— ¿Y bien? —inquirió Richard, ceñudo—. ¿Quiénes son? ¿Qué ha dicho?
— Dicen que son las Hermanas de la Luz —musitó Kahlan, aún conmocionada.
— ¿Y quiénes son esas Hermanas de la Luz? —inquirió Richard, tras una pausa.
Finalmente, la mujer parpadeó y fijó la vista en él.
— No sé mucho sobre ellas. Son un misterio. Creo que deberíamos irnos. Por favor, Richard, vámonos ahora mismo —suplicó Kahlan, aferrándole el brazo con ambas manos.
Richard recorrió con la mirada a los cazadores armados con lanzas hasta posar sus ojos en el Hombre Pájaro.
— Dale las gracias por habernos avisado. Dile que a partir de ahora nos ocupamos nosotros.
El Hombre Pájaro asintió, y después de que él y sus hombres se hubieran marchado, Richard condujo a Kahlan fuera, cogiéndola por el brazo, no sin antes advertir a Savidlin que preferían ir solos. Tras doblar unas cuantas esquinas, Richard la empujó suavemente contra un muro y la sostuvo por la parte superior de los brazos.
— Muy bien, tal vez no sepas mucho sobre ellas, pero sabes algo. Dímelo. No necesito ser capaz de leer los pensamientos para darme cuenta de que sabes algo y estás asustada.
— Tienen algo que ver con los magos, con los poseedores del don.
— ¿A qué te refieres?
Kahlan posó las manos sobre los brazos del joven, imitando su gesto.
— Una vez, cuando viajaba con el mago Giller, nos sentamos a charlar. Hablamos sobre la vida, los sueños y cosas como ésas. Giller era mago por vocación, pero no poseía el don. La ambición de su vida había sido convertirse en mago, y Zedd le enseñó. Pero no lo recordaba. Nadie recordaba a Zedd, ni siquiera el nombre, debido al hechizo que tejió alrededor de todos antes de abandonar la Tierra Central.
»De todos modos, yo le pregunté si alguna vez había deseado poseer el don y no sólo la vocación. Giller sonrió y fantaseó unos minutos sobre ello. Luego, su sonrisa se esfumó, palideció y dijo que no, que no deseaba poseer el don. Yo le pregunté por qué, y él me contestó que, porque si tuviera el don, debería enfrentarse a las Hermanas de la Luz.
»Le pregunté quiénes eran, pero no quiso decirme nada sobre ellas. Dijo que era preferible no mencionar siquiera su nombre en voz alta y me suplicó que cambiara de tema. Todavía recuerdo cuánto me asustó la expresión de su rostro.
— ¿Sabes de dónde vienen?
— Podría decirse que conozco toda la Tierra Central y nunca he oído decir que se las viera en ninguna parte. Y eso que he preguntado.
Richard la dejó ir y se llevó una mano a la cadera. Con la otra mano se estrujó el labio inferior mientras cavilaba. Finalmente, se cruzó de brazos y dio media vuelta.
— El don. Ya estamos otra vez con eso del don. Creí que ya habíamos acabado con esa tontería. ¡Yo no poseo el don!
— Richard, por favor —imploró Kahlan, retorciéndose los dedos—, por favor, vámonos. Si un mago temía a las Hermanas de la Luz… vámonos enseguida de aquí.
— ¿Y si nos siguen? Imagínate que nos atrapan justo cuando estoy fuera de combate, a causa del dolor de cabeza, e indefenso.
— Richard, no sé nada sobre ellas. Pero, si un mago les tenía miedo… ¿Y si ya estamos indefensos ahora?
— Soy el Buscador y ahora no estoy indefenso, pero tal vez más tarde sí lo esté. Prefiero enfrentarme con ellas cuando yo elija. ¡Estoy harto de oír hablar del don! Te repito que no lo tengo y pienso poner fin a esta sandez ahora mismo.
Kahlan inspiró hondo y asintió.
— Muy bien. Supongo que el Buscador y la Madre Confesora no están indefensos.
— Tú no vienes —le dijo Richard, con gesto severo.
— ¿Llevas una cuerda encima?
— No. ¿Por qué? —replicó Richard con extrañeza.
— Porque el único modo de impedirme que vaya contigo es atarme.
— Kahlan, no permitiré que…
— Si crees que voy a darte la oportunidad de echar una mirada a una mujer que pueda gustarte más que yo sin estar yo presente, vas listo.
Richard la miró con una expresión exasperada, tras lo cual se inclinó hacia ella y la besó.
— Muy bien. Pero prométeme que no vamos a tener ninguna «aventura» más.
— Tú di a esas tres mujeres que no posees el don, despáchalas y después sabrás qué es un beso de verdad —repuso ella, risueña.
Cuando llegaron a la casa de los espíritus, el cielo había adoptado una tonalidad azul más oscura. A poca distancia se veían atados tres robustos caballos, con unas sillas distintas a cualquiera que Kahlan hubiese visto, con los fustes anterior y posterior muy altos. Se detuvieron delante de la puerta. El aire era tan frío que sus alientos se evaporaban. Después de intercambiar una sonrisa y un apretón de manos, Richard se aseguró de que podría desenvainar fácilmente la espada, inspiró hondo y empujó la puerta. Kahlan adoptó la cara de Confesora, tal como su madre le había enseñado.
