49

A lomos de sus monturas Richard y la hermana Verna proyectaban sombras largas y alargadas. Se hallaban sobre una loma cubierta de hierba desde la que dominaban la ciudad. Los árboles serpenteaban a lo largo de los lugares más bajos entre las colinas, y cubrían otros con un tapiz verde oscuro. La vasta ciudad que se extendía a sus pies estaba envuelta en una neblina rojiza que amortiguaba los colores, convirtiéndolos en un uniforme tono pastel. Los lejanos tejados de tejas y ripias relucían como puntos de luz en un estanque, bañados por los rayos del sol del atardecer.

Richard nunca había visto tantos edificios juntos dispuestos de un modo tan ordenado. Hacia los extremos eran más pequeños, pero conforme se acercaban al corazón de la ciudad crecían tanto en tamaño como en esplendor. Una leve brisa marina llevaba hasta ellos el distante murmullo generado por decenas de miles de personas, caballos y carruajes.

Un río serpenteaba entre los incontables edificios y dividía la ciudad en dos partes desiguales. En el límite de la ciudad, donde el majestuoso río desembocaba, se veían los muelles. No sólo había amarradas allí embarcaciones de todo tipo, sino que también navegaban por el río impulsadas por el viento que henchía sus blancas velas. Richard distinguió que algunas de las embarcaciones tenían tres mástiles. Nunca había imaginado que pudieran existir barcos tan grandes.

Pese a que se hallaba allí en contra de su voluntad, no pudo evitar sentirse fascinado por la ciudad, por toda esa gente y por todas las cosas dignas de verse que debía de albergar. Nunca había estado en un lugar como éste. Seguramente podría deambular por la ciudad durante días y no verla toda.

Allá a lo lejos se veía el mar, brillando con dorados destellos, y se extendía hasta la línea bien marcada del horizonte.

Casi en el centro de la ciudad, dominándola, se alzaba un vasto palacio sobre una isla independiente. Los dorados rayos del sol bañaban su imponente muro occidental almenado. Se trataba de una compleja estructura formada por patios de armas, murallas, torres, secciones y tejados, todos de magnífico diseño, además de laberínticos patios interiores en los que crecían árboles, hierba o que acogían estanques. El palacio daba la impresión de extender sus brazos de piedra para tratar de englobar celosamente la totalidad de la isla sobre la que descansaba.

Visto desde la distancia, con las calles finas como hebras que irradiaban desde el corazón de la isla situada en el centro de la ciudad y puentes semejantes a filamentos que cruzaban el río alrededor de la isla, el palacio hizo pensar a Richard en una gorda araña sentada en el centro de su tela.

— El Palacio de los Profetas —anunció la Hermana.

— Mi prisión —replicó Richard sin mirarla.

La mujer hizo caso omiso del comentario.

— La ciudad es Tanimura y por ella pasa el río Kern. En cuanto a la isla sobre la que se alza se llama Pihuela.

— ¿Pihuela? —Los pelillos de la nuca se le erizaron—. ¿Es algún tipo de broma sarcástica?

— ¿Qué quieres decir? ¿Significa algo Pihuela?

Richard enarcó una ceja.

— Pihuela es la correa con que se sujetan las patas de los halcones.

— Bah, das demasiada importancia a cosas que no la tienen.

— ¿Tú crees? Ya veremos.

La Hermana soltó un leve suspiro mientras que con un movimiento de las caderas ponía en marcha al caballo.

— Hace muchos años que me marché —comentó, cambiando de tema—, pero todo sigue igual.

Los dos baka ban mana que los habían guiado por el bosque pantanoso e inexplorado durante dos días los habían dejado esa misma mañana, cuando por fin la hermana Verna entró en territorio conocido para ella. Aunque Richard nunca llegó a desorientarse, comprendía que muchos pudieran perder el rumbo entre la densa vegetación. Pero, después de todo, él se encontraba en su elemento en lugares de vasta desolación y era más probable que se perdiera en un edificio que en una selva.

Los dos baka ban mana apenas habían hablado esos dos días. Aunque eran espadachines tan feroces como los guerreros contra los que había luchado Richard, estaban atemorizados ante él. Richard tuvo que gritarles para que dejaran de hacerle reverencias, pero por mucho que gritó no logró que dejaran de llamarlo Caharin.

