una semana para el solsticio de invierno. Tengo que pasar por el valle.

— Richard, comprendo cómo te sientes —le dijo Verna con voz suave—, pero tardarás casi una semana en llegar al valle de los Perdidos. Incluso si hallas el modo de pasar, es imposible que llegues a tiempo.

El joven replicó, controlando su rabia:

— No tengo experiencia en lo de ser mago. No puedo contar con mi don. Y tampoco me interesa aprender a usarlo.

»Pero también soy el Buscador y en eso sí tengo experiencia. Nada me detendrá. Nada. Prometí a Kahlan que la protegería aunque tuviese que ir al inframundo y luchar contra el Custodio. Cumpliré esa promesa.

El rostro de Nathan se ensombreció.

— Ya te he avisado, Richard; si esa profecía no se cumple, el Custodio vencerá. No trates de impedirlo. Tienes el poder para entregar al Custodio el mundo de los vivos.

— No es más que un acertijo sin sentido —gruñó Richard, frustrado, aunque sabía que no era cierto.

Nathan frunció el entrecejo al modo de los Rahl, un gesto que Richard había heredado.

— Richard, la muerte y la vida son inseparables. Así lo dispuso el Creador. Si tomas la decisión equivocada, todos los seres vivos pagarán el precio de tu obstinación.

»Y no olvides lo que te dije sobre la piedra de Lágrimas. Si la utilizas mal, para desterrar un alma a las profundidades del inframundo, destruirás el equilibrio universal.

— ¿La piedra de Lágrimas? —inquirió la hermana Verna con recelo—. ¿Qué tiene Richard que ver con la piedra de Lágrimas?

— Se nos acaba el tiempo —fue la respuesta de Richard—. Voy a mi habitación a recoger mis cosas. Tenemos que partir enseguida.

— Richard, Ann ha depositado su fe en ti —dijo Nathan—. Dejó que disfrutaras del amor de tu familia, pensando que quizá de ese modo comprenderías mejor cuál es el verdadero significado de la vida. Por favor, tenlo en cuenta cuando te llegue el momento de tomar una decisión.

Richard clavó la mirada en Nathan.

— Gracias por tu ayuda, Nathan, pero no pienso permitir que la mujer a la que amo muera a causa de un acertijo contenido en un viejo libro. Espero que nos volvamos a ver. Tenemos mucho de qué hablar.

Richard vació el cuenco lleno de monedas de oro en el fondo de la mochila y luego embutió en ella el resto de sus cosas. Se dijo que, si ese oro le ayudaba a salvar a Kahlan, el palacio se lo debía como compensación por todo lo que le había hecho.

Con ese oro las Hermanas seducían a los muchachos y los empujaban a una vida de holganza. Tal como Nathan había dicho, mermaba su humanidad. Tal vez ésa era la razón por la cual Jedidiah había prestado atención a las promesas del Custodio.

Richard dudaba que alguno de los jóvenes magos, con la excepción de Warren, hubiese movido ni un solo dedo desde que llegaran a palacio, donde tenían un acceso ilimitado al dinero sin tener ni idea de su verdadero valor. Era una manera más que tenía el Palacio de los Profetas para destruir vidas. Richard se preguntó cuántos hijos habrían engendrado los aprendices de mago con ese oro.

Antes de marcharse salió al balcón para evaluar la situación. Vio patrullas de guardias, y también las Hermanas registraban diligentemente todos los edificios y corredores cubiertos. Tendrían que hallar el modo de neutralizar el poder de esas seis Hermanas de las Tinieblas, aunque Richard no tenía ni idea de cómo iban a lograrlo.

Al oír la puerta de la habitación contigua, supuso que sería la hermana Verna. Ya era hora de irse. Pero al dar media vuelta para mirar, no tuvo tiempo de reaccionar.

Pasha irrumpió en la alcoba hecha una furia. La joven alzó las manos y las puertas del balcón saltaron de sus goznes, volaron por encima de la baranda y cayeron casi diez metros hasta el adoquinado patio inferior.

El impacto del sólido muro de aire lanzó a Richard hacia atrás. Solamente la baranda impidió que cayera encima de las puertas destrozadas. El joven se había quedado sin aliento, y un punzante dolor en el costado le impedía respirar.

Mientras se alejaba tambaleante de la baranda, otro impacto volvió a lanzarlo hacia atrás, y esta vez se dio con la cabeza contra la barandilla de piedra. Antes de desplomarse sobre el suelo de pizarra, vio un abundante chorro de sangre que salpicaba la piedra.

Pasha chillaba, fuera de sí, pero para Richard sus palabras no eran más que un incoherente murmullo. Apoyándose en las manos se incorporó. Sangraba por la cabeza. Bajo su cuerpo se formó un charco de sangre. Se tambaleó y cayó a un lado.

Con gran esfuerzo logró incorporarse de nuevo y apoyar la espalda contra la barandilla.

— Pasha, ¿qué…

— ¡Cierra tu sucia boca! ¡No quiero oírte!

Pasha estaba de pie en el umbral con las manos en los costados. En un puño sujetaba un dacra. Las lágrimas se le deslizaban por las mejillas.