Dentro, la casa de los espíritus estaba iluminada por un pequeño fuego y dos antorchas colocadas en sendos tederos, uno a cada lado del fuego. A un lado se veían las mochilas de Kahlan y Richard. En el aire flotaba el aroma a resina y el de las ramas de pino que siempre ardían en la casa de los espíritus para dar la bienvenida a las almas de los antepasados. La luz de las teas titilaba en los cráneos de los antepasados, expuestas sobre un solitario estante. El suelo de tierra estaba seco, pues Richard había usado ese edificio para enseñar a la gente barro a construir tejados impermeables.
Las tres mujeres aguardaban de pie, muy erguidas, en el centro de la única sala del edificio sin ventanas. Llevaban pesadas capas de lana marrón que casi arrastraban por el suelo, largas faldas de montar de diferentes tonalidades oscuras y apagadas, así como sencillas blusas blancas.
Al verlos, se echaron hacia atrás las capuchas que les ocultaban parcialmente el rostro. La mujer del centro, que era unos centímetros más alta que sus compañeras aunque no llegaba a la estatura de Kahlan, poseía una abundante mata de cabello castaño ondulado. La de la derecha tenía el pelo negro y lacio, que le caía sobre los hombros, y el de la otra era rizado, corto y oscuro con algunos mechones de pelo gris. Todas tenían las manos entrelazadas ante ellas en actitud relajada.
Era lo único relajado en ellas, pues la expresión de sus maduros semblantes hizo pensar a Kahlan en su formidable ama de llaves de Aydindril. Era como si de tanto mostrar ese rostro de autoridad se les hubiera quedado grabado. Kahlan tuvo que mirar dos veces las manos de las desconocidas para asegurarse de que, realmente, estaban vacías; no le hubiera extrañado nada que empuñaran palmetas. Por cómo miraban, no parecían dispuestas a tolerar insolencia alguna.
— ¿Sois los padres de Richard? —preguntó la mujer del centro. Su voz no era tan áspera como había esperado Kahlan, aunque el tono de autoridad era evidente.
Richard las taladró con una mirada tan intensa que podría haberlas obligado a recular un paso. El joven esperó hasta que las mujeres no pudieron sostenérsela sin parpadear antes de contestar:
— No. Yo soy Richard. Mis padres están muertos. Mi madre murió cuando yo era aún niño, y mi padre falleció el verano pasado.
Las tres mujeres intercambiaron miradas de soslayo.
Kahlan vio ira en los ojos de Richard. La espada irradiaba magia dentro de su funda. La Confesora se dio cuenta de que su compañero estaba a un paso de desenvainarla. Por la expresión de sus ojos, era evidente que no vacilaría si esas mujeres cometían un error.
— No es posible —dijo la mujer del centro extrañada—. Pero si tú eres… mayor.
— No tanto como tú —replicó Richard.
La aludida se sonrojó, y sus ojos se iluminaron brevemente con un destello de rabia que rápidamente se apagó.
— No quería llamarte viejo, pero eres mayor de lo que creíamos. Yo soy la hermana Verna Sauventreen.
— Hermana Grace Rendall —se presentó la mujer de pelo negro de la derecha.
— Hermana Elizabeth Myric —añadió la tercera.
— ¿Y tú quién eres, hija mía? —preguntó la hermana Verna a Kahlan con expresión severa.
Kahlan sintió cómo la sangre le hervía en las venas, acaso contagiada por la actitud de Richard. Entre dientes repuso:
— Yo no soy tu hija, sino la Madre Confesora. —Su tono era también de autoridad.
Casi imperceptiblemente, las tres desconocidas se estremecieron. Las tres a una inclinaron levemente la cabeza.
— Pedimos disculpas, Madre Confesora.
La amenaza flotaba aún de manera palpable en la casa de los espíritus. Kahlan se dio cuenta de que tenía los puños apretados y se dijo que, probablemente, era porque esas mujeres representaban una amenaza para Richard. Decidió que ya era hora de que actuara como la Madre Confesora.
— ¿De dónde sois? —inquirió con tono glacial.
— Somos de… venimos de muy lejos.
— En la Tierra Central se saluda a la Madre Confesora inclinando la cabeza e hincando al menos una rodilla —les dijo con una feroz mirada que nada tenía que envidiar a la de Richard. Nunca antes había sentido la necesidad de imponer ese uso.
Las desconocidas se inclinaron hacia atrás al unísono, erguidas. Sus ceños de indignación se hicieron más marcados.
Fue suficiente para que Richard desenvainara la Espada de la Verdad.
En el aire sonó su característico sonido metálico. Richard no dijo nada, sino que se limitó a sostener la espada con ambas manos. Kahlan vio que tenía que hacer esfuerzos para contenerse. La magia de la Espada de la Verdad danzaba peligrosamente en sus ojos. La Confesora se alegró de que la ira del Buscador no estuviera dirigida contra ella; pues era aterradora. Pero las hermanas no parecían tan asustadas como hubiera sido de suponer, aunque se volvieron hacia ella y, todas juntas, hincaron una rodilla en el suelo e inclinaron de nuevo la cabeza.
— Perdonadnos, Madre Confesora —dijo la hermana Grace—. No conocemos vuestras costumbres. No pretendíamos ofenderos.
Kahlan esperó un tiempo prudencial, al que añadió unos largos segundos antes de decir:
— Levantaos, hijas mías.
