«Causa de muerte». La mujer alzó la vista y, mientras reflexionaba, presionó contra el labio inferior el extremo redondeado de la sencilla pluma con el mango de madera. Se hallaba en un pequeño y modesto despacho iluminado apenas por velas colocadas entre las pilas de papeles desordenados sobre el escritorio así como encima de ellas. Los rollos se sostenían en precario equilibrio en montones entre gruesos libros. La oscura pátina del tablero únicamente era visible en una pequeña área frente a la mujer, alrededor del informe que esperaba ser escrito.
A su espalda, extraños objetos mágicos atestaban los estantes, acumulando polvo. El siempre presente y diligente servicio de limpieza tenía prohibido tocar esos objetos, por lo que la tarea de sacarles el polvo recaía sobre ella. Pero nunca tenía el tiempo o las ganas para hacerlo. Además, cubiertos por una capa de polvo, parecían menos interesantes a los ojos curiosos.
Unas pesadas cortinas impedían que la luz se filtrara fuera. Una alfombra azul y amarilla colocada al otro lado del escritorio ponía la única nota de color en la habitación. Normalmente, los visitantes que recibía en su despacho se pasaban el rato con la vista clavada en ella.
«Causa de muerte». ¡Qué pesado era escribir esos informes! La mujer suspiró. Era pesado, pero necesario, al menos por ahora. El Palacio de los Profetas exigía montañas de informes. Algunas Hermanas se pasaban toda la vida en las bibliotecas, catalogando informes, mimándolos y anotando cualquier palabra, por inútil que fuera, por si algún día era de importancia.
Bueno, no le quedaba más remedio que inventar una causa de muerte apropiada, pues la verdad era inaceptable. Las Hermanas tenían en gran estima a los poseedores del don y exigirían una explicación satisfactoria a la muerte de uno de ellos. Estúpidas.
¿Accidente durante el entrenamiento? La mujer sonrió. Sí, eso era. Era una explicación que no había empleado en años. La Hermana frunció los labios mientras sumergía la pluma en el tintero y empezaba a escribir:
— «La causa de la muerte fue un accidente durante el entrenamiento con el rada’han. Como ya he advertido en numerosas ocasiones a las demás Hermanas, por joven y flexible que sea una rama, si se dobla demasiado, se rompe.»
¿Quién osaría poner en duda sus palabras? Mientras se preguntaran quién de ellas había cometido el error, evitarían profundizar en la cuestión por miedo a ser las culpables. Mientras emborronaba el papel, se oyó un suave golpe en la puerta.
— Un momento, por favor. —La Hermana acercó a la llama de una vela una esquina de la carta que había escrito el muchacho y, cuando estuvo casi consumida por entero, la arrojó al frío hogar. El sello roto se fundió, formando un charco de sustancia rojo. Ése ya no escribiría más cartas—. Adelante.
La pesada puerta rematada en arco se abrió lo suficiente para que asomara una cabeza.
— Hermana, soy yo —susurró alguien, en la oscuridad.
— No te quedes ahí plantada como una novicia. Entra y cierra la puerta.
La mujer entró y cerró la puerta silenciosamente, no sin antes asomarse fuera para comprobar que no hubiera nadie en el pasillo. Ella no clavó la mirada en la alfombra.
— Hermana…
Con un dedo sobre los labios y un airado ceño, fue silenciada.
— Nada de nombres cuando estamos a solas. Ya te he advertido.
La otra hermana paseó la vista por las paredes como si esperara que alguien asomara la cabeza.
— Estoy segura de que la habitación está protegida.
— Claro que sí, pero la brisa puede hacer llegar nuestras palabras hasta los oídos equivocados. Si eso ocurriera, supongo que no querrías que nuestros nombres se supieran.
— Claro que no. Tienes toda la razón —replicó la recién llegada, recorriendo de nuevo rápidamente las paredes. Entonces se frotó las manos y añadió—: Algún día, esto no será necesario. Odio que tengamos que escondernos. Algún día podremos…
— ¿Qué has averiguado?
La interpelada se alisó el vestido en las caderas y, apoyando los dedos sobre el escritorio, se inclinó ligeramente hacia adelante. Sus ojos reflejaban una feroz intensidad. Eran unos ojos muy extraños; de un azul muy pálido con motas violeta. La Hermana siempre se sentía incómoda ante esos ojos.
— Han dado con él —susurró la segunda Hermana.
— ¿Has visto el libro?
— Sí. A la hora de la cena. Esperé hasta que las demás se marcharan al refectorio. Ha rechazado la primera oferta —anunció sin alterarse.
— ¿Qué? —La otra dio un manotazo al escritorio—. ¿Estás segura?
— Eso dice el libro. Y hay más; es un adulto, un hombre hecho y derecho.
— ¡Adulto! —La Hermana inspiró hondo mientras observaba a quien tenía delante—. ¿Qué Hermana fue?
— ¿Qué importancia tiene? Las tres son de las nuestras.
— No, no lo son. Sólo pude enviar a dos. Sólo dos. Una es una Hermana de la Luz.
— ¿Cómo pudiste permitirlo? —inquirió la otra, asombrada—. Justamente en algo tan importante como…
— ¡Silencio! —ordenó la Hermana primera, golpeando la mesa.
La otra se puso derecha y entrelazó los dedos. En su rostro apareció un ligero mohín mientras respondía:
— Fue la hermana Grace.
— La hermana Grace era una de las nuestras. —La mujer cerró los ojos y se recostó en el respaldo de la silla.
— En ese caso, sólo una de las restantes es de las nuestras —dijo la segunda, inclinándose de nuevo sobre el escritorio—. ¿Quién es? ¿La hermana Elizabeth o la hermana Verna?
— No es de tu incumbencia.
— ¿Por qué no? Estoy harta de no saber nunca nada. Odio no saber si estoy hablando con una Hermana de la Luz o con una Hermana de las Tinieblas.
La superior descargó el puño sobre la mesa y apretó los dientes.
— No vuelvas a decir eso en voz alta nunca más, o te enviaré con el Innombrable a pedacitos.
— Perdóname. —Esta vez sí que clavó los ojos en la alfombra y palideció.
— Ninguna Hermana de la Luz viva cree que seamos más que un mito. Si alguna vez llega ese nombre a sus oídos, podrían empezar a cuestionarse cosas. ¡Nunca, nunca jamás debes pronunciar ese nombre en voz alta! Si las Hermanas llegaran a descubrirte, o a averiguar a quién sirves, te pondrían un rada’han alrededor del cuello antes de darte tiempo a gritar.
La otra se llevó las manos al cuello mientras dejaba oír una exclamación ahogada.
— Pero yo no…
— Tú te arrancarías los ojos con las uñas por no tener que verlas cada día cuando fueran a interrogarte. Ésta es la razón por la que no debes saber el nombre de las otras; para que no puedas delatarlas. Y ellas tampoco conocen el tuyo. Es un modo de protegernos a todas, y seguir sirviéndole. El único nombre que conoces es el mío.
— Pero Hermana… te aseguro que yo misma me cortaría la lengua antes que delatarte.
— Eso es lo que dices ahora. Pero, si llevaras un rada’han alrededor del cuello, suplicarías poder denunciarme para que te lo quitaran. Pero no debes preocuparte por mi perdón. Si nos fallas, el Innombrable no tendrá piedad contigo. Cuando lo mires a los ojos, te parecerá que cualquier tormento que sufrieras con el rada’han era una experiencia placentera.
— Pero yo sirvo al… He hecho el juramento.
— Cuando el Innombrable escape del velo, quienes le hayan servido bien serán recompensados. Pero, quienes le fallen o luchen contra él, tendrán toda la eternidad para lamentar su error.
