68

En la distancia, en la penumbra previa al amanecer, vio el resplandor verde. Emanaba del Palacio del Pueblo, a través del tejado de vidrio del Jardín de la Vida, como un faro. Richard solamente había visto esa tonalidad verde en un lugar: el inframundo.

El gélido viento le agitaba las ropas mientras Escarlata batía las alas con cadencia regular. El vuelo a D’Hara le había supuesto un agotador esfuerzo. La dragona comprendía la amenaza del Custodio, sabía que también ella sería engullida por el inframundo, y además odiaba a Rahl el Oscuro. Rahl le había robado el huevo y luego la había esclavizado haciéndole chantaje con él.

Mientras iniciaba el descenso, echó un vistazo hacia atrás y volvió las orejas hacia Richard.

— Tendremos tiempo, Richard. Llegaremos a tiempo a Aydindril. Ni siquiera ha amanecido aún.

— Sé que me llevarás hasta allí, Escarlata. Tranquila, no te dejaré descansar demasiado.

La dragona se ladeó hacia la izquierda e inició el descenso hacia el patio que ya conocía, donde podría aterrizar en la oscuridad sin miedo a herirse. El vasto amasijo de tejados y muros del palacio se aproximaba a ellos a una velocidad de vértigo. Richard sintió un hormigueo en los dedos de los pies al notar que flotaba hacia arriba, alejándose de la espalda de la dragona, que se lanzaba en picado.

De pronto, de la oscuridad de palacio surgió un cegador rayo, que explotó a su alrededor. Incluso después de desvanecerse Richard siguió viendo líneas amarillas. Antes de tener tiempo de reponerse, surgió otro.

Escarlata rugió de dolor y se desvió bruscamente a la izquierda. Dragón y montura cayeron en espiral hacia el suelo. Richard se agarró a las espinas del enorme animal, que trataba de recuperarse.

En los vastos escalones de abajo, que Richard veía girar a gran velocidad, vio a la mujer iluminada por el resplandor del siguiente rayo que lanzó. Nuevamente Escarlata rugió de dolor. Cuando el rayo se desvaneció, Richard ya no pudo ver a la mujer.

La dragona luchaba por frenar el incontrolado descenso. Richard era consciente de que un rayo más acabaría con ella. Así pues, cogió rápidamente el arco que le colgaba a la espalda y lo flechó.

— ¡Escarlata! ¡Lanza fuego para que pueda verla!

Mientras Richard se aproximaba la cuerda del arco a la mejilla, Escarlata soltó un tremendo rugido de cólera y dolor. En su rojo resplandor el joven vio cómo la mujer volvía a alzar los brazos. Antes de poder apuntar, la espiral del descenso la alejó de su campo de visión.

— ¡Escarlata! ¡Cuidado!

La Dragona retrajo el ala derecha y viró al otro lado. El rayo amarillo pasó volando a su izquierda, rozándolos. El suelo se aproximaba rápidamente.

A la titilante luz roja del fuego del dragón, Richard la vio levantar de nuevo las manos. Tensó el arco y torció el cuerpo para no perderla de vista.

Antes de que desapareciera atrajo al blanco hacia sí. Justo cuando lo sintió, disparó.

— ¡Gira!

Escarlata batió el ala derecha, con lo que se bambolearon en el aire. El rayo amarillo pasó como una exhalación entre el cuello del dragón y un ala. Pero inmediatamente se desvaneció.

Una oleada de total oscuridad pasó sobre sus cabezas. La flecha había dado en el blanco. El Custodio había reclamado el alma de la hermana Odette.

Aterrizaron tan bruscamente, que Richard salió despedido y cayó al suelo. Inmediatamente se incorporó, sacudió la cabeza y se levantó de un salto.

— ¡Escarlata! ¿Estás muy malherida? ¿Sigues viva?

— Ve —gruñó la dragona con su grave voz vibrante—. Date prisa. Elimínalo antes de que acabe con todos nosotros. —Escarlata señalaba con una temblorosa ala.

Richard le acarició el hocico.

— Volveré. Aguanta.

Mientras subía a todo correr la escalera, desenvainó la espada. No fue necesario que conjurara su cólera, pues lo invadía ya incluso antes de tocar la empuñadura del arma. Ciego de ira corrió hacia las puertas situadas entre las colosales columnas.