Una noche, antes de que se marchara para montar guardia como era su costumbre, la hermana Verna le dijo en voz baja que lamentaba que hubiera tenido que matar a esas treinta personas. Algo sorprendido por su sinceridad, por la ausencia de dobles sentidos y también angustiado por ese recuerdo, Richard le había dado las gracias.

— ¿Por qué esta tierra está sin cultivar? —preguntó Richard, contemplando las fértiles colinas y los valles—. ¿Cómo se alimenta tanta gente?

La hermana Verna levantó la mano que sostenía las riendas y señaló los campos al otro lado de la ciudad.

— A ese lado del río se extienden los campos de cultivo y las granjas. Pero este lado no es seguro ni para hombres ni para bestias. —Con un gesto de la cabeza indicó la tierra que habían dejado a su espalda—. Los baka ban mana representan una amenaza constante.

— ¿Me estás diciendo que nadie cultiva estas tierras por miedo a los baka ban mana?

La Hermana echó un vistazo a su izquierda.

— ¿Ves ese oscuro bosque? —La Hermana esperó mientras Richard observaba la linde de un denso bosque que crecía en el valle contiguo. Era una densa masa de enormes árboles retorcidos cubiertos por musgo y enredaderas que cobijaban lúgubres sombras—. Es el bosque Hagen, que se extiende muchos kilómetros más hacia la ciudad. Mantente alejado de él. Cualquiera al que el crepúsculo sorprenda en él, muere. Y muchos que se aventuraron en él murieron antes incluso de que el sol empezara a declinar. Es un lugar de vil magia.

Mientras seguían adelante Richard no pudo evitar ir lanzando miradas al bosque Hagen. Algo lo atraía hacia allí, como si fuera el complemento perfecto a su humor sombrío, como si ése fuera su lugar. Fue con esfuerzo que apartó la mirada de la espesura.

Conforme se acercaban a Tanimura, se ponía de manifiesto que en sus calles no reinaba el perfecto orden que parecía desde la distancia. Los arrabales eran lugares de confusión y miseria. Hombres que empujaban carretillas cargadas con sacos de arroz, alfombras, leña, pieles o incluso basura, avanzaban sorteando a otros que tiraban de carretillas similares, y a veces se producían atascos. Los bordes de la calzada estaban ocupados por vendedores ambulantes que ofrecían desde fruta y verdura hasta lonjas de carne ensartada en palitos y ahumada sobre diminutos fuegos en improvisados fogones de piedra, o hierbas y buena fortuna, o botas y abalorios. Por lo menos el olor de la comida enmascaraba ligeramente el penetrante hedor de las curtidurías.

Corrillos de hombres vestidos con ropas sucias y raídas jugaban a cartas o a dados, y gritaban excitados o estallaban en risotadas. Las calles laterales y los estrechos callejones estaban totalmente atestados de gente, y en ellos se alzaban barracas fabricadas con lona y hojalata. Niños desnudos corrían y jugaban a perseguirse entre los endebles hogares. Las mujeres se agachaban alrededor de cubos, lavando la ropa y parloteando entre sí.

La hermana Verna murmuró por lo bajo que no recordaba tanta miseria ni a esa multitud sin hogar. Richard pensó que, pese a sus condiciones de vida, se veían mucho más felices de lo que les correspondería.

Aunque llevaba mucho tiempo viviendo a la intemperie, por lo que estaba un poco sucia y tenía la ropa arrugada, en comparación con esa gente la hermana Verna parecía una reina. Todos se inclinaban respetuosamente ante ella, y la Hermana respondía impartiendo la bendición del Creador.

Los edificios, deteriorados por el paso del tiempo, algunos con la fachada de revoque que se caía a pedazos y otros con la madera oscurecida por los años, estaban tan repletos como las calles. En casi todos los diminutos balcones se veían oxidados tendederos ocupados por ropa multicolor. En algunos se veían asimismo tiestos con flores o hierbas. De las tabernas y las posadas salía el sonido de risas y conversaciones. Una carnicería exhibía fuera carcasas cubiertas por moscas. Otras tiendas vendían pescado seco, cereales o aceites diversos.

Cuando más profundamente penetraban en la ciudad, más limpias estaban las calles. La calzada se fue ensanchando, al igual que las calles laterales, y ya no se veían barracas apoyadas contra los edificios. Las tiendas tenían unos escaparates más grandes, con postigos pintados y mercancías de mejor calidad. Muchas exhibían las coloridas alfombras de confección local. Para cuando aparecieron árboles a ambos lados de la avenida, los edificios ya eran suntuosos. Las posadas eran elegantes, con porteros ataviados con librea roja ante ellas.

