11

El día amaneció gris, y soplaba un viento helado mientras ambos se encaminaban solos hacia la llanura. Richard quería alejarse de la gente y de las casas, quería ver el cielo y la tierra, había dicho. Fuertes rachas de viento doblaban la hierba marrón y agitaban sus capas. Caminaban en silencio. Richard quería disparar con el arco para hacer desaparecer el dolor de cabeza un rato, y Kahlan sólo deseaba estar junto a él.

Era como si la eternidad, que sólo unos días antes les había pertenecido, se le estuviera escapando entre los dedos. Por mucho que quisiera luchar contra ello, no sabía cómo. Todo iba bien y, de pronto, ya no era así.

Kahlan no creía que Richard aceptara ponerse el rada’han por mucho que trataran de persuadirlo las Hermanas. Tal vez accediera a aprender a usar el don, pero jamás se pondría de nuevo un collar. Y, en ese caso, moriría. Después de todo lo que le había contado y, sobre todo, lo que había callado, que era lo peor, ¿cómo esperar que se lo pusiera?

No obstante, era agradable alejarse de la aldea, de la gente y de los ojos de Chandalen, que los seguían por todas partes. ¿Cómo culparlo? Realmente era como si ellos dos no causaran más que problemas, pero le irritaba que el cazador creyera que lo hacían a propósito. Bueno, al menos por un día no causarían problema alguno y podrían disfrutar simplemente del hecho de estar juntos.

Kahlan le había dicho a Richard que ella antes disparaba con arco. Como el de él era demasiado pesado para la joven, Richard la animó a que pidiera uno prestado a fin de enseñarle a mejorar su técnica. Los blancos de hierba que habían colocado el día anterior seguían allí, como un grupo de espantapájaros que vigilase la vasta y llana pradera. Algunos tenían incluso bolas de hierba a modo de cabeza, y todos una «X» de hierba para marcar el centro de la diana. Los blancos con cabeza tenían asimismo una «X». A Richard le pareció que las «X» eran demasiado grandes y las sustituyó por otras formadas simplemente con tallos.

Luego, se colocaron tan lejos de los blancos que Kahlan apenas podía verlos, y mucho menos las «X». Richard se puso un sencillo brazalete de cuero que le había regalado Savidlin, junto con el arco, y disparó flechas hasta que el dolor de cabeza se esfumó.

El joven ofrecía una estampa de calma y soltura; él y el arco formaban una unidad. Kahlan sonrió al verlo tan atractivo y al pensar que era su hombre. El corazón le latía de júbilo al contemplar cómo los ojos grises de Richard chispeaban, sin reflejar dolor. Cuando le llegó el turno a ella, se aproximaron a los blancos.

— ¿No quieres comprobar dónde han ido a dar las flechas?

— Sé dónde han dado —replicó él, con una sonrisa—. Vamos, te toca a ti.

Kahlan disparó unas cuantas flechas y poco a poco fue recordando cómo se hacía. Richard la miraba. Había colocado un extremo del arco en el suelo y se apoyaba sobre el otro con ambas manos. Kahlan no disparaba desde que era niña. Richard esperó a que disparara unas flechas más antes de colocarse detrás de ella, rodearla con sus brazos, cambiar la posición de su mano en el arco y colocar sus propios dedos sobre la cuerda.

— Mira. Ponlos así. Si sostienes el arco con el pulgar y el nudillo del dedo índice, nunca tendrás la potencia ni la firmeza suficientes. Tira de la cuerda hacia atrás con los tres primeros dedos, así, ¿ves?, encajando el arco entre los dos primeros. Y tira también con el hombro. Olvídate de la flecha y concéntrate en sostener atrás la cuerda. La flecha ya hará por sí sola lo que tenga que hacer. ¿Lo ves? ¿No es mucho mejor así?

— Mucho mejor, con tus brazos rodeándome —contestó Kahlan, sonriendo.

— Presta atención a lo que estás haciendo —la riñó él.

Kahlan apuntó y disparó. Richard la felicitó y le dijo que siguiera probando. Kahlan disparó unas cuantas flechas más y le pareció que una vez incluso daba en el blanco de hierba. Una vez más estiró la cuerda hacia atrás, tratando de mantener el arco firme. De pronto, Richard le hizo cosquillas en la barriga. La mujer se dobló sobre sí misma, chillando y riendo, mientras trataba de desembarazarse de los dedos de Richard.

— ¡Para ya! —Kahlan reía entrecortadamente, mientras trataba de zafarse de él—. ¡Para ya, Richard! No puedo disparar si me haces cosquillas.

— Pues tienes que poder —afirmó él, poniéndose en jarras.

— ¿Qué quieres decir? —inquirió ella, ceñuda.