Al cruzarlas, un puñado de soldados surgió de la oscuridad y cargó contra él. Sin detenerse, Richard se abrió paso con la espada. El acero relucía a la luz de las antorchas que ardían en los vastos corredores interiores. Richard danzaba con los espíritus. Su espada se movía con fluida gracia, abatiendo soldados.

Al primero lo cortó por la mitad, peto incluido. Todos los asaltos eran frenados por su rápido acero. En pocos momentos los quince hombres yacían desperdigados por el sangriento suelo. Richard siguió adelante sin pausa.

Vaya recepción. La última vez que había estado allí, después de matar a Rahl el Oscuro, el ejército de D’Hara le había jurado lealtad. Tal vez los soldados no le reconocían aunque era más que probable que supieran quién era.

El joven tomó un pasillo que conducía al Jardín de la Vida. Tres balconadas daban a él. La mayor parte de las antorchas estaban apagadas. No vio a nadie al atravesar un patio de oración con arena blanca rastrillada en círculos alrededor de una roca.

En una escalera lateral aparecieron media docena de mord-sith. Todas ellas llevaban su típico uniforme rojo de cuero y empuñaban un agiel. Pese a la cólera que sentía, Richard se dio cuenta de que no podía usar la Espada de la Verdad contra ellas, pues en ese caso lo capturarían con la magia del arma. Estaba furioso. Tenía que llegar junto a Rahl el Oscuro. No tenía tiempo para enfrentarse a esas peligrosas mujeres.

De mala gana envainó la espada y sacó el cuchillo. En una ocasión Denna le dijo que de haber usado el cuchillo en lugar de la espada, no lo habría capturado. No iba a poder dejarlas atrás; tendría que matarlas para pasar.

La más alta, una rubia que iba en cabeza, extendió las manos cuando Richard fue a por ella.

— ¡Lord Rahl, no!

Las otras cinco se detuvieron. Richard trató de apuñalarla, pero la mujer se tambaleó hacia atrás y se agachó, con las palmas de las manos extendidas a ambos lados.

— ¡Lord Rahl, deteneos! ¡Estamos aquí para ayudaros!

Aunque había envainado la espada, tenía cólera propia de sobra. Era preciso que llegara donde estaba Rahl el Oscuro. Tenía que salvar a Kahlan.

— ¡Ayudadme en la otra vida; ésta se os acabará muy pronto!

— ¡No, lord Rahl! Me llamo Cara. Estamos aquí para ayudaros. No sigáis por allí; no es seguro.

Richard se quedó cuchillo en mano, jadeando.

— No te creo. Queréis capturarme. Sé perfectamente lo que hacen las mord-sith con sus prisioneros.

— Yo conocía a Denna, tu ama. Llevas su agiel. Las mord-sith ya no viven para torturar a sus prisioneros. Vos nos liberasteis. Nosotras nunca haríamos daño a nuestro libertador. Os reverenciamos.

— Cuando me marché ordené a los soldados que quemaran todos vuestros uniformes y os dieran ropa nueva. También les ordené que os quitaran los agiel. Si me reverenciáis, ¿por qué me habéis desobedecido?

Una leve sonrisa asomó a los labios de Cara, al tiempo que levantaba una ceja sobre un frío ojo azul.

— Porque no podéis liberarnos para esclavizarnos en el tipo de vida que decidáis para nosotras. Ahora somos libres para elegir. Vos lo hicisteis posible.

»Decidimos luchar para proteger a nuestro lord Rahl. Hemos jurado dar la vida por vos si es necesario. Los hombres de la Primera Fila no son los únicos capaces de protegeros. Hemos elegido convertirnos en vuestras guardaespaldas y ni siquiera ellos osan plantarnos cara. Solamente aceptamos órdenes de lord Rahl.

— ¡Pues os ordeno que me dejéis solo!

— Lo siento, lord Rahl, pero no podemos acatar esa orden.

Richard no sabía qué creer. Podría tratarse de una trampa.

— He venido para detener a Rahl el Oscuro. Tengo que llegar al Jardín de la Vida. Si no os apartáis, tendré que mataros.