En el puente de piedra sobre el río Kern se estaban encendiendo las linternas colgadas de postes para iluminar la calle. Por debajo del puente pasaban pescadores en pequeñas barcas con linternas, que avanzaban por las oscuras aguas remando. Soldados vestidos con ornamentados uniformes que incluían camisa blanca de ribetes dorados y túnica roja, armados con alabardas, patrullaban ambas orillas del río. Cuando los cascos de los caballos repiquetearon sobre los adoquines, por fin la Hermana habló:

— Cuando alguien con el don llega a palacio, es un gran día para todos los que viven en él. Es un acontecimiento muy poco frecuente y gozoso. —La mujer lo miró brevemente de soslayo—. Todas las Hermanas se alegrarán de verte. Por favor, Richard, tenlo presente. Para ellas será un momento destacado en su vida. Aunque tú no lo sientas así, sus corazones se llenarán de gozo al verte y querrán darte una buena bienvenida.

Richard tenía una opinión muy distinta.

— Ve al grano, Hermana.

— Ya he dicho lo que tenía que decir; estarán encantadas.

— En otras palabras, ¿me estás pidiendo que no las horrorice desde un buen principio?

— Yo no he dicho eso. —La mujer miró ceñuda a los soldados que guardaban el puente, hasta que finalmente posó de nuevo los ojos en él—. Simplemente te pido que tengas en cuenta que todas esas mujeres viven justamente para esto.

Richard miraba fijamente al frente mientras pasaban junto a más guardias uniformados.

— Una persona sabia, alguien a quien quiero, me dijo una vez que sólo podemos ser quienes somos, ni más ni menos. —La mirada de Richard recorrió el borde superior del muro que se alzaba ante ellos, fijándose en los soldados y en las armas que portaban—. Yo soy el portador de la muerte y no tengo nada por lo que vivir.

— Eso no es cierto, Richard. Eres joven y tienes muchas razones por las que vivir. Tienes una larga vida por delante. Y aunque te denomines a ti mismo portador de la muerte, yo he visto con mis propios ojos que tu principal objetivo es preservar la vida. A veces no escuchas y empeoras las cosas, pero es por ignorancia y no por maldad.

— Puesto que aborreces las mentiras, Hermana, espero que no desees que finja ser quien no soy.

La Hermana suspiró mientras atravesaban una enorme puerta abierta en el muro exterior del patio de armas. Los cascos de los caballos resonaron dentro de la larga entrada arqueada. Más allá, el camino serpenteaba entre árboles bajos que extendían sus ramas. Las ventanas de los edificios que se alzaban alrededor resplandecían con suave luz amarilla. Muchos de los edificios estaban conectados a través de columnatas cubiertas o corredores cerrados, que poseían aberturas arqueadas cubiertas con celosías. En el extremo más alejado del patio se veían bancos contra un muro con un friso que exhibía figuras a caballo.

Tuvieron que cruzar unas verjas blancas en forma de arco para llegar a los establos. Había caballos pastando en un campo contiguo. Unos muchachos vestidos con una pulcra librea y chalecos negros encima de camisas marrones corrieron para hacerse cargo de los caballos. Richard dio una palmadita a Bonnie en el cuello, tras lo cual empezó a descargar sus posesiones.

La hermana Verna se alisó las arrugas que se le habían formado en la falda pantalón de montar, tras lo cual se arregló la ligera capa y trató de poner un poco de orden en su cabello rizado.

— No te molestes, Richard. Ya se ocuparán otros de tus cosas.

— Nadie toca mis cosas si no yo.

La Hermana suspiró y meneó la cabeza, y luego dijo al mozo de cuadra que descargara sus cosas. El joven inclinó la cabeza y ató un dogal a Jessup para conducirlo. Dio un brusco tirón, y Jessup se negó a caminar.

— ¡Muévete, bestia estúpida! —grito el mozo, mientras descargaba un látigo sobre la grupa de Jessup.

El caballo lanzó un relincho y trató de liberar la cabeza.

La siguiente cosa que Richard vio fue al muchacho volar sobre el sendero. Se estrelló contra un endeble muro de madera y aterrizó sobre el trasero.