— No sólo debes ser capaz de dar en el blanco, sino también debes ser capaz de disparar en cualquier circunstancia. Si no puedes disparar mientras ríes, ¿cómo esperas disparar cuando estés asustada? Piensa que sólo existís tú y el blanco; nada más. Tienes que ser capaz de dejar de lado todo lo demás.

»Si un jabalí carga contra ti, no puedes pensar en tu miedo o en lo que ocurrirá si fallas. Debes ser capaz de disparar estando bajo presión. O, si no, procura tener un árbol cerca al que trepar.

— Pero, Richard, tú puedes hacerlo porque tienes el don. Yo no.

— Tonterías. El don no tiene nada que ver con esto. Es una simple cuestión de concentración. Mira, te enseñaré cómo. Pon una flecha en el arco.

De nuevo, Richard se colocó detrás de ella, le apartó el pelo de la nuca, se le acercó más y, mirando por encima del hombro de Kahlan, le fue susurrando al oído mientras ella estiraba la cuerda del arco. Le susurraba qué debía sentir, cómo respirar, dónde mirar y qué ver. Hablaba de un modo que las palabras se disolvían en la nada y conjuraban imágenes en la mente de Kahlan. Sólo existían tres cosas: el arco, el blanco y las palabras de Richard. Kahlan se hallaba en un mundo de silencio.

Cuando todo lo demás dejó de existir, el blanco pareció agrandarse y atraer la flecha hacia él. Gracias a las palabras de Richard lo sentía, y hacía cosas sin comprenderlas. Kahlan se relajó y soltó aire, tras lo cual se mantuvo quieta sin respirar. Ahora lo sentía; sentía el blanco. Supo cuándo era el momento de disparar para acertar.

Con la misma ligereza que un soplo de aire, la flecha salió del arco como por voluntad propia. En la quietud, la mujer vio cómo las plumas de la flecha abandonaban el arco y sintió cómo la cuerda golpeaba el brazalete, oyó el sonido que hacía la flecha al surcar el aire y también cómo daba en la «X». Luego, sus pulmones volvieron a llenarse de aire.

Era una sensación similar a cuando liberaba su poder de Confesora. Era magia; la magia de Richard. Sus palabras eran magia. Era como tener una nueva visión.

Kahlan se sintió como si despertara de un sueño. De pronto, el mundo volvía a existir, y ella casi se dio de bruces contra él.

Entonces dio media vuelta y lanzó sus brazos al cuello de Richard, sin dejar de sostener el arco en una mano.

— Richard, ha sido fantástico. ¡El blanco vino a mí!

— ¿Ves? Ya te dije que podías hacerlo.

Kahlan le plantó un beso en la nariz.

— No he sido yo, sino tú. Yo sólo aguantaba el arco.

— No es cierto. Has sido tú. Yo sólo he mostrado a tu mente el modo de hacerlo. Eso es enseñar. Simplemente te estaba enseñando. Hazlo otra vez.

Kahlan había vivido alrededor de magos toda su vida, por lo que sabía cómo hacían las cosas. Richard se había comportado como un mago y le hablaba como tal. Era el don el que hablaba, aunque él se negara a admitirlo.

La mujer fue disparando más flechas, y Richard hablando cada vez menos. Sin sus palabras que la guiaran, era más difícil recuperar esa sensación, pero de vez en cuando lo lograba. Kahlan notaba cuándo lo hacía ella sola, sin su ayuda. Era como él le había dicho: una especie de concentración al máximo.

A medida que Kahlan fue aprendiendo a aislarse del resto del mundo, Richard empezó a hacer cosas para distraerla. Al principio únicamente le frotaba el estómago, lo cual la hacía sonreír, hasta que Richard le dijo que se olvidara de lo que le estaba haciendo y pensara sólo en lo que debía hacer. Tras unas cuantas horas de práctica, Kahlan era capaz de disparar mientras él le hacía cosquillas. A veces. Resultaba de lo más excitante sentir dónde debía ir la flecha. No le salía siempre bien, ni mucho menos, pero cuando sucedía era maravilloso. Y creaba adicción.

— Es magia —dijo Kahlan—. Lo que estás haciendo es magia.

— No, no lo es. Todo el mundo puede hacerlo, incluso los hombres de Chandalen cada vez que disparan. Cualquier arquero medianamente bueno lo hace. Es tu propia mente la que lo consigue; yo sólo le he enseñado cómo. Si hubieras practicado sola el tiempo suficiente, tú misma lo habrías aprendido a hacer sin mi ayuda. El hecho de que no sepas cómo se hace algo no significa que sea magia.

— No estoy tan segura —replicó la mujer, mirándolo de soslayo—. Vamos, ahora tú. Trata de disparar mientras te hago cosquillas.

— Primero comeremos algo. Y tienes que practicar más.