De nuevo en pie, las mujeres entrelazaron otra vez las manos al frente. La hermana Verna inspiró hondo antes de hablar.
— No hemos venido a asustarte, Richard. Estamos aquí para ayudarte. Guarda la espada —la última parte la pronunció con un toque de dureza y autoridad.
Pero Richard no se movió.
— Según tengo entendido, decís que habéis venido a por mí y que deje de huir. No he estado huyendo. Soy el Buscador y yo decidiré cuándo guardo la espada.
— ¿El Bu… ¿Eres el Buscador? —gritó casi la hermana Elizabeth.
Las tres mujeres volvieron a intercambiarse miradas.
— ¿Qué es lo que queréis? —preguntó Richard en tono desabrido.
— Richard, no vamos a hacerte daño alguno —replicó la hermana Grace, con impaciencia—. ¿Es que tienes miedo de tres mujeres?
— Me ha tocado aprender a las malas que debo temer incluso a una sola mujer. Ya no tengo escrúpulos en matar a mujeres. Por última vez: decidme qué queréis o esta conversación se habrá acabado.
— Sí, ya veo que has aprendido algunas lecciones —comentó la hermana, mirando brevemente el agiel que Richard llevaba colgado al cuello. Su gesto se dulcificó ligeramente—. Richard, necesitas nuestra ayuda. Estamos aquí porque posees el don.
Richard las miró una a una antes de replicar:
— Os han informado mal. No tengo el don ni quiero tener nada que ver con ese asunto. Lamento que hayáis hecho un viaje tan largo para nada —añadió guardando la espada en su vaina—. A la gente barro no le gustan los forasteros y tienen armas envenenadas que no dudarán en emplear contra vosotras. Les diré que os dejen salir sanas y salvas de sus tierras. Os aconsejo que no pongáis a prueba su tolerancia.
Richard condujo a Kahlan hacia la puerta cogiéndola por el brazo. La mujer sentía la rabia que irradiaba del joven, la cólera que ardía en sus ojos y también algo más: su dolor de cabeza. Era evidente que sufría.
— Los dolores de cabeza van a matarte —afirmó con serenidad la hermana Grace.
Richard se detuvo de golpe. Con la mirada clavada hacia adelante, en la nada, respiraba agitadamente.
— He tenido dolores de cabeza toda mi vida. Ya estoy acostumbrado.
— No como éstos —insistió la hermana Grace—. Lo vemos en tus ojos. Reconocemos los dolores de cabeza provocados por el don; es nuestro trabajo.
— En la aldea hay una curandera excelente que ya se ocupa de ellos. Me ha aliviado mucho, y estoy seguro de que pronto me curará por completo.
— No podrá. Nadie excepto nosotras puede. Si no dejas que te ayudemos, los dolores de cabeza te matarán. Ésta es la razón por la que hemos venido: para ayudarte, no para hacerte mal alguno.
— No tenéis que preocuparos por mí. —Richard alargó la mano hacia el tirador de la puerta—. Por suerte, no poseo el don. Todo está bajo control. Os deseo un buen viaje de vuelta.
— Richard —susurró Kahlan, poniéndole suavemente una mano sobre el brazo para impedirle que alcanzara el tirador—. Tal vez deberías escucharlas. ¿Qué mal puede hacerte eso? Quizá puedan decirte algo útil para curar esos dolores de cabeza.
— ¡No quiero el don y no quiero tener nada que ver con la magia! La magia no me ha causado más que problemas y dolor. No tengo el don ni lo quiero tener. —De nuevo alargó la mano hacia el tirador.
— Supongo que vas a negar que tus gustos en cuanto a la comida han cambiado de golpe. Yo diría que en estos últimos días —intervino la hermana Grace.
Richard volvió a quedarse helado.
— No es extraño que los gustos sobre la comida cambien.
— ¿Te ha visto alguien dormido?
— ¿Qué?
— Si alguien te ha visto dormir, habrá notado que ahora duermes con los ojos abiertos.
Kahlan sintió una gélida oleada que le puso la carne de gallina. Todo empezaba a encajar: todos los magos tenían unos hábitos alimenticios extraños y peculiares, y dormían con los ojos abiertos, incluso algunos que no poseían el don. En los que sí lo tenían, como Zedd, era más frecuente.
— No duermo con los ojos abiertos. Te equivocas conmigo.
— Richard —musitó Kahlan—, creo que deberías escucharlas. Escucha lo que tienen que decirte.
Richard la miró como si le suplicara que lo ayudara a huir de todo eso, como si le implorara ayuda.
— No duermo con los ojos abiertos, ¿verdad?
— Sí lo haces. Durante meses, mientras tratábamos de detener a Rahl el Oscuro, te he visto dormir muchas veces. Empezaste a dormir con los ojos abiertos, exactamente como Zedd, desde que abandonamos D’Hara.
— ¿Qué queréis de mí? ¿Cómo podéis ayudarme a librarme de los dolores de cabeza? —preguntó Richard a las tres mujeres, aún dándoles la espalda.
— Si quieres que hablemos de ello, tendremos que hacerlo cara a cara, no así. —La hermana Verna usó el mismo tono de voz que emplearía para dirigirse a un niño obstinado—. Tendrás que dirigirte a nosotras como es debido.