— ¿Cómo te atreves a azotar a este caballo? —le gritó la hermana Verna, furiosa—. ¿Qué pasa contigo? ¿Te gustaría que te trataran de ese modo? —El muchacho, aterrorizado, negó con la cabeza—. Si me entero de que has vuelto a azotar a un caballo, te quedarás sin empleo, no sin antes recibir una buena sarta de latigazos en ese huesudo trasero tuyo.

El muchacho abrió mucho los ojos, asintió rápidamente y se disculpó. La hermana Verna siguió mirándolo, colérica, unos momentos más antes de dar media vuelta y llamar a Jessup con un silbido. Cuando el caballo se le acercó al trote, la mujer le rascó debajo del mentón para calmarlo y consolarlo. A continuación lo condujo al interior del establo y se aseguró de que tuviera agua y heno. Richard se cuidó mucho de ocultar su sonrisa.

Mientras cruzaban el patio, la Hermana dijo:

— Recuerda, Richard, no habrá ninguna Hermana ni ninguna novicia que no pueda lanzarte al otro lado de la habitación con su han, como acabo de hacer yo, sin el menor esfuerzo.

En un vestíbulo con paneles de madera en las paredes, suelos cubiertos con largas alfombras amarillas y azules, y ornamentadas mesillas auxiliares esperaban tres mujeres. Pese a que Richard sacaba una cabeza a la hermana Verna, resultó que las tres eran más bajas que Verna. Se estaban alisando las amplias faldas de color pastel y se arreglaban los corpiños blancos. Al verlos, las tres corrieron hacia ellos.

— ¡Hermana Verna! —exclamó una de ellas—. ¡Oh, querida hermana Verna, qué alegría que hayas llegado al fin!

Una o dos lágrimas corrían por sus sonrosados rostros y exhibían unas sonrisas completamente radiantes. Las tres parecían mucho más jóvenes que la hermana Verna. Ésta escrutó esos grandes ojos húmedos y acarició con cariño el rostro de la mujer que sollozaba ante ella.

— Hermana Phoebe —dijo. Entonces tocó la mano de otra—. Y las hermanas Amelia y Janet. Qué alegría veros de nuevo. Ha pasado mucho tiempo.

Las tres soltaron risitas excitadas y por fin recobraron la compostura. La hermana Phoebe, de redondo semblante, miró más allá de Richard.

— ¿Dónde está? ¿No lo has traído contigo?

La hermana Verna alzó una mano hacia Richard.

— Éste es. Richard, te presento a unas amigas mías: las hermanas Phoebe, Amelia y Janet.

Las sonrisas se transformaron en miradas atónitas. Todas parpadearon mientras evaluaban su estatura y su edad, mirándolo sin ocultar su asombro. Al fin, las tres le dieron la bienvenida interrumpiéndose unas a otras. Cuando lograron apartar los ojos de él, centraron de nuevo su atención en la hermana Verna.

— Más de la mitad de palacio os espera para daros la bienvenida —anunció la hermana Phoebe—. Todo el mundo está muy excitado desde que recibimos el mensaje de que llegaríais hoy.

La hermana Amelia se echó hacia atrás el pelo castaño claro que apenas le llegaba hasta los hombros.

— Desde que os marchasteis en busca de Richard nadie más ha llegado. Tantos años y ninguno nuevo. Todo el mundo está ansioso por conocerlo. Me parece que van a llevarse una «gran» sorpresa —dijo, ruborizándose y mirando a Richard a hurtadillas—. Especialmente algunas de las hermanas más jóvenes. Será una sorpresa muy agradable, me atrevo a decir. ¡Madre mía, pero qué grande es!

La escena le recordaba a Richard otra vivida mucho tiempo atrás, un día en que, siendo niño, se había visto confinado dentro de la casa porque llovía a mares. Su madre había recibido la visita de otras mujeres que la ayudaban a coser un edredón y charlaban. Mientras él jugaba en el suelo, las mujeres cosían y hablaban de él como si no estuviera allí. Su madre les contó lo buen comedor que era y lo bien que se le daba la lectura. Presa de una incomodidad similar, Richard se arregló la mochila que llevaba a la espalda.

La hermana Phoebe se volvió hacia él con una sonrisa radiante. Extendió una mano y le tocó el brazo.

— ¡Vaya cotorras estamos hechas! No deberíamos hablar así de ti como si no estuvieras presente. Bienvenido, Richard. Bienvenido al Palacio de los Profetas.