Allanaron un círculo de hierba como si fuera un nido, se tumbaron de espaldas y contemplaron el vuelo de los pájaros mientras comían pan de tava enrollado alrededor de verdura, puñados de kuru y bebían agua de un odre. La hierba de alrededor los protegía muy poco del frío viento. Kahlan recostó la cabeza en el hombro de Richard, y ambos contemplaron el cielo en silencio. La mujer era consciente de que ambos estaban preguntándose qué debían hacer. Richard fue el primero en hablar.

— Quizá podría volver a compartimentar mi mente para controlar los dolores de cabeza. Según Rahl el Oscuro, eso fue lo que hice.

— ¿Hablaste con él? ¿Hablaste con Rahl el Oscuro?

— Sí. Bueno, de hecho fue él quien habló conmigo. Me dijo muchas cosas, aunque no me las creo todas. Me dijo que George Cypher no era mi padre, que había compartimentado mi mente y que poseo el don. También me dijo que había sido traicionado. Como Shota me había vaticinado que tanto tú como Zedd usaríais contra mí vuestra magia, creí que uno de vosotros me había traicionado. Nunca pensé que pudiera ser mi hermano.

»Tal vez podría hallar el modo de dividir de nuevo mi mente y así controlar los dolores de cabeza para que no acaben matándome. Tal vez eso es lo que enseñan las Hermanas. Ya lo hice una vez y puedo repetirlo. Quizá podría salvarme sin…

Él mismo se interrumpió y se cubrió los ojos con un brazo.

— Kahlan, quizá no poseo el don. Tal vez me limité a usar la Primera Norma de un mago.

— ¿Qué quieres decir?

— Zedd nos dijo que la mayoría de la gente cree en cosas equivocadas. La Primera Norma dice que la gente está dispuesta a creer cualquier cosa porque quiere que sea verdad o porque teme que pueda ser verdad. Yo temo poseer el don y ese temor me hace aceptar la posibilidad de que quizá las Hermanas dicen la verdad. Es posible que no tenga el don, pero que las Hermanas tengan otras razones para convencerme de lo contrario. Quizá no poseo el don.

— Richard, ¿de verdad crees que puedes borrar de un plumazo todas las cosas que han pasado? Zedd afirmó que tienes el don, Rahl el Oscuro te lo confirmó, y las Hermanas también lo dicen, incluso Escarlata lo sostiene.

— Escarlata habla de cosas que no entiende. No confío en las Hermanas y, en cuanto a Rahl el Oscuro, ¿por qué debería creerme nada de lo que me dijo?

— ¿Y Zedd? ¿Crees que Zedd miente? ¿O que habla de cosas que no entiende? Tú mismo me has dicho que es el hombre más listo que has conocido en tu vida y, además, es un mago de Primera Orden. ¿Realmente piensas que un mago de Primera Orden no reconoce a un poseedor del don cuando lo ve?

— Zedd podría equivocarse. Que sea listo no significa que sea infalible.

Kahlan reflexionó sobre por qué se resistía tanto a aceptar que tenía el don. Ojalá que no lo tuviera, por su propio bien, pero la verdad era incuestionable.

— Richard, cuando estábamos en el Palacio del Pueblo y yo te toqué con mi poder, y todos creímos que mi magia te había tomado, sin saber que habías hallado el modo de que no te afectara, recitaste ante Rahl el Oscuro el Libro de las Sombras Contadas, ¿verdad? —Richard asintió—. No podía dar crédito a mis oídos. ¿Cómo te lo sabías? ¿Cómo te lo llegaste a aprender?

Richard suspiró.

— Cuando era apenas un adolescente, mi padre me llevó al lugar donde lo tenía escondido y me dijo que lo había rescatado de manos de una bestia que lo guardaba para su pérfido amo. Ahora sé que se refería a Rahl el Oscuro, aunque entonces ni él ni yo lo sabíamos. Mi padre me contó que se lo había llevado para evitar que cayera en malas manos.

»Temía que, al final, esa persona diera con él, por lo que me hizo memorizarlo. Palabra por palabra. Me dijo que tenía que aprendérmelo de memoria para, un día, devolver su contenido al custodio del libro. Me costó años aprendérmelo palabra por palabra. Mi padre nunca le echó ni un vistazo, pues decía que eso era cosa mía. Cuando ya me lo sabía perfectamente, quemamos el libro. Nunca olvidaré ese día; mientras ardía salieron de él luz, sonidos y extrañas formas.

— Magia —susurró Kahlan, que reconocía los indicios.

Richard asintió con la cabeza, al tiempo que volvía a cubrirse los ojos con la muñeca.

— Mi padre dio su vida por evitar que el libro cayera en manos de Rahl el Oscuro. Fue un héroe que nos salvó a todos.

Kahlan buscó el mejor modo de expresar con palabras lo que sabía y lo que suponía.

— Zedd nos dijo que guardaba el Libro de las Sombras Contadas en su alcázar. ¿Cómo pudo llegar tu padre hasta él?