— Por supuesto, Hermana. —Ahora la mujer miraba fijamente la alfombra, con los dedos entrelazados—. Sólo vivo para servirle. No fallaré a nuestro Amo. Lo juro.
— Por tu alma.
— He hecho el juramento —replicó con voz desafiante, alzando sus ojos color violeta.
— Como todas nosotras, Hermana. Como todas nosotras. —La superior se relajó de nuevo y, tras estudiar a su compañera un instante, inquirió—: ¿Decía algo más el libro?
— No he tenido tiempo de examinarlo a fondo, pero he visto algunas cosas. Está en compañía de la Madre Confesora. Están prometidos para casarse.
— La Madre Confesora. —La Hermana frunció el entrecejo, reflexiva, pero enseguida lo desestimó con un gesto de la mano—. Eso no es problema. ¿Qué más?
— Es el Buscador.
— ¡Maldita sea la Luz! —exclamó, dando un palmetazo en la mesa y soltando un sonoro aliento—. El Buscador. Bueno, ya nos ocuparemos de eso. ¿Algo más?
La otra asintió lentamente y se inclinó más hacia adelante.
— Pese a que es un hombre fuerte, sólo dos días después de despertar el don, los dolores de cabeza lo dejaron inconsciente.
La primera se levantó lentamente de su asiento. Esta vez fue ella quien abrió mucho los ojos por el asombro.
— Dos días —susurró—. ¿Estás segura de que fueron dos días?
— Yo te digo sólo lo que está escrito en el libro —replicó la Hermana, encogiéndose de hombros—. No estoy segura de lo que dice ni de si es verdad. ¿Cómo podría serlo?
— Dos días. Dos días. —La superior se recostó en la silla y se quedó mirando fijamente el escritorio—. Cuanto antes le pongamos un rada’han al cuello, tanto mejor.
— Incluso las Hermanas de la Luz te darían la razón en este punto. Había un mensaje de la Prelada.
— ¿La Prelada en persona envió órdenes? —La voz delataba extrañeza.
— Sí. Ojalá supiera si está con nosotras o contra nosotras —dijo entre dientes.
La otra hizo oídos sordos al comentario.
— ¿Qué decía el mensaje?
— Que si rechaza la tercera oferta, la hermana Verna debe matarlo. ¿Habías oído alguna vez una orden como ésa? Si realmente es tan fuerte y declina nuestra ayuda tres veces, morirá de todos modos en pocas semanas. ¿Qué sentido tiene dar esa orden?
— ¿Sabes de alguien que rechazara la primera oferta?
— Bueno, supongo que no.
— Es una de las normas. Si alguien con el don rechaza las tres ofertas, hay que matarlo para evitarle el sufrimiento final, la locura. Nunca te habías encontrado con una orden así porque nunca habías oído que nadie rechazara la primera oferta.
»He pasado mucho tiempo en los archivos, estudiando las profecías y encontré referencias a esta norma. La Prelada conoce todas las antiguas y oscuras normas. Y está asustada; ella también ha leído las profecías.
— ¿Asustada? ¿La Prelada asustada? Pero si ella nunca le tiene miedo a nada.
— Pues ahora está asustada. Suceda lo que suceda con el nuevo, tanto si se pone el collar como si muere, nos conviene. Si se pone el rada’han, nos ocuparemos de él a nuestra manera, como siempre hemos hecho. Y, si muere, un problema menos. Tal vez sería mejor que muriera. Quizá sería mejor que muriera antes de que las Hermanas de la Luz averigüen quién es, si es que no lo saben ya.
La otra volvió a inclinarse sobre el escritorio y bajó el tono de voz.
— Si lo supieran o lo averiguaran, algunas Hermanas de la Luz lo matarían.
— Desde luego. —Tras estudiar las motas color violeta unos instantes, una sonrisa se pintó en su rostro—. Qué dilema tan peligroso para ellas, y qué gloriosa oportunidad para nosotras. —La sonrisa se desvaneció para inquirir—: ¿Y el otro asunto?
— Ranson y Weber esperan donde ordenaste. —La Hermana se enderezó y cruzó los brazos debajo del pecho—. Se mostraron muy gallitos, porque han pasado todas las pruebas y mañana serán liberados. Tuve que recordarles que todavía llevan el collar. —Los finos labios de la mujer esbozaron una sádica sonrisa, y sus ojos moteados brillaron—. Me extraña que aquí arriba no oigamos cómo las rodillas les tiemblan de miedo.
— Debo impartir lecciones —replicó la otra, no dándose por enterada de esa sonrisa—. Tú irás en mi lugar. Diles que tengo que acabar unos informes. Iré a ver a nuestros dos amigos. Es posible que hayan superado todas las pruebas de la Prelada, pero las mías no. Uno de ellos deberá hacer un juramento, y el otro…
Su interlocutora se inclinó con avidez sobre el escritorio, y una hambrienta mirada apareció en sus ojos moteados.
— ¿Cuál de ellos? ¿Cuál piensas… Oh, ojalá pudiera mirar. O ayudar. Prométeme que me lo explicarás todo con pelos y señales.
— No omitiré nada, te lo prometo. Te lo explicaré del principio al fin. Cada chillido. Vamos, ve a dar las lecciones en mi lugar.
La Hermana se marchó como una colegiala atolondrada. Era demasiado vehemente, y ese tipo de vehemencia era peligrosa. Ese tipo de ansia podría hacerle olvidar toda cautela y correr riesgos. La Hermana sacó un cuchillo de un cajón y se dijo que, en el futuro, debería procurar usarla menos y no perderla de vista.
Con el pulgar comprobó, con cuidado, que el filo del cuchillo estuviera suficientemente afilado. Dándose por satisfecha, se lo guardó dentro de la manga sin el dacra. A continuación cogió una pequeña y polvorienta estatua del estante y se la introdujo en un bolsillo. Antes de salir se acordó de un objeto más y regresó para recoger la sólida vara apoyada contra un lado de la mesa.
A esa hora de la noche, los pasillos estaban en silencio y casi desiertos. Pese al calor, se cubrió mejor los hombros con la capa de algodón azul. Al pensar en el nuevo sentía escalofríos. Un hombre adulto.
Mientras caminaba sin hacer ruido pisando las largas alfombras, fue pasando por delante de lámparas colocadas en soportes sujetos a los paneles de madera de cerezo tallada, mesas adornadas con flores secas y ventanas que daban al patio provistas de pesadas cortinas. En la distancia, las luces de la ciudad titilaban como una alfombra de estrellas. Por las ventanas penetraba un aire ligeramente fétido, lo que indicaba que la marea estaba baja.
El personal de limpieza, que pulía una silla aquí o un pasamanos allá, hacía profundas reverencias a su paso. Ella apenas registraba su presencia y, desde luego, no los saludaba; no merecían su atención.
Un adulto. Un hombre hecho y derecho.
El rostro le ardía de rabia al pensarlo. ¿Cómo era posible? Alguien había cometido un gravísimo error. Tenía que ser un error, un descuido. Sí, eso era.
Una criada que limpiaba a cuatro patas una mancha en una alfombra alzó la vista justo a tiempo de apartarse de un salto con un «Perdonadme, Hermana». Arrodillada, inclinó la cabeza hasta el suelo al tiempo que murmuraba palabras de disculpa.
Adulto. Hubiera sido difícil convertirlo si hubiese sido un niño. ¿Pero un adulto? De nuevo meneó la cabeza. Un hombre. Frustrada, se golpeó el muslo con la vara. Otras dos criadas se sobresaltaron al oír el sonido y se hincaron de rodillas, con las manos en actitud de plegaria, tapándose los ojos cerrados.