Richard no se encontraba con el ánimo propicio para aguantar ese tono de voz. El joven abrió bruscamente la puerta y salió dando un portazo tan fuerte que Kahlan creyó que la puerta iba a salirse de sus goznes, pero aguantó. Se sentía muy abatida por lo que le había dicho a Richard. Él esperaba que ella se pusiera de su lado y no quería escuchar la verdad.
Era una actitud desconcertante en él. Justamente Richard no era de los que eluden la verdad, pero estaba aterrado por algo. Kahlan se volvió hacia las tres mujeres.
— Esto no es ningún juego, Madre Confesora —le dijo la hermana Grace, al tiempo que separaba las manos y las dejaba colgar a ambos lados—. Si rechaza nuestra ayuda, morirá. No le queda mucho tiempo.
Kahlan asintió con la cabeza. Una sensación de vacío y tristeza había reemplazado a la ira que sintiera.
— Iré a hablar con él —dijo en un hilo de voz, apenas perceptible en la gran sala—. Por favor, esperad aquí. Lo traeré de vuelta.
Encontró a Richard sentado en el suelo, recostado contra el corto muro, debajo de donde había arrancado un trozo la noche antes con la espada en el combate contra el aullador. Tenía los codos apoyados en las rodillas, las manos sobre la cabeza y los dedos entrelazados. Cuando Kahlan fue a sentarse a su lado, ni siquiera alzó la vista.
— Te duele mucho, ¿verdad?
El joven asintió. Kahlan arrancó el tallo seco de un hierbajo y lo sostuvo en las manos mientras apoyaba los antebrazos en las rodillas. Como si sus palabras le hubieran recordado algo, Richard sacó algunas hojas del bolsillo de su camisa y se las metió en la boca.
— Richard, ¿de qué tienes miedo? —preguntó Kahlan, arrancando una hojita del tallo.
Richard mascó las hojas un momento antes de levantar la cabeza y recostarla contra el muro.
— ¿Recuerdas cuando apareció el aullador y te dije que había sentido su presencia, y tú me dijiste que seguramente lo había oído? —Kahlan asintió con la cabeza—. Cuando hoy maté al intruso, también sentí su presencia, como con el aullador. Fue lo mismo; una sensación de peligro. No sé cómo, pero en ambos casos presentí el peligro. Sabía que algo malo acechaba, aunque no sabía qué.
— ¿Qué tiene eso que ver con las tres desconocidas?
— Antes de entrar en la casa de los espíritus para hablar con ellas, tuve la misma sensación de peligro. No sé qué significa, pero es la misma sensación. De algún modo sé que esas mujeres van a interponerse entre nosotros.
— Richard, eso no lo sabes. Según ellas, sólo quieren ayudarte.
— Sí lo sé. Del mismo modo que supe que el aullador estaba aquí, o el hombre con la lanza. Esas mujeres representan un peligro para mí.
Kahlan sintió que se le hacía un nudo en la garganta.
— Tú mismo has dicho que esos dolores de cabeza que tienes podrían matarte. Richard, temo por ti.
— Y yo temo la magia. Aborrezco la magia. Odio la magia de la espada. Ojalá pudiera desembarazarme de ella. No puedes ni imaginarte las cosas que he tenido que hacer con ella. No sabes el precio que tuve que pagar para volver la hoja blanca. La magia de Rahl el Oscuro mató a mi padre y me arrebató a mi hermano. La magia ha hecho daño a mucha gente—. El joven lanzó un profundo suspiro, para concluir—: Odio la magia.
— Yo también tengo magia —le recordó Kahlan, suavemente.
— Y casi nos aleja para siempre el uno del otro.
— Pero no lo hizo. Tú encontraste la manera de solucionarlo. Si no hubiese sido por mi magia, tú y yo nunca nos habríamos conocido. La magia también devolvió a Adie su pie, y ha ayudado a mucha más gente —agregó, acariciándole un brazo—. Zedd es un mago; posee el don. ¿Dirías que Zedd es mala persona? Él siempre ha usado el don en bien de los demás.
»Richard, tú también tienes magia. Posees el don. Tú mismo lo has admitido, o casi. Lo usaste para sentir la presencia del aullador. Me salvaste la vida. Lo usaste para sentir la presencia del hombre que iba a matar a Chandalen. También lo salvaste a él.
— Pero yo no quiero tener magia.
— Me parece que estás pensando en el problema y no en la solución. ¿No dices tú siempre que hay que pensar en la solución y no en el problema?
Richard dejó caer la cabeza contra el muro y cerró los ojos.
— ¿Es así como será estar casado contigo? —preguntó, lanzando un suspiro de exasperación—. ¿Te dedicarás a decirme el resto de mi vida lo estúpido que soy?
— ¿Acaso preferirías que te engañara? —replicó ella, risueña.
— Supongo que no. Siento que la cabeza me va a estallar. Quizás eso me impide pensar con claridad.
— Pues vamos a ponerle remedio; vuelve dentro y escucha al menos lo que las hermanas tienen que decirte. Según ellas, quieren ayudarte.
— Lo mismo decía Rahl el Oscuro —replicó Richard, lanzándole una sombría mirada.
— Huir no es la solución. No huiste de Rahl el Oscuro.
— Muy bien —dijo al cabo de un largo instante—. Las escucharé.
Las tres mujeres esperaban donde Kahlan las había dejado. Las tres le dirigieron leves sonrisas de reconocimiento, agradeciéndole que hubiera llevado a Richard de vuelta. Richard y Kahlan se plantaron frente a las tres mujeres.