— Nunca me lo dijo.

— Richard, yo nací y crecí en Aydindril, y he pasado buena parte de mi vida en el Alcázar del Hechicero. Es una inmensa fortaleza. Hace muchos años, la habitaban cientos de magos aunque, cuando yo era niña, sólo quedaban seis y ninguno de ellos era mago de Primera Orden.

»No es un lugar de fácil acceso. Yo podía entrar, porque soy Confesora y tenía que aprender de los libros que se guardan allí. Todas las Confesoras tenían acceso al alcázar, pero estaba protegido por magia para que nadie más entrara.

— Si me estás preguntando, te repito que no sé cómo lo logró mi padre. Pero era un hombre muy listo y supongo que halló el modo.

— Tal vez, si el libro se guardaba en el mismo alcázar. Tanto magos como Confesoras entraban y salían y, en ocasiones, se permitía el acceso a otras personas. Tal vez alguien podría haber hallado el modo de colarse. Pero, una vez dentro, había áreas especialmente protegidas en las que ni siquiera yo podía entrar.

»Pero recuerda que Zedd dijo que el Libro de las Sombras Contadas era un importante libro de magia, de los más importantes, y que lo guardaba en su alcázar: el alcázar del mago de Primera Orden, lo cual es muy distinto. Es una parte separada del resto del alcázar, que forma parte de éste pero está aislada.

»Muchas veces he caminado por las largas murallas que conducen al Alcázar del Primer Mago, desde donde se disfruta de una impresionante vista de Aydindril. En las murallas sentía ya el formidable poder de los encantamientos que lo guardan. Es un poder tal que se te pone la carne de gallina. Y, si te acercas aún más, el poder de los encantamientos de protección te pone los pelos de punta en todas direcciones, y salta y crepita con pequeñas chispas. Si te sigues acercando, los encantamientos te transmiten tal terror que eres incapaz de dar un paso más ni de respirar.

»Desde que Zedd abandonó la Tierra Central, antes de que yo naciera, nadie ha entrado en el Alcázar del Primer Mago. Los demás magos lo intentaron. Para entrar hay que tocar una placa. Se dice que tocar esa placa es como tocar el mismísimo corazón de hielo del Custodio. Si la magia no te reconoce como alguien a quien le está permitida la entrada, no pasas. Y si tocas esa placa o simplemente entras en el área de influencia de los encantamientos sin contar, al menos, con la protección de tu propia magia, puedes morir.

»Desde que fui a estudiar de niña a Aydindril, los magos han intentado por todos los medios entrar. Deseaban saber qué guardaba. En vista de que el Primer Mago se había marchado, creyeron que debían hacer inventario para, al menos, saber qué contenía.

»Nunca lo lograron. Ninguno de ellos fue capaz siquiera de poner la mano sobre la placa. Richard, si cinco magos de Tercera Orden y uno de Segunda no pudieron entrar, ¿cómo lo logró tu padre?

— Ojalá tuviera la respuesta, Kahlan, pero no la tengo.

La mujer no deseaba truncar sus esperanzas y dar para siempre vida a sus temores, pero tenía que hacerlo. La verdad era la verdad, y Richard debía conocer la verdad sobre sí mismo.

— Richard, el Libro de las Sombras Contadas era un libro de instrucciones mágicas. Era magia.

— De eso no hay duda. Sé qué vi cuando ardió.

— En el Alcázar había otros libros de instrucciones mágicas, aunque de menor importancia —evocó Kahlan, acariciando con un dedo el dorso de la mano de Richard—. Los magos me permitían leerlos. Pero, cuando los leía, siempre llegaba a un punto en que algo extraño pasaba, a veces después de unas pocas palabras, y otras después de unas páginas. Olvidaba lo que acababa de leer y era incapaz de recordar ni una sola palabra. Ni una. Entonces volvía atrás y leía de nuevo, y me ocurría lo mismo.

»Los magos me contemplaban sonriendo, hasta que se echaban a reír. Después de un rato de leer los libros sin enterarme de nada, me frustraba y les preguntaba qué ocurría. Así me explicaron que los libros de instrucciones mágicas están protegidos por poderosos encantamientos que se disparan con determinadas palabras de los libros. Según ellos, sólo los que poseen el don son capaces de leer un libro de instrucciones mágicas y recordarlas. Esos seis magos eran magos por vocación, no porque tuvieran el don, por lo que únicamente podían leer los libros de menos importancia gracias al entrenamiento que habían recibido.

»Zedd nos dijo que el Libro de las Sombras Contadas era uno de los libros más importantes del Alcázar. Tanto, que se guardaba en la residencia del mismísimo Primer Mago.

»Richard, si no tuvieras el don, nunca habrías podido memorizarlo. No hay ninguna otra explicación. De algún modo, tu padre debía de saberlo, y por eso te lo hizo aprender a ti.