— Sabemos adónde os dirigís —replicó Cara—. Nosotras os llevaremos, pero no por ahí. No controlamos todo el palacio. Ese camino no es seguro. De hecho, toda esa sección está en manos de los insurgentes. La Primera Fila habría perdido a un millar de hombres para llegar hasta aquí. Les dijimos que lo haríamos nosotras, porque sería menos arriesgado para vos. Ésa fue la única razón por la que accedieron.

Richard fue dando vueltas alrededor de las mujeres.

— No te creo —declaró—, y no puedo arriesgarme a que me traicionéis. Es demasiado importante. Si tratáis de detenerme, os mataré.

— Si vais por ahí, lord Rahl, moriréis. Por favor, dejad que os susurre un mensaje al oído. —Cara tendió su agiel a una de sus compañeras—. Ahora estoy desarmada.

Richard la cogió del pelo con una mano y posó el agudo filo del cuchillo contra su garganta. Un solo movimiento y le cortaría el gaznate. Cara le acercó la boca al oído.

— Estamos aquí para ayudaros, lord Rahl. Tan verdad como que… las ranas no crían pelo.

Richard se irguió.

— ¿Dónde has oído eso?

— ¿Sabéis qué quiere decir? El comandante general Trimack me aseguró que es un mensaje cifrado que le dio el gran mago Zorander para que supierais que os éramos leales. Me advirtió que solamente os lo dijera a vos.

— ¿Quién es el general Trimack?

— El comandante general, Primera Fila de la guardia de palacio. Ellos os son leales. La Primera Fila es el círculo de acero que rodea a lord Rahl. El mago Zorander ordenó al general Trimack que guardara el Jardín de la Vida a cualquier precio.

»Pero hace dos días llegó la mujer mágica. Mató casi a trescientos de los nuestros para entrar en el jardín. Tratamos de detenerla pero fue imposible. No tenemos magia contra ella. Esta noche mató casi a cien para salir.

»La seguimos y la vigilamos desde una ventana del tercer piso. Vimos como lanzaba rayos para abatir al dragón. Y también vimos cómo la matasteis. Solamente el verdadero lord Rahl podría haberlo hecho.

»Por favor, lord Rahl, están sucediendo cosas terribles en el Jardín de la Vida. Permitidnos que os escoltemos hasta allí para que detengáis al espíritu maligno.

Richard no tenía tiempo que perder. Tenía que haber sido Zedd quien les transmitiera el mensaje. Tenía que confiar en ellas.

— Muy bien, vámonos. Pero tengo mucha prisa.

Todas las mujeres sonrieron. Cara recuperó su agiel y lo agarró por la camisa, encima del hombro. Otra de las mord-sith hizo lo propio al otro lado. Entonces echaron a correr, arrastrándolo con ellas. Cara le susurró que se estuviera quieto. Las otras cuatro se desplegaron al frente, abriendo camino.

Rápida pero silenciosamente lo condujeron por pequeños pasadizos laterales y oscuras habitaciones. Mientras las exploradoras ascendían por estrechas escaleras reservadas a la servidumbre, Cara y la otra mord-sith lo aplastaron contra la pared, se llevaron un dedo a los labios pidiendo silencio y esperaron hasta oír un breve silbido. Entonces salieron disparadas, tirando de él por la camisa.

Al llegar a lo alto de la escalera a punto estuvo de tropezar con el cuerpo de una de las exploradoras. Una espada le había abierto la cara. En el pasillo vio los cadáveres de ocho soldados de D’Hara, con armadura, crispados y con sangre que les manaba de las orejas. Habían muerto por efecto del agiel.

Una de las mord-sith les hizo señales desde el fondo del corredor para que avanzaran. Cara lo hizo doblar la esquina en la que se había apostado la exploradora y luego subir otra escalera. Richard se sentía como un saco de ropa sucia, zarandeado de un lado al otro, aplastado contra paredes y en esquinas, mientras las mujeres le abrían camino.

Corrían tan deprisa que apenas lograba mantener su paso, aunque lo continuaban agarrando por la camisa y tiraban de él. Tantas escaleras habían subido y tantas habitaciones habían cruzado, que Richard ya se había perdido. Algunas de esas habitaciones tenían ventanas y por ellas vio que el sol ya salía.