Bueno, adulto o niño, llevaría un rada’han alrededor del cuello y un palacio lleno de Hermanas lo vigilaría. Pero, incluso con el rada’han, sería un hombre ya hecho. Y el Buscador, para más inri. Sería difícil de controlar. Peligrosamente difícil.
Claro que, en caso necesario, siempre podría sufrir un «accidente» durante su entrenamiento. Además, poseer el don siempre conllevaba otros peligros, peligros que podían dejar a un hombre peor que muerto. Pero, si pudiera convertirlo o usarlo, valdrían la pena todos los esfuerzos.
La mujer entró en un pasillo que al principio creyó vacío, pero entonces reparó en la presencia de una joven que, de pie entre las sombras de las lámparas, miraba por una ventana. A la Hermana le pareció reconocerla. Era una de las novicias. Se detuvo detrás de ella y cruzó los brazos. La novicia daba golpecitos en la alfombra con un pie mientras se apoyaba sobre los codos en la ventana abierta y contemplaba las verjas del palacio más allá.
La Hermana carraspeó. La joven dio bruscamente media vuelta, ahogó una exclamación e hizo una reverencia.
— Perdonadme, Hermana, no os he oído llegar. Os deseo unas buenas noches.
Cuando la joven alzó sus grandes ojos color avellana, la otra mujer le puso el extremo de la vara bajo el mentón para obligarla a alzar un poco más el rostro.
— Pasha, ¿verdad?
— Sí, Hermana. Pasha Maes. Novicia de tercer rango. La siguiente en ser ordenada.
— La siguiente —repitió con desdén la Hermana—. La presunción está de más en una Hermana, y aún más en una novicia aunque sea de tercer rango.
Pasha bajó la mirada e hizo una reverencia lo mejor que pudo con la vara aún bajo el mentón.
— Sí, Hermana. Pido perdón.
— ¿Qué estás haciendo aquí?
— Sólo miraba, Hermana. Contemplaba la noche.
— Contemplabas la noche. Más bien diría que contemplabas las verjas. ¿Me equivoco, novicia?
Pasha trató de mirar al suelo, pero la vara le alzó el mentón y tuvo que mirar a su superiora a los ojos.
— No. No os equivocáis, Hermana. Estaba mirando las verjas. —La joven se humedeció los labios varias veces hasta que, al fin, confesó—: He oído los rumores que corren entre las chicas. Dicen que, bueno, dicen que tres de las Hermanas han estado fuera mucho tiempo, lo que sólo puede significar que regresan con un poseedor del don. Uno nuevo. En todos los años que llevo aquí, no he visto llegar a ninguno nuevo. —La joven volvió a humedecerse los labios—. Teniendo en cuenta que soy… bueno que espero ser la próxima ordenada… será necesario que me asignen a uno nuevo. Deseo tanto ser ordenada Hermana. He estudiado muy duro y trabajado mucho. Llevo mucho tiempo esperando y hasta ahora no ha llegado ninguno. Perdonadme, Hermana, pero no puedo evitar sentirme excitada y tener esperanzas de ser merecedora de ello. Así que… sí, estaba mirando las verjas con la esperanza de verlo llegar.
— ¿Crees que posees la fortaleza necesaria para hacerlo bien? ¿Que serás capaz de supervisar a uno nuevo?
— Sí, Hermana. Cada día estudio y practico los ejercicios.
— ¿De veras? —La Hermana observó con altanería a la novicia—. Demuéstramelo.
Mientras se miraban fijamente, sintió cómo los pies se le levantaban unos pocos centímetros del suelo. Un sólido empuje de aire. Fuerte. No estaba mal. La Hermana se preguntó si Pasha era capaz de resistir interferencias. Para comprobarlo, conjuró a ambas puntas del pasillo llamaradas que se extendieron con rapidez hacia las dos mujeres, aullando. Pasha no vaciló. Las llamas chocaron contra un muro de aire antes de alcanzarlas. Sin embargo, el aire no era el mejor elemento para contener el fuego. Se trataba de un pequeño error que Pasha subsanó casi al instante. Antes de que las llamas atravesaran la barrera de aire, éste se humedeció hasta gotear. Las llamas se apagaron con un silbido.
Aunque no trató de moverse, sabía que no podía. Sentía que algo la tenía firmemente agarrada. Para liberarse, lo tornó frío y frágil como el hielo, y lo quebró. Una vez libre, levantó a Pasha en el aire. La joven tejió redes defensivas que la atacaron, tratando de rodearla, pero fue incapaz de liberarse. De nuevo sintió cómo sus pies abandonaban el suelo. Era realmente impresionante; la joven contraatacaba incluso estando inmovilizada.
Hechizos se enredaron unos con otros, en pugna, luchando, creando nudos. La lucha estaba igualada. Ambas se defendían y atacaban a la menor oportunidad. Suspendidas en el aire, las dos mujeres midieron sus fuerzas en silencio y sin moverse durante un buen rato.
Al final, la Hermana se hartó de eso, rompió las redes que la rodeaban y envolvió con ellas a la joven. Entonces se posó con suavidad en el suelo, dejando que Pasha hiciera juegos malabares con todo el peso de esa carga. Era una treta simple, pero efectiva; lanzarle al oponente no sólo los hechizos de ataque, sino volver contra él los propios. Pasha no se lo esperaba y era incapaz de defenderse contra ello; no era lo que le habían enseñado.
El sudor corría por el rostro de la novicia, ligeramente contraído en una mueca. La fuerza que irradiaba por todo el pasillo hacía que las alfombras se curvaran en los extremos. Las lámparas se rompían en sus soportes. Pasha empezaba a enfurecerse. Frunció el entrecejo. Con un sonoro estallido que destrozó en mil pedazos un espejo situado a la otra punta del pasillo, rompió los hechizos. Sus pies calzados con chinelas se posaron en el suelo.
La novicia inspiró profundamente varias veces, antes de poder decir:
— Nunca había visto hacer algo así. Hermana. No se ajusta a… las normas.
— Las normas son sólo para los juegos de niños —replicó la Hermana, colocando de nuevo la vara bajo el mentón de la joven—. Y tú ya no eres ninguna niña. Cuando seas ordenada Hermana, tendrás que enfrentarte a situaciones para las que no rige norma alguna. Debes estar preparada. Si sigues siempre las «normas» de alguien, es muy posible que acabes con el puñal de ese alguien clavado en la garganta.
— Sí, Hermana —repuso Pasha, sin inmutarse—. Gracias por enseñarme.
La Hermana sonrió interiormente, aunque cuidándose muy bien de mostrarlo. Tenía agallas, la joven. Una cualidad rara en una novicia aunque fuera de tercer rango.
De nuevo estudió con atención a Pasha: su suave pelo color castaño que justo le llegaba a los hombros, sus grandes ojos color avellana, sus atractivos rasgos, unos labios del tipo que atraen todas las miradas masculinas, hombros altivos y erguidos, y curvas por todas partes que ni siquiera la túnica de novicia lograba ocultar.
La Hermana deslizó la vara del mentón de la joven hasta el cuello y luego hasta el arranque del escote abierto.
Un hombre hecho y derecho.
— Pasha, ¿desde cuándo se permite que las novicias lleven la túnica desabrochada? —preguntó con una voz serena que tanto podía ser tomado por amenazante como por amable.
La joven se sonrojó hasta la raíz de los cabellos.
— Perdonadme, Hermana. Hace una noche tan calurosa… Estaba sola y no creí que hubiera nadie por aquí. Sólo quería refrescarme un poco con la brisa. —El arrebol de su rostro se acentuó—. Sudaba tanto. No era mi intención ofender a nadie. Me siento avergonzada. Perdonadme.
Con rapidez empezó a abrocharse los botones. Pero, suavemente, la superiora le apartó con su mano las manos de los senos.