Kahlan tenía aún la cabeza recostada en el hombro de Richard, por lo que notó que dejaba de respirar un momento mientras asimilaba la importancia de lo que acababa de decirle.

— Richard, ¿todavía recuerdas el libro?

— Sí. Cada palabra —respondió en tono bajo y distante.

— Yo te oí y sé que lo recitaste entero, pero soy incapaz de recordar ni una sola palabra. La magia que contienen determinadas palabras lo ha borrado de mi mente. ¿Cómo usaste el libro para vencer a Rahl el Oscuro?

— El libro decía que, si las palabras no eran leídas por la persona que controlaba las cajas del Destino, sino que las oía de boca de otro, el único modo de asegurarse de que no mintiera era usando una Confesora. Rahl creyó que me habías tomado con tu poder y que repetía verazmente las palabras del libro. Y lo hice, sólo que omití una parte importante al final para que eligiera la caja que lo mataría.

— ¿Ves? Aún recuerdas las palabras. No podrías hacerlo si no tuvieras el don, pues la magia te lo impediría. Richard, si queremos salir con buen pie de ésta, al menos tenemos que enfrentarnos a la verdad y luego tratar de hallar una solución. Amor mío, tienes el don, tienes magia. Lo siento, pero ésa es la verdad.

Richard lanzó un suspiro de exasperación.

— Supongo que deseaba tanto que no fuese así que he estado tratando de convencerme de que no tengo el don. Pero las cosas no funcionan así. Espero que no me tomes por un estúpido. Gracias por amarme lo suficiente para hacerme ver la verdad.

— No eres ningún estúpido, amor mío. Ya se nos ocurrirá algo. —Kahlan le besó el dorso de la mano mientras ambos contemplaban el cielo en silencio. Era de un frío y oscuro tono gris que hacía juego con su estado de ánimo.

— Ojalá hubieras conocido a mi padre. Era una persona muy especial. Supongo que ni siquiera yo sabía hasta qué punto. Lo echo mucho de menos. —Richard se sumió en sus pensamientos—. ¿Quién fue tu padre? —preguntó.

— Mi padre era simplemente la pareja de mi madre; la pareja de una Confesora —contestó Kahlan, retorciendo un mechón de pelo alrededor de su dedo—. No puede decirse que fuera un padre en el sentido habitual del término. Mi madre lo había tomado con su poder, y ya no quedaba en él nada más que su devoción hacia ella. A mí sólo me hacía caso para complacer a mi madre, sólo porque había sido engendrada por ella. No me veía como a una persona independiente, sino como una prolongación de la Confesora a la que estaba ligado.

Richard arrancó una hierba de largo tallo y alisó el extremo entre los incisivos, mientras pensaba. Al fin preguntó:

— ¿Quién era él antes de que fuera tomado por la Confesora?

— Wyborn Amnell, rey de Galea.

— ¿Rey? ¿Tu padre era un rey? —Richard se incorporó sobre un codo y la miró con expresión de sorpresa.

Sin ser consciente de ello, Kahlan adoptó el gesto de calma exterior que nada dejaba traslucir de sus sentimientos: la cara de Confesora.

— Mi padre era la pareja de una Confesora, nada más. Cuando mi madre yacía en su lecho de muerte debido a una enfermedad que la consumía, él estaba en un permanente estado de pánico. Un día, el mago y el sanador que la atendían nos dijeron que no podían hacer nada más y que los espíritus pronto se la llevarían consigo para pasar a mejor vida.

»Lanzando un gemido de angustia que ninguno de nosotros había oído nunca, mi padre se agarró el pecho y se desplomó, muerto.

— Lo siento, Kahlan. Lo siento mucho —susurró Richard, mirándola intensamente a los ojos. Acto seguido se inclinó y le besó la frente. Entonces volvió a tumbarse de espaldas y se colocó el tallo de hierba entre los dientes.

— Fue hace mucho tiempo.

— ¿Y en qué te convierte eso entonces? ¿Eres una princesa, una reina o algo así?

La pregunta la hizo reír. Todo eso debía de resultarle muy extraño a Richard; todavía conocía muy poco de su vida y de su mundo.

— No. Soy la Madre Confesora. La hija de una Confesora es siempre Confesora, y no la hija de su padre. —Kahlan se sintió mal al menospreciar así la figura paterna. No había sido culpa de Wyborn Amnell que su madre lo hubiera elegido como pareja—. ¿Quieres saber algo sobre él?

— Pues claro. También eres parte de él y me gustaría saberlo todo sobre ti.

Kahlan se quedó un momento pensativa, tratando de prever cuál sería su reacción.

— Bueno, cuando mi madre lo eligió, mi padre era el esposo de la reina Bernadine.

— ¿Tu madre eligió a un hombre que ya estaba casado?

Kahlan sintió la mirada de Richard posada en ella.