Richard contempló en silencio a las tres hermanas, que a su vez lo miraban. La Hermana Amelia se rió entre dientes y dijo a la hermana Verna:

— No habla demasiado, ¿verdad?

— Lo suficiente —fue la respuesta de la hermana Verna. Y, con un murmullo añadió—, gracias al Creador que de momento se comporta.

— Bueno, ¿vamos ya? —preguntó la hermana Phoebe con voz llena de vida.

— Hermana Phoebe, ¿quiénes son los soldados vestidos con extraños uniformes que he visto? —preguntó Verna, ceñuda.

La hermana aludida frunció el entrecejo, pensando, pero inmediatamente alzó las cejas.

— Oh, ésos. —Con un gesto de la mano indicó que no eran nada—. Hace unos años el gobierno fue depuesto. Supongo que fue mientras estabas fuera. El Viejo Mundo tiene otra forma de gobierno; ahora manda un emperador en vez de todos esos reyes. ¿Cómo se llaman? —preguntó a la hermana Janet.

También esta hermana arrugó la frente pensativa y alzó la mirada hacia el techo.

— Oh, sí —dijo en tono modoso—, se hacen llamar la Orden Imperial. Tienes toda la razón hermana Phoebe; los manda un emperador. Sí, son la Orden Imperial gobernada por un emperador.

— No tiene importancia —declaró la hermana Phoebe, meneando la cabeza—. Los gobiernos van y vienen, pero el Palacio de los Profetas permanece. La mano del Creador nos protege. ¿Vamos a saludar a las demás?

Con las tres hermanas en cabeza, el grupo atravesó pasillos y corredores suntuosamente decorados. En lo que a Richard respectaba, se encontraba en territorio hostil, y siempre que estaba amenazado la magia de la Espada de la Verdad trataba de penetrar en él para protegerlo. Richard absorbió solamente una pequeña parte, conteniendo de momento la cólera. La hermana Verna le iba lanzando de vez en cuando miradas de soslayo, como para asegurarse de que no iba a más.

Al fin atravesaron dos gruesas puertas de madera de nogal que franqueaban la entrada a un vasto salón. Un techo bajo y columnas con capiteles dorados fueron el último obstáculo antes de llegar a una enorme cámara circular abovedada, pintada con inmensos frescos de gente ataviada con túnica alrededor de una reluciente figura. La flanqueaban dos pisos de balcones con barandas de hierro forjado. Los vitrales iluminaban desde atrás la galería superior. El suelo del salón era de losetas de madera, unas claras y otras oscuras, dispuestas en un dibujo en zigzag. En el salón resonaba el murmullo de más de un centenar de voces.

Había mujeres formando corros en la parte inferior y otras se alineaban en los balcones. En el segundo nivel se veían, entre tantas mujeres, algunos hombres y muchachos. Las mujeres, Richard supuso que todas ellas eran Hermanas de la Luz, se habían ataviado con sus mejores galas. No parecían existir pautas marcadas; había vestidos de todos los colores con diseños que iban de muy modestos a atrevidos. En cuanto a los muchachos, llevaban desde simples túnicas hasta mantos tan suntuosos que serían dignos de cualquier noble o incluso príncipe.

El murmullo de las conversaciones cesó cuando todos los presentes empezaron a volverse hacia los recién llegados. Cuando el salón quedó en silencio se inició un aplauso que fue aumentando en intensidad hasta hacerse atronador.

La hermana Phoebe avanzó unos pasos hacia el centro del salón y alzó una mano, pidiendo silencio. Los aplausos murieron lentamente.

— Hermanas —dijo Phoebe con voz trémula por la excitación—, por favor, demos la bienvenida a la hermana Verna. —Nuevamente estalló un aplauso atronador. Tras unos segundos la Hermana impuso de nuevo el silencio—. Permitid que os presente a nuestro nuevo estudiante, al más reciente hijo del Creador, a nuestro nuevo pupilo. —La Hermana dio media vuelta y agitó los dedos, indicando así a Richard que avanzara. Este dio tres pasos hacia ella, flanqueado por la hermana Verna.

— Richard… —susurró la hermana Phoebe—. ¿Tienes un apellido?

Richard vaciló un instante.

— Cypher.

— Por favor, demos la bienvenida a Richard Cypher al Palacio de los Profetas —dijo la hermana Phoebe a la multitud.