— Escucharemos lo que tenéis que decirnos sobre mis dolores de cabeza.
— Gracias por tu ayuda, Madre Confesora —dijo la hermana Grace a Kahlan—, pero ahora debemos hablar con Richard a solas.
— Kahlan y yo vamos a casarnos. —Richard logró que la ira que sentía contra las desconocidas no se reflejara en su tono de voz. Las tres hermanas volvieron a intercambiarse miradas; esta vez más serias—. Lo que me digáis también le afecta a ella. Si queréis hablar conmigo, será con ella presente. Los dos o ninguno. Elegid.
Las hermanas se seguían mirando entre sí. Al fin, la hermana Grace se decidió.
— Como quieras —dijo.
— Lo primero que quiero que sepáis es que no me gusta la magia y no estoy convencido de que posea el don. En caso de poseerlo, cosa que no deseo, quiero librarme de él.
— No estamos aquí para complacerte, sino para salvarte la vida. Y el único modo de hacerlo es enseñarte a usar el don. Si no aprendes a controlarlo, te matará.
— Comprendo. Tuve un problema similar con la Espada de la Verdad.
— Lo primero que debes aprender es que, del mismo modo que la Madre Confesora debe ser tratada con deferencia, nosotras también —dijo la hermana Verna—. Ser Hermana de la Luz supone un arduo trabajo, por lo que esperamos ser tratadas con el respeto que nos merecemos. Yo soy la hermana Verna, ella es la hermana Grace y ella la hermana Elizabeth.
Richard las fulminó con la mirada, aunque, al fin, inclinó la cabeza.
— Como desees, hermana Verna. ¿Y quiénes son las Hermanas de la Luz? —inquirió, mirándolas una a una.
— Somos quienes entrenan a los magos; enseñamos a los poseedores del don.
— Vivimos y trabajamos en el Palacio de los Profetas.
— Nunca he oído hablar de un Palacio de los Profetas —intervino Kahlan, mostrando desconfianza—. ¿Dónde está?
— En la ciudad de Tanimura.
— Conozco todas las ciudades de la Tierra Central y nunca he oído hablar de Tanimura.
La hermana Verna sostuvo la mirada de Kahlan un momento.
— Sea como sea, de ahí es de donde venimos.
— ¿Por qué os sorprendió descubrir mi edad?
— Porque es inaudito que alguien con el don, como tú, nos haya pasado inadvertido hasta ahora —explicó la hermana Grace.
— ¿A qué edad suelen atraer vuestra atención?
— Como muy tarde, a los nueve o diez años.
— ¿Por qué creéis que no ha sucedido conmigo?
— Es obvio que, de algún modo, has permanecido oculto.
Kahlan se apercibió de que Richard desempeñaba su papel de Buscador, es decir, buscaba respuestas a sus preguntas antes de darles a ellas nada.
— ¿Entrenasteis vosotras a Zedd?
— ¿A quién?
— A Zeddicus Zu’l Zorander, mago de Primera Orden.
De nuevo, las hermanas se miraron entre sí.
— No conocemos a ningún mago Zorander de la Primera Orden.
— Creí que vuestro trabajo consistía en localizar a los poseedores del don, hermana Verna.
— ¿Conoces tú a ese mago de Primera Orden? —preguntaron ellas, envaradas.
— Yo sí. ¿Por qué vosotras no?
— ¿Es anciano? —Richard asintió con la cabeza—. Tal vez no es contemporáneo nuestro.
— Es posible. —Con un puño en la cadera, Richard se alejó unos cuantos pasos y se detuvo, dándoles la espalda—. ¿Cómo me habéis localizado, hermana Elizabeth?
— Nuestra tarea consiste en localizar a los poseedores del don, a los magos. Aunque estabas oculto, cuando empezaste a usar el don, te encontramos.
— ¿Y qué pasa si yo no quiero ser mago?
— Eso no es asunto nuestro. Nuestra misión es enseñarte a controlar la magia para que sobrevivas, no obligarte a ser mago. Después, puedes hacer lo que desees.
Richard regresó junto a las hermanas y acercó el rostro a la hermana Verna.
— ¿Cómo sabes que tengo el don? —le preguntó.
— Somos Hermanas de la Luz. Nuestra labor es saber.
— Creísteis que era un niño. Creísteis que todavía vivía con mis padres. No sabíais que soy el Buscador y no conocéis al Primer Mago. Yo diría que no sois tan buenas en vuestro trabajo como creéis. Habéis cometido errores. ¿No sería posible que también os equivocarais con respecto a que poseo el don? Vuestros errores no me inspiran confianza. ¿Cómo podéis reclamar respeto, si os equivocáis tanto?
Las tres mujeres se pusieron coloradas. Haciendo un esfuerzo, la hermana Verna controló el tono de voz.
— Richard, nuestro trabajo, nuestra vocación es ayudar a quienes tienen el don. Consagramos nuestra vida a ello. Venimos de muy lejos y todo lo que sabemos lo descubrimos a mucha distancia. No tenemos todas las respuestas. Los errores que hemos cometido no son importantes. Lo importante es que tú tienes el don y que, si no dejas que te ayudemos, morirás.