— ¡Eres el engendro del Custodio! ¡Eres su obsceno discípulo! ¡No haces más que hacer daño a las buenas personas!

Richard se llevó las manos a la cabeza. Al retirarlas las vio cubiertas de sangre. Se sentía tan mareado, que tenía que hacer esfuerzos por no devolver.

— ¿De qué estás hablando? —logró musitar.

— ¡La hermana Ulicia me lo ha dicho! ¡Me ha dicho que sirves al Custodio! ¡Has matado a la hermana Liliana!

— Pasha, la hermana Ulicia es una Hermana de las Tinieblas…

— ¡Ya me avisó que dirías eso! ¡Me contó cómo has usado tu perversa magia para matar a la hermana Finella y a la Prelada! Por eso insistías tanto en ir a verla. ¡Querías matar a nuestra líder en la Luz! ¡Eres escoria!

El mundo flotaba ante sus ojos. Veía a dos Pashas que no dejaban de moverse una en torno a la otra.

— Pasha… eso no es cierto.

— Ayer te salvaste sólo por los trucos del Custodio. ¡Diste a otro el manto rojo que a mí tanto me gustaba, sólo para humillarme! La hermana Ulicia me ha contado que oyes los susurros del Custodio.

»Debí haberte matado cuando te vi en el puente y nada de esto habría ocurrido. ¡Fui una tonta al creer que podría arrancarte de las garras del Custodio! Si hubiese cumplido con mi deber ahora esas dos Hermanas y la Prelada seguirían vivas. He fallado al Creador. Me engañaste para que matara a Perry en vez de a ti, pero eso no volverá a salvarte. ¡Tus sucios trucos del inframundo no te salvarán esta vez!

— Pasha, por favor, escúchame. Te han mentido. Por favor, escucha. La Prelada no está muerta. Si quieres, te llevo a verla.

— ¡Quieres matarme también a mí! ¡Matar, matar, no piensas en nada más! ¡Nos profanas a todas! ¡Y pensar que creí que te amaba!

Pasha alzó el dacra y, lanzando un grito, se lanzó contra Richard. Éste logró de algún modo desenvainar la espada, mientras que, como atontado, se preguntaba a cuál de las dos Pashas debía tratar de detener. La cólera, la magia de la espada, infundió fuerza a sus brazos. Alzó el arma cuando Pasha se abalanzaba hacia él, dacra en mano. Las dos Pashas se convirtieron en una sola.

Pero la Espada de la Verdad nunca llegó a tocarla. Con un chillido, voló por encima de Richard y de la baranda. Su grito resonó durante toda la caída. Richard cerró los ojos cuando el grito cesó y se oyó el impacto contra los adoquines.

Al abrir los ojos, vio a un aturdido Warren en el umbral. Entonces recordó la caída de Jedidiah en la escalera.

— Oh, queridos espíritus, no —susurró Richard, mientras trabajosamente se ponía en pie y echaba un rápido vistazo hacia abajo. La gente corría hacia el cuerpo. Warren se acercaba lentamente a la baranda con expresión pétrea. Pero Richard lo detuvo antes de llegar.

— No, Warren, no mires.

Los ojos de Warren se llenaron de lágrimas. Richard pasó un brazo alrededor de los hombros de su amigo. «¿Por qué lo has hecho? —pensó—. Podía defenderme solo. Iba a detenerla. No era necesario que la mataras.»

Por encima del hombro de Warren vio a la hermana Verna en la habitación.

— Pasha mató a Perry —dijo Warren—. Oí cómo lo confesaba. Iba a matarte, Richard.

«Ya lo habría hecho yo —pensó Richard—, no tenías por qué matarla tú.» Pero lo que dijo fue:

— Gracias, Warren. Me has salvado la vida.

— Iba a matarte. —Warren lloraba encima del hombro de Richard—. ¿Por qué? ¿Por qué?

La hermana Verna le puso una mano en la espalda, tratando de consolarlo.

— Las Hermanas de las Tinieblas le mintieron. El Custodio le llenó la cabeza de mentiras. Prestó oídos a los susurros de la oscuridad. El Custodio consigue incluso que los buenos escuchen sus susurros. Has sido muy valiente, Warren.

— ¿Por qué, entonces, me siento tan avergonzado? La amaba y la he matado.

Richard se limitó a abrazarlo mientras Warren lloraba.

La hermana Verna los condujo adentro e indicó a Richard que se inclinara para poder examinarle la cabeza. Goteaba sangre.

— Hay que curarte esto. Pero el daño es excesivo para hacerlo yo.

— Déjame a mí —sugirió Warren—. Soy bueno curando.

Cuando acabó, la hermana Verna hizo que Richard sostuviera la cabeza sobre la palangana mientras ella le echaba por encima agua para limpiarle la sangre. Warren, sentado al borde de una silla, se sostenía la cabeza entre las manos. Richard pensó que iba a necesitar la palangana.

Cuando la Hermana acabó, Warren alzó la cabeza.