— No es lo que parece —explicó—. El matrimonio entre Wyborn y Bernadine fue concertado. Wyborn era un gran guerrero y un magnífico comandante. Por su matrimonio, se unieron ambos reinos para formar Galea. Wyborn accedió por el bien de su pueblo, para crear un país unido bajo un solo trono que pudiera hacer frente a vecinos hostiles.

»La reina era una mujer sabia y respetaba a un líder. Si se casó con mi padre fue únicamente pensando en el bien de Galea. Ella y mi padre no se amaban. Wyborn le dio a ella, y al pueblo de Galea, una hija fuerte y hermosa, Cyrilla, y luego un hijo, Harold.

— ¿Entonces tienes un hermanastro y una hermanastra?

— En cierto modo sí, pero no es lo que te imaginas. Yo soy una Confesora, no un miembro de la familia real. Conozco a Cyrilla y a Harold, y ambos son excelentes personas. La reina Bernadine murió hace unos pocos años, y ahora Cyrilla reina en Galea, mientras que el príncipe Harold es el comandante del ejército, como lo era su padre. Ellos no me consideran de la familia, ni yo tampoco a ellos. Yo pertenezco a las Confesoras, a la magia.

— ¿Qué pasó con tu madre? ¿Por qué lo eligió?

— Acababa de convertirse en la Madre Confesora y buscaba una pareja fuerte, alguien que le diera una hija poderosa. Había oído rumores de que la reina no era feliz en su matrimonio, por lo que fue a hablar con ella. La reina Bernadine confesó a mi madre que no amaba a su marido y que tenía un amante. No obstante, aunque quería a otro, respetaba a Wyborn por ser un hombre fuerte, un líder y un astuto guerrero, por lo que no podía aprobar que mi madre lo tomara.

»Mientras mi madre reflexionaba sobre qué hacer, Wyborn pilló a la reina en la cama con su amante, y casi la mató. Cuando mi madre se enteró de lo ocurrido, regresó a Galea y solucionó los problemas de todo el mundo antes de que el rey añadiera a la paliza propinada a su esposa el asesinato de su amante. Una Confesora debe temer muchas cosas, pero que su marido le pegue no es una de ellas.

— Debe de ser duro elegir una pareja a la que no se ama.

— En toda mi vida nunca creí que podría estar al lado de alguien a quien amara. Ojalá mi madre hubiera conocido esta dicha. —Kahlan sonrió y apretó la cabeza contra él.

— ¿Qué tal padre era?

— Era un extraño para mí. No sentía nada por nadie, excepto por mi madre; no tenía ningún otro sentimiento que su devoción hacia ella. Ella deseaba que Wyborn pasara tiempo conmigo para que me enseñara lo que sabía, y él lo hacía encantado, pero sólo por complacerla a ella.

»Me enseñó todo lo que sabía: el arte de la guerra. Me instruyó en las tácticas de sus enemigos, en el modo de vencer a un ejército más numeroso y confiado y, sobre todo, en cómo sobrevivir y vencer usando la cabeza y no las normas. A veces, mi madre asistía a las lecciones, y él solía mirarla y preguntarle si me estaba enseñando correctamente. Ella le respondía que sí. Quería que me transmitiera el arte de la guerra para ser capaz de sobrevivir, aunque confiaba en que nunca necesitaría aplicar esos conocimientos.

»Mi padre me enseñó que la cualidad más importante de un guerrero es la falta de piedad. Me dijo que él muchas veces había vencido mostrándose implacable, que el terror aplastaba la razón y que la labor de un líder era infundir terror al enemigo.

»Gracias a las cosas que me enseñó, pude sobrevivir cuando las demás Confesoras murieron. Gracias a lo que me enseñó, pude matar cuando tuve que hacerlo. Él me enseñó a no tener miedo de hacer lo necesario para sobrevivir. Por lo que me enseñó, lo amo y lo odio.

— Yo le estoy muy agradecido, pues gracias a él ahora puedes estar aquí conmigo.

Kahlan sacudió ligeramente la cabeza mientras contemplaba un pajarillo que ahuyentaba a un cuervo.

— El horror no son las cosas que me enseñó, sino quienes te obligan a hacerlas para sobrevivir. Él nunca libró una guerra injusta. No debería reprocharle que supiera cómo vencer cuando no le quedaba más remedio que luchar. Richard, quizá ya es hora de que empecemos a pensar en cómo sobrevivir.

— Tienes razón —dijo él, pasándole un brazo alrededor—. ¿Sabes? Estaba pensando en que estamos aquí sentados, como dos blancos que esperan a que les dé una flecha, aguardando a ver qué nos pasa.

— ¿Qué crees que deberíamos hacer?

— No lo sé. Pero, si nos quedamos de brazos cruzados, más pronto o más tarde las Hermanas regresarán. ¿Por qué esperar a que vengan a buscarnos? No tengo las respuestas, pero no veo cómo va a ayudarnos no hacer nada.