»La razón por la que ayudamos a los poseedores del don cuando aún son niños y por la que queríamos hablar con tus padres es justamente para evitarnos las dificultades que estamos teniendo ahora. Si hablamos con los padres, les hacemos comprender qué es mejor para sus hijos. A los padres les importa más el bienestar de sus hijos de lo que te importa a ti tu propio bienestar. Enseñar a alguien de tu edad va a ser muy difícil. Los niños aprenden con mayor facilidad.
— ¿Antes de que sean capaces de pensar por sí mismos, hermana Verna? —La mujer se quedó en silencio—. Te lo preguntaré de nuevo: ¿cómo sabéis que tengo el don?
— Cuando uno nace con el don, éste permanece latente y es inofensivo —le explicó la hermana Grace, alisándose su lacio y negro cabello—. Las Hermanas procuramos localizar a los nacidos con el don cuando aún son niños. Poseemos diferentes modos de saber quiénes son; a veces, hacen algo que despierta el don. Digamos que éste evoluciona. Cuando eso ocurre se convierte en una grave amenaza para el niño. Es increíble que nos hayas pasado inadvertido tanto tiempo.
»Una vez que se ha despertado, el poder inicia un imparable proceso de desarrollo. Si su poseedor no lo controla, muere. Esto es lo que te está ocurriendo a ti. Tu caso es extremadamente raro. Para ser honestas, aunque sabemos que ha ocurrido antes, ninguna de nosotras lo ha vivido personalmente. Supongo que en el Palacio de los Profetas se guardan viejos registros de casos como el tuyo, y los consultaremos. Pero eso no cambia lo esencial: posees el don, éste ha despertado y su desarrollo ha empezado.
»Es la primera vez que debemos enseñar a alguien de tu edad, y temo que va a causarnos muchos problemas en el palacio. La enseñanza requiere disciplina, y es obvio que alguien de tu edad tendrá dificultades para acatarla.
— Hermana Grace, te lo preguntaré por última vez: ¿cómo sabéis que tengo el don? —Richard suavizó el tono, pero su mirada era más dura.
La mujer se puso más derecha y soltó un sonoro suspiro, mientras lanzaba una rápida mirada a la hermana Verna.
— Díselo —ordenó.
La hermana Verna asintió con resignación y sacó un pequeño libro negro de debajo del cinturón. Con el entrecejo fruncido, empezó a hojearlo.
— Aunque el don esté latente, quienes lo poseen lo usan de pequeños modos a lo largo de su vida. Es posible que te hayas dado cuenta de que eres capaz de hacer cosas que otros no pueden. El uso de la magia es lo que desencadena el desarrollo del don. Una vez despierta la magia, ya no hay vuelta de hoja. Y tú la has despertado.
La mujer siguió pasando hojas, buscando algo. Al fin, apartó la mirada del libro para posarla en el joven.
— Ah, aquí está. Para despertar el don deben hacerse tres cosas de manera específica. Aunque no comprendemos la naturaleza exacta de estas cosas, comprendemos sus principios generales. Tú has hecho las tres: primero, usar el don para salvar a alguien; segundo, usar el don para salvarte a ti mismo; y, tercero, usar el don para matar a otro poseedor del don. Supongo que te das cuenta de lo difícil que es hacer estas tres cosas y por qué no lo hemos visto antes.
— ¿Y qué dice de mí ese libro?
De nuevo, la mujer posó los ojos en el libro y luego alzó la mirada, enarcando una ceja, para asegurarse de que Richard prestaba atención antes de consultar las páginas en cuestión.
— Primero, usaste el don para salvar la vida de alguien que estaba siendo arrastrado hacia el inframundo, no su cuerpo, sino su mente. Gracias a ti, regresó. Sin ti, hubiera estado perdido. Lo entiendes, ¿verdad? —inquirió, mirándolo.
Kahlan miró a Richard. Ambos lo comprendían. Ella era a quien había salvado.
— En el pino hueco —dijo Kahlan—, la primera noche que pasamos juntos. Tú impediste que el inframundo me atrapara.
— Sí, comprendo —dijo Richard a la hermana Verna.
— En cuanto a salvarte a ti mismo con el don… déjame ver… lo tenía hace un momento. Ah, aquí está. —La mujer dio golpecitos al libro con un dedo y volvió a mirarlo para decir—: Segundo, usaste el don para compartimentar tu mente. ¿Lo entiendes también?
— Sí, lo entiendo —dijo Richard con voz trémula, cerrando los ojos. Kahlan no sabía de qué podían estar hablando.
— Y, tercero, usaste el don para matar a un mago denominado Rahl el Oscuro. ¿Cierto, o no?
— Sí. —Richard abrió de nuevo los ojos—. ¿Cómo sabes todo eso?
— Al hacer determinadas cosas usando magia, una magia específica, has ido dejando un rastro debido a quien eres y debido a que no estás entrenado. Una vez entrenado, tus acciones ya no dejarán rastro alguno, y no podremos detectarte. En el Palacio de los Profetas hay magos capaces de detectar magia.
— Habéis violado mi intimidad, me habéis espiado —la acusó Richard con mirada iracunda—. Y, en cuanto a la tercera condición, no maté exactamente a Rahl el Oscuro. Al menos, no técnicamente.
— Entiendo cómo te sientes —intervino la hermana Grace en tono sereno—. Pero sólo lo hemos hecho para ayudar. Si quieres quedarte aquí plantado para discutir si esas acciones cumplen las tres condiciones, solucionaré tus dudas. Una vez realizadas, se inicia el proceso de convertirse en mago. Tal vez no lo creas, o tal vez prefieras no serlo, pero no hay duda de lo ocurrido. No pretendemos cargarte con ello, sino sólo ayudarte a enfrentarte a los hechos.