Nuevamente sonaron aplausos. Todos los ojos estaban posados en un ceñudo Richard. Las mujeres situadas más cerca se empujaban para verlo mejor. Había mujeres de todo tipo y edad, desde algunas que podrían pasar por amables abuelas a las que apenas habían salido de la pubertad. Las había regordetas y flacas, y con el pelo de colores tan variados como los vestidos; todos lo matices del rubio al negro. Y también había ojos de todos los colores.

Una en especial le llamó la atención. Tenía unos labios extremadamente delgados que esbozaban una cálida sonrisa así como unos extraños ojos azul pálido con motas violeta. La mujer lo miraba como si fuese un viejo y muy querido amigo al que quisiera mucho y que no hubiera visto en años. Aplaudía con entusiasmo y daba codazos a la altiva Hermana que tenía al lado para animarla a que se uniera a la ovación, y no cejó hasta conseguirlo.

De pie, con los brazos a ambos lados, Richard estudió la disposición del salón, fijándose en las salidas, los pasillos y la posición de los guardias. Cuando el aplauso cesó, una joven ataviada con un vestido del mismo azul que el vestido de boda de Kahlan se abrió paso entre la multitud. El vestido tenía cuello redondo y estaba decorado con un encaje blanco que le llegaba hasta la delgada cintura y que hacía juego con el de los puños.

La joven se detuvo justo delante de él. Tendría acaso cinco años menos que Richard, era una cabeza más baja, poseía una densa mata de suave pelo castaño que le llegaba hasta los hombros y grandes ojos también castaños.

Lo miró boquiabierta. Cada vez que inspiraba, y lo hacía lentamente, el pecho se le hinchaba a la altura del encaje. Alzó la mano con gesto grácil, y con sus delicados dedos acarició la mejilla de Richard y su barba. Lo contemplaba como transfigurada, mientras seguía acariciándole la barba.

— El Creador ha escuchado mis oraciones —susurró para sí.

De pronto pareció recordar dónde estaba, se sonrojó y apartó rápidamente la mano.

— Yo… yo… —tartamudeó. Pero enseguida recuperó la compostura y su tez recobró su habitual tono rosado. Entonces unió ambas manos al frente y, como si nada hubiera pasado, se dirigió a la hermana Verna con estas palabras—. Soy Pasha Maes, novicia de tercer rango. Seré la siguiente en ser ordenada. Me haré cargo de Richard.

La hermana Verna le dirigió una leve y tensa sonrisa.

— Creo que te recuerdo, Pasha. Me alegra ver que has estudiado duro y que has progresado. Aquí acaba mi misión; dejo a Richard a tu cuidado. Que el Creador vele por los dos.

Pasha sonrió con orgullo y luego lanzó a Richard un vistazo de la cabeza a los pies. Alzó la mirada, pestañeó mirándolo a los ojos y le sonrió cálidamente.

— Me alegra conocerte, jovencito. Me llamo Pasha y me has sido asignado. Mi misión será enseñarte y ayudarte en cualquier cosa que necesites durante tus estudios. Digamos que seré tu guía. Si tienes cualquier problema o cualquier pregunta, acude a mí y yo haré lo posible por solucionarlo. Pareces un chico listo. Estoy segura de que nos llevaremos muy bien.

La sonrisa de la joven vaciló ante la iracunda expresión de Richard. No obstante, siguió sonriendo y continuó:

— Bueno, para empezar, no está permitido que los chicos lleven armas en el Palacio de los Profetas. Tendrás que entregarme tu espada —con estas palabras extendió ambas manos con las palmas hacia arriba.

El goteo de cólera que manaba de la espada se convirtió en un torrente.

— Por encima de mi cadáver.

La mirada de Pasha voló hacia la hermana Verna. Ésta hizo un lento y leve gesto de negación con la cabeza que pretendía ser una seria advertencia. Los ojos de Pasha se posaron de nuevo en Richard, y su ceño se tornó en sonrisa.

— Bueno, ya hablaremos de eso más tarde. Me temo que tendremos que enseñarte modales, jovencito —añadió con el entrecejo fruncido.

— ¿Quién de estas mujeres es la Prelada? —inquirió Richard en un tono de voz que hizo palidecer a Pasha.

La joven rompió a reír, aunque se contuvo a tiempo.

— La Prelada no está aquí. Está demasiado ocupada para…

— Llévame junto a ella.