— El Creador te hizo así. No deberías sentirte avergonzada de los atributos que Él, en su infinita sabiduría, te ha concedido. No te sientas nunca avergonzada de lo que el Creador te ha otorgado. Sólo aquellos cuya lealtad hacia el Creador es cuestionable te menospreciarían por exhibir en toda su magnificencia su creación.
— Yo… gracias, Hermana. Nunca se me había ocurrido mirarlo de ese modo. ¿A qué os referís con eso de «lealtad cuestionable»? —inquirió, extrañada.
— Quienes veneran al Innombrable no se ocultan en las sombras, querida. Podrían estar en cualquier parte —repuso la Hermana, apartando la vara y enarcando una ceja—. Incluso tú podrías ser uno de ellos. O yo.
— Oh, por favor, Hermana —imploró Pasha, cayendo de rodillas—, no digáis algo así de vos, ni siquiera en broma. Vos sois una Hermana de la Luz y estamos en el Palacio de los Profetas, donde ruego que estemos a salvo de los susurros del Innombrable.
— ¿A salvo? —Con un gesto de la vara, indicó a la novicia que se levantara. Una vez de pie, le dirigió una severa mirada—. Sólo una estúpida se creería a salvo, incluso aquí. Las Hermanas de la Luz no son estúpidas. Incluso nosotras debemos estar siempre alerta ante los oscuros susurros.
— Sí, Hermana. Lo recordaré.
— Recuérdalo cada vez que alguien te haga sentir avergonzada por cómo te ha hecho el Creador. Pregúntate a ti misma por qué se sonrojan al contemplar su obra. Se sonrojan como haría el Innombrable.
— Sí, Hermana… Gracias —tartamudeó Pasha—. Me habéis dado mucho en qué pensar. Nunca había pensado en el Creador de ese modo.
— Él no hace nada sin una razón, ¿no es cierto?
— ¿Qué queréis decir?
— Bueno, cuando da a un hombre unos músculos fuertes, ¿por qué razón es?
— Es fácil; para que los use. El Creador le ha otorgado fuerza para que pueda trabajar duro y alimentar a su familia. Para que trabaje bendiciendo su nombre. Para que el Creador esté orgulloso de él, no para que malgaste el regalo del creador siendo holgazán.
— ¿Y qué crees tú que pensaba el Creador cuando te dio este cuerpo? —preguntó la Hermana, agitando la vara de arriba abajo delante de Pasha.
— Yo… pues no lo sé exactamente. ¿Para que lo usara y el Creador estuviera orgulloso de su obra tal vez?
— Sigue pensando en ello. Piensa en qué razones hay para que estés aquí. Para que estés aquí ahora. Todos estamos aquí por una razón concreta. Las Hermanas de la Luz cumplen un propósito, ¿verdad?
— Oh sí, Hermana. Están aquí para enseñar a los nacidos con el don, para enseñarles a usarlo y guiarlos de modo que no escuchen los susurros del Innombrable y únicamente escuchen las palabras del Creador.
— ¿Y cómo logramos hacer eso?
— Se les concede el don de la brujería, para que puedan guiarlos en su don.
— Y, si el Creador fue lo suficientemente sabio para concederte ese don, el don de la brujería, ¿no crees que también te ha dado el aspecto que tienes por alguna razón? ¿Tal vez como parte de tu vocación como Hermana de la Luz? ¿Tal vez para que uses ese aspecto para servirle?
— Bueno, nunca lo había visto de ese modo. —Pasha estaba desconcertada—. ¿En qué puede ayudar mi aspecto?
La Hermana se encogió de hombros.
— No siempre conocemos los propósitos del Creador. Cuando Él desee, te será revelado.
— Sí, Hermana —replicó la novicia, pero su voz sonaba insegura.
— Pasha, cuando ves a un hombre al que el Creador ha concedido belleza, un cuerpo apuesto, ¿qué piensas?
Pasha se sonrojó.
— Bueno… a veces… el corazón me late muy deprisa. Me hace sentir… bien. Tengo deseos.
— No hay motivo para sonrojarse, querida —dijo la Hermana, sonriendo al fin—. Se trata del deseo de tocar lo que las manos del Creador han forjado. ¿Acaso crees que a Él le disgusta que aprecies su obra? ¿No te parece que quiere que te guste lo que ha hecho? ¿Que lo disfrutes? Del mismo modo debes saber que los hombres disfrutan contemplando tu belleza y desean tocar en ti la obra del Creador. Sería un sacrilegio no usar lo que Él te ha dado para servirle.
Pasha sonrió con timidez.
— Nunca se me había ocurrido pensarlo. Me habéis abierto los ojos, Hermana. Cuanto más aprendo, más parece que no sé nada. Espero ser algún día una Hermana de la Luz tan sabia como vos.
— Cada día se aprende algo, Pasha. La vida te da lecciones cuando menos lo esperas. Como esta noche. —Con la vara señaló hacia la ventana—. Ahí estabas, mirando por una ventana y esperando aprender una cosa, y has aprendido otra mucho más importante.
— Muchas gracias por haber sacrificado parte de vuestro tiempo para enseñarme. Ninguna Hermana me había hablado con tanta franqueza.
— Ésta es una lección que no entra en el plan de estudios, Pasha. Es una lección que el Innombrable no deseaba que aprendieras, por lo que debes guardarla en secreto. A medida que pienses en lo que te he dicho, la mano del Creador se irá revelando y comprenderás mejor qué espera Él de ti. Y si necesitas ayuda para comprenderlo, yo siempre estaré dispuesta a guiarte. No debes hablar con nadie de esta conversación. Como ya he dicho, una nunca sabe quién presta oídos a los susurros del Innombrable.
— Así lo haré, Hermana. Muchas gracias. —Pasha hizo una leve reverencia.
— Una novicia debe superar muchas pruebas. Pruebas concebidas por Palacio, que se rigen por determinadas normas. La prueba final antes de ser ordenada Hermana de la Luz es hacerse cargo del entrenamiento de un nuevo. En esta última prueba, no siempre hay normas. A veces, los nuevos son difíciles de controlar, aunque eso no significa que sean malos.
— ¿Cómo difíciles?
— Vienen aquí después de abandonar la única vida que conocen y se hallan en un lugar nuevo, con exigencias que no comprenden. Es posible que se rebelen, que sean difíciles de controlar. Pero eso es porque están asustados. Debemos tener paciencia.
— ¿Asustados? ¿De las Hermanas? ¿De palacio?
— ¿Acaso no estabas tú un poco asustada cuando llegaste aquí?
— Bueno, quizás un poco. Pero mi sueño era venir. Lo deseaba más que cualquier otra cosa.
— Para los nuevos, no siempre es su sueño. Están confusos acerca de su poder. En tu caso, éste fue creciendo contigo y te fuiste acostumbrando poco a poco; era parte de ti. Pero, en su caso, a veces brota de manera súbita, inesperada. No es algo que ellos hayan planeado ni que esperaran. El rada’han puede inflamar el poder, y para ellos es algo nuevo y aterrador. A veces, ese mismo miedo los impulsa a luchar contra él, y también contra nosotras.
»Tu labor, la responsabilidad de una novicia de tercer rango, es controlarlos por su propio bien hasta que las Hermanas puedan enseñarles. En todas tus otras lecciones, existían normas. Pero, en ésta, no siempre existen. Los nuevos todavía no conocen nuestras normas y, si te ciñes a ellas, pueden ser difíciles de controlar. A veces, el collar no basta. A veces debes usar todo lo que el Creador te ha dado. Tienes que estar dispuesta a todo para controlar la voluntad de esos magos que aún no han completado su formación. Ésta es la verdadera prueba, la definitiva, para convertirse en Hermana. Las novicias que no la pasan son expulsadas del palacio.