— Creo que ya he descubierto cuál es esa norma de la que me hablaste; hay personas dispuestas a creer una mentira porque quieren creer que es cierto o porque temen que lo sea. Por esta razón Pasha creyó esa mentira. ¿Tengo razón?

— Sí, Warren, así es.

Warren logró esbozar una débil sonrisa.

— ¿Hermana Verna, me podéis quitar este collar?

Verna vaciló.

— Tendrás que pasar la prueba del dolor, Warren.

— Verna, ¿qué crees que acaba de hacer? —intervino Richard.

— ¿A qué te refieres?

— Los jóvenes magos que regresan atravesando el valle logran pasar porque no poseen poder suficiente para atraer los hechizos; porque no son magos del todo. Zedd me dijo que los magos deben superar una prueba de dolor.

»Con el transcurso de los milenios, las Hermanas lo interpretaron como dolor físico. Pero creo que se equivocan. Creo que la prueba que Warren acaba de pasar ha sido más dolorosa que nada que las Hermanas pudieran hacerle. ¿Tengo razón, Warren?

El joven asintió y palideció de nuevo.

— Nada de lo que hayan podido hacerme hasta hora me ha dolido tanto.

— Hermana, ¿recuerdas cuando te conté que había vuelto blanca la espada y había matado a una mujer a causa de mi amor por ella? Tal vez eso fue también una prueba de dolor. Sé cuánto duele.

Verna extendió las manos, consternada.

— ¿Me estás diciendo que los poseedores del don deben matar a alguien amado para superar la prueba? Richard, eso es imposible.

— No, Hermana, no tienen que matar a alguien amado. Pero deben demostrar que son capaces de tomar la decisión correcta. Deben demostrar que tienen lo que debe tener un mago para actuar en nombre del bien general. ¿Podría alguien con el don ser un buen servidor de tu Creador, de la esperanza de vida, si actuara por motivos egoístas?

»Infligir dolor a alguien como hacen las Hermanas no prueba nada, excepto que la víctima sobrevive. ¿No crees que la prueba de que esa persona sirve a la luz de la vida y al amor debe consistir en que demuestre que ha aprendido a escoger correctamente por propia voluntad, a tomar la decisión más adecuada movida por esa luz de vida y el amor hacia sus semejantes?

— Querido Creador —musitó Verna—, qué equivocadas hemos estado todo este tiempo. —La mujer se cubrió la boca con una mano un momento—. Y creíamos que estábamos llevando la Luz del Creador a esos muchachos.

La Hermana enderezó la espalda con súbita resolución. Anduvo hasta Warren, colocó ambas manos a los lados del rada’han y cerró los ojos. Se oyó un zumbido y el aire vibró. Tras un momento, el silencio se adueñó de la habitación. Luego Richard oyó un chasquido. El rada’han cayó al suelo.

Warren contempló aturdido el collar roto. Richard deseó que fuese tan sencillo en su caso.

— ¿Qué vas a hacer ahora, Warren? —preguntó Richard—. ¿Abandonarás el palacio?

— Es posible. Pero me gustaría seguir estudiando los libros un tiempo más, si es que las Hermanas me lo permiten.

— Lo harán —le aseguró Verna—. Ya me encargaré yo de eso.

— Y luego me gustaría ir a Aydindril para estudiar los libros de profecías que me dijiste que se guardan en el Alcázar del Hechicero.

— Buen plan, Warren. Hermana, debemos partir.

— Warren, ¿por qué no nos acompañas hasta el valle? —sugirió la Hermana—. Ahora eres libre. Creo que te convendría alejarte de aquí un tiempo y pensar en otras cosas —añadió, echando un rápido vistazo al balcón—. Además, me iría muy bien tu ayuda cuando lleguemos al valle, si es que Richard consigue atravesar la barrera.

— ¿De veras? Me encantaría ir con vosotros.

De camino a los establos, acarreando todo su equipaje, tres guardias —Kevin, Walsh y Bollesdun— los vieron y corrieron a interceptarlos.

— Es posible que las hayamos localizado, Richard —declaró Kevin.

— ¿Es posible? ¿Qué quieres decir? ¿Dónde están?

— Bueno, anoche el Lady Sefa zarpó. En los muelles nos han dicho que vieron a unas mujeres, que podrían ser Hermanas, embarcar. Casi todos coinciden en que eran seis y subieron a bordo en la oscuridad, justo antes de zarpar.

— Han zarpado —gruñó Richard—. ¿Cómo es el Lady Sefa?

— Es muy grande. Zarpó anoche con la marea. Nos llevan una buena ventaja y, por lo que he oído, no hay ningún barco en el puerto capaz de alcanzarlo ni de navegar por alta mar.

— No podemos perseguirlas y ocuparnos al mismo tiempo del otro asunto —razonó la Hermana.

Richard, irritado, se cambió la mochila de posición.

— Tienes razón. Si realmente eran ellas se nos han escapado. Pero sé adónde se dirigen. Ya nos ocuparemos de ellas más adelante. Al menos, el Palacio de los Profetas se ha librado de su presencia. Tenemos cosas más importantes que hacer. Vámonos ya.


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