— Pero…
— Nada de peros. Cuando la magia se despierta, suceden al menos tres cambios. Primero, se empiezan a tener manías con la comida; quizá tienes antojos de algunas cosas o te repugnan otras que siempre habías comido con gusto. Lo hemos estudiado y no hemos hallado la causa, pero tiene que ver con influencias en el momento en que se despierta el don.
»Segundo, empiezas a dormir con los ojos abiertos, al menos parte del tiempo. Todos los magos lo hacen, incluso los que sólo tienen vocación. Tiene que ver con aprender a usar la magia. Si posees el don, ocurre de modo natural cuando lo usas para cumplir las tres condiciones y, si sólo posees la vocación, es la enseñanza la que lo provoca.
»Y, tercero, los dolores de cabeza. Son letales. La única cura es aprender a controlar la magia. Si no, más pronto o más tarde te matan.
— ¿Cuándo tiempo tengo? ¿Cuánto tiempo viviré si rechazo vuestra ayuda?
— Richard… —Kahlan posó una mano sobre su brazo.
— ¿Cuánto tiempo?
— Se dice que uno vivió con los dolores de cabeza durante unos años antes de morir —contestó la hermana Elizabeth—. Pero también se dice que otro murió a los pocos meses. Creemos que el tiempo del que dispones depende de lo poderoso que sea tu don: cuanto más poderoso, más intensos son los dolores de cabeza y menos tiempo tienes. Es posible que dentro de sólo un mes empiecen a ser tan fuertes que pierdas el conocimiento a ratos.
— Eso ya ha ocurrido —replicó Richard, mirándolas con aire impasible.
Las tres Hermanas abrieron mucho los ojos e intercambiaron de nuevo miradas.
— Emprendimos tu busca antes de que hicieras esas tres cosas. Pero las has hecho las tres desde que abandonamos el palacio —dijo la hermana Verna—. Este libro es mágico; cuando en palacio se escriben mensajes en un libro idéntico a éste, también aparecen escritos aquí. Así es como sabemos qué has hecho. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde que cumpliste la última condición, desde que mataste a ese tal Rahl el Oscuro?
— Tres días. Y dos noches después ya me quedé inconsciente.
— ¡Dos noches! —De nuevo aquella mirada entre las Hermanas.
— ¿Por qué no dejáis de miraros entre vosotras de ese modo? —inquirió Richard, otra vez irritado.
— Porque eres una persona extraordinaria, Richard, en muchos aspectos —replicó la hermana Verna, dulcemente—. Nunca nos habíamos topado con nadie que escondiera tantas sorpresas.
— Estás en lo cierto —intervino Kahlan, enlazando con su brazo la cintura de Richard—; es una persona extraordinaria. Es la persona a la que amo. ¿Qué podéis hacer para ayudarlo? —Kahlan temía que Richard las asustara tanto que no quisieran ayudarlo.
— Debemos seguir unas normas específicas. Son normas inviolables que todos, sin excepción, debemos acatar. Son innegociables. Richard debe ponerse en nuestras manos y acompañarnos al Palacio de los Profetas. Solo —añadió la hermana Grace, con mirada triste.
— ¿Por cuánto tiempo? —inquirió Richard.
El negro cabello de la hermana Grace brillaba a la luz de las antorchas cuando giró la cabeza hacia él.
— Depende de lo deprisa que aprendas. Durará lo que dure, y tendrás que quedarte hasta que termine.
— ¿Podré visitarlo? —preguntó Kahlan, sintiendo un peso en el pecho y el brazo de Richard en su cintura.
— No —respondió la hermana Grace, meneando despacio la cabeza—. Y eso no es todo. —Por un instante, sus ojos se posaron en el agiel; entonces buscó dentro de su capa y sacó un objeto. Era una argolla de metal de apenas cinco dedos de ancho. Aunque parecía una pieza entera, la hermana Grace la abrió en dos semicírculos unidos por una bisagra. Su pálido color plateado reflejó la luz de las llamas. La Hermana sostuvo el collar frente a Richard—. Esto es un rada’han. Es un collar. Debes ponértelo.
Richard retrocedió un paso y apartó la mano de la cintura de Kahlan para llevársela a la garganta. Palideció y abrió mucho los ojos.
— ¿Por qué? —preguntó en un susurro.
— Empiezan las normas. La discusión ha acabado —replicó la hermana Grace. La mujer tenía las manos a ambos lados del cuerpo y sostenía el collar en una de ellas. Sus compañeras fueron a situarse detrás de ella—. Esto no es ningún juego. A partir de este momento, todo debe hacerse según las normas. Escucha atentamente, Richard.
»Tendrás tres oportunidades para aceptar el rada’han; tres oportunidades para aceptar nuestra ayuda. Tres razones justifican la necesidad del rada’han, y cada Hermana te revelará una de ellas. Antes de darte la oportunidad de aceptar o rechazar el collar, cada Hermana te dirá una razón. Después, tú decides.
»Si lo rechazas tres veces, cosa que espero no ocurra, ya no habrá más oportunidades. Ya no tendrás ayuda de las Hermanas de la Luz y morirás por el poder del don.