Kahlan cruzó los brazos bajo los pechos y colocó las manos bajo las axilas para calentarlas.

— ¿Zedd?

— Sí. Si Zedd no sabe qué hacer, entonces nadie lo sabe. Creo que debemos ir a verlo.

— ¿Y qué me dices de los dolores de cabeza? ¿Y si te cogen cuando estamos viajando? ¿Y si empeoran y ni siquiera tienes cerca a Nissel para que te ayude?

— No lo sé —repuso Richard, lanzando un susurro—. Pero deberíamos intentarlo. Es nuestra única oportunidad.

— Pues pongámonos enseguida en marcha, antes de que empeoren. No demos tiempo a que pase nada más.

El joven le apretó los hombros, mientras replicaba:

— Pronto nos marcharemos. Pero antes debemos hacer algo muy importante.

— ¿El qué? —Kahlan retorció la cabeza para mirarlo.

— Casarnos —contestó él, risueño—. No pienso irme de aquí hasta ver ese vestido del que tanto he oído hablar.

Kahlan se volvió y lo abrazó.

— Oh, Richard, será precioso. Weselan no deja de sonreír mientras lo cose. Me muero de ganas de que me lo veas puesto. Sé que te encantará.

— De eso no tengo duda alguna, mi futura esposa.

— Todo el mundo lo espera. Para la gente barro un banquete de boda es un gran acontecimiento; hay música, baile y actores. Toda la aldea participa. Weselan me dijo que les costaría una o dos semanas prepararlo todo, desde que les avisemos.

— Pues por mí ya pueden ir empezando. —Richard atrajo a su amada hacia sí.

Aunque Kahlan tenía los ojos cerrados mientras la besaba, se dio cuenta de que el dolor de cabeza había regresado.

— Vamos —dijo, tratando de recuperar el aliento—, disparemos algunas flechas más para que se te pase el dolor.

Durante un rato dispararon por turnos. Kahlan lanzó un grito de júbilo cuando fueron a recuperar las flechas y comprobaron que una de las suyas había partido por la mitad una de las de Richard.

— ¡Espera a que los guardias de Aydindril se enteren de esto! Se pondrán verdes cuando tengan que dar a la Madre Confesora un lazo por partir una flecha. Es posible que se pongan verdes sólo de verme con un arco en la mano.

Richard se echó a reír mientras arrancaba flechas de los blancos.

— Bueno, será mejor que sigas practicando. Es muy posible que no te crean, y que tengas que demostrárselo. Por cierto, tendrás que explicarle tú a Savidlin que has destrozado una de sus flechas. —De pronto, se volvió hacia ella y le preguntó—: ¿Qué dijiste anoche sobre la cuadrilla? ¿Que Rahl los envió con un hechizo para que Zedd no pudiera detenerlos?

Kahlan se sintió un tanto desconcertada ante este brusco cambio de tema.

— Sí, su magia no funcionaba contra ellos.

— Eso es porque Zedd sólo posee Magia de Suma. Cualquier mago con el don únicamente posee la de Suma. Además de ésa, Rahl el Oscuro aprendió de algún modo a usar la Magia de Resta. Y contra ella, Zedd no tenía defensa. Y tú tampoco. La magia de las Confesoras fue creada por los magos, y los magos solamente poseen Magia de Suma. —Kahlan lo animó a continuar con una inclinación de cabeza—. Así pues, ¿cómo los mataste?

— Invoqué el Con Dar. Es parte de mi magia de Confesora, aunque nunca antes había sabido cómo usarla. Tiene algo que ver con la ira; significa Cólera de Sangre.

— Kahlan, ¿te das cuenta de lo que estás diciendo? Debes de tener Magia de Resta, pues, de otro modo, no podrías haberlos vencido. Ni la magia de Zedd ni la tuya habitual funcionaban, porque los hombres de la cuadrilla estaban inmunizados contra la Magia de Suma. Debes de tener Magia de Resta. Pero, si tu magia de Confesora fue creada por los magos en tiempos remotos, ¿cómo es posible que contenga un elemento de resta?

— No lo sé —repuso Kahlan, mirándolo con fijeza—. No se me había ocurrido, pero supongo que es como dices. Tal vez Zedd nos lo pueda explicar cuando lleguemos a Aydindril.

Richard frunció el entrecejo y arrancó otra flecha del blanco de hierba.

— Es posible —dijo—. Pero, ¿por qué tendrían Magia de Resta las Confesoras? —El ceño se hizo más profundo—. Me pregunto si eso fue lo que hiciste con el rayo.

Richard con el don y ella con Magia de Resta; dos ideas aterradoras. Kahlan se estremeció, pero no de frío.