Cuando por fin reconoció el ancho pasillo en el que entraron, estaba exhausto. Centenares de hombres de uniforme, con cota de malla y reluciente peto hincaron una rodilla al verlo. El estruendo de las armaduras y las armas resonó en el ancho pasillo. Todos se llevaron un puño al corazón. Cuando se levantaron uno de ellos se adelantó.

— Lord Rahl. Soy el comandante general Trimack. Estamos muy cerca del Jardín de la Vida. Yo os conduciré.

— Sé dónde está.

— Lord Rahl, debéis apresuraros. Los generales rebeldes han lanzado un ataque. No sé si podremos mantener esta posición mucho tiempo, pero lucharemos hasta el último hombre mientras estéis detrás.

— Gracias, general. Vosotros contenedlos mientras yo envío al bastardo de Rahl el Oscuro de vuelta al inframundo.

El general lo saludó llevándose un puño al corazón. Richard corrió por el pasillo de brillante granito que recordaba y que le condujo hasta las enormes puertas cubiertas de oro del Jardín de la Vida.

Casi fuera de sí de rabia, abrió de golpe las puertas. Había amanecido y los primeros rayos del sol iluminaban las copas de los árboles. Richard avanzó por el sendero, pasó junto a los bajos muros cubiertos por enredaderas y llegó al prado.

En el centro del jardín vio un círculo de arena blanca, arena de hechicero. Alrededor del redondo hueso de skrin, situado en medio de la arena, se habían dibujado intrincadas líneas. Detrás se alzaba el altar con las tres cajas del Destino; la puerta al otro mundo. Las tres cajas eran de una negrura tal que parecían absorber toda la luz del jardín.

De la caja abierta brotaba un haz de luz verde que atravesaba el techo de cristal y se perdía en el cielo. Rahl el Oscuro estaba abriendo la puerta de algún otro modo. Alrededor del haz de luz verde giraban ráfagas de reluciente luz azul, amarilla y roja.

La refulgente figura blanca de Rahl el Oscuro lo miró avanzar por el prado. Richard se detuvo frente a su adversario, al borde del círculo de arena de hechicero. Rahl esbozó una leve sonrisa.

— Bienvenido, hijo mío —siseó.

Richard sintió la cicatriz que le había dejado la mano de Rahl en el pecho. Los relucientes ojos azules de Rahl el Oscuro se posaron en la piedra de Lágrimas que pendía del cuello de Richard, y luego se clavó en sus ojos.

— He engendrado a un gran mago. Nos gustaría que te unieras a nosotros, Richard.

Richard guardó silencio. Bullía de rabia mientras contemplaba la sonrisa de Rahl, cada vez más amplia. A través de la furia, de la terrible cólera de la magia, observaba y buscaba el centro de calma en su interior.

— Podemos ofrecerte lo que nadie puede, Richard, ni siquiera el mismo Creador. Somos más grandes que el Creador. Únete a nosotros.

— ¿Qué podéis ofrecerme?

Rahl el Oscuro extendió sus refulgentes brazos y respondió:

— La inmortalidad.

Richard estaba demasiado enfadado para reír.

— ¿Cuándo sucumbiste al engaño de que creería algo de lo que dijeras?

— Es cierto, Richard —susurró Rahl—. Te lo podemos conceder.

— El hecho de que algunas Hermanas se hayan creído tus mentiras no significa que yo vaya a hacerlo.

— Somos el Custodio del inframundo. Controlamos la vida y la muerte. Podemos ofrecerte la inmortalidad, especialmente a alguien con tu magia. Podrías convertirte en el señor del mundo de la vida, lo que yo habría sido si no hubieras interferido.

— No me interesa. ¿Tienes algo mejor que eso?

La cruel sonrisa de Rahl el Oscuro se hizo más amplia y sus cejas se alzaron.

— Oh, pues claro que sí, hijo mío.

La figura trazó un arco con el brazo encima del círculo de arena. La reluciente luz formó la imagen de una persona arrodillada hacia adelante.

Kahlan.