— Nunca había oído nada por el estilo —dijo Pasha, muy asombrada.
— Entonces, me alegro de haberte sido de ayuda. Me complace que el Creador me haya elegido para ayudarte. Tal vez las otras te lo han ocultado, porque no desean tan fervientemente como yo que triunfes. Quizás harías bien en consultar conmigo cualquier duda que te surja acerca del nuevo al que te asignen.
— Oh, sí. Gracias por vuestra ayuda, Hermana. Debo admitir que me inquieta saber que los nuevos pueden mostrarse rebeldes. Yo siempre había imaginado que estaban ansiosos por aprender, y que enseñarles sería un lecho de rosas.
— Hay de todo. Algunos son tan dóciles como un bebé. Esperemos que te caiga en suerte uno de ésos. Pero hay otros que ponen a prueba la paciencia de cualquiera. He leído crónicas antiguas acerca de algunos que despertaron el don antes de que lográramos dar con ellos, antes de poder ponerles un rada’han y ayudarlos.
— No… Debe de ser aterrador; que el poder se despierte y no tener ninguna guía de las Hermanas.
— Ciertamente. Y, como ya he dicho, el miedo puede hacerlos problemáticos. En una antigua crónica se cuenta el caso de uno que rechazó la primera oferta de las Hermanas.
Pasha se llevó los dedos a la boca y ahogó una exclamación.
— Pero… eso significa que… una de las Hermanas…
La superior asintió con solemnidad.
— Es el precio que todas estamos dispuestas a pagar. Contraemos una grave responsabilidad.
— Pero ¿por qué sus padres no le obligaron a aceptar?
— Según la crónica, se trataba de un adulto. Un hombre hecho y derecho —explicó la Hermana, bajando el tono de voz e inclinándose hacia la novicia.
— ¿Un hombre? No es posible. Si un muchacho es difícil de controlar, ¿qué puede pasar si ya es adulto?
— Nuestro propósito en esta vida es servir a la obra del Creador. Nunca podemos saber lo que el Creador ha previsto para nosotras ni por qué nos ha dado lo que tenemos. Una novicia que esté a cargo de uno nuevo debe usar cualquier cosa que el Creador le haya dado. El collar no siempre es suficiente. Una nunca sabe qué será necesario que haga, las normas no siempre funcionan.
»¿Todavía quieres ser una Hermana de la Luz? ¿Aunque sepas que puede tocarte un alumno más difícil que ninguno que haya tenido otra novicia?
— ¡Oh, sí! ¡Sí, Hermana! Si el nuevo es difícil, sabré que es una prueba que me envía el mismo Creador para comprobar si realmente soy digna. No fallaré. Estoy dispuesta a hacer todo lo que sea necesario. Usaré todo lo que he aprendido y todo lo que Él me ha dado. No olvidaré que quizá proviene de una tierra extraña, que tenga costumbres singulares, que tenga miedo, que sea conflictivo o rebelde. Y sabré que debo seguir mis propias normas para tener éxito. —Aquí Pasha vaciló—. Si vuestra oferta de ayuda era en serio, sabré que con vuestra sabiduría que me respalde, no fracasaré.
La Hermana sonrió y asintió.
— Te doy mi palabra. Te ayudaré, sin importar la dificultad. —La Hermana frunció el entrecejo, pensativa—. Quizá el Creador te ha hecho hermosa para que uno nuevo pueda comprender la belleza del Creador a través de ti, de su obra. Tal vez sea así como debes enseñarle el camino al nuevo.
— Será un honor mostrar a uno nuevo, sea de la forma que sea, la luz del Creador.
— Cuánta razón tienes, querida. —La Hermana se puso derecha y se cogió las manos—. Ve a ver a la maestra de las novicias y dile que tienes demasiado tiempo libre y que, a partir de mañana, desearía que te asignara algunas tareas más. Dile que últimamente pasas demasiado tiempo mirando por las ventanas.
Pasha se sometió; inclinó la cabeza y le hizo otra reverencia.
— Sí, Hermana.
— Yo también he oído que tres Hermanas están buscando a un poseedor del don. Creo que aún tardarán en regresar con él, si es que vuelven, pero cuando lo hagan pienso recordarle a la Prelada que eres la próxima candidata a convertirte en Hermana y que estás preparada para la misión.
— ¡Oh, gracias, Hermana! ¡Muchas gracias!
— Eres una joven muy hermosa, Pasha. Verdaderamente, el Creador muestra en ti toda la belleza de su obra.
— Gracias, Hermana —replicó la novicia, esta vez sin sonrojarse.
— Da gracias al Creador.
— Lo haré. Hermana, antes de que llegue el nuevo, ¿podríais enseñarme más sobre lo que el Creador espera de mí? ¿Me ayudaréis a comprenderlo?
— Si tú quieres…
— Oh, claro que quiero. De veras que sí.
— En ese caso lo haré, querida. Claro que lo haré —repuso la Hermana, dándole palmaditas en la mejilla. Entonces se puso derecha para ordenarle—: Vamos, corre a ver a la maestra de las novicias. No puedo permitir que futuras Hermanas pierdan el tiempo mirando por la ventana.
— Sí, Hermana. —Con una sonrisa, Pasha hizo una reverencia y se marchó a toda prisa por el pasillo. De pronto se detuvo y dio media vuelta—. Hermana… temo que no conozco vuestro nombre.
— ¡Vete!
Pasha se estremeció.
— Sí, Hermana.
La Hermana contempló cómo la novicia balanceaba las caderas mientras se alejaba a toda prisa por el corredor y aprovechaba para volver a colocar bien las esquinas de las alfombras. La joven tenía unos tobillos perfectos.
Un hombre hecho y derecho.
Tras un momento de reflexión, la Hermana volvió a ponerse en marcha. Mientras descendía más y más, las escaleras de madera fueron dando paso a las de piedra. Aunque el calor se fue suavizando, el aire seguía viciado y en él flotaba el olor de la marea baja. El cálido resplandor de las lámparas fue sustituido por las titilantes sombras que reinaban entre las escasas antorchas. Los medrosos criados que iba encontrando eran cada vez menos, hasta que ya no vio a ninguno. La mujer siguió descendiendo hacia los niveles inferiores del palacio, situados bajo las dependencias de los criados y los talleres. Las antorchas cada vez estaban más espaciadas, hasta que desaparecieron. La Hermana encendió en la palma de su mano una bola de fuego y la sostuvo en alto para iluminarse el camino.
Al llegar a la puerta que buscaba, envió la bola a una antorcha apagada situada en un tedero junto a la puerta. Entró en una pequeña habitación de muros de piedra que había sido una bodega. Ahora estaba abandonada y vacía, a excepción de la mohosa paja del suelo, una tea encendida y dos magos. Dentro olía desagradablemente a resina quemada y a humedad.
Cuando entró, los dos magos se pusieron en pie algo tambaleantes. Ambos llevaban la sencilla túnica que correspondía a su alto rango y exhibían una estúpida media sonrisa. La Hermana se dio cuenta de que no era que se mostraran gallitos, sino que habían estado bebiendo. Probablemente habían celebrado su última noche en el Palacio de los Profetas, la última noche con las Hermanas de la Luz, la última noche con el rada’han.
Los dos hombres eran amigos desde que, aún muchachos, llegaron al palacio casi al mismo tiempo. Sam Weber era poco agraciado, de estatura media, cabello castaño claro rizado y una mandíbula perfectamente rasurada que parecía demasiado grande en ese rostro de facciones suaves. El otro, Neville Ranson, era algo más alto, con el pelo negro lacio muy corto e impecablemente peinado. Llevaba una barba recortada a la perfección que empezaba ya a encanecer. Sus ojos eran casi tan oscuros como el pelo. Sus facciones parecían aún más marcadas en comparación con las más suaves de su amigo.