— No puedes ver a la Prelada cuando se te antoje a ti. Ella te llamará cuando tenga alguna razón para verte. No puedo creer que la hermana Verna no te haya enseñado que no permitimos que nuestros chicos…

Richard colocó el dorso de la mano sobre el hombro de Pasha y la apartó a un lado, al tiempo que daba otra zancada hacia el centro del salón y fijaba de nuevo su feroz mirada en los centenares de ojos fijos en él.

— Tengo algo que decir.

Se hizo el silencio en el vasto salón. El mismo pensamiento le surgió en dos partes distintas de su mente, y Richard fue consciente de cuáles eran ambos orígenes. Uno era Las Aventuras de Bonnie Day, el libro que su padre le regaló, y el otro era la magia de la espada, el conocimiento de la misma, los espíritus con los que había danzado.

La memoria y el mensaje eran idénticos: «Cuando te sobrepasan en número y la situación es desesperada, no tienes opción. Ataca».

Sabía para qué era el collar. Su situación era ciertamente desesperada. No tenía opción. Richard esperó hasta que el silencio en la sala se hizo insostenible.

— Mientras no me quitéis este collar —dijo al fin, dando golpecitos con los dedos al rada’han—, vosotros sois mis carceleros y yo vuestro prisionero. —Los murmullos invadieron la estancia y Richard dejó que se fueran apagando antes de continuar—. Puesto que no he cometido ningún acto de agresión contra vosotros, eso nos convierte en enemigos. Estamos en guerra.

»La hermana Verna me prometió que me enseñaríais a controlar el don y que una vez hubiera aprendido todo lo necesario, sería libre. De momento, mientras cumpláis esa promesa, estamos en tregua. Pero hay condiciones.

Richard levantó la barra de piel roja que llevaba colgada del cuello, el agiel. Envuelto en la cólera de la magia, el agiel no le produjo más que un leve cosquilleo de dolor.

— No es la primera vez que me ponen un collar. La persona que me puso éste, una mujer, me torturó para castigarme y someterme.

»Ése es el único propósito de un collar. Los collares son para las bestias. Los collares son para los enemigos.

»A la mujer que me lo puso le hice la misma oferta que ahora os hago a vosotras. Le supliqué que me liberara. Ella se negó, y yo tuve que matarla.

»Ninguna de vosotras será jamás lo suficientemente diestra como para ser digna ni de lamerle las botas. Si me torturó fue porque antes la habían torturado a ella y la quebraron, la volvieron lo suficientemente loca como para que usara un collar para hacer daño a la gente. Lo hizo en contra de su naturaleza.

»Vosotros —añadió, mirando a los centenares de ojos—, lo hacéis porque creéis que estáis en vuestro derecho. Esclavizáis a otros en nombre de vuestro Creador. Yo no conozco a ese Creador. El único ser no de este mundo que conozco capaz de comportarse como vosotros es el Custodio. —La multitud ahogó un grito—. Por lo que a mí respecta, podríais muy bien ser discípulos del Custodio.

»Si usáis este collar para causarme dolor, pondré fin a la tregua. Quizá creáis que sujetáis la correa de este collar, pero os prometo que, si la tregua se rompe, descubriréis que lo que sujetáis es el hilo de vuestra perdición.

En el salón sobrevino un absoluto silencio. Richard se arremangó el brazo izquierdo y desenvainó la Espada de la Verdad. Su característico sonido metálico rellenó el silencio.

— Los baka ban mana han jurado que desde ahora vivirán en paz con todos sus vecinos. Yo los considero mi gente. Cualquiera que haga daño a uno de ellos, se las tendrá que ver conmigo. Si no lo aceptáis, si no permitís que los baka ban mana vivan en paz, nuestra tregua se romperá.

»La hermana Verna —añadió, señalándola con la espada— me capturó. No he dado ni un solo paso en el camino que me ha traído aquí sin resistirme a ella. Para conseguir traerme hasta aquí ha hecho de todo menos matarme y colgar mi cuerpo sobre el caballo. Aunque sea mi captora y, por tanto, también mi enemiga, estoy en deuda con ella. Si cualquiera le toca un solo pelo de la cabeza por mi causa, lo mataré, y la tregua quedará rota.

Por el rabillo del ojo Richard vio que la Hermana cerraba los ojos y se cubría con una mano la pálida faz.