Llevaba su vestido de Confesora y estaba arrodillada. Tenía el pelo corto, como en la visión que tuviera en la torre. Una lágrima se le escapó de los ojos, cerrados, cuando alguien le aplastó la mejilla contra el tajo del verdugo. Los labios de la mujer pronunciaron su nombre y dijo que le quería. Richard sintió cómo el corazón le latía con fuerza.

— El dragón está herido, Richard. No podrá llevarte a Aydindril a tiempo. No podrás llegar. Sólo la salvarás si te ayudamos.

— ¿Qué quiere decir «ayudar»?

— Ya te he dicho que tengo poder sobre la vida y la muerte. Sin nuestra ayuda eso es lo que le ocurrirá esta tarde, ante su pueblo.

Nuevamente extendió una reluciente mano. El ancho filo del hacha brilló en el aire, sobre Kahlan. El hacha descendió hasta clavarse en el tajo, lanzando un chorro de sangre. Richard se estremeció.

La cabeza de Kahlan cayó. Bajo su cuerpo se formó un brillante charco de sangre que empapó la arena y el vestido. El cuerpo se inclinó a un lado.

— ¡Nooooo! —chilló Richard, apretando los puños—. ¡Nooooo!

Rahl el Oscuro hizo un gesto sobre el cuerpo, que volvió a convertirse en centelleante luz y desapareció.

— Del mismo modo que he borrado la visión de lo que ocurrirá esta tarde, puedo borrar la realidad. Únete a nosotros y ambos seréis inmortales.

Richard se había quedado como aturdido. Por primera vez se dio cuenta de la realidad. Escarlata estaba herida y no podría llevarlo a Aydindril. Era el día del solsticio de invierno, Kahlan moriría sin remedio. Notaba que se ahogaba.

Su mundo se derrumbaba.

Ése era el significado de la profecía. Si aceptaba la oferta, si elegía evitar la muerte de Kahlan, el mundo acabaría para todos.

Pensó en Chase, que llevaba a Rachel a casa para que conociera a su nueva madre. Pensó en toda la felicidad que la niña disfrutaría en esa vida de amor. También pensó en su propia vida, en el amor de su madre y su padre, en los tiempos en que juntos fueron felices y los que no lo fueron tantos, y lo mucho que había significado para él.

Pasó revista al tiempo que había compartido con Kahlan, en el gozo de estar enamorado de ella y en todas las personas que tenían derecho a disfrutar de ese gozo, y que lo disfrutarían en el futuro.

— Podríais estar juntos siempre, Richard, por toda la eternidad.

Richard levantó los ojos de la arena blanca.

— Juntos para siempre, sobre las cenizas de la muerte. Por toda la eternidad.

¿Qué pasaría con Kahlan, con el amor que sentía por él, si le ofrecía un destino tan egoísta? Se sentiría horrorizada. Cada vez que lo mirara vería un monstruo. Por siempre jamás.

Viviría para siempre con ella pero con su repugnancia, no su amor. Así pues, tratando de salvarla destruiría no sólo a todos los demás sino también el corazón de Kahlan.

Era un precio demasiado alto incluso para su amor.

Pero la otra opción significaba la muerte y el fin del amor.

La rabia lo consumía, y al mismo tiempo estaba calmado. Miró fijamente los relucientes ojos del mal.

— Envenenarías nuestro amor con tu odio. Tú ni siquiera conoces el significado de la palabra amor.

La cólera inflamó en su interior una terrible tempestad. Al menos sacaría algo de todo eso. Venganza.

El joven alzó la piedra de Lágrimas. Rahl el Oscuro retrocedió un paso.

— Richard, piensa en lo que estás a punto de hacer.

— Pagarás por esto.

El joven sacó un puñado de arena negra de hechicero del bolsillo y lo arrojó al círculo de arena blanca.

— ¡No! ¡No, idiota! —gritó Rahl, agitando los brazos.

La arena blanca se retorció como si tuviera vida propia y sufriera. Los símbolos dibujados en ella se enroscaron sobre sí mismos. El suelo tembló y se abrieron humeantes grietas.

De la centelleante arena blanca brotaron relámpagos que recorrieron el Jardín de la Vida. El lugar retumbaba por el estruendo y la cegadora luz. La arena de hechicero se fundió hasta formar un charco de líquido fuego azul. El aire temblaba con violentas sacudidas.