La Hermana siempre había opinado que se había convertido en un hombre muy apuesto. Lo conocía desde que, siendo niño, llegara a palacio. A la sazón era una joven novicia, y le había sido asignado como alumno; había sido la última prueba antes de ser ordenada Hermana. Pero de todo eso hacía mucho tiempo.
El mago Ranson hizo un amplio ademán con el brazo al tiempo que ejecutaba una dramática aunque tambaleante venia. Al erguirse de nuevo, exhibía una sonrisa de oreja a oreja. Pese a los años y las canas, esa sonrisa le daba invariablemente un aspecto juvenil.
— Buenas noches, hermana…
La mujer le propinó un sopapo con el dorso de la vara tan fuerte como pudo y notó cómo el hueso se rompía. El mago cayó de espaldas al suelo con un grito.
— Ya te he dicho que nunca jamás me llames por mi nombre cuando estemos solos —le espetó la mujer entre dientes—. El estar borracho no te excusa de cumplir la orden.
El mago Weber se quedó inmóvil, con los ojos desorbitados, pálido el rostro. La sonrisa había desaparecido de su cara. Ranson rodó sobre sí mismo en el suelo tapándose el rostro con las manos y dejando una estela de sangre en la paja.
Weber recuperó el color de golpe y se sonrojó.
— ¿Cómo osas tratarnos así? ¡Hemos pasado todas las pruebas! ¡Somos magos!
La Hermana mandó una andanada de poder al rada’han. El impacto lanzó al mago contra el muro. El collar se quedó pegado a la piedra como una aguja a un imán.
— ¿Que habéis pasado las pruebas? —gritó la Hermana—. ¡No habéis pasado aún mis pruebas! —La mujer se regodeó en el dolor que causaba a Weber hasta que éste empezó a jadear agónicamente—. ¿Es éste el modo de dirigirse a una Hermana? ¿Así es como muestras respeto?
La Hermana interrumpió la andanada, Weber se desplomó y gruñó al dar con sus huesos en el suelo.
— Perdonadme, Hermana —se disculpó con voz afligida y ronca—. Os pido disculpas por mi falta de respeto. El alcohol hablaba por mí. ¿Nos perdonáis? —El mago alzó con cautela la mirada hacia la furiosa mujer.
Ésta lo miraba fijamente con los brazos en jarras. Entonces señaló con la vara al hombre que rodaba sobre sí mismo en el suelo y gemía.
— Cúralo —ordenó—. No tengo tiempo para estas tonterías. He venido para someteros a ambos a una prueba, no para ver cómo Ranson lloriquea y se queja de una simple bofetada.
Weber se inclinó sobre su amigo y, con delicadeza, lo tumbó de espaldas.
— Tranquilo, Neville, te ayudaré. Quédate quieto.
El mago Weber apartó las temblorosas manos de su amigo y las reemplazó por las suyas propias. Al momento empezó el proceso de curación. La Hermana esperaba impaciente con los brazos cruzados. La cosa no duró mucho, pues Weber poseía un don especial para la sanación. Al acabar ayudó a su amigo a incorporarse y, con un puñado de paja, le limpió la sangre de la herida ya curada.
Ranson se levantó forzadamente. Sus ojos centelleaban de furia, pero se cuidó muy bien de que su voz no lo reflejara.
— Perdonadme, Hermana. ¿Qué deseáis?
— Por favor, Hermana —intervino Weber, colocándose junto a él—, hemos hecho todo lo que las Hermanas querían. Hemos terminado el aprendizaje.
— ¿Terminado? ¿Terminado, dices? No lo creo. ¿Habéis olvidado nuestras charlas? ¿Habéis olvidado ya mis palabras? ¿Pensabais acaso que yo las olvidaría? ¿Creéis que os dejaré marchar así como así, libres como pájaros? Nadie sale de aquí sin hablar conmigo antes, o con una de las mías. Queda el asunto del juramento.
Ambos intercambiaron una mirada y retrocedieron medio paso.
— Si nos dejáis marchar, os prestaremos juramento —sugirió Weber.
La mujer los observó un instante y, al hablar, su voz sonó por fin serena.
— ¿A mí? No es a mí a quien debéis prestar juramento, muchachos, sino al Custodio, ya lo sabéis. —Ambos palidecieron ligeramente—. Y el juramento vendrá después de que uno de vosotros supere la prueba. Sólo uno de vosotros deberá prestar juramento.
— ¿Sólo uno? —inquirió Ranson. El mago tragó saliva—. ¿Sólo uno de nosotros prestará el juramento? ¿Por qué sólo uno?
— Porque el otro estará muerto —susurró la Hermana.
Ambos lanzaron una exclamación ahogada y se acercaron más.
— ¿De qué prueba se trata? —quiso saber Weber.
— Desnudaos y empezaremos.
Los hombres se miraron. Ranson osó protestar.
— ¿Que nos desnudemos? ¿Ahora? ¿Aquí?
La mujer miró a uno y a otro.
— No seáis vergonzosos, muchachos. Os he visto a ambos nadar desnudos en el lago desde que apenas levantabais dos palmos del suelo.
— Pero entonces éramos niños, y ahora somos hombres adultos —replicó Weber.
— Si os lo tengo que repetir, os quemaré la túnica encima del cuerpo.
Ambos se estremecieron ante la fulminante mirada de la Hermana y empezaron a quitarse la túnica por encima de la cabeza. Para mortificarlos y mostrar su desagrado, la mujer los miró deliberadamente de arriba abajo. Los hombres se sonrojaron a la luz de la antorcha.
Un rápido giro de muñeca, y la Hermana ya tenía el puñal en la mano.
— De pie contra la pared. Los dos.
Como no obedecieron con prontitud, la mujer usó los collares para arrojarlos contra el muro. Enviando un hilo de poder a cada rada’han, los inmovilizó contra la piedra. Los magos quedaron aplastados contra el muro, incapaces de levantar ni un dedo.
— Por favor, Hermana —susurró Ranson—, no nos matéis. Haremos cualquier cosa. Cualquiera.
— Sí, lo haréis. Al menos uno de los dos. —La fría mirada de la Hermana se posó en los negros ojos de Ranson—. Pero ya llegaremos al juramento. Por lo pronto, muérdete la lengua o te la arrancaré.
La Hermana se acercó a los dos magos indefensos. Primero colocó la punta del cuchillo en la parte superior del pecho de Weber y lo fue deslizando lentamente, con cuidado de cortar sólo piel y nada más. El mago apretó los dientes, la frente se le perló de sudor y los carrillos le temblaron. Tras hacerle un corte de la longitud de un antebrazo, la mujer volvió al punto de inicio y le hizo otro igual a un dedo de distancia. Mientras el cuchillo cortaba, de la garganta del hombre se escaparon leves sonidos agudos. Los extremos de ambos cortes convergían. Por el pecho de Weber se deslizaban hilillos de sangre. La Hermana introdujo la punta del puñal entre ambos cortes en la parte superior y fue separando la piel hasta formar un generoso colgajo.
Acto seguido, hizo los mismos cortes gemelos a Weber, dejando un colgajo de piel arriba. En el rostro del mago se mezclaron las lágrimas con el sudor, pero no profirió queja alguna. Sabía que de nada serviría. Al acabar, la mujer se pudo derecha y examinó su trabajo. Eran dos cortes idénticos. Perfecto. Entonces volvió a guardarse el puñal dentro de la manga y dijo:
— A uno de vosotros mañana le quitarán el rada’han del cuello y será libre para marcharse. Al menos, será libre en lo que concierne a las Hermanas de la Luz. Pero no en lo que me concierne a mí y, sobre todo, al Custodio. Mañana uno de vosotros empezará a servirle. Si le sirve bien, tendrá su recompensa cuando el Custodio se libere del velo. Pero, si fracasa… bueno, será mejor que no os diga qué destino le espera.