Se oyeron exclamaciones ahogadas cuando Richard se pasó la espada por la cara interna del brazo. Le dio la vuelta para mojar ambos lados en sangre hasta que ésta goteó por la punta. Agarraba el acero con tanta fuerza, que tenía los nudillos blancos.

— ¡Hago un juramento de sangre! —exclamó, alzando la espada hacia lo alto—. ¡Haced daño a los baka ban mana, a la hermana Verna o a mí, y la tregua se acabará, y os prometo que entonces tendréis guerra! Y si hay una guerra, ésta no terminará hasta que reduzca a escombros el Palacio de los Profetas.

Desde el balcón más alejado, una voz burlona que Richard no pudo ver a quien pertenecía, gritó:

— ¿Y piensas hacer todo eso tú solito?

— Duda de mis palabras si te atreves. Soy un prisionero y no tengo nada por lo que vivir. Soy la profecía encarnada. Soy el portador de la muerte.

No se oyó ninguna respuesta que rompiera el silencio. Richard se guardó la espada en la funda con gesto brusco. A continuación extendió ambos brazos e hizo una graciosa reverencia. Cuando se irguió, sonreía.

— Ahora que ya nos entendemos y los términos de la tregua están claros, podéis seguir celebrando mi captura, señoras mías.

Dicho esto dio la espalda a la atónita multitud. La hermana Verna mantenía la cabeza gacha y ocultaba la cara tras la mano. Por su parte, Pasha apretaba los labios con tanta fuerza, que presentaban una leve tonalidad azulada.

Una mujer corpulenta y de cara avinagrada cruzó ante él y fue a detenerse ante la hermana Verna. Allí esperó con porte altivo hasta que Verna alzó la cabeza y enderezó la espalda.

— Hermana Verna, es obvio que no posees ni el talento ni la capacidad para ser una Hermana de la Luz. Tu fracaso es inaceptable. Desde este momento vuelves a ser novicia de primer rango. Servirás como novicia hasta que, por la voluntad del Creador, te ganes el título de Hermana de la Luz.

La hermana Verna alzó el mentón y repuso:

— Sí, hermana Maren.

— ¡Las novicias no dirigen la palabra a una Hermana a no ser que ésta les pregunte! Entrégame tu dacra —ordenó, tendiendo una mano.

La hermana Verna giró la mano y empuñó el estilete de plata que llevaba oculto en la manga. Después de tendérselo a la otra por el mango, se quedó en silencio, con la mirada fija al frente.

— Mañana al alba preséntate en las cocinas. Fregarás cacerolas hasta que consideremos que eres digna de intentar algo que exija más inteligencia. ¿Comprendido?

— Sí, hermana Maren, lo entiendo.

— ¡A la menor prueba de insolencia, te enviaré a las cuadras en vez de a las cocinas para que limpies establos y transportes estiércol!

— En ese caso, hermana Maren, me presentaré directamente en las cuadras y no en las cocinas, para ahorrarte lo que pensaba decirte.

La hermana Maren se sonrojó.

— Muy bien, novicia, trabajarás en las cuadras. —La severa Hermana se detuvo ante Richard y le dirigió una tensa sonrisa—. Confío en que esto no rompa tu tregua. —Dicho esto alzó la barbilla y abandonó furiosa el salón.

Todos se quedaron en silencio. Richard miró a la hermana Verna, pero ésta tenía la vista clavada al frente. De pronto, una ceñuda Pasha se interpuso entre ellos.

— Lo que le ocurra a Verna ya no te concierne. Te sangra el brazo. Puesto que ahora estás a mi cargo, te curaré.

Pasha inspiró profundamente para serenarse al tiempo que entrelazaba los dedos de ambas manos delante de la cintura.

— Hemos preparado un gran banquete en el comedor para darte la bienvenida. Tal vez te sentirás más a gusto entre nosotras después del banquete. Todo el mundo lo está deseando. Todos desean conocerte personalmente. ¡Y más te vale que te comportes como es debido, jovencito! —le advirtió, agitando un dedo hacia él.

Al envainar la espada se había desprendido de la mayor parte de la cólera, pero no de toda ella.

— No tengo hambre. Enséñame mi calabozo, niña.

Pasha agarró con los puños la falda azul del vestido. Con gesto sombrío lo miró atentamente.

— Muy bien. Tendrás lo que quieres. Puedes irte a la cama sin cenar como un niño malcriado. Sígueme.


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