Siguieron disparando el resto de la tarde hasta que la luz del día empezó a menguar. A Kahlan le dolían los hombros y los brazos de tanto estirar la cuerda del arco, por lo que se declaró incapaz de disparar ni una sola flecha más aunque en ello le fuera la vida. No obstante, lo animó a que él disparara unas cuantas más antes de emprender el regreso, para que se librara del dolor de cabeza un rato. Mientras lo miraba disparar recordó que no había probado de distraerlo mientras tiraba, y que Richard había prometido que la dejaría intentarlo.

— Es hora de comprobar si eres tan bueno como te crees —dijo la mujer, colocándose detrás de él, a muy poca distancia.

Cuando estiró la cuerda del arco, Kahlan le hizo cosquillas en las costillas. El joven ni se inmutó, sino que disparó como las veces anteriores. No obstante, una vez que la flecha salió volando, sí que rió y se retorció. Kahlan siguió intentándolo, pero fue incapaz de distraerlo. Eso la acabó de decidir; si las cosquillas no funcionaban, tendría que probar con otra cosa.

La mujer se le apretó contra la espalda, mientras Richard se concentraba en apuntar, y con suavidad le fue desabrochando los tres primeros botones de la camisa. Entonces introdujo una mano dentro y le acarició el pecho. Richard tenía un pecho musculoso, cálido, fuerte, duro y muy agradable al tacto.

Desabrochó más botones para ampliar el área de exploración. Con una mano, le palpó el estómago, mientras que con la otra le acariciaba el pelo de la nuca. Richard continuó disparando.

Mientras le besaba la nuca, Kahlan empezó a olvidar que se trataba de distraerlo. Él se rió e inclinó los hombros sólo después de disparar la flecha. Inmediatamente colocó otra flecha en el arco. Kahlan ya le había desabrochado todos los botones y le palpaba todo el torso, hasta la cintura. Entonces le sacó de los pantalones los faldones de la camisa y le acarició el cuerpo con ambas manos, con una la parte superior y con la otra la inferior. Pero eso no impidió que Richard hiciera diana. Kahlan era incapaz de romper su concentración. Su respiración se hizo entrecortada.

Estaba decidida a ganar ese juego. Con una sonrisa, se apretó más contra él y bajó más las manos.

— ¡Kahlan! —dijo Richard, jadeando—. ¡Kahlan… esto no es justo! —Aún tenía la cuerda del arco tensa, pero ya no lo sostenía con la misma firmeza. El joven hizo un esfuerzo por concentrarse.

Kahlan le cogió con suavidad el lóbulo de la oreja entre sus dientes y lo besó.

— Dijiste que tenías que ser capaz de disparar en cualquier circunstancia —susurró, mientras deslizaba una mano más abajo de la cintura.

— Kahlan… —Ahora la voz de Richard sonaba aguda y forzada—. No es justo. Estás haciendo trampa.

— En cualquier circunstancia; éstas fueron tus palabras exactas. Tienes que ser capaz de disparar bajo presión. —Kahlan le pasó la lengua por la oreja—. ¿Te parece presión suficiente, amor mío? ¿Puedes disparar ahora?

— Kahlan… —jadeó Richard—. Estás haciendo trampa…

La mujer se rió con risa gutural y apretó. Richard ahogó una exclamación y soltó la cuerda. Por el modo de salir disparada, Kahlan supo que nunca la encontrarían.

— Creo que has fallado —le susurró al oído.

Richard se dio media vuelta sin desasirse de su abrazo y dejó caer el arco. Cuando la abrazó aún tenía la cara colorada.

— No es justo —le susurró al oído, lanzándole su cálido aliento y besándole el lóbulo—. Has hecho trampa.

Kahlan respiraba con dificultad. El joven le apartó el pelo y le rozó el cuello con los labios de un modo que la hizo estremecerse. Encorvó un hombro contra su cara y gimió y rió a la vez mientras el mundo se inclinaba; de pronto se encontró en el suelo, debajo de él. Antes de que los labios de Richard cubrieran los suyos y ella le echara los brazos al cuello, apenas pudo decir un «te quiero». Apenas podía respirar, y tampoco quería.

Justo cuando empezaba a preguntarse cuándo las manos de Richard iban a desquitarse por lo que le había hecho ella, el joven se puso de pie de un salto y desenvainó la espada.

En sus ojos, la pasión había sido reemplazada por la ira. Su expresión reflejaba la cólera de la Espada de la Verdad. El viento se llevó el sonido metálico del acero. Richard tenía la camisa abierta, dejando a la vista el pecho, y jadeaba con furia. Kahlan se incorporó sobre sus codos.

— Richard, ¿qué ocurre?

— Algo se acerca. Ponte detrás de mí. ¡Vamos!

Kahlan se levantó de un salto, agarró rápidamente el arco y lo flechó.

— ¿Algo?

A una cierta distancia percibió cómo la hierba se movía, y no era a causa del viento.


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