Rahl el Oscuro alzó los puños al aire.

— ¡No!

Entonces agachó la cabeza. Al ver a Richard que se le acercaba lentamente con la piedra de Lágrimas en una mano, se quedó inmóvil. Luego alzó una mano en gesto admonitorio.

Richard se tambaleó y se detuvo, incapaz de respirar por el dolor que sentía en la cicatriz en el pecho. Se sentía morir. Pero en el fondo de su ser se armó de valor y se obligó a moverse pese al tormento. Con cada paso que daba el dolor aumentaba. Era como si la carne se le quemara y se le desprendiera, y el tuétano mismo le hirviera. Pero en el punto de calma situado en el centro de la tormenta fue capaz de ignorar todo el dolor.

Entonces se quitó la piedra de Lágrimas pasándosela por encima de la cabeza y sostuvo la cinta de cuero en una mano. La piedra se balanceó ante los ojos de Rahl. Éste retrocedió.

— Llevarás esto por toda la eternidad en las profundidades de la muerte. Arrodíllate —le ordenó, aproximándose.

La reluciente forma se arrodilló. Sus ojos no se apartaban de la piedra, encima de él. Richard bajó la cinta de cuero dispuesto a colgarla al cuello del espíritu de su padre. Entonces se detuvo.

Por encima de la cabeza de Rahl el Oscuro, detrás de él, vio el altar sobre el que descansaban las tres cajas. De la abierta, en el centro, que contenía cosas que iban más allá de cualquier conocimiento, brotaba la luz verde semejante a un faro.

Entonces recordó la advertencia de Ann, Nathan y Warren. Si usaba la piedra de Lágrimas por razones egoístas, movido por el odio, acabaría de romper el velo. Richard deseaba más que nada enviar a Rahl el Oscuro a los abismos del inframundo, castigarlo para siempre por lo que había hecho. Pero de ese modo pagaría un precio que ya había decidido no pagar.

Además, él había sido el causante de todo. No importaba que hubiera actuado sin mala intención. La vida no era justa, simplemente era. Si alguien pisaba accidentalmente una serpiente venenosa, ésta mordía. Las intenciones eran irrelevantes.

— Yo mismo soy el responsable de mi pesar y tengo que sufrir las consecuencias de mis actos —susurró Richard—. No puedo hacer pagar a otros por lo que yo he causado, intencionalmente o no.

El joven volvió a colgarse la piedra de Lágrimas al cuello. Rahl el Oscuro se levantó, muy alarmado.

— Richard… no sabes lo que dices. Castígame. Cuélgame la piedra alrededor del cuello. ¡Véngate de mí!

Pero Richard se volvió a medias hacia el corazón del Jardín de la Vida y extendió una mano. El hueso de skrin, situado en medio del charco de fuego azul, voló hasta su palma. Su magia lo protegía.

Entonces levantó el hueso a lo alto. Invadido por la cólera y también por la calma conjuró el poder, y éste brotó de su puño.

Un relámpago amarillo y cálido impactó en Rahl el Oscuro. Otro, negro y frío, también le dio. Ambos se enroscaron uno alrededor del otro en la cólera desatada del skrin.

Una oleada de total oscuridad recorrió el jardín y, cuando se hubo ido, ya no quedaba ni rastro de los relámpagos, ni de Rahl el Oscuro. El hueso de skrin descansaba, frío, en su mano.

La luz verde que emanaba de la caja brilló con más intensidad, haciendo zumbar el jardín interior. Richard se quitó del cuello la piedra de Lágrimas. La cinta de cuero se desprendió cuando la piedra se volvió negra sobre su palma.

Entonces alzó esa mano. La piedra de Lágrimas voló hacia la luz verde y flotó en ella un momento, girando en el haz. La luz verde se fue apagando a medida que la piedra se hundía en la caja y se iba haciendo más y más transparente, hasta que dejó de existir. La luz verde se desvaneció por completo. El Jardín de la Vida quedó en silencio.

Richard extendió la mano que sostenía el hueso de skrin y nuevamente brotaron de él los relámpagos gemelos, que retumbaron. Ráfagas de luz blanca y cálida así como negra y fría lo envolvieron. Cuando acabó y el silencio volvió a resonar en sus oídos, miró las tres cajas encima del altar.