— ¿Por qué tengo que llevar un collar? —preguntó Richard en un hilo de voz. Aún se agarraba la garganta con una mano.
— Basta de discutir. —La hermana Grace adoptó una actitud severa y autoritaria—. Escucha: debes ponerte tú mismo el rada’han alrededor del cuello, por propia voluntad. Una vez puesto, no podrás quitártelo. Sólo podrá hacerlo una Hermana de la Luz. Lo llevarás hasta que nosotras digamos, que será cuando finalice tu entrenamiento. Ni un segundo antes.
Richard respiraba de forma forzada y entrecortada. Tenía los ojos fijos en el collar con una mirada extraña, salvaje y atormentada que Kahlan nunca le había visto. Se quedó helada al ver su terror, y al sentir ella misma ese terror.
— Ésta es tu primera oportunidad; cada Hermana te ofrecerá una —dijo la hermana Grace, mirando al joven con intensidad.
»Yo, Hermana de la Luz Grace Rendall, te daré la primera razón para llevar el rada’han. Es la primera oportunidad para recibir ayuda. La primera razón es controlar los dolores de cabeza y abrir tu mente para que aprendas a usar el don.
»Ahora debes aceptar o rechazar la oferta. Yo te recomiendo encarecidamente que aceptes nuestra primera oferta de ayuda. Por favor, créeme, te costará mucho más aceptar la segunda y luego la tercera. Por favor, Richard, acepta ahora la primera de las tres razones. Tu vida depende de ello.
La Hermana se quedó callada, esperando. La mirada de Richard se posó en el collar de plata mate. Parecía estar al borde de un ataque de pánico. Un silencio absoluto reinaba en la sala, únicamente roto por el lento crepitar del fuego y el suave siseo de las antorchas.
Richard alzó los ojos y abrió la boca, pero de ella no surgió sonido alguno. Tenía la vista prendida en la profunda mirada de la mujer. Finalmente, parpadeó y dijo en un ronco susurro:
— No llevaré collar alguno. Nunca jamás llevaré un collar. Ni por nadie ni por nada. Nunca.
— Así pues, ¿rechazas la oferta y el rada’han? —quiso saber la hermana Grace, enderezándose ligeramente y con un gesto de genuina sorpresa.
— Sí. Lo rechazo.
La hermana Grace se quedó unos minutos mirándolo fijamente con una expresión mezcla de tristeza e inquietud. Pálido el rostro, se volvió hacia sus dos compañeras, que estaban a su espalda.
— Perdonadme, Hermanas, he fracasado. Ahora depende de ti —dijo a la hermana Elizabeth, al tiempo que le tendía el rada’han.
— La Luz te perdona —susurró la hermana Elizabeth, y besó a su compañera en ambas mejillas.
— La Luz te perdona —repitió la hermana Verna, besándola a su vez.
— Que la Luz te acoja siempre entre sus benevolentes manos —dijo la hermana Grace a Richard con voz ligeramente trémula—. Espero que un día encuentres el camino.
Sin apartar la mirada de los ojos de Richard, la mujer alzó una mano, que giró. Al instante empuñó un cuchillo que llevaba oculto en la manga. Más que una hoja, el arma parecía ser un estilete puntiagudo y redondo con mango de plata.
Richard se apartó de un salto y desenvainó la espada en un fluido y veloz movimiento. Su característico sonido metálico sonó en el aire.
Con habilidad, la hermana Grace dio la vuelta al estilete en la mano, de modo que la punta no amenazara a Richard, sino a sí misma. La mujer sostenía el arma con una gracia fruto de la práctica, sin apartar los ojos de Richard.
De pronto, se hundió el estilete entre los pechos.
Hubo un estallido de luz procedente del interior de sus ojos, e inmediatamente se desplomó, muerta.
Tanto Richard como Kahlan retrocedieron un paso, sobrecogidos y horrorizados. La hermana Verna se inclinó para arrancar el cuchillo del cuerpo de su compañera muerta. Al erguirse, miró a Richard.
— Ya te advertimos que esto no es ningún juego. Tienes que enterrarla con tus propias manos —agregó, mientras se guardaba el estilete de plata dentro de su capa—. Si no, tendrás pesadillas por el resto de tu vida; pesadillas causadas por la magia y para las que no hay cura. No lo olvides: entiérrala tú mismo. —Ambas Hermanas se echaron sobre la cara las capuchas—. Has rechazado la primera oferta. Regresaremos.
Las dos mujeres se marcharon en silencio.
Despacio, la punta de la espada fue bajando hacia el suelo. Richard miraba fijamente a la mujer muerta con lágrimas que le caían por las mejillas.
— No pienso llevar un collar nunca más —susurró para sí—. Por nadie.
Con movimientos forzados sacó una pequeña pala de su mochila y se la colgó del cinto. Entonces hizo rodar a la hermana Grace sobre la espalda, cruzó los brazos sobre su cuerpo sin vida y lo levantó. Uno de los brazos se le cayó y empezó a balancearse. La cabeza le colgaba hacia abajo, sin vida, al igual que el cabello, y los ojos muertos lo miraban fijamente. En la pechera de la blusa blanca tenía una pequeña mancha de sangre.
— Voy a enterrarla. Solo —dijo a Kahlan con ojos llenos de tristeza.
Kahlan asintió y lo observó abrir la puerta con el hombro. Una vez que la hubo cerrado, se dejó caer al suelo y empezó a llorar.