— Hermana, ¿por qué sólo uno de nosotros? —preguntó Ranson con voz trémula—. Ambos podríamos prestar juramento y servir al Custodio.
Weber lanzó una iracunda mirada a su amigo. No le gustaba que nadie hablara en su nombre. Siempre había sido muy obstinado.
— Se trata de un juramento de sangre. Uno de vosotros tendrá que superar mi prueba para ganarse el privilegio de jurar. El otro perderá el don esta noche, perderá su magia. ¿Sabéis cómo pierde la magia un mago?
Ambos negaron con la cabeza.
— Mientras es despellejado vivo, va exudando su magia —respondió la mujer con toda tranquilidad, como si estuvieran hablando de mondar una pera—. La destila hasta que no le queda ni gota.
Weber se quedó mirándola fijamente, muy pálido. Ranson cerró los ojos y tembló. Al mismo tiempo, la Hermana envolvió el colgajo de piel de cada uno de ellos en sus dedos índices y dijo:
— Voy a pedir un voluntario. Esto es sólo una pequeña demostración de lo que le espera a quien se ofrezca. No quiero que penséis que morir va a ser fácil. —La mujer les dirigió una cálida sonrisa antes de añadir—: Os doy permiso pata que chilléis, muchachos. Creedme; esto os va a doler.
Dicho esto, tiró de ambas tiras de piel y luego esperó pacientemente a que los gritos cesaran, y un poco más a que los magos dejaran de sollozar para darles así tiempo de que asimilaran la lección.
— Por favor, Hermana, nosotros servimos al Creador tal como las Hermanas nos han enseñado —sollozó Weber—. Servimos al Creador, no al Custodio.
— Puesto que tan fiel eres al Creador, Sam, serás el primero en elegir. —La Hermana lo miraba con frialdad—. ¿Quieres vivir o morir?
— ¿Por qué él? ¿Por qué tiene que ser él quien elija primero? —protestó Ranson.
— Cierra el pico, Neville. No hables hasta que me dirija a ti. —La mujer posó de nuevo los ojos en Weber y le levantó el mentón con los dedos—. ¿Y bien, Sam? ¿Quién morirá: tú o tu mejor amigo? —La Hermana esperó la respuesta con los brazos cruzados sobre los pechos.
El mago la miró con ojos vacuos, evitando mirar a su amigo. Tenía la tez cenicienta y su voz no era más que un débil susurro.
— Yo. Mátame a mí. Deja que Neville viva. Prefiero morir antes que prestar juramento al Custodio.
La Hermana observó por un momento sus ojos vacíos y luego se volvió hacia Ranson.
— ¿Y tú qué dices, Neville? ¿Quién vive y quién muere? Tú o tu mejor amigo. ¿Quién prestará juramento al Custodio?
El mago echó un vistazo a Weber, el cual no le devolvió la mirada. Entonces se humedeció los labios, y su mirada de ojos oscuros se posó de nuevo en la Hermana.
— Ya lo habéis oído. Prefiere morir. Si quiere morir, que muera. Yo prefiero vivir. Prestaré juramento al Custodio.
— Le entregarás tu alma.
Neville asintió lentamente. Sus ojos relucían con feroz determinación.
— Le entregaré mi alma.
— Muy bien —dijo la mujer, sonriendo—. Parece que, como buenos amigos, habéis llegado a un acuerdo. Todo el mundo está contento, y yo también. Me alegro de que seas tú, Neville, quien se una a nosotros. Me siento orgullosa de ti.
— ¿Tengo que quedarme? ¿Tengo que ver cómo lo haces?
— ¿Ver? —La Hermana enarcó una ceja—. Tienes que hacerlo tú.
Ranson tragó saliva, pero su mirada seguía siendo dura. La Hermana había sabido siempre que sería él. A veces dudaba, pero en el fondo lo sabía. Le había enseñado bien. Le había dedicado mucho tiempo para moldearlo a su gusto.
— ¿Puedo pedir algo? —inquirió Weber—. ¿Podría quitarme el collar antes de morir?
— ¿Para así poder hacer un conjuro de Fuego Vital y quitarte la vida antes de que lo hagamos nosotros? ¿Me tomas por estúpida? ¿Crees que soy una mujer blanda y estúpida? —La Hermana negó con la cabeza—. Petición denegada.
La mujer liberó ambos rada’han de la pared. Weber cayó de rodillas, con la cabeza colgando. Estaba solo en esa habitación y lo sabía.
Ranson se levantó e irguió los hombros. Entonces se señaló la sangrante herida en el pecho y preguntó:
— ¿Y esto qué?
— Sam, levántate —ordenó la Hermana al otro mago. Weber obedeció con la mirada clavada en el suelo—. Tu buen amigo está herido. Cúralo.
Sin decir ni media palabra, Weber se volvió, posó las manos sobre el pecho de Ranson y se dispuso a curarlo. Muy erguido, Ranson esperaba que el dolor desapareciera. La Hermana anduvo hacia la puerta y contempló cómo Weber hacía su trabajo, el último, con la espalda recostada contra la puerta.
Al acabar, Weber no la miró ni a ella ni a su amigo, sino que se dirigió a la pared más alejada y deslizó por ella la espalda hasta quedar sentado en el suelo. Una vez allí, hundió la cabeza entre las rodillas y se tapó con los brazos.
Ranson, curado ya pero aún desnudo, se aproximó a la Hermana y le preguntó:
— ¿Qué debo hacer?
Con un rápido movimiento de muñeca, la Hermana empuñó de nuevo el puñal. Acto seguido lo lanzó al aire y lo recogió por la hoja. Se lo tendió al mago por el mango.
— Tienes que despellejarlo vivo.
La Hermana empujó el mango contra él hasta que éste alzó una mano y lo cogió.
— En vivo —repitió el mago, contemplando el puñal que empuñaba con una mirada que nada tenía ya de firme.
La mujer se metió la mano en un bolsillo y sacó un pequeño objeto: la figura de peltre de un hombre barbudo con una rodilla hincada que sostenía un cristal sobre la cabeza. Su diminuto rostro miraba hacia arriba con expresión de maravilla. El cristal tenía una forma ligeramente alargada y acababa en minúsculas facetas. En el interior flotaban inclusiones congeladas, como un cielo de constelaciones. Tras sacarle el polvo con una esquina de su delgada capa, le tendió la figurilla a Ranson.
— Es un objeto mágico; un receptáculo de magia. El cristal, denominado quillion, absorberá la magia de tu amigo a medida que abandone su cuerpo después de ser despellejado. Entonces, una vez que haya absorbido toda su magia, brillará con luz anaranjada. Cuando eso ocurra, tráemelo para demostrarme que has concluido el trabajo.
— Sí, Hermana —replicó Ranson, después de tragar saliva.
— Esta noche, antes de que me marche, prestarás juramento. —La Hermana empujó hacia él la figurilla con el cristal hasta que el mago la tomó—. Éste será tu primer trabajo después de jurar. Si fracasas en esta tarea o en cualquiera de las que seguirán, desearás haberte encontrado en el lugar de tu amigo. Lo desearás por toda la eternidad.
— Sí, Hermana. —Ranson sostenía el cuchillo en una mano, y la pequeña estatua en la otra. El mago echó una furtiva mirada por encima del hombro a su amigo, acurrucado en el suelo contra el muro—. Hermana, ¿podríais… podríais hacerlo enmudecer? —preguntó, bajando la voz—. No sé si podré soportar que hable mientras lo hago.