Todas estaban cerradas.

El joven sabía que era imposible abrirlas sin el libro, y el libro existía únicamente en su cabeza. Las cajas del Destino, la puerta del inframundo, permanecerían cerradas para siempre.

Entonces oyó un chasquido metálico, sintió algo que le rozaba el cuello y caía al suelo.

Bajó la vista y vio el collar, el rada’han, a sus pies. Se le había desprendido. Era libre.

También el dolor había desaparecido. El joven se palpó el pecho. La cicatriz ya no estaba. Richard se quedó de piedra. No estaba seguro de lo que acababa de ocurrir. No tenía ni idea de cómo lo había hecho.

Había acabado.

Para él todo había acabado.

Ese mismo día Kahlan moriría.

Pero de repente echó a correr. El día aún no había acabado.

Al cruzar las puertas del Jardín de la Vida las cinco mord-sith lo rodearon. Pero Richard siguió corriendo. En el pasillo siguiente un sudoroso y sucio general Trimack esperaba con cientos de hombres, todos de aspecto tan sombrío como el suyo. Muchos se veían cubiertos de sangre.

Hasta donde le alcanzaba la vista, todos los soldados que ocupaban el humeante corredor cayeron de rodillas y se llevaron un puño al corazón, creando un tremendo estrépito. El general se puso de pie. Mientras daba tres pasos hacia Richard, Cara se colocó delante del joven para protegerlo.

— ¡Apártate, mujer!

Cara no se movió.

— Nadie toca a lord Rahl.

— Yo quiero protegerlo tanto como…

— Basta ya. Callad los dos.

Cara se relajó y se hizo a un lado. El general Trimack agarró a Richard por los hombros.

— Lord Rahl, lo habéis conseguido. Habéis tardado, pero lo habéis conseguido.

— ¿Conseguido qué? ¿Y qué quieres decir con que he tardado?

El soldado enarcó las cejas.

— Habéis estado allí dentro la mayor parte del día.

Richard sintió que se quedaba sin respiración.

— ¿Qué?

— Resistimos ferozmente durante horas pero nos estaban obligando a retroceder. Nos superaban en diez o quince a uno. Pero entonces lanzasteis el rayo. Jamás había visto nada igual.

»El mago Zorander me dijo que el palacio es un enorme encantamiento dibujado en el suelo de la meseta, destinado a salvaguardar y aumentar el poder de lord Rahl. No lo hubiera creído de no haberlo visto con mis propios ojos. Todo el palacio cobró vida con ese rayo; recorrió todas las paredes.

»Todos esos generales renegados leales a Rahl el Oscuro fueron abatidos por el rayo. Y también las tropas rebeldes que seguían luchando fueron eliminadas. Pero los soldados que depusieron las armas y se unieron a nosotros no sufrieron ningún daño.

Richard no supo qué decir.

— Me alegro, general, pero no puedo atribuirme el mérito. Yo estuve allí dentro todo el tiempo. Ni siquiera estoy seguro de lo que hice allí y mucho menos de lo que ha pasado fuera.

— Nosotros somos el acero contra acero. Vos hicisteis vuestra parte, lord Rahl; fuisteis la magia contra magia. Todos nos sentimos orgullosos de vos. —El general dio a Richard una palmada en el hombro—. Sea lo que sea lo que hicierais, escogisteis bien.

Richard se llevó los dedos a la frente, tratando de pensar.

— ¿Qué hora es?

— Como ya he dicho, os habéis pasado casi todo el día dentro, mientras nosotros luchábamos aquí fuera. No falta mucho para el atardecer.

— Tengo que irme —declaró Richard, apretándose el pecho.

Echó a correr, seguido por todos. Muy pronto se perdió en la maraña de enormes corredores. Se detuvo deslizándose sobre el resbaladizo suelo de mármol y se volvió hacia Cara, que corría a su lado.

— ¿Por dónde?

— ¿Adónde vais?

— A la salida. Por el camino más rápido.

— ¡Seguidnos, lord Rahl!

Richard echó a correr detrás de las cinco mord-sith. Lo seguía lo que parecía todo el ejército de palacio. El estrépito de todas las armaduras y las botas resonaba en las paredes y en los altos techos. Columnas, arcos, escaleras, patios de oración y cruces de pasillos desfilaban veloces a ambos lados. Corrían y corrían sin descanso.

Casi una hora más tarde, cuando al fin cruzó la puerta situada entre las colosales columnas y salió al exterior, estaba agotado. Tras él salieron los soldados. Richard bajó los escalones de cuatro en cuatro.

Encontró a Escarlata tumbada de lado en la nieve. Sus relucientes escamas rojas subían y bajaban al ritmo de su forzada respiración.

— ¡Escarlata! ¡Estás viva! —Richard le frotó el hocico—. Estaba muy preocupado por ti.

— Richard, ya veo que has logrado sobrevivir. No debe de haber sido tan difícil como creías. —Escarlata trató de sonreír al modo de un dragón, pero no pudo—. Lo siento, amigo mío. No puedo volar. Tengo un ala herida. Lo he intentado pero, hasta que se cure, me temo que estoy prisionera aquí.

Richard derramó una lágrima sobre su hocico.

— Lo comprendo, amiga mía. Tú me has traído hasta aquí. Has salvado al mundo de los vivos. Eres la heroína más noble que ha dado la historia. ¿Te recuperarás? ¿Podrás volar de nuevo?

Escarlata logró lanzar una débil risa.

— Volveré a volar. Pero todavía tardaré un mes, más o menos. Me repondré. No estoy tan mal como parece.

— Escarlata es mi amiga —dijo Richard a los oficiales—. Ella nos ha salvado a todos. Quiero que le traigáis comida y todo lo que necesite hasta que se recupere. Protegedla del mismo modo que me protegeríais a mí.

Los oficiales se llevaron un puño al corazón.

Richard agarró al general por un brazo.

— Necesito un caballo, uno fuerte. Rápido. Y quiero que me indiques cómo llegar hasta Aydindril.

— ¡Traed un caballo fuerte ahora mismo! —gritó el general a sus hombres—. ¡Tú, ve a buscar un mapa de cómo llegar a Aydindril para lord Rahl!

Los hombres salieron corriendo. Richard se volvió hacia el dragón.

— Lamento mucho que sufras, Escarlata.

La risita de Escarlata retumbó en lo más profundo de su garganta.

— La herida no es tan dolorosa. Mira aquí, a este lado.

La cabeza situada en el extremo del largo cuello lo siguió. Richard dio la vuelta y se quedó atónito al ver un huevo envuelto por la cola del dragón.

Un gran ojo amarillo lo taladró con la mirada.

— Acabo de dar a luz. Por eso estoy tan débil. Ya ves, de todos modos tendría que estar en tierra.

Escarlata lanzó fuego sobre el huevo y lo acarició tiernamente con las garras. Mientras observaba, Richard pensó en lo bella que era la vida y en lo alegre que se sentía de que otros pudieran seguir disfrutando de ella.

Pero no podía quitarse de la mente la visión del hacha que caía. Revivía ese horror una y otra vez. Las manos le temblaban. Podría estar sucediendo en ese mismo momento. Le costaba respirar.

Por fin llegó un soldado corriendo con un mapa. Lo extendió y señaló en él.

— Mirad, lord Rahl, aquí está Aydindril. Ésta es la ruta más rápida. Pero tardaréis varias semanas.

Richard se metió el mapa en la camisa mientras otro soldado aparecía galopando a lomos de un caballo. Richard recogió la mochila y el arco de la nieve, donde habían caído en el aterrizaje forzoso.

El general Trimack aguantó las riendas del musculoso caballo mientras Richard rápidamente sujetaba sus pertenencias a la silla.

— Tenéis provisiones en las alforjas, lord Rahl. ¿Cuándo regresaréis?

Richard tenía la mente nublada; los pensamientos se le agolpaban. Lo único que veía era el hacha que caía.

— No lo sé. —Montó de un salto—. Cuando pueda. Hasta entonces, te dejo al mando. Continuad custodiando el Jardín de la Vida; que nadie entre.

— Buen viaje, lord Rahl. Nuestros corazones están con vos.

Los puños golpearon los pechos mientras Richard espoleaba al fuerte caballo y cruzaba a todo galope las puertas.


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