— Tienes un cuchillo, Neville. Si te molesta que hable, córtale la lengua.
El mago tragó saliva y cerró los ojos un instante. Al abrirlos, inquirió:
— ¿Y si muere antes de que su cuerpo destile toda la magia?
— Con el quillion aquí, vivirá hasta que no le quede ni una pizca de magia. Una vez que el cristal la haya absorbido por completo, empezará a brillar. Así sabrás que el proceso ha acabado. Después de eso, no me importa qué hagas con él. Si quieres, remátalo rápidamente.
— ¿Y si trata de ponerme trabas? Con su magia, me refiero.
La Hermana sonrió con aire indulgente.
— Con el collar no podrá. No podrá hacer nada para detenerte. Una vez muerto, ya no habrá vida que mantenga el rada’han alrededor de su cuello y se abrirá. Tráemelo cuando me traigas el cristal.
— ¿Y el cuerpo?
— He dedicado mucho tiempo a enseñarte Magia de Resta, como a los demás —repuso la mujer, con una dura mirada—. Úsala. Deshazte del cuerpo con Magia de Resta hasta que no quede ni una gota de sangre ni un pedazo de carne.
Ranson se puso algo más derecho y asintió con la cabeza.
— Esta noche, cuando acabes aquí, y antes de que vengas a verme al alba, hay una cosa más que quiero que hagas.
Ranson inspiró hondo y fue soltando el aire lentamente.
— ¿Otro trabajo? ¿Debo hacer otro trabajo esta noche?
— Éste te gustará —le aseguró la Hermana, sonriéndole y dándole un cariñoso cachete en la mejilla—. Será la recompensa por hacer un buen trabajo con el quillion. Ya te darás cuenta de que servir al Custodio tiene sus ventajas, y espero que nunca compruebes que fallarle tiene su castigo.
— ¿Cuál es ese otro trabajo? —preguntó el mago, receloso.
— ¿Conoces a una novicia de nombre Pasha?
— No hay hombre alguno en palacio que no conozca a Pasha Maes —repuso Ranson, con un gruñido.
— ¿La conocen muy íntimamente?
Ranson se encogió de hombros.
— Le gusta dar besos y algún que otro abrazo en los rincones.
— ¿No pasa de los besos y los abrazos?
— Conozco a unos pocos que han logrado tocarla por debajo de la falda. Todos hablan de las piernas tan estupendas que tiene y que sacrificarían el don a cambio de que las enlazara alrededor de ellos. Pero creo que ninguno lo ha conseguido. Algunos de los hombres la guardan como si fuera un gatito indefenso. Uno en particular, el joven Warren, no la pierde de vista.
— ¿Warren es uno con los que se besa por los rincones?
— No creo ni que lo reconociera, si lo tuviera delante. —El mago se rió entre dientes—. Ése no tiene agallas ni para asomar la nariz fuera de sus archivos y mirarla a la cara. Así pues, ¿en qué consiste el trabajo? —inquirió, frunciendo el entrecejo.
— Cuando acabes aquí, quiero que vayas a su alcoba, que le digas que mañana serás libre y que, después de pasar todas las pruebas, tuviste una visión del Creador. Dile que en esa visión el Creador te decía que fueras a verla y le enseñaras a usar el glorioso don de su belleza, que le enseñaras a usar ese don que Él le ha otorgado para hacer felices a los hombres, de modo que, cuando le revele la especial misión que le tiene reservada, estará preparada.
»Dile que el Creador te dijo que la ayudaría a tratar a su nuevo alumno, pues será el más difícil que haya tenido nunca una novicia. Dile que el Creador te ha revelado que ha hecho que esta noche sea calurosa para que ella sudara entre los pechos, sobre el corazón, y así despertara a Sus deseos. Luego, quiero que le enseñes cómo complacer a un hombre —concluyó con una suave sonrisa.
Ranson la miró, con incredulidad.
— ¿Que os hace pensar que creerá lo que le digo y que se entregará a mí?
La sonrisa de la Hermana se hizo más amplia.
— Tú dile lo que yo te he dicho, Neville, y te dejará hacer mucho más que ponerle una mano bajo la falda. Probablemente te enlazará la cintura con las piernas antes de que hayas acabado de hablar.
Sin salir de su estupor, el mago asintió con la cabeza.
— Me alegra comprobar que estarás… a la altura del trabajo —dijo la mujer, mirándolo deliberadamente de la cabeza a los pies—. Enséñale todo lo que se te ocurra que puede complacer a un hombre. Al menos, todo lo que puedas hasta el alba. Enséñale bien. Quiero que aprenda cómo hacer feliz a un hombre de modo que éste nunca tenga bastante.
— Sí, Hermana —repuso Ranson, muy complacido.
La mujer colocó la punta de la vara bajo su mentón y lo alzó un poco.
— Se amable con ella, Neville. No quiero que le hagas daño en ningún aspecto. Quiero que esto sea una experiencia muy agradable para ella. Quiero que la disfrute. Bueno, hazlo lo mejor que puedas con lo que tienes —añadió, bajando de nuevo la vista.
— Nunca nadie se ha quejado —protestó el mago.
— Idiota. Las mujeres no se quejan a la cara del hombre, sino a sus espaldas. Ni se te ocurra abalanzarte sobre ella, gozarla y luego quedarte dormido. Tienes de tiempo hasta el amanecer. No quiero que duermas esta noche. Asegúrate de que recordará esta noche con nostalgia. Enséñale todo lo que sabes.
»Se trata de un trabajo agradable, pero no olvides que lo haces al servicio del Custodio. Fracasa, en esto como en cualquier otra misión, y tu servicio acabará de repente. Pero el dolor que sentirás, no. No bajes la guardia mientras estés con ella. Por la mañana espero que me des un informe detallado de todo lo que le has enseñado, sin omitir nada de nada. Tengo que saber qué sabe para seguir guiándola.
— Sí, Hermana.
— Cuanto antes termines, antes podrás estar con Pasha y de más tiempo dispondrás para enseñarle —dijo, mirando al hombre contra el muro.
— Sí, Hermana —repitió Ranson, sonriendo.
La mujer apartó la vara y soltó un suspiro. Con un gesto, la túnica del mago voló hacia su mano. Se la tendió.
— Toma, póntela. Te estás poniendo en evidencia. —La mujer lo observó mientras cogía la prenda y se la ponía por la cabeza—. Mañana empezará el verdadero trabajo, la verdadera labor.
— ¿Qué trabajo? ¿Qué labor? —Ranson asomó la cabeza por la túnica, seguida de los brazos, primero uno y luego el otro.
— Una vez seas liberado, deberás partir de inmediato para ponerte al servicio de tu patria. Recuerdas tu patria, ¿no? Irás a Aydindril para convertirte en el consejero del príncipe Fyren. Tienes cosas que hacer allí. Cosas importantes.
— ¿Cómo por ejemplo?
— Ya hablaremos de eso mañana. Por ahora, antes de cumplir tu primera misión, la segunda y todo lo demás, debes prestar juramento. ¿Deseas hacerlo por propia voluntad, Neville?
La Hermana se fijó en que Ranson echaba una rápida mirada a su amigo, acurrucado contra el muro. Entonces, sus ojos se posaron en el cuchillo y el quillion. Cuando su mirada se quedó perdida, supo que estaba pensando en Pasha.
— Sí, Hermana —respondió en un susurro.
— Muy bien, Neville. Arrodíllate. Ha llegado el momento del juramento.
Mientras el mago se arrodillaba, la Hermana alzó una mano. La llama de la antorcha se extinguió, sumiendo la habitación en una total oscuridad.
— El juramento al Custodio debe hacerse en la oscuridad en la que éste habita —susurró